41. Ciudad Oniria
El capitán Bártok no pudo dormir en toda la noche. Cuando se había cansado de deambular dentro de la casa que la familia poseía en una zona tranquila de la ciudad, había salido a caminar al jardín e incluso había conversado con la pareja de guardias que tenía ante la puerta principal. Desde la noche en que Úthrich fue confinado, los ánimos en varios de los barrios más poblados de la ciudad estaban más que caldeados, y la Asamblea de Ancianos había dictado la orden de duplicar la vigilancia alrededor de las viviendas de todo aquel que ostentara un cargo administrativo importante.
La Guardia Roja era insultada y repudiada, sobre todo en los barrios habitados por los menos pudientes, e incluso se les había negado la bebida en algunos de los establecimientos que visitaban con regularidad. El propio Bártok había tenido que interponer, en dos ocasiones, su brazo en la trayectoria de una pieza de fruta podrida que volaba en su dirección. Varios de sus hombres habían sido atacados mediante objetos arrojadizos en las inmediaciones de Bolsillo Roto, y no se habían atrevido a perseguir a los agresores que entraron corriendo entre las callejuelas.
Antes del amanecer, Bártok entró en casa y se vistió el uniforme. Deseó poder vestir la indumentaria de cualquier otro tipo de oficio, incluso el uniforme de un soldado raso. El saco de los golpes. Eso es lo que te espera. Ninguna de las decisiones que se han tomado ha sido tuya, pero eres una de las cabezas visibles entre los que se dedican a proteger, ante todo, a aquellos que interpretan las leyes, muchas veces de forma excesivamente partidaria.
Iba a comenzar a calzarse las botas cuando escuchó llorar a la niña en la habitación. Quiso entrar a besarla, pero apenas había hablado con Emmilie desde la noche de la detención de Úthrich. ¿De verdad merece la pena, Bártok? Renuncia a tu cargo, renuncia incluso a pertenecer a la Guardia Roja, podrías dedicarte a muchas cosas. La casa está pagada, y tenemos bastante ahorrado, a la niña no le faltaría de nada...No, no. Alguien tiene que hacer esto, Bártok, alguien tiene que ayudar a que se mantenga el orden social, por mucho que a veces, demasiadas, se cometan injusticias por parte de los que gobiernan. La situación no es ideal, evidentemente, pero es lo mejor que conocemos, son muchos los que tienen una buena vida en la ciudad. Vamos, entra y besa a tu mujer y tu hija.
Se irguió y caminó hacia la habitación. Emmilie daba de mamar a la niña, cuyo llanto había cesado. Se acercó a ellas y besó al bebé, pero Emmilie apartó la mejilla.
─ ¿Qué le contarás, cuando tenga la suficiente edad como para que las patrañas con las que tratas de engañarte a ti mismo no te sirvan con ella?
─ Emmilie, esto está siendo muy duro para mí, aprecio muchísimo a los Cazadores Negros, no sabes lo difícil que es...
─ Hasta tu lenguaje es frío e impersonal ─ Emmilie interrumpió el discurso de Bártok ─. A eso te ha llevado intentar verlo todo del modo más aséptico posible. Aprecias a Úthrich, mientras el resto lo queremos. Pero tú, Bártok el ecuánime, Bártok el justo, tú lo aprecias. Ve Bártok, cumple con tu deber como capitán de la Guardia de los Ancianos, y no olvides calzarte las botas con las que pisoteas una y otra vez tu deber como ser humano.
─ No importa lo que yo quiera o lo que yo haga, Emmilie ─ replicó Bártok con un nudo en la garganta ─. No estoy por encima de la ley, nadie lo está, yo solamente intento que se cumpla de la manera más justa. Podría ceder a otro mi responsabilidad, y tampoco cambiaría nada. Lo que ocurra hoy es algo con lo que tendré que vivir el resto de mis días.
Emmilie ni siquiera lo miró.
─ No estaré a tu lado esta vez ─ respondió secamente mientras golpeaba suavemente la espalda de la niña para ayudarla a eructar.
Bártok se giró y salió de la habitación. Le esperaban ante la Torre de Lys.
Una muchedumbre se había acumulado en la Plaza de Lys, nadie quería perderse el gran acontecimiento que iba a tener lugar en las siguientes horas, y una inmensa cantidad de ciudadanos acudió con horas de antelación a reservar un lugar. El estupor, la indignación y la rabia eran los sentimientos mayoritarios, aunque también había quien esperaba el acto con regocijo.
Hacía más de tres siglos desde el último juicio a un Gran Maestre de la hermandad de los Cazadores Negros. En aquel entonces, Hárald de Rim fue condenado a muerte por un delito de incitación a la rebeldía. La acusación que pesaba contra Úthrich no era de menor calibre, ya que iba a ser juzgado por traición, desacato a las órdenes del senado, y también por la muerte de las decenas de seres humanos que habían caído durante los ataques de los Nocturnos en las últimas jornadas. La Asamblea de Ancianos consideraba que tales ataques habían ocurrido como consecuencia de la matanza de Sangalar.
Un amplio estrado de madera, cuyo fondo se apoyaba en la pared de la Torre de Lis, serviría como el escenario donde el acusado debería defender su actuación ante varios miembros de la Asamblea de Ancianos. Alrededor de la estructura de madera, tres hileras de soldados armados con escudos, picas y ballestas, ejercían un enorme efecto disuasorio ante cualquiera que tratara de llegar al estrado o a los Ancianos. Estos hicieron aparición a través de una estrecha portezuela que se abría desde la torre al tablado. Vestían sus mejores galas, dada la transcendencia del pleito, y caminaron lentamente hacia los mullidos tresillos que ocuparían tras la larga mesa de madera entre los gritos de desprecio y los insultos proferidos por la plebe.
Cuando Úthrich, acompañado por Réynor, fue escoltado hacia el estrado caminando a través de la muchedumbre, el griterío se convirtió en un respetuoso murmullo. Muchos de los asistentes cubrían con pétalos el suelo por donde caminaban, otros asentían a su paso, y algunos incluso se atrevían a proferir gritos a favor de los Cazadores Negros.
Úthrich caminaba orgulloso entre las dos columnas de Guardias Rojos. Aunque iba desarmado, portaba el uniforme completo de los Cazadores Negros, sin ningún artefacto ornamental que señalara su estatus. Lo mismo podía decirse de Réynor, quien se apoyaba en un grueso báculo de madera para caminar.
─ Se te ve bien enfundado en tu viejo uniforme, Réynor.
─ Hacía años que no me lo ponía ─respondió el anciano mientras caminaba al lado de Úthrich ─. Me sobra por todos los lados. Maldita decrepitud.
Úthrich lo miró sonriente.
─ ¿Decrepitud? ¿He escuchado bien?
─ Ochenta y cinco ─ respondió Réynor tras chasquear con la lengua.
─ Ochenta y cinco.
─ Y tres meses.
Úthrich volvió a sonreír. Hacía meses que no se sentía tan vivo como aquella mañana, con tanta energía, años desde la última vez que había dormido durante toda la noche sin ser despertado por terribles sueños. Miró hacia las nubes y vio al sol abrirse paso entre ellas. Úthrich no era supersticioso, pero aquello le gustó.
El silencio en la plaza fue total cuando el Maestre en funciones accedió a lo alto del estrado a través de la estrecha escalinata, y tendió su brazo para ayudar a Réynor a subir el último de los doce escalones que los separaba del suelo original. Después, los dos Cazadores avanzaron hasta quedar de pie a menos de diez codos de la mesa ante la que se sentaban los veinticinco Ancianos que ejercerían de jurado y dictarían la sentencia. Dos Guardias Rojos flanqueaban a los Cazadores, mientras La Voz de Oniria ocupaba un lugar privilegiado en un amplio balcón situado en el segundo piso de la Torre de Lys.
Bártok, de pie a un lado de la mesa, no se atrevió a mirar a ninguno de los dos Cazadores con los que había compartido su tiempo tantas veces. Tampoco quiso mirar hacia la multitud que los rodeaba. Simplemente deseó poder estar en otro lugar, que el tiempo pasara veloz, volverse temporalmente ciego y sordo, o desmayarse y que tuvieran que meterlo en la torre. Sentía vergüenza, una enorme vergüenza.
─ Maestre Úthrich ─ habló uno de los Ancianos, mientras extendía un pergamino sobre la mesa ─ ¿Acudís ante este tribunal con plena consciencia sobre cuáles son los hechos que se os imputan?
─ Sí, Senador. Se me acusa de ordenar a mis hombres que defiendan la vida de los seres humanos, allí donde estos sean atacados por los Nocturnos.
─ Sus hombres deso...
Las palabras del Senador fueron ahogadas por los gritos de muchas de las personas que ocupaban la plaza, y el Anciano tuvo que esperar a que estos callaran para poder continuar.
─ Sus hombres desobedecieron la orden de esperar a que llegaran refuerzos de Ciudad Oniria. Alentaron a aquellos que incumplieron la ley durante la noche de la Celebración del Paso. Mataron además, según sus propias palabras, a uno de los Antiguos─ el Anciano apoyó ambas manos sobre la mesa y continuó con su disertación, mostrando airadamente su indignación ─. Ya que conoce usted tan bien las costumbres de los Nocturnos, ¿Explicará al pueblo al que dice defender, cuál será su reacción? ¡Las represalias ya han comenzado! ¡Varias aldeas han sido atacadas a lo largo de la frontera Norte! Sí, los Cazadores Negros salvaron a unos cuantos en varias acciones, ¿pero cuál será el precio en vidas que el pueblo pagará por ello?
¿Estará Él aquí? ─ se preguntaba Úthrich mientras dirigía furtivas miradas hacia los ventanales cubiertos por oscuras telas de la torre ─ ¿Asistirá a esta farsa, o se encontrará lejos iniciando su siguiente movimiento?
─ Mis cazadores defendieron una plaza donde sesenta soldados, catorce sacerdotes y cien jóvenes fueron atacados por los Nocturnos. Muchos de ellos hubieran muerto, y los supervivientes hubieran formado parte de los que atacarán las aldeas durante los siguientes años ─ expuso Úthrich con serenidad ─. Las represalias de los Nocturnos, como las llama usted, no son nada diferente a los actos que cometen continuamente, desde hace siglos, en los lugares fronterizos. ¿Creen ustedes que estas acciones serán más frecuentes a partir de ahora? Denme más hombres y enviaré hacia el norte las cabezas de los chupasangres en una carreta, para que quienes las reciban calculen el precio que habrán de pagar si deciden pisar las tierras protegidas por los Cazadores Negros.
Una mayoría de los asistentes al juicio aplaudió las palabras de Úthrich, a quien alentaban mediante palabras de ánimo, mientras proferían insultos contra los Ancianos y La Voz. Entonces el Senador Óbermayr, mano derecha de La Voz de Oniria, se irguió y retomó la argumentación de la acusación.
─ Tenemos a gran parte de la Guardia Roja en las tierras del Norte, Maestre. Su hermandad debería ser integrada en el ejército y actuar bajo las órdenes de la Asamblea de Ancianos. Los Cazadores Negros son y seguirán siendo la causa de muchos de los ataques de los Nocturnos, al actuar sin ningún tipo de control, y ser además ineficaces en su función. ¡Usted y su Gran Maestre deberían ser relegados de sus cargos, y los Cazadores Negros que se nieguen a acatar las órdenes, encarcelados! ¿Cuáles serán las palabras de aliento que tengamos que ofrecer a las madres de los niños muertos, a las viudas, a quienes sufren pesadillas cada noche por vuestra culpa?
Aunque era perfectamente capaz de comprender el papel, absolutamente teatralizado, que realizaba el Anciano, aquello indignó profundamente a Úthrich, y sus siguientes palabras tronaron de modo que fueron escuchadas claramente por todos los presentes en la amplia plaza de armas. Él no era un político. No necesitaba tratar de convencer al pueblo, para el que supuestamente deberían procurar el mejor de los bienes que fuera posible, de argumentaciones tan falaces como las que tendría que escuchar en los siguientes minutos. Demagogia, tergiversación, hipocresía, sesgo, cuando no absoluta mentira. Él no las necesitaba. Poseía armas bastante más afiladas.
─ ¿Me habla usted de viudas, de niños muertos, de pesadillas? ¿Es que alguno de ustedes ha vivido alguna vez el cruel ataque de los seres de la noche? No, nunca han mirado directamente a sus negros ojos y han sentido cómo engullen el alma de los vivos. Nunca los han visto desgarrar la carne de los humanos con su afilada dentadura, nunca han escuchado su sibilante voz y nunca han sentido la infinita frialdad de su tacto ─ entonces se giró ligeramente hacia la muchedumbre y extendió el brazo hacia ella ─. Pero muchos de los presentes ahí abajo lo han hecho antes de poder viajar a Ciudad Oniria y asentarse tras sus muros, han visto cómo mataban a sus seres queridos y se llevaban a sus jóvenes y a sus niños. Algunos incluso han vivido en primera persona la conversión de sus hijos, y han tenido que acabar con ellos mediante sus propias manos. ¿Pesadillas, dice? ¿Qué creen ustedes que soñamos los Cazadores Negros cada noche de nuestras vidas? Cada vez que actuamos en una aldea, cada ocasión en la que después de la batalla tenemos que matar a los que han sido mordidos, muere un trozo de nuestra alma. ¿Alguna vez han tenido que mirar a los ojos a un niño al que tendrán que cortar la cabeza a traición, mientras juega en el suelo con sus juguetes más queridos, después de hacerle creer que el horror ha terminado?
Sus ojos se llenaron de lágrimas de impotencia mientras apretaba los puños y escuchaba los gritos de los ciudadanos a su espalda. Podría añadir más cosas, graves acusaciones sobre algunos de los miembros de la Asamblea, pero no podía sucumbir a la ira. No podía dejar que descubrieran que lo sabía, algo más importante que su propia vida estaba en juego. Aún lo turbaba la dulce fragancia del iris mezclada con el olor metálico de la sangre...
─ ¿Dónde está la Guardia Roja cada vez que los Cazadores matamos y morimos para proteger a esa pobre gente? ¡Denme más hombres, maldita sea, y reduciré el número de ataques como en tiempos del rey Bálir, cuando tres mil Cazadores patrullaban la frontera Norte! ¡Y le recuerdo que solo el Consejo de los Cazadores Negros tiene el poder para relegarme de mi cargo!
Los gritos del pueblo sonaron con más fuerza aún, y los soldados encargados de mantenerlos lejos del estrado tuvieron que emplearse a fondo, incluso amenazar con sus picas, para que no se produjera una avalancha humana.
Tras el largo tiempo que tardó el orden en aplacar los ánimos de los presentes, los Senadores decidieron atacar por otros flancos, ya que perdían claramente la batalla dialéctica. Así, después de una rápida mirada hacia el balcón donde La Voz de Oniria asistía con preocupación al espectáculo, un Senador tomó otro de los pergaminos y continuó con la acusación.
─ Las rutas comerciales de toda la franja norte del reino han dejado de ser seguras, Maestre Úthrich. Los comerciantes temen circular en las horas en las que el sol no ilumina los caminos, esos que su hermandad se muestra absolutamente incapaz de proteger. Las posadas no dan abasto para alojar a todos ellos, y muchos prefieren dejar de vender sus bienes, perder dinero y ver cómo los productos perecederos se pudren, a arriesgarse a ser atacados por los Nocturnos. La economía del reino se está viendo muy perjudicada, y esta preocupante cuestión se ha dejado notar incluso en las calles de las principales ciudades del reino, donde ya faltan muchos de los productos de uso cotidiano para el pueblo. ¡Hay familias que comienzan a padecer hambre! ─ finalizó en un alarde de hipocresía y demagogia.
Úthrich sonrió con malicia, mientras Réynor se masajeaba las rodillas debido al dolor que comenzaba a sentir por el largo tiempo que había permanecido en pie. También sonreía. Era lo menos que podía hacer, siendo uno de los personajes principales en aquella obra de teatro.
Un poquito más de leña al fuego, a ver qué cara ponen.
─ Quizá, si me permite la sugerencia, su señoría debería fundir alguno de los anillos que porta en su mano y utilizar el oro para dar de comer a tales familias ─ respondió con ironía el viejo Cazador.
Los Ancianos miraron a Réynor con perplejidad e indignación. Sin darles tiempo para responder, Úthrich continuó hablando limpia y ordenadamente, volviendo a dirigirse hacia el pueblo. La amargura que lo había atenazado momentáneamente había desaparecido, y volvía a sentir la fuerza y la extrema confianza que lo llevó, muchos años atrás, a convertirse en Cazador Negro y patrullar las fronteras del norte.
─ ¿Les han dicho cómo funcionan las leyes de su mercado? ¿Les han explicado alguna vez que los bienes que les compra el Consorcio Mercantil controlado por ustedes, bien productos del campo, bien productos artesanales o que provienen de la caza y pesca, alcanzan en el mercado exterior diez veces el valor del pago que el productor recibe? ¿Les han explicado que sus arcas siguen llenándose del oro que niegan al pueblo, a través de los tributos que cobran por el comercio en tierras de la ciudad o la explotación de las minas del este?
Úthrich observó el gesto de enfado en unos casos, indignación en otros, y preocupación en la mayoría de los rostros de los Ancianos. Era consciente de que sus palabras serían recordadas, transcritas y leídas en multitud de ocasiones durante los siguientes días. Había posicionado la cuña. Había llegado la hora de aporrearla y desvencijar las vigas que soportaban el corrupto sistema de gobierno de Ciudad Oniria. Se sentía tan vivo, tan fuerte como el tifón que serpentea sobre el mar y es capaz de barrer de su superficie a la mayor de las flotas navales que nación alguna pudiera enviar en su contra.
─ La ciudadanía se encuentra sumida en una sensación de hartazgo generalizada. La urbe languidece bajo el mandato de la Asamblea de Ancianos. Las diferencias entre clases son cada vez mayores, la usura campa a sus anchas, la justicia favorece al más poderoso. Los impuestos son cada vez más altos, pero algunas partes de la ciudad se caen a pedazos y la miseria comienza a ser un invitado habitual en muchas casas, mientras los palacios de las familias más opulentas brillan con esplendor. El Consorcio Mercantil establece pagos irrisorios por la materia prima y los productos manufacturados, mientras los beneficios de los distribuidores y los influyentes intermediarios aumentan con cada primavera que pasa. Los agricultores abandonan sus tierras. Los ganaderos se deshacen de sus animales. Muchos acuden a la ciudad en busca de un futuro mejor, y se establecen en las cada vez más pobladas y miserables barriadas del exterior de la muralla. Los baños públicos comienzan a ser inaccesibles para una parte amplia de la población, la entrada a algunos lugares públicos es denegada a quien no presenta las suficientes credenciales ─ Úthrich enfatizó estas palabras ─, el impuesto por el uso de la sal y el agua potable se ha triplicado sin que medie ninguna razón objetiva más que la codicia, y el acceso a un médico se encuentra prácticamente vetado para muchos. Las reclamaciones del pueblo llano son pasadas por alto, y quien no vive tras los muros de la ciudad ni siquiera cuenta con ese derecho fundamental. El Senado, su senado, es un pozo de corrupción, una boca enorme que devora los recursos que deberían repartirse de forma equitativa entre todos los seres humanos que habitan esta ciudad.
─ Los trozos de la lombriz intestinal que caga esta ciudad, del parásito que sorbe sus fluidos y evita que el pueblo pueda medrar. Me recordáis exactamente a eso ─ apostilló Réynor sin poder ocultar su regocijo.
Y es que en un teatro de títeres, nunca se sabe quién puede ser el que salga más escaldado...
Aquello fue la gota que colmó el vaso. Una masa de gente comenzó a empujar hacia el estrado, y los Guardias Rojos tuvieron que emplearse a fondo. Úthrich observó con satisfacción el enojo de la muchedumbre. La semilla fue plantada hace tiempo. Germinó, y el tallo es ya suficientemente largo. Es tiempo de anunciar la primavera y dejar que los brotes florezcan.
El pueblo tenía su veredicto, y lo expresaba con rabia.
─ ¡Inocente! ¡Inocente! ¡Inocente! ─ jaleaba la muchedumbre
─ ¡Soltadlo! ¡Cobardes! ¡Dejadlo ir!
En el estrado, Úthrich permanecía erguido observando a los Ancianos. Vio cómo estos asistían nerviosos a lo que acontecía a una distancia segura, pero quizá no del todo suficiente, mientras deliberaban el veredicto. Tampoco eran conscientes de que lo importante no era precisamente la distancia que los separaba de los cada vez más exaltados espectadores.
La expectación fue máxima cuando, tras el mástil central de la balconada donde se refugiaba La Voz de Oniria, un Guardia Rojo recibió la orden de desplegar el estandarte que exponía el veredicto. Ni el viejo Réynor, ni siquiera el mismo Úthrich, se sorprendieron por el resultado. Un estandarte de color negro avanzó a través del mástil y comenzó a ondear al viento. Culpable. Ahora sí, era el pueblo quien debería escoger entre la pena de muerte o la cadena perpetua en las mazmorras de la Torre de Lys.
─ ¡Vida, vida! ─ tronaban los gritos desesperados mostrando la infantil inocencia de quienes los proferían. Nadie en su sano juicio preferiría una vida en las mazmorras a una muerte rápida por decapitación.
Sobre el estrado uno de los Ancianos avanzó hacia Úthrich, portando unos grilletes en una bandeja de plata. Réynor se puso tan derecho como pudo, mientras Úthrich se arrodillaba a su lado.
─ Ha sido un placer, viejo amigo ─ dijo Úthrich con una sonrisa en la boca, mientras sentía a su corazón latir con la fuerza de un potro salvaje.
─ Lo va a ser, amigo, voy a disfrutar de lo lindo durante el tiempo en el que me queden fuerzas para estar de pie ─ respondió Réynor alzando ligeramente el grueso bastón y acercando su base hacia Úthrich, mientras se acariciaba la barba ─. De todos modos, alguien tenía que iniciar el trabajo. Muchas gracias por dejarme disfrutar de esto junto a ti.
Los siguientes hechos ocurrieron a una velocidad que desconcertó totalmente tanto a la Guardia Roja presente en el escenario como a los Ancianos. Réynor extrajo un afilado puñal y lo clavó en la garganta del guardia que se encontraba a su derecha. Mientras, Úthrich asió el bastón por su extremo inferior, tiró de él y desenfundó una larga y afilada hoja de acero gris. El Anciano que se encontraba ante él observó con horror cómo el Maestre, ataviado con su uniforme de combate, atravesaba al guardia que tenía a su izquierda mientras erguía su alto y musculado cuerpo.
El viejo senador gritó y se giró para tratar de escapar, y los Ancianos sentados tras la mesa con los ojos abiertos hasta el máximo pudieron ver cómo la espada de Úthrich salía a través de su boca.
Los Ancianos comenzaron a levantarse con la intención de huir a través de la estrecha portezuela que conducía al interior de la torre, y que era custodiada por un Bártok que observaba la escena con el rostro desencajado. ¿Qué cojones se supone que debo hacer yo ahora? ¡Joder, joder, joder! ¡Joder, Úthrich! La mayoría de los Ancianos, al ver que ante la puerta ya se hacinaban varios de ellos, corrieron como pollos sin cabeza a través del amplio estrado.
Mientras, Réynor había desencajado la tapa cilíndrica de metal que cubría el extremo superior del bastón, liberando una afiladísima y pesada punta de hierro templado que brilló al ser bañada por los rayos del sol, y convirtiendo al báculo en una eficaz pica perfectamente diseñada para que la pérdida de peso acaecida al extraer la espada que ocultaba en el interior, fuera compensada mediante un recubrimiento de bronce en el centro del cuerpo. Pudo escuchar a los guardias que habían permanecido al pie del estrado correr hacia los escalones de madera que conducían al mismo, pero eso no supuso para él ningún tipo de distracción ni la pérdida de la más absoluta concentración. Observó al senador Óbermayr, el que con tanto orgullo había tratado de ridiculizar a Úthrich, intentando correr hacia el lateral del estrado, y armó el brazo para ejecutar su último disparo. Réynor jamás había mentido cuando contaba que en su juventud había sido uno de los más avezados lanzadores de picas de todo el reino. Aunque era verdad que la edad había mermado en gran proporción sus fuerzas, no era menos cierto que conservaba una técnica delicada. No podría ejecutar un lanzamiento de trayectoria recta, su brazo no poseía ya la suficiente potencia, por lo que de modo casi instintivo calculó un tiro parabólico. Giró la muñeca en el preciso momento en el que el arma abandonaba su mano, e imprimió a la misma un movimiento rotatorio con el cual aumentó su potencia de salida. El proyectil atravesó el vientre de Óbermayr y clavó al senador en la plancha ornamental de madera que cubría el primer tramo de pared de la torre.
Después Réynor se giró hacia los guardias que accedían ya al estrado a través de la estrecha escalinata, y avanzó hacia ellos. Era anciano, estaba desarmado, pero su corazón seguía siendo el de un león, y latía con ardor. Le produjo regocijo el hecho de que, cuando los soldados vieron que se agachaba para coger la pica del escolta al que había clavado su cuchillo, mostraran un claro gesto de duda.
Mientras, los tres guardias que permanecían sobre el tablado se habían lanzado a por Úthrich, pero este ya había saltado sobre la mesa de madera y atravesó el pecho del Anciano que había permanecido sentado presa del terror. Más guardias subieron a través de la estrecha escalinata y corrieron hacia la mesa del fondo, alguno incluso apuntando con su ballesta, aunque ninguno se atrevió a disparar debido al miedo a acertar en uno de los Ancianos que corría e incluso reptaba a través del estrado.
Un soldado se enfrentó a Úthrich cuando este, moviéndose a una velocidad endiablada, saltó hacia la cercana portezuela por donde tres Ancianos, cubiertos por Bártok, se peleaban por escapar. El soldado trató de alcanzarlo con su pica pero el Cazador la esquivó fácilmente y seccionó su brazo mediante un corte limpio. Después el Maestre perforó el abdomen de un Anciano que emergió desde debajo de la mesa, esparciendo sus tripas por el suelo, y ensartó por la espalda a otro que trataba de alejarse.
La mayoría de Ancianos, protegidos por varios Guardias, había descendido ya a través de la escalinata. Allí pudieron ver cómo la triple hilera de Guardias Rojos conseguía a duras penas abrir un hueco entre la marabunta de gente que trataba de llegar hasta ellos con la firme intención de terminar con su vida. Su única vía de escape consistía en un estrecho corredor que llegaba a la Torre de Lys, recorriendo el lateral del estrado. Sobre él Úthrich había atrapado a un escuálido Anciano que no llegaría a pesar más de ciento veinte o ciento treinta libras, y lo usó como escudo frente a las intenciones de disparo de los soldados que se acercaban a él desde la escalinata del frente del estrado. Corrió hacia Bártok portando al Anciano como si se tratara de un fardo de trapos, y este desenvainó la espada. Úthrich vio al joven capitán caminar con determinación hacia él, aunque su pálida cara mostraba un gesto de duda infinita. Después Bártok abrió de forma desmesurada el brazo que portaba la espada, dejando un enorme hueco en su defensa que mostró todo su costado. Úthrich comprendió, Bártok prefería morir en aquel estrado a intentar detenerlo, así nadie podría acusarlo de no haber intentado acabar con él.
No Bártok, hoy no será el día en que mueras, y menos aún por mi causa. Úthrich percutió sobre Bártok utilizando de nuevo al anciano como escudo, haciendo que el joven capitán saliera disparado y cayera del estrado de forma estrepitosa, recibiendo un fortísimo golpe en la cabeza y en la espalda que lo dejó semiinconsciente. Antes de saltar también él, la primera flecha que alcanzó a Úthrich se hundió en su hombro, causándole un agudo dolor. El Maestre cayó del estrado junto al Anciano, asegurándose de que el cráneo de este chocara contra el empedrado del suelo, y sintió el crujir de sus huesos.
A su alrededor, los asustados senadores observaron horrorizados cómo Úthrich se erguía rápidamente y los comenzaba a cortar y agujerear con su espada. Un soldado trató de perforar al Maestre con su pica, pero Úthrich la esquivó mediante un plástico movimiento y el arma atravesó a otro de los Ancianos. El hábil Cazador eliminó de una certera estocada a su oponente, cogió su pica antes de que cayera al suelo, dio media vuelta y aprovechó la inercia de su cuerpo para lanzarla con fuerza y acabar con otro de los detestables Senadores.
Varios soldados se le habían echado casi encima, pero las largas picas que portaban, tan disuasorias frente a los caldeados ánimos de la muchedumbre como poco manejables en una distancia tan corta como la que les separaba del Maestre, mostraron ser muy poco eficaces en el combate cuerpo a cuerpo frente al que sin duda era el mejor de los combatientes presentes en la ciudad. Úthrich apartó dos de las picas con la espada, avanzó hacia sus portadores y los hizo caer sobre el empedrado suelo. En el gran hueco que se había formado ya en la plaza, gracias a que los soldados habían conseguido empujar a una masa de gente cada vez más asustada, y a que muchos de los ciudadanos abandonaron el lugar por miedo a convertirse en víctimas de los sangrientos acontecimientos, fueron más los Guardias Rojos que trataron de cercarlo, esta vez tras haber desenfundado sus espadas. Intentaban eliminar a aquel que hacía que el oscuro adoquinado que pisaban fuera cada vez más resbaladizo debido a la sangre que lo cubría, pero el Maestre se movía con tal fluidez entre los atacantes, su espada cortaba el aire y perforaba la carne con tal certeza, que no tuvieron otro remedio que retroceder.
Así, se formó un círculo de Guardias Rojos en torno a Úthrich, a una distancia de unas diez o doce varas. Nadie se atrevía a atacar al Maestre, quien permanecía quieto, relajado, con el brazo armado extendido hacia los atacantes, su hoja goteando la roja sangre de los caídos. Los cuerpos de más de quince soldados, además de los de ocho senadores más, mediaban entre el solitario Cazador y aquellos que le rodeaban. Entonces, los ballesteros comenzaron a ocupar la primera línea de Guardias, apuntando sus armas hacia el temerario hombre que no dejaba de amedrentarlos mediante su imponente mirada.
Úthrich observó el estrado por entre los soldados que le apuntaban con sus ballestas, y pudo ver a Réynor tumbado en medio de un charco de sangre. El viejo Cazador lo miraba sonriente con un brazo extendido hacia él, apretando el puño en señal de victoria. Úthrich devolvió la mirada a los Guardias Rojos, respiró hondo y se lanzó a la carrera a por ellos.
Ve sirviendo la cerveza, Ákhram.
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