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30. Rénald, el Cazador Pardo

Rénald se ató las botas y se irguió ante el espejo para abrocharse la chaqueta de cuero de color marrón oscuro. Descendió a la armería y recogió su equipamiento, que había recibido una exquisita puesta a punto. Salió al patio, donde Ron y Dama lo esperaban dormitando sobre un montón de paja, y junto a ellos se dirigió hacia el doble portón de la muralla exterior. Al otro lado del patio vio a Lenila y Mur, subidos al carro de paja, observando los entrenamientos de algunos de los otros aprendices. Decidió desviarse hacia ellos antes de partir hacia el norte.

─ ¡Eh, saco de leña! ─ dijo dirigiéndose a Lenila.

─ Lárgate, Rénald ─ pidió Mur sin perder la tranquilidad, pero con un gesto severo dibujado en el rostro.

Rénald torció el gesto, pero siguió sin moverse.

─Oh, ya veo que no soy el único que lleva al perro a cualquier lado donde vaya─ respondió con sorna ─. Solamente quería decirte que lo siento.

Mur y Lenila lo miraron con desconfianza.

─ Sí, joder, lo siento. ¿Es que es tan extraño que lo diga? No sabía que te habían expulsado. Si quieres que te dé mi opinión, hubieras machacado a cualquiera de esos inútiles. Lo que más me fastidia es que quizá sea uno de los chicos del imbécil de Cóllum quien se lleve la victoria en la final, al menos si tu amigo el abominable hombre de las nieves se lo permite ─. Y después añadió, mirando a Mur ─ Espero que no sea así.

Rénald se giró y salió a través del doble portón de madera. Se dirigió simplemente hacia el norte, decidiría el destino por el camino. Al igual que otros, como por ejemplo Skéyndor, el Cazador Pardo se encargaba de realizar veloces batidas en lugares de difícil acceso, y también hacía de enlace entre grupos de Cazadores que rondaban por su radio de acción.

En poco más de cinco días ya había llegado a los hayedos que marcaban el inicio de la Cordillera Gris, y al inicio del sexto se dirigió hacia una plataforma natural de arenisca situada al borde de la orilla de un riachuelo, cuyas espumosas aguas caían veloces debido a la acusada pendiente que habían de vencer en una corta distancia.

Aún era temprano cuando divisó la estructura parcialmente cubierta de árboles. Ron y Dama se lanzaron a la carrera, y Rénald pudo escuchar el ronco ladrido de varios perros que habían detectado su presencia. Cuando llegó ante una de las paredes de color amarillento, se agachó y golpeó la roca con la palma. Ron y Dama se mostraban ansiosos, girando sobre Rénald y tratando de escarbar bajo la pared de piedra tras la que se escuchaban los ladridos.

─ ¡Buenos días Levon, viejo ermitaño chalado! ¿Aún vives, o se te han comido ya los perros?

Los ladridos fueron acompañados por las carcajadas emitidas por una voz cascada por la edad.

─ ¡Ya va, ya va! ¡Un poco de paciencia, el tanque está a medio llenar, llegas demasiado temprano!

Poco a poco, una roca del tamaño de un buey grande comenzó a ascender, dejando que las zarpas de varios perros salieran a través de la ranura que se abría desde el suelo. En unos minutos, el espacio que se abrió fue el suficiente como para que cinco canes de características físicas muy similares a Dama y Ron salieran y untaran de saliva a Rénald antes de correr a jugar con sus perros.

Rénald se agachó y entró en la oquedad, sin esperar a que la gran roca ascendiera del todo.

─ Un día de estos el mecanismo fallará, y este lugar se convertirá en un mausoleo que visitarán los niños de Oniria. Y esta, hijos, es la momia del ermitaño, o más bien de lo que quedó de él después de que sus perros se lo comieran, dirán sus progenitores.

El mecanismo al que se refería Rénald estaba constituido por un enorme depósito de piedra, suspendido por multitud de sogas y poleas, que al llenarse de agua hacía elevarse a la roca que cerraba la entrada mediante un ingenioso conjunto de palancas. Así, el anciano Levon no tenía más que abrir el paso del agua que de forma natural atravesaba la roca por varios canales, y el depósito ejercía de contrapeso. Para hacer descender a la roca antes del anochecer, una medida más que necesaria para un hombre que vivía junto a sus perros en mitad de la nada, no había más que extraer los tapones de madera de higuera y hacer salir al agua.

─ ¡A ti te comerán los buitres! ─ respondió el ermitaño mientras trataba de avivar el fuego en la zona central del pequeño eremitorio.

Rénald se acercó y lo ayudó, utilizando un trozo de corteza de árbol para aventar las llamas.

─ ¿Qué tal están mis nietos? ─ preguntó Levon.

─ Están ahí fuera jugando con sus hermanos, los verás ahora mismo. Por cierto, Ron ha heredado tus labios.

─ Gracias por venir a visitarme, Rénald ─ respondió el ermitaño mientras reía la gracia del Cazador Pardo ─. Llevo más de treinta días sin comunicarme con un alma no canina.

─ Deberías salir más de aquí, Levon, bajar al valle de vez en cuando no te haría mal, ¿no crees?

─ Ya estoy viejo para eso, me llevaría el día entero.

Rénald rió mientras extraía un par de quesos y cuatro bolas de pan de uno de los zurrones que había transportado hasta aquel lugar.

─ No lo estás para ascender al Lago de Cristal ni al Cortadero, pero no puedes bajar al valle.

Levon tomó uno de los quesos con las dos manos y se lo puso ante la nariz.

─ ¡Ooooh! ¡Exquisito!

Cortó varios pedazos, sirvió un poco de sidra de manzana que tenía en un pequeño barril de madera, y puso a calentar un guiso de carne en una olla de barro.

─ Corzo, los perros me lo trajeron ayer. ¡Habrá que aprovechar bien el pan! ─ dijo mientras untaba una pizca de la salsa del fondo.

─ ¿Algo nuevo por esos lares? ─ preguntó Rénald mientras probaba el queso.

─ No lo sé con seguridad. Ayer por la mañana, los perros se pusieron muy nerviosos alrededor del Cortadero, pero no conseguí localizar signos de que un grupo de Nocturnos rondara las cercanías. No me acerqué mucho más, ese sitio me pone los pelos de punta. Me adentré un poco en el bosque, solo un poco, ya sabes que no me gusta alejarme demasiado, y encontré una pequeña senda marcada entre los helechos, casi no se ve, pero unos pocos estaban pisados. Quizá los hizo algún animal, pero me pareció que el tallo de alguno de ellos presentaba un corte demasiado recto. No parecían rotos, sino cortados. Me asusté, Rénald, y me marché. ¡Me hago viejo, muchacho!

Hacia el medio día, Rénald ascendió hasta el Lago de Cristal. Su superficie, protegida del viento por el tupido bosque que lo rodeaba, era tan transparente que si no fuera por las algas y los peces que se veían en el fondo más de un viajero podría haberse visto tentado de tratar de cruzarlo a pie al confundirlo con una depresión del terreno.

Inspeccionó el bosque junto a Ron y Dama, y la musculada hembra no tardó en localizar el rastro que los Nocturnos habían marcado con su peculiar olor corporal. La perra se quedó quieta, señalando con el hocico el lugar del que procedía, y Rénald pudo localizar los helechos cortados de los que había hablado Levon. Avanzaron hacia el Cortadero agachados entre las frondas, protegidos por el sonoro paso del torrente que corría a través del riachuelo que alimentaba la pequeña laguna. Durante siglos de trabajo de desgaste y moldeado, el agua había formado un estrecho cañón repleto de perforaciones, un lugar ideal para poder ocultarse en la sombra, ¿verdad, amiguitos de la noche?

El Cazador Pardo conocía cada recoveco de la zona, y sabía que si uno quería adentrarse en el Cortadero no había más remedio que mojarse o caminar a través de un par de varas de un suelo húmedo y delator. Efectivamente, las huellas de botas de cuero habían quedado marcadas sobre el tupido musgo.

Cinco, seguramente una patrulla de exploración, quizá incluso la fracción de un grupo mayor ─ se dijo a sí mismo mientras acariciaba el lomo de sus dos perros, que permanecían pegados al suelo a su lado ─. Lo haremos como de costumbre.

Se alejó de la zona y esperó pacientemente al anochecer, y cuando la luz del sol comenzó a dejar de tener la suficiente luminosidad como para atravesar el espeso follaje volvió y se ocultó cerca de la entrada al estrecho cañón. Ron y Dama lo flanquearon, se agazaparon y esperaron con la mirada fija hacia el frente.

Al poco tiempo de oscurecer, su espera dio los frutos que había previsto. Cinco sombras caminaban con sigilo hacia el exterior del Cortadero. Los dos primeros Nocturnos, vestidos con ropa cómoda y armamento ligero, salieron y escrutaron la oscuridad. Esos dos son para mis pequeños. Al no ver nada que les pareciera sospechoso, avanzaron para dejar salir a los otros tres. Uno de ellos vestía una coraza de cuero endurecido, protegía su cabeza mediante un casco de metal, y portaba un escudo de madera. Ese parece duro. Será el primero en caer. Tras él salió el que tenía aspecto de ser el más importante. No era muy alto ni muy fuerte pero su coraza de lino, su escudo de madera y su espada recta parecían de buena calidad. Una soga salía de su mano y se difuminaba al entrar en la oscuridad que teñía la entrada al cortadero, de donde salió el humano que iba atado mediante la holgada correa de cuero que llevaba en el cuello.

¡Su puta madre! ¡No me jodas!

Por los movimientos del que tenía aspecto humano, muy parecido a los de un niño que tuviera un tamaño demasiado grande para su edad, Rénald comprendió su naturaleza. El Cazador Pardo, con el arco ya tensado, se irguió y lanzó una punta de plata que atravesó la garganta del que vestía el casco de metal. Tú eres el guardaespaldas, ¿no? Disparar al niño grande hubiera sido demasiado arriesgado, semioculto como estaba tras los cuatro Nocturnos que avanzaban al frente.

Para cuando los Nocturnos quisieron reaccionar, el primero de ellos ya había muerto al ser alcanzado por la flecha del Asesino de Plata que había salido de entre los helechos, a unas diez varas de distancia. Vieron cómo algo se desplazaba hacia ellos bajo las frondas a una velocidad que les hizo sentir vértigo, y antes de que pudieran desenfundar sus espadas Ron y Dama habían saltado sobre los dos que abrían la comitiva.

Rénald se armó con el escudo y desenfundó su hoja de estrecha silueta mientras corría hacia el Nocturno que le esperaba ante el Cortadero. El ser de la noche soltó la cuerda, asió su espada y avanzó al encuentro con él. El Cazador Pardo intentó sorprenderlo mediante una sucesión de mandobles que, de enfrentarse a un individuo no demasiado entrenado, hubieran acabado por perforarlo, pero el caso no parecía pertenecer a este género. El pálido ser detuvo los golpes de Rénald y consiguió empujarlo con el escudo.

Detrás, el niño grande cayó al suelo entre convulsiones. Primero su espalda se arqueó de una forma imposible, y el pecho pareció estallar bajo la laxa toga de lino. Después fueron sus brazos y sus piernas las que antes de empezar a hincharse golpearon la noche como si fueran látigos, y un ronco rugido brotó de su garganta cuando su cuello se dilató tanto que la correa de cuero quedó perfectamente ajustada.

Rénald retrasó su posición y extrajo una daga de plata, pero el Nocturno se le echó encima y se tuvo que esforzar al máximo para desviar y esquivar su filo. Aunque su intención era usar la daga contra el Lobohombre, no tuvo más remedio que lanzársela al Nocturno y desenfundar de nuevo la espada. Vio al Nocturno desviar el puñal mediante el canto del escudo redondo, y cuando se dispuso a atacarlo de nuevo una enorme sombra pasó por encima del pálido ser y chocó con tanta fuerza sobre el escudo que lanzó al Cazador Pardo a las gélidas aguas del estanque.

Rénald cayó de espaldas, abrió los brazos para tratar de salir a la superficie pero recibió un fuerte impacto que lo hizo hundirse y chocar contra el fondo rocoso. Quedó aturdido, pero lo suficientemente consciente como para aguantar la respiración y concluir que el Lobohombre había saltado tras él. Después escuchó dos chapuzones más, y el agua transmitió con suficiente nitidez tanto los rugidos del licántropo como los de sus dos perros.

Buceó un par de varas y salió a la superficie para poder tomar una bocanada de aire que sus pulmones suplicaban desde hacía ya unos cuantos segundos. Se agarró a una de las ásperas rocas de la orilla y salió del agua tan rápido como pudo, mientras trataba de localizar al Nocturno que aún debía de encontrarse entre los árboles. Fue el ser de la oscuridad quien lo encontró primero, y se le echó encima tomándolo totalmente desprevenido. Rénald vio cómo el filo de una espada se le acercaba a la cabeza, y casi por instinto interpuso el brazo izquierdo en su trayectoria. ¡Joder, aún llevo el escudo! La espada golpeó la densa madera del escudo de Rénald, y el Cazador Pardo aprovechó el momento para extraer un segundo puñal de plata que llevaba enfundado en el cinturón y lanzarlo, esta vez con más éxito, sobre el Nocturno.

El ser de la noche solamente fue herido en la parte anterior del muslo, pero la intensa quemazón que le produjo la plata fue suficiente como para hacerle rodar por el suelo entre terribles siseos y soltar su espada. Desde el agua le seguían llegando el ruido del chapoteo y los rugidos que provocaba la lucha entre los perros y el Lobohombre. Aún algo aturdido y tosiendo, Rénald recogió la espada del Nocturno y lo golpeó con ella tantas veces como pudo, cortándolo donde su menguada consciencia le permitía hasta que dejó de moverse. Jadeando y sin poder recuperarse del todo, se giró para mirar hacia el agua y vio salir al licántropo. El aberrante engendro salió disparado hacia él, pero algo lo hizo frenar casi en seco. Ron lo había mordido en el tobillo y tiraba hacia atrás de él.

El Lobohombre giró su cintura, asió la cabeza del perro con una mano y la golpeó varias veces con la otra, obligándolo a soltar su presa. Ron saltó sobre el pecho de la bestia, pero esta lo cogió en el aire y le clavó las garras en el abdomen. Después lo lanzó hacia un lado.

─ ¡Nooooooooo!

Rénald gritó de tal forma que sintió cómo se le rasgaba la garganta, y atacó al Lobohombre por la espalda. Trató de atravesarlo, pero el licántropo se giró y solamente pudo herirlo en un hombro. Esquivó un zarpazo y atacó tratando de clavar la hoja de acero en el cuerpo del Lobohombre, pero este golpeó la espada e hizo que Rénald se desequilibrara.

El licántropo se agachó para saltar sobre el Cazador, pero fue Dama la que embistió primero. Se había quedado más alejada en el agua, desplazada por el Lobohombre, pero en cuanto había podido pisar tierra firme se había lanzado sin vacilación a por el gran lobo. Mordió el lateral de su cuello, clavando los colmillos a tal profundidad que, cuando el licántropo consiguió agarrarla y apartarla, una gran parte de la musculatura del monstruo se rasgó y la sangre manó a borbotones al ritmo de los latidos del corazón. El Lobohombre mordió a Dama en el pescuezo, la zarandeó como si se tratara de un muñeco de tela y se deshizo de ella lanzándola al suelo, donde Rénald vio cómo daba varias vueltas y quedaba inerte.

El Cazador Pardo alzó la espada para tratar de golpear la cabeza de la bestia, pero lo único que pudo ver antes de apagarse fue el enorme antebrazo de esta acercándose por un lateral hacia su cara.

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