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Si tenía suerte, Matías vendría de mejor humor de lo que estaba por la noche.
Amasar pizzas era un buena excusa para continuar como si nada, o al menos, para tantear qué tenía en su cabeza.
Cocinar me resultaba terapéutico y si lo hacía pensando en mi amigo, las cosas me salían mucho mejor. Como en el libro de Laura Esquivel "Como agua para chocolate", vertía mis emociones y sentimientos en cada cosa que cocinaba.
A eso de las siete, para cuando él llegó de pasar el día con sus amigos, mis manos se tensaron de golpe aún sin desearlo. Mostrándose sorprendido, le costó digerir mi presencia. Como a mí la suya.
Tras mi enojo de la noche anterior, ni siquiera habíamos cruzado un mensaje de texto, ni un whatsapp. Como dos tozudos cabezas duras, ninguno deponía su accionar. Sin darme un beso en la sien, como hacíamos siempre al saludarnos, se excusó en su aspecto deportivo y su transpiración.
Le ofrecí pizza de roquefort. Su predilecta.
Yo podía jactarme de ser una de las personas que más lo conocía en el mundo; alejado de su familia, sin novias constantes y sin otras amistades mujeres, era la única que sabía hasta el último detalle de su vida.
O casi...
― Mani...creo que tenemos que hablar, ¿no te parece? -sequé mis manos en mi delantal. Debía enfrentar el momento, debía confesar de una vez por todas y quitarme el enorme peso que doblegaba mis hombros.
― Sí, pero no sé si es el momento. No sé si tengo la fuerza para mirarte a los ojos y decirte qué me pasa -no podía mirarlo. Si lo hacía, me echaría a llorar.
Intuyendo mi malestar, mi dolor o quizás suponiendo que yo no la estaba pasando bien tampoco, me rodeó con sus brazos complacientes y yo, lo mandé a bañar.
La pizza nos esperaba junto con el control remoto y la promesa de una noche en la que la amistad prometía regresar.
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