51. Ciudad Oniria
Aquella misma noche, tres senadores murieron envenenados. Mensajeros al mando de la Asamblea de Ancianos, informados ya sobre la muerte del Gran Maestre Árnor y la desaparición de sus hombres, partieron hacia las villas y localizaciones vacacionales de varios miembros del senado de la ciudad, pero no llegaron con la suficiente antelación como para evitar que el senador Hubert se ahogara mientras tomaba un plácido baño en el remanso de un río, ni tampoco para recomendar al senador Merian que no saliera a cazar sin una nutrida escolta. En su caso, fue una caída mientras montaba a caballo.
Incluso en la propia ciudad, el senador Gobas cayó de un ventanal situado en la cuarta planta del palacio senatorial, y Xabbeth murió de un ataque al corazón. Así fue al menos el modo en el que Lorel Wólffger, en otra ingeniosa muestra de humor, describió a su padre la puñalada certera que perforó la vital víscera del Anciano mientras dormía en su cama.
El Senador Íngram, Voz de Oniria, tomó medidas frente a estos actos que atentaban contra la vida de los miembros de la Asamblea de Ancianos, endureciendo el toque de queda y aumentando el número de registros a los ciudadanos y sus propiedades. Muchos de los Ancianos se confinaron en sus fincas, rodeados de pequeños ejércitos, aunque otros prefirieron permanecer en la ciudad junto a una escolta selecta de entre diez y doce Guardias Rojos.
Uno de los asesinatos que más había horrorizado a la Asamblea de Ancianos, había sido la del senador Rummond. Este disfrutaba de una sesión de relajación en uno de los baños privados de la ciudad, lugares selectos donde solo acudía lo más granado de la república. En un momento dado, el senador sintió la necesidad de acudir al baño. Su escolta lo acompañó y antes de que entrara revisó el interior de la estancia y el complejo entramado de vigas de madera ornamentadas que soportaba el tejado, clausuró la pequeña ventana que daba a un patio exterior, y después esperó ante la puerta. El Anciano entró en al baño, se subió la toga y se sentó en el banco de madera perforada. Algo cayó sobre su regazo, demasiado pequeño como para que su cansada vista pudiera distinguir lo que era. Tomó el objeto en su mano, y por el tacto decidió que se trataba de una pequeña moneda.
─ Probablemente lleva días en un bolsillo ─ se dijo a sí mismo.
Acercó la pieza de plata ante sus ojos, y lo que vio le erizó el vello de la nuca. Una calavera dotada de largos colmillos, atravesada por una pica, adornaba su superficie. Abrió la boca para gritar pidiendo auxilio, pero lo único que salió de ella fue la punta de una flecha seguida de un chorro de roja sangre.
La Voz de Oniria reposaba en su palacio, constantemente protegido por diez de los mejores hombres del ejército. Utilizaba únicamente una de las plantas de la edificación, y el resto permanecía atestada de Guardias. Ni siquiera se acercaba a los ventanales, por miedo a que una punta de plata lo ensartara. Aun tendrían que pasar unos días complicados, hasta que el peligro desapareciera. Al menos tenía el consuelo de que en la ciudad, varios Cazadores Negros habían sido localizados y eliminados. Su caída era cuestión de poco tiempo, y eso era algo digno de celebración.
La prostituta llegó algo antes del anochecer. Era alta, bien dotada, y con unos bellos rasgos orientales. La Guardia la registró y, tras verificar que estaba "limpia", la dejaron acompañar al senador Íngram al interior de una estancia. Allí se desnudó completamente, y el Anciano observó con lascivia su generoso pecho y sus perfiladas curvas. La chica caminó hacia la elegante cama sonriendo de modo sensual, mientras humedecía su labio superior con la punta de la lengua y se acariciaba un pecho con la punta de los dedos.
El senador la miró de arriba abajo y caminó tras ella. Después, mientras la joven se tumbaba sobre el cómodo colchón de lana, él se sentó y se despojó de su ropa. La chica se había sentado tras él, apoyando sus pechos sobre la espalda del senador, abrazándolo por detrás mediante sus delgadas pero bien formadas piernas, y comenzó a masajear sus hombros de un modo más que sugerente. El senador Íngram respiró profundamente, y un cosquilleo recorrió su cuello cuando sintió los labios de la joven rozar su oreja.
─ ¿Sabe qué, senador? ─ dijo la chica con un tono cargado de erotismo.
─ Mmmmm.... Dime, belleza.
─ Úthrich lo sabía absolutamente todo.
Antes de que La Voz pudiera reaccionar, la chica lo había inmovilizado mediante una llave insalvable. Lo cogió del cuello con ambos antebrazos, presionando su tráquea de modo que la cantidad de aire que pasara no fuera suficiente para poder producir sonido alguno, pero sí para permitirle respirar suavemente, y se tumbó sobre la cama con el senador sobre ella. Con las piernas había inmovilizado las extremidades inferiores del senador y las empujaba con fuerza produciéndole un intenso dolor. Siguió hablando con una más que inquietante calma.
─ Y tuvo tiempo de informar a sus hombres.
El aterrado senador trató de golpear la cara de la joven, pero permanecía en una postura imposible y lo único que conseguía era que aún le faltara más el aire. La mujer aumentó la presión y oyó el gorgoteo que producía La Voz de Oniria. La cara del Senador comenzaba ya a oscurecerse y su lengua, totalmente estirada, era casi azul. Los ojos parecían a punto de salir de las cuencas, y el corazón bombeaba como loco tratando de oxigenar los tejidos.
Cuando acabó, la guardaespaldas personal de Berta se vistió, esperó durante un tiempo prudencial y salió de la casa tranquilamente, sonriendo a su paso a los Guardias que no le quitaban ojo de encima. Estos esperaron el corto período de rigor que el senador Íngram solía necesitar para vestirse y, al ver que La Voz no salía de la habitación, decidieron entrar. Lo encontraron tumbado boca arriba sobre la cama. Una moneda de plata adornaba su frente.
Las alarmas habían saltado ya la noche que prosiguió al juicio a Úthrich. Hubo graves incidentes y varios grupos de personas trataron de abordar la Torre de Lys, el Palacio Senatorial, e incluso algunas casas particulares. La Guardia Roja tuvo que cargar contra aquellos a los que en teoría había sido creada para defender.
La gente cuchicheaba en tabernas, calles y plazas. Surgieron líderes que excitaron los ánimos de una cada vez más iracunda masa. Algo en lo que, por cierto, colaboró activamente la cincuentena de Cazadores Negros que se había mezclado entre la población.
La revolución comenzó la mañana en la que la Plaza de Armas apareció ornamentada mediante una macabra obra. La cabeza de Maárwarth, junto a la de otros doscientos ochenta y dos Nocturnos, uno por cada Cazador Negro caído en la batalla del Valle de Thráin, había sido clavada en una pica y erguida en mitad del espacio abierto en el centro mismo de la ciudad. El pueblo se alzó en masa contra la Guardia Roja. Varios senadores fueron sacados de sus palacios y linchados en las plazas de la ciudad.
El senador Wólffger ocupaba la parte trasera de un carro repleto de tapices y cortinajes que una turba había extraído de la casa torre de los Úber. Vestido con las ropas de una anciana mujer, procuraba mantener la vista pegada a sus pies para evitar cruzarla con cualquiera de los transeúntes. Dos hombres de confianza, cubiertos por ropajes más que humildes, conducían el carro tirado por dos viejos percherones. Durante la noche, una enorme masa de ciudadanos enfurecidos había atacado el palacio de los Wólffger, matado a la guardia y saqueado la lujosa edificación. Lord Dankas Wólffger tuvo que escapar, acompañado por sus hombres, a través de los malolientes túneles del sistema de alcantarillado y matar a varias personas para hacerse con sus ropas. Sentado entre los cortinajes, la ciudad que veía a su alrededor era un auténtico caos. Las elegantes casas nobiliarias ardían, las tiendas eran saqueadas, y se oía que la Guardia Roja había tenido que guarecerse en el interior de El Vigía.
Alguien dio el alto al carro, y uno de los Guardias habló con el conductor mediante el acento típico de una de las zonas más pobres de la ciudad. Acto seguido Dankas Wólffger escuchó una voz más que familiar, y se giró aliviado hacia la parte anterior del carro. Su hijo Lorel, acompañado por más de tres decenas de Guardias Rojos, caminaba hacia él. Lord Dankas Wólffger se irguió y lo miró sonriente, aunque no encontró el mismo gesto en el rostro de su hijo. Miró alrededor. El populacho parecía tolerar la presencia de un Wólffger acompañado por una sección casi completa de la Guardia Roja. Algo no marchaba del todo bien.
─ Ahí lo tenéis ─ dijo Lorel con voz lacónica mientras dirigía hacia su padre un gesto más que acusador.
─ Prendedlo ─ ordenó Bártok a una decena de Guardias Rojos que habían decidido alzarse a favor del pueblo.
Lord Dankas Wólffger mostró una sonrisa cargada de odio hacia su hijo, quien se había apartado de la escena para repartir pan entre un grupo de mujeres y niños que los miraban atemorizados desde un lado de la plaza. Se repitió para sí mismo las palabras que tantas veces había hecho llegar a sus hijos, Un Wólffger es educado para adecuarse al medio, si es que no ha podido controlarlo con antelación. Adaptación, para una nueva supremacía. Impotente ante los Guardias que lo ayudaban a descender del carro, no pudo evitar soltar una carcajada.
Cuando durante la tarde dos centenares de Cazadores Negros entraron en la ciudad, la calma se había hecho ya con la mayor parte de misma. Un hombre de unos cincuenta años ataviado con un uniforme de cuero negro y dos efigies plateadas en sus hombros, cabalgaba frente a la doble columna de Cazadores. Élenthal, Serpiente y el Martillo Negro cabalgaban a su lado. Se dirigieron con calma hacia El Vigía, ante el que se hacinaba un inmenso contingente de ciudadanos. El veterano Cazador Negro descabalgó y se dirigió a Bártok. Tras mantener una larga conversación con él, avanzó hacia el portón de la imponente torre y se dirigió a los Guardias que se apostaban sobre la muralla.
─ Escuchadme bien, muchachos. Os pido que dejéis vuestras armas y abráis las puertas, esa torre nos pertenece. Solamente los Cazadores Negros entraremos, y después os escoltaremos al exterior de la ciudad. Allí se os entregarán vuestras armas y podréis marcharos a donde deseéis, con la condición de que no volváis jamás. Os doy mi palabra de que nadie os atacará.
Varios días después, los miembros del nuevo senado de la ciudad, compuesto por los representantes de los distintos barrios y gremios de la ciudad, y también por varios miembros de la nobleza que habían mostrado su deseo de derrocar el régimen impuesto por la Asamblea de Ancianos, asistían en la plaza de armas de El Vigía al nombramiento del nuevo Gran Maestre de los Cazadores Negros. Por primera vez en la historia de la ciudad una mujer representaba a uno de los barrios más poblados, concretamente el de Bolsillo Roto, cuyos intereses serían defendidos por Berta. Miyaz de Muria, un Cazador Negro que había sido licenciado por petición propia unos meses atrás, y que había gozado de una gran estima tanto por parte de Árnor como de Réynor, Úthrich o el propio Élenthal, aceptó el cargo sin ningún tipo de duda. Agradeció el esfuerzo realizado por la mayoría de los estamentos sociales en favor de la restitución de la hermandad en Ciudad Oniria, y elogió el comportamiento de algunas familias adineradas que cedieron una gran parte de su fortuna para la reconstrucción y el acondicionamiento de las zonas más pobres.
─ Es también mi obligación ─ expuso el Gran Maestre hacia el final de su discurso ─ mostrar mi agradecimiento y mi más sentido pésame a Lorel Wólffger. Como todos sabréis, fueron él y su hermano Ýgrail quienes trazaron el plan para desbaratar el acuerdo con los Nocturnos al que su propio padre había mostrado apoyo. Ahora, Lorel Wólffger ha decidido ceder a la ciudad varios de los edificios pertenecientes a la familia para crear un hospital, una escuela taller y una hospedería. Además, sufragará con su propia fortuna los costes de reclutamiento, entrenamiento y mantenimiento de los aprendices que serán alojados en El Vigía durante los siguientes años.
Lorel Wólffger sonrió con humildad fingida hacia los aproximadamente dos centenares de congregados. Hijos de perra, todos vosotros, hijos de perra. ¿Te estarás riendo a mi costa desde el infirno, verdad Ýgrail? Alzó la mano para pedir que los aplausos cesaran y miró a Élenthal, quien se encontraba a su lado devolviéndole la mirada y la sonrisa, pero en sus ojos Lorel pudo ver el brillo del filo de una espada. Después el Cazador lo asió del hombro y le susurró al oído, te vamos a desplumar, Lorel Wólffger. Lorel dirigió su mirada hacia Bártok, que lo flanqueaba en el otro costado. También este le sonreía.
─ Da gracias a tu hermano Ýgrail, Lorel. De no haber sido por él, ahora colgarías al lado de tu padre ante los muros de la ciudad.
Lorel, sin perder la sonrisa, asintió con la cabeza. Hijos de puta, tú y el Cazador que has pegado a mi culo y no me deja ni respirar en calma. Papeles, papeles y papeles, llevo firmándolos todo el día, dilapidando más y más la fortuna y el patrimonio de los Wólffger cada vez que estampo mi sello en uno de los pergaminos. ¿Qué será lo siguiente? ¿Me haréis donar los calzoncillos que llevo puestos al Gran Maestre?
Adaptación. Demagogia, hipocresía, mentira, sesgo, tergiversación, todas esas armas que su padre le había enseñado a manejar de modo tan magistral, habían llevado ya a Lorel Wólffger a ser elegido senador en el nuevo parlamento, formado por representantes escogidos por votación popular en cada una de las barriadas que componían el núcleo urbano. Al fin y al cabo se trataba del hermano de un héroe, al que además se decía que había ayudado a urdir su estrategia. Una semilla podrida que florecía entre los nuevos brotes de un régimen más justo. El inicio de un nuevo ciclo.
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