Capítulo 9: La primera venganza de Felipe
Don Arias hacía cuanto estuviera en sus manos para que los niños a su cargo sintieran que vivían una vida lo más normal posible. Para ello, le encargaba a su nuera la educación de ambos en aspectos genéricos de la vida, como los valores, la lectura, escritura y matemáticas simples. Su hija se encargaba de inculcar las habilidades de predicción en su sobrino y lo poco que sabía de etiqueta y protocolos a Eric, mientras que el jefe de familia, luego de una jornada de trabajo en las obras de reconstrucción, les enseñaba a ambos chicos oficios de carpintería para que se pudieran desenvolver cuando él faltara. Sin embargo, a pesar de sus duros intentos para que los niños sintieran que su existencia era como la de cualquier otro niño, ellos igualmente notaban las diferencias con respecto a su vida antes de la guerra. Ambos tenían prohibido salir a jugar con otros chicos de su edad por el temor de los adultos a que dijeran algo indebido y, de los dos, Eric era el que menos permisos obtenía para salir porque su cabellera rubia podía llamar más la atención. Al fin y al cabo, a leguas se le notaba el parecido que tenía con sus padres ya fallecidos.
Esta situación llevó a Eric y Fausto a madurar antes de tiempo, pues se vieron obligados a ver la realidad tal cual es, con toda su crueldad y tragedias que los rodeaban. Para el príncipe fue más duro, pues a muy temprana edad perdió a su padre y madre, teniendo que huir por su propia vida a esconderse con una familia que, si bien eran parte de su círculo más cercano, no dejaban de ser personas ajenas a su sangre. Además, a esto se sumaba el fin de la crianza que se le daba en palacio, donde sus profesores lo educaban para mandar y para ser atendido, mientras que ahora tenía que aprender un trabajo para mantenerse a sí mismo en caso de no poder recuperar el trono que le correspondía. Por todo esto, no era extraño escucharlo llorar durante las noches, momentos en los que Fausto despertaba y lo consolaba tanto como podía, lo que llevó a ambos niños a ser más cercanos aún.
En relación con el menor de los Arias, debido a sus repetidos sueños premonitorios, se adelantó su educación en las artes de las predicciones. En lugar de esperar a los diez años, Fausto inició su educación en la brujería a los cinco, momento en el que por fin se enteró de su linaje mágico, sus capacidades y el fin que debería darle a estos poderes, siempre al servicio de la gente para hacer el bien, nunca al contrario. De este modo, de a poco Fausto se internó en el mundo de la brujería, en primera instancia con elementos de fácil interpretación como los péndulos con preguntas sencillas y comprobables inmediatamente, como el clima, la presencia de alguien en la casa, entre otras. Poco a poco estas se iban complejizando en la medida en que él manejaba estos objetos. Sin embargo, a pesar de ser muy buen aprendiz, sus mejores predicciones seguían siendo a través de los sueños, los cuales poco tiempo después se volvían realidad, por lo que todos siempre se mostraban atentos al momento en que Fausto despertaba, incluido el príncipe, temeroso de recibir la noticia de una nueva muerte.
El aviso de una nueva pérdida en la familia Arias no tardó en llegar. Poco después de la llegada de los Bastías al palacio Fausto tuvo una pesadilla de la que despertó en medio de gritos. No importó cuánto le pidieron que la relatara, no se atrevió a pronunciar las palabras para describir aquellas imágenes, demasiado perturbadoras para un niño de apenas seis años. Los adultos pronto se rindieron y dejaron al niño ser, esperando que se tratara solo de un mal sueño. Fue Eric quien logró sacarle a su amigo la temática de la pesadilla y, tal y como prometió, se lo guardó hasta el momento en que se hizo realidad.
Por ese entonces la hija de los Arias ya había perdido esperanzas de alguna vez contraer matrimonio, pues se mostraba reacia a vincularse con un hombre varios años mayor que ella solo por obtener un sueldo más para mantener a la familia. Porque, si bien amaba profundamente a todos sus parientes, no se sentía capaz de sacrificarse de ese modo. Su padre la apoyaba, de hecho, nunca presionó a su hija ni nuera a dar sus manos en matrimonio a un desconocido. Incluso llegó un momento en el que pensó que estarían mucho más seguros sin agrandar más la familia. Lo lamentable fue que la hija cambió de opinión.
La joven salía muy de vez en cuando a comprar los alimentos necesarios al mercado y fue ahí donde lo conoció. Un hombre de edad joven, gran porte que hacía que su ropa vieja y remendada se viera bien y digna de alguien noble. Su rostro, a pesar de tener una cicatriz de un corte desde su frente a su mejilla izquierda, tenía una mirada amable y dulce, con ojos que se achicaban cada vez que sonreía, y siempre lo hacía sinceramente a pesar de haber perdido su brazo derecho. Por casualidad, mientras compraba, se enteró que el joven atendía el negocio de su madre y que su nombre era Gabriel, el mismo que tuvo su padre, un hombre dedicado a la construcción. El hijo iba a heredar el mismo trabajo, por lo que tenía un muy buen físico, razón por la que fue de los primeros en ser enviado a la guerra junto con su progenitor. El papá murió, él sobrevivió, pero a costa de perder su brazo, dejándolo discapacitado por siempre, sumado a esa gran cicatriz en el rostro. A raíz de esto, al no poder hacer el oficio para el que fue educado, empezó a atender la tienda de su madre, quien se vio de manos atadas producto de las nuevas leyes.
—Como está minusválido, ni siquiera las mujeres más desesperadas han querido casarse con él. Aunque parece que a él no le importa, mira cómo sonríe —decían las mujeres mayores mientras conversaban en un negocio más alejado al de Gabriel, creyendo que nadie más las escucharía.
—A lo mejor las mujeres no son su interés —comentó la otra con maliciosidad.
Ellas no eran las únicas que creían esas especulaciones, de hecho, el rumor estaba esparcido por todo el reino, razón por la que algunos curiosos morbosos iban directo al negocio de Gabriel solo para comprobar su acierto o falsedad. La hija de los Arias, por el contrario, le compraba al joven no por morbo, sino que por interés genuino. No le importaban sus cicatrices o la falta de algún miembro, a ella le parecía el hombre más guapo que había visto, el más amable y, si se diera la ocasión, el único con el que estaría dispuesta a casarse.
Con sus constantes apariciones por el negocio, Gabriel no tardó en notar a la chica, sonriéndole cada vez que la veía llegar, dispuesto a hacerle sus mejores ofertas para mantener a la clienta feliz y dispuesta a regresar. Poco a poco mostró un interés que iba más allá del de vendedor, algo que rápidamente fue notado por la gente, quienes no tardaron en correr el rumor de que Gabriel, el mercader de un solo brazo, estaba teniendo citas con una chica. Al poco tiempo los rumores se volvieron ciertos, algo que se convirtió en una de las pocas alegrías para la joven Arias, quien por fin lograba sonreír sinceramente luego de la muerte de su hermano y madre. Don Arias incluso le dio su bendición a la nueva pareja, esperando que Gabriel nunca los traicionara vendiendo información referente a ellos como brujos, razón por la que mantenían sus habilidades como secreto, para disminuir los riesgos a toda costa.
Al tiempo que los jóvenes disfrutaban de su relación ante la atenta mirada de los ciudadanos, en el palacio Felipe se preparaba para llevar a cabo su primera venganza con la ayuda de sus Brujos personales. Antes de tomar la determinación, le permitió a la familia Bastías que se instalara en una pequeña cabaña dentro de los límites del palacio, con el fin de tenerlos cerca, pero no mezclados con él y su mujer. En ese lugar le dio acceso a alimentación y ropa suficiente para que los cinco se mantuvieran sin necesidad de tener que salir a buscar un trabajo extra, razón por la que se sentían profundamente agradecidos de su majestad, quien los acogió y les perdonó la vida a pesar de sus habilidades.
Felipe en ese período se dedicó a convencer a su mujer de no hablar del tema de los brujos con su padre, quien esperaba noticias de la ejecución. De hecho, llamó a una reunión de la que participaron todos los sirvientes que conocían la existencia de los Bastías, a quienes amenazó para que no contaran a nadie que ellos seguían con vida y sirviéndole como cualquier otro empleado.
—Al que hable le corto la lengua como primera advertencia. A la segunda, le corto la cabeza al culpable y sus familiares —advirtió Felipe con tono severo, sin dar lugar a réplicas o dudas de sus intenciones.
Todos los presentes se limitaron a tragar saliva con dificultad mientras asentían con la cabeza, dispuestos a ocultar hasta los más oscuros secretos de su rey si con ello podían seguir viviendo. Cuando ya todos se marcharon, Felipe advirtió a su mujer que aquella amenaza iba para ella también, por lo que la mujer se limitó a asentir con miedo, preguntándose cómo fue posible que su querido marido haya terminado siendo tan déspota y tirano.
—Le escribirás a tu padre para decirle que los Bastías fueron sentenciados a muerte y ejecutados en privado para no asustar más a la población. Que la cacería de brujas sigue, por lo que, si él lo desea, puede seguir mi ejemplo o enviar a los brujos que encuentre para que aquí sean sentenciados.
—Así lo haré, Felipe.
—Envía el mensaje cuanto antes.
Tal y como le fue ordenado, la reina esa misma tarde redactó una carta para su padre, el rey Rafael, asegurando que se encontraba bien, que era feliz en su nueva posición, que estaba satisfecha con su matrimonio y, por último, jurando por sobre su vida que la familia de brujos fue ejecutada en privado, tal y como Felipe describió. En cuanto firmó la hoja, la dobló con cuidado, le puso su sello y mandó a llamar al mensajero más rápido del reino, para que haga llegar la misiva a Salírico ese mismo día antes de que se ponga el sol. La correspondencia llegó a Rafael al atardecer, la leyó con cuidado y asintió satisfecho al ver las palabras escritas de su amada hija, sin poner en duda ni la más mínima palabra porque la joven siempre fue extremadamente sincera para respetar todos los mandamientos divinos. Con ello, dejó de preocuparse del tema y se dedicó a crear nuevas leyes en consonancia con su yerno respecto a la cacería de brujas.
Al mismo tiempo, Felipe mandaba a llamar a los Bastías a una reunión de la que participarían solo los seis. Ni siquiera su esposa ni su mano derecha de los caballeros estaban invitados. En ese momento les hizo saber el primer trabajo que les encomendaría y que esperaba que se llevara a cabo lo antes posible.
—Ya no puedo vengarme de mi hermano, pero sí puedo hacerlo con los brujos que tanto lo ayudaron. Merecen su castigo por no apoyarme, por huir de mi palacio cuando menos me di cuenta, como si me vieran cara de estúpido. Quiero que tomen venganza de esos brujos.
—Mi majestad, ¿podemos saber el nombre de las personas que son su objetivo? —Preguntó el padre, como siempre, tomando el rol de vocero familiar.
—Si los tuviera en mis manos se los daría sin dudar, sin embargo, no los tengo. Es un secreto que se llevó Aarón a la tumba, ni siquiera las personas que trabajaron sirviendo a mi hermano sabían cómo se llamaban estas personas.
—No se preocupe, mi señor. Nos aseguraremos de encontrarlos, pues nadie se libra de la justicia. Tenga por seguro que en tres días nuestros mejores hechizos estarán haciendo efecto.
—Perfecto, quiero causarles sufrimiento por burlarse de mí, por ayudar a Aarón a prosperar mientras los demás reinos no lograban ponerse de pie luego de las tragedias.
—Haremos que les sea difícil volver a ponerse de pie, que sientan que levantarse en las mañanas es lo más complicado del mundo, mi señor —finalizó el padre de familia con solemnidad, ya planificando cómo llevaría a cabo este trabajo.
Esa misma noche los cinco miembros de los Bastías se pusieron a trabajar. Encendieron la chimenea donde arrojaron papeles, muñecos y restos de alimentos, todo por satisfacer al ser sobrenatural que los ayudaría a averiguar los datos que necesitaban. Intentaron todo, pero cuando vieron que el fuego no les daría información, probaron con la lectura de las cartas las que los llevaron a un callejón sin salida sin obtener ni siquiera las iniciales de quienes buscaban. Al ver que este método no funcionó, pulieron su bola mágica y consultaron, sin embargo, no hubo resultado alguno. Su último intento fue a través de la ouija, a través de la que llamaron a cuanto ser del otro mundo encontraron, rogando porque les dieran los nombres de los antiguos Brujos reales, sin embargo, ninguno sabía cómo se llamaban. Lo que no sabían los Bastías era que el espíritu de los antiguos reyes, el de Olga y su hijo esa noche estuvieron protegiendo a los Arias y al príncipe, con el fin de evitar que se llevara a cabo la venganza. Cada vez que estaba por salir a la luz el nombre de alguno de los buscados, ellos se preocupaban de difuminar esa idea, para que los Bastías solo vieran una nebulosa constante. Fue lamentable cuando Fausto se despertó de una pesadilla, la misma que tuvo unos días atrás, la que lo llevó a despertar gritando de miedo. Su grito sin querer distrajo a los espíritus protectores, quienes no pudieron evitar que los Bastías vieran el rostro de don Arias a través de la ouija.
Padres e hijos celebraron al interior de la cabaña cuando por fin encontraron algo que, si bien no era el nombre, les permitiría trabajar. Así, decidieron apuntar a lo que más le podría doler al hombre que vieron que, según los espíritus que lograron contactar, era la hija. Así consultaron su libro de hechizos y buscaron el más doloroso que tenían y lo llevaron a cabo a través de la misma chimenea que consultaron antes. El hijo mayor, que tenía mejor caligrafía, escribió el hechizo con la mejor letra que le fue posible para que los demonios no se confundieran, teniendo siempre presente el rostro del hombre al que quería afectar. Al terminar la redacción, dobló el papel y lo arrojó al fuego mientras el menor de los hermanos recitaba una oración en latín, ya que él era el que mejor se manejaba en ese idioma.
Tal y como prometieron, en tres días la venganza estuvo hecha y todo partió a la mañana siguiente de hecha la maldición. La hija de don Arias se levantó como cualquier otro día, ajena al trabajo que su madre y los antiguos reyes hicieron con tanto esfuerzo para protegerlos. No se molestó en preguntarle a Fausto qué soñó, pues el niño siempre se negaba a hablar de sus pesadillas, por lo que tomó la bolsita con dinero y se marchó al mercado, donde esperaba verse con Gabriel. Grande fue su desesperación al ver a guardias reales rompiendo en pedazos las mesas donde exponía sus productos, pisoteando las frutas, rompiendo las telas que servían como techo y sacando al joven a la rastra, limitando el movimiento de su único brazo. La joven se aproximó corriendo, siendo alejada rápidamente por los guardias, quienes hicieron lo mismo con la madre del chico, la que lloraba e imploraba a gritos piedad por su único hijo.
—Vergüenza debería darles rogar por la vida de un maricón —dijo con voz dura el guardia al mando.
—Él no ha hecho nunca nada malo —lo defendió la novia, llorando al ver cómo Gabriel era golpeado y apedreado por la población general, incluso aquellos clientes fieles de su local.
—Nada malo, solo le gustaban los hombres y eso no está permitido en las leyes de Dios.
La joven no lograba entender nada, ni alcanza a imaginar quién acusó a Gabriel de algo falso. La verdad es que los rumores esa misma mañana llegaron a la guardia real, quienes no esperaron mandato de Felipe, actuaron por iniciativa propia para ir en busca del homosexual. Como al joven no se le podía sentenciar sin una confesión o pruebas fehacientes, ya que nadie nunca lo vio con actitudes amorosas con un hombre, lo encarcelaron y torturaron hasta que el joven no tuvo más remedio que aceptar los cargos, a pesar de ser inocente. Al día siguiente lo llevaron a la presencia del rey, quien no le dio la misma importancia que sus guardias. Estaba tan distraído esperando noticias de su venganza, que poco le importó aprobar una ejecución pública si con ello la gente era feliz y lo dejaba de molestar por una tarde.
Tal y como prometieron los Bastías, al tercer día se montó una hoguera en la plaza principal de la ciudad. En el centro de ella se puso a Gabriel, quien fue amarrado fuertemente para impedir cualquier intento de escape. Antes de que se prendiera fuego, su verdugo leyó los cargos que se le imputaron, advirtiendo que la misma pena sería para cualquier otra persona sorprendida en actos tan impuros e indecorosos como tener de pareja a alguien de su mismo sexo. Al no ser una ejecución en la que se solicitara la presencia de toda la ciudad, en el público solo miraban la hija menor de los Arias y su cuñada, quienes lloraron en conjunto cuando encendieron el fuego, haciendo hasta lo imposible por ignorar los gritos desesperados del afectado.
Cuando todo terminó, los residentes regresaron a sus hogares, pero la joven Arias se quedó a llorar los restos del único hombre que amó en la vida. Le exigió a su cuñada que la dejara a solas, hasta que finalmente se marchó luego de varios minutos de discusión con la joven, algo que le pesaría en la conciencia por siempre. La chica enamorada permaneció en el lugar de la tragedia por más tiempo, para finalmente alejarse a algún rincón solitario de la ciudad. No quería toparse con nadie, porque en el rostro de todos los pobladores veía a los potenciales culpables de la muerte de Gabriel. Ya en un lugar más solitario, sacó la cuerda que usaba para marcar la cintura de su vestido, la amarró en un árbol y se colgó de ella para llegar cuanto antes al lugar del reencuentro con el joven.
Don Arias se enteró del deceso de su hija cuando se golpeó el dedo sin querer con el martillo, mientras trabajaba en la reconstrucción de una casa familiar. Fue el fantasma de su mujer quien le dijo al oído la devastadora noticia, antes de irse a recibir a su hija en su nueva existencia. Por su parte, el hombre nunca sintió un dolor tan grande como aquel, ni siquiera su pulgar roto se comparaba a ese vacío que gobernó en su pecho hasta el día de su muerte varios años después.
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