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El padre que no creía en Dios

El atardecer cubría la campiña con sus colores cálidos, pero también entre las arboledas merodeaba una oscuridad inusual, una que no permitía ni los propios rayos del sol. Esto le llamaba la atención al reverendo, quien había llevado a su bestia a la caballeriza.

—¡Padre! ¡Padre! —decía una mujer mayor, cruzando el patio—. ¡Ha despertado!

El reverendo tragó saliva y notó una agitación en su pecho.

—Gracias, señora Holloway, ya voy.

La mujer se enganchó de su brazo durante el regreso a la casa.

—¿De dónde cree que venga esa mujer? —susurró la anciana.

—La encontré en el lago. Ya se lo he dicho, se estaba ahogando.

—No me refiero a eso, padre. —Antes de entrar, la vieja se puso enfrente de él—. Sabe que no es normal que suceda algo así. ¿Qué propósito tendrá Él para un evento así?

—Dios obra de maneras extrañas, señora Holloway —respondió el reverendo, un poco ido.

El hombre sorteó a la anciana y continuó su camino hasta el pasillo de los dormitorios. Aunque estaba cerca de consumirse la puesta de sol, al reverendo le pareció todavía más siniestra aquella casa, por lo que llevó consigo una vela. Esperó un poco con la mano en el pomo de la puerta, cogió aire y luego decidió entrar.

La mujer desconocida yacía en la cama, mirando el techo y las paredes con mucha curiosidad.

—Buenas noches, señorita...

—¿Qué es todo esto? ¿Dónde estoy?

—En Harrington.

Ella lo miró atónita.

—¿Qué es eso? ¿Inglaterra?

—Así es. Harrington, al sur de Northumberland.

—Es imposible. —El padre tentó la frente de la muchacha y percibió más calor y sudoración, de manera que procedió con el cambio de paño húmedo, el cual preparó en una palangana sobre el buró—. Yo... yo...

—Tranquila. La fiebre está molestándola un poco. Mientras tanto conozcámonos. Yo soy el reverendo Jarabert Austen. ¿Cuál es su nombre?

La joven musitó el nombre del padre.

—Jarabelle...

Él arrugó la frente.

—Jarabelle ¿qué?

Una jaqueca la perturbó y no consiguió recordar su apellido.

—Usted suplicaba a alguien entre sueños —dijo Jarabert—, como si aquella persona pretendiese hacerle daño.

Jarabelle no respondió.

—Decía: «no lo hagas, por favor, no te atrevas...»

—¿En qué año estoy? —Jarabelle le dirigió una mirada anegada.

—Es 1817.

—En verdad es imposible...

—¿Por qué lo dice? ¿De dónde viene usted?

—Vengo... —Jarabelle luchó por dar un trago de saliva—. Vengo del futuro.

—¿Ah sí? —El reverendo Austen hizo un gesto de incredulidad—. ¿De qué año?

—Del 2023. —Ella temblaba.

—Ah. 2023. Cuénteme qué hay en 2023 entonces.

—Y no solo eso. Vengo de otro país; no soy de Inglaterra.

—¿Y qué país es ese?

Otra jaqueca.

A pesar de que Jarabert Austen lucía impasible y receloso, una ansiedad parecía consumirlo.

—No recuerdo cuál, pero hablo español.

—¿Español?

—Así es. Y si usted es de Inglaterra, ¿por qué también está hablando español?

—¿A qué se refiere? Estamos hablando en inglés.

—Eso no es cierto... —dijo, con un tono agresivo.

—Hábleme del futuro, Jarabelle. ¿Eso explica la naturaleza tan extraña de su lenguaje o su ropa? Nunca había visto zapatos de hule con dibujos encima, ni pantalones tan ajustados. Nunca había visto a una mujer usar pantalones, a no ser que se dedicara a cabalgar. ¿Es una moda liberal en el futuro?

Jarabelle calmó su aparente furia y suspiró. No lo podía creer, así que asumió que era un episodio más de sus locuras. No aceptaba, de ninguna forma, que la luz maligna y su espejo la hubieran enviado al pasado. Los viajes temporales no existían.

—En el futuro hay de todo. Las mujeres podemos hacer más cosas en ese año, más que solo usar la ropa que queramos. La sociedad cambió mucho. Sin embargo, todavía hay mucha mierda en el mundo, como esclavitud moderna, pobreza, hombres idiotas...

La señora Holloway tocó la puerta.

—Reverendo Austen, están sucediendo cosas muy raras acá afuera.

—¡Deme un momento! Entiendo, Jarabelle, supongo que la humanidad no cambiará nunca. Y ¿qué hay de su sueño? ¿quién la atacaba?

—Es una chica que dice llamarse Andy. —Jarabelle quiso llorar—. Está muy triste, y también muy furiosa. Tiene un poder muy inmenso. Dice que quiere acabar con el universo.

—¿Cómo podría ser eso posible? —El reverendo estaba muy interesado, pero parecía haber una razón más profunda en ello.

—No sé... es que... como que ella tiene mucha rabia por dentro. —De pronto, a él no le parecieron delirios febriles, sino que se relacionó—. Se columpia sobre un estanque, porque desde allí dice puede espiarme. Tiene la habilidad de verlo todo, según ella. —Ahora, la muchacha lo miró con terror—. Y dice que no importa a dónde vaya o dónde me esconda, de todos modos librará su poder y acabará con el universo, con fuego y demás fuerzas oscuras... Pero no le creo, o no quiero creerle.

Toc, toc, toc.

—¡Reverendo!

—¡Por la voluntad de Dios, señora Holloway, espere un poco más! —Y luego se dirigió con su habitual tranquilidad a su huésped—. Mire, debo confesarle que hay cosas muy extrañas sucediéndome últimamente.

—¿Como qué?

—Creo que... ¿Ha visto cuando...?

—Vaya al grano, padre.

—Sí, sí, sí. Claro. Creo que la he visto en sueños. A usted, quiero decir.

—¿A mí? ¿En sueños?

—Así es. De vez en cuando se lo menciono a la señora Holloway. Siempre se le olvida o me dice que es Dios quien tiene algo que ver en todo esto, pero yo estoy más que escéptico.

—¿No cree en Dios?

—Pues verá... a decir verdad yo... No, no creo en Él.

Jarabelle tanteó aquella confesión.

—Pero... ¿cómo que me vio en sueños? ¿Cómo era? ¿Qué hacía?

—Cada noche soñaba con una mujer en el agua, de una ropa como la de usted, y que se metía en ese mismo lago en el que la encontré.

La joven abrió la boca de asombro.

—Pensaba que era una visión de Dios —continuó—, pero no estaba seguro. Y hoy, pues, hoy la rescaté.

El reverendo se cubrió el rostro con ambas manos.

—¿Padre, no se pregunta por qué nuestros nombres se parecen?

—¡No dejo de pensarlo!

Jarabelle se apoyó sobre sus codos y se inclinó hacia él. Se le cayó el paño de la frente y descubrió que vestía una camisola blanca.

—¿Y no ha escuchado música que proviene de los espejos, o no ha sentido que lo controlan?

Jarabert levantó la cara. Estaba aterrorizado.

—A veces oigo una canción con música muy extraña, tal vez de origen celta. No parece ser ejecutada por alguna orquesta sinfónica. Y... y... es verdad: una vez una luz me atrapó en su interior y me obligó a ir por mi caballo. Después, olvidé a qué iba.

De nuevo, un temblor delató la excitación de Jarabelle.

—Padre... ¿usted ha perdido a su familia?

—¿Se refiere a si estoy casado? No, para nada. Aunque no tengo un celibato impuesto, por ser anglicano, no he conocido a nadie para formar una...

—Me refiero a sus padres. ¿Qué sucedió con ellos?

Él bajó los ojos y asumió una postura tensa. Ahora se levantó, metiendo sus manos en la sotana, y solo negó de manera escueta.

—¿Murieron en un accidente? ¿Fue un choque auto...?

—¿Un choque? ¿De qué habla?

—¿Cómo murieron sus padres?

—¿Por qué asume eso?

—¡Reverendo! —Más toc y toc—. ¡Tiene que ver esto!

Jarabert no apartó la mirada de su interlocutora, quien esperaba su respuesta.

—¡Espere!

—¡Es horrible, reverendo Austen! —repetía la anciana.

—¿Cómo sabe que mis padres están muertos?

—De manera trágica, ¿cierto?

—Sí...

—Padre, usted y yo somos la misma persona, pero de dimensiones distintas. No he viajado al pasado como ambos creemos, sino que fui a un mundo paralelo en el que todavía es 1817.

—Eso es una locura, señorita, le ruego que...

—¡Reverendo!

Ya hastiado, el padre se dirigió a la puerta y la abrió de golpe. La señora Holloway estaba desesperada, y se le colgó de la sotana como un vagabundo sediento.

—¡Allá afuera! ¡Mire esa niebla negra! ¡Está cubriendo el campo!

En efecto, el patio de la casa estaba siendo asediado por un vapor negruzco y siniestro que se arremolinaba y dilataba como si quisiese engullirlos. Jarabert tuvo un impulso de fe y comenzó a rezar, en tanto utilizaba el rosario. Por un segundo se arrepintió de haberse alejado del Señor e invocó Su nombre sin más. Rezó un Padre Nuestro, y luego otro, y otro...

—¡¿Qué es este horror?! —la anciana protestaba.

Entonces apareció Jarabelle, apenas recargándose en un muro.

—¡Usted! —le dijo la vieja—. ¡Es culpa suya! ¡Trajo una maldición a nuestro hogar!

Las flamas de las velas estallaron y acto seguido se apagaron.

El padre continuó sus rezos.

—Tenemos que irnos —sugirió Jarabelle, aunque nadie la secundó—. ¡Debemos largarnos de aquí! —De lo débil que estaba, cayó sobre sus rodillas.

Y mientras aquel vapor maligno pretendía entrar, una figura femenina salió de la habitación, detrás de Jarabelle, y dijo:

—Será mejor que todos ustedes vengan conmigo.

Palabras: 1402

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