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21

Esperándola por más de una hora, casi me quedé dormido en el sillón.

De brazos en pecho, piernas cruzadas sobre la mesa ratona y una botella de cerveza en la mano, todo atentaba contra mi despabilamiento.

Todavía me dolía un poco la cabeza, el debate propuesto en la clase de la tarde había sido tan interesante como agotador: "El siglo XX y sus miserias", vaya tema para ser abordado por un puñado de soñadores recién salidos del colegio secundario y que se veían como los rescatistas de este mundo tan injusto.

Refregándome los ojos me puse de pie en busca de un poco de aire que me despierte; sin embargo, lo que encontré, fue una curiosidad alarmante: Mani estaba cambiándose en el baño con la puerta ligeramente entreabierta. Me detuve despacio, percatándome de no ser escuchado. Caminé en puntillas de pie, evitando el chirrido del piso.

El volumen de la TV estaba lo suficientemente alto como para no levantar sospechas, pero debía ser precavido. Apoyando mi hombro contra una ancha columna estructural, fui un fisgón. Y me sentí espantosamente mal.

Sin embargo, había algo que clavaba mis pies en el piso y me impedía salir de allí: una atracción incalculable hacia mi compañera de casa.

Mani estaba sujetándose el cabello en una cola alta. Al instante, dejaba caer sus ondas desparejas sobre sus pechos apenas cubiertos por un sostén negro con moños pequeños en rojo. Mi respiración se entrecortó.

Decidiéndose por el pelo suelto, fue momento de su corsé.

― Mati...¡Matute!...¿podés venir a ayudarme? –sin imaginar su llamado, me tomó desprevenido.

Ella salió del baño y yo fingí distracción, enredando mis dedos en un botón de la camisa. Con dificultad, sujetaba la parte delantera de esa carcasa rígida de tul, tela y cintas negras.

― No llego a ajustar las tiras –elevó su cabello y se puso de espaldas ante mí.

Apenas podían verse las primeras letras de su tatuaje.

Pasando saliva, conteniendo mi ardor por ver el modo en que sus pechos se tornaban más grandes y turgentes al apretarle el corsé; con un auch quejumbroso, me indicó que era suficiente.

― Pretendo comer algo. Como que sigas apretándomelo, las costillas me van a saltar por la nariz apenas trague agua –me eché a reír como un idiota. Ella acababa de salvarme del suicidio hormonal sin darse cuenta.

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