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Limpié mi garganta, pellizqué ligeramente la tela de mis pantalones hacia arriba y puse una rodilla en el piso.
― ¿Qué estás haciendo? ―sus ojos azules se mostraron curiosos, asombrados.
― Declarándome.
― ¡No seas ridículo!
― Es lo que más quiero en el mundo.
― Mañana mismo te vas a arrepentir.
― Yo te quiero a vos. Lo sos todo. Y no, nunca estuve más seguro en mi vida de querer algo.
― A vos te gusta encamarte con mujeres lindas, seguras...
― Dejá de tirarte abajo. Vos sos linda, segura, mi amiga, mi amor...ya no hay excusas ― recurrí a su frase de cabecera, esa que tenía tatuada en su espalda y caminaba desde la base de su nuca hasta el nacimiento de su trasero carnoso y tentador.
Mani mordió su labio, sonrojada.
― Manuela...
― ¿Hace falta que me llames así...?
― El juez de paz lo hará tarde o temprano.
― ¿Qué? ¿Quién?
― Manuela Villegas. ¿Acepta al idiota de Matías Giacomini como legítimo esposo?
Del bolsillo de mis pantalones, tirantes por la posición, saqué un sobre de papel bastante rústico y lo exhibí.
― No encontré una joyería abierta para cuando decidí hacer esto sino una estación de servicio que vendía algo parecido a lo que quería simbolizar ― ella se echó a reír y miró el paquete.
Con dificultad me puse de pie, tomé la golosina con forma de anillo cuya incrustación era un chicle y con la mano temblorosa, sujeté su dedo anular.
Mani lloraba, estaba tentada de risa y emocionada en partes iguales.
― ¿Y? ¿Aceptás o no? ―yo estaba casi sudando y ella contenía más carcajadas.
Finalmente se apartó de mí con una mueca divertida en su boca y por un segundo registré al rechazo como opción. Mani caminó entre los muebles y abrió el cajón del bargueño de su abuela.
Sacó una caja de felpa azul y regresó a su vieja posición, frente a mí.
― ¿Y esto? ―pregunté, confundido.
― Muchas veces bromeamos en el sofá con el tema de que yo era el "machito" de esta relación. Bueno, esto demuestra que creí que debía ser yo quien te propusiera compromiso si me animaba algún día ― levanté la tapita de la caja. Efectivamente, un anillo con todas las de la ley, con un brillante verdadero, resplandeció. Era el anillo de compromiso de su madre, el que había dejado antes de irse a su viaje con fatídico final. Se me hizo un nudo en la garganta ―. Me dijiste que no tenía que ser cobarde, que tenía que jugármela por lo que sentía. Ayer, mientras armabas el bolso me pediste una señal, un motivo por el que quedarte acá así que...Matías Nazareno Giacomini, ¿aceptás como esposa a María Manuela de las Mercedes Villegas?
― ¿Te llamas de las Mercedes, también? ―bromeé, echando por la borda toda su ceremonia.
― ¿¿¿¿Podés enfocarte???? ―roló sus ojos.
― Sí, sí, perdón...pero no podía dejarlo pasar.
Ella me golpeó el brazo con la palma de la mano abierta y en un momento de distracción de su parte, aproveché y acuné su rostro, para estamparle un beso único.
― Por supuesto que quiero que seas mi esposa, si eso significa que voy a respetarte como a nadie y a amarte eternamente. Yo quiero ser algo más que amigos, Mani.
Ella salticó y sus pechos se balancearon al compás de su movimiento.
― Ahora vas a poder mirarme las tetas sin pudor ―se colgó de mi nuca, dejando al descubierto mi poca galantería.
― Jamás te miré las tetas...
― ¿Vos te pensás que no me di cuenta que se te iban los ojos a mi escote? ¡Chanta!¡ Me prometiste que no me ibas a mentir!
― Bueno...bueno...está bien...alguna vez lo hice...¡pero de casualidad! ―le guiñé el ojo y cargándola sobre mis caderas, fuimos a mi cuarto, donde esta vez le miraría algo más que sus pechos.
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