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10

Acurrucada entre las sábanas me la pasé llorando toda la noche. Comiendo apenas de mi plato, deseché la mitad.

Esto no se estaba poniendo bueno; no era lógico sufrir tanto cada vez que Matías salía con una minita. A decir verdad, yo debía conocer a alguien nuevo, alguien con quien compartir nuevas cosas y alejarme de esta rutina tan gustosa pero que me martirizaba a más no poder.

En el trabajo no eran hombres lo que faltaban; proveedores, algunos chicos de los cursos de pastelería, incluso, los tres empleados de "V&V Restó" eran varones...sin embargo, ninguno parecía estar a la altura de mi mejor amigo y dueño de mis pesadillas.

Rememorando a menudo en mi mente los besos torpes que nos dimos frente al Nahuel Huapi, aquella madrugada en Bariloche, mantenía una esperanza con un hilo de vida.

Pero yo sabía que era inútil mantenerla despierta: Matías era un buen candidato para cualquiera. Prolijo en su aspecto, buena persona y romántico a pesar de ocultarlo tras un manto de bloqueo emocional.

Su temor al rechazo gracias a una compañera de colegio lo había marcado para siempre; gracias a ella, todas las mujeres debíamos soportar su hostilidad para con los formalismos y la institución del matrimonio.

Mostrándome liberal y "open mind", yo fingía rebeldía y que poco me importaba la opinión ajena. Nunca más lejos de ello; solía ocultarme bajo capas de ropa, vestirme como una chica del montón y no recurrir al coqueteo a pesar de tener ojos y un contorno elogiable.

Ojos que un profesor de la primaria había preferido ignorar para preponderar mis curvas apresuradas, cuando tenía jovencísimos 12 años.

Arrinconándome contra una de las paredes del pasillo del colegio en la fiesta de fin de año, ese tipo había mostrado una conducta lasciva y repugnante; aprovechándose de su fortaleza física, el bullicio y la soledad del entorno, aprovechó para tocarme la cola y subir las manos por mi pecho.

De no ser por unos gritos cercanos, la cosa quizás hubiera pasado a mayores y las cicatrices en mi cabeza, peores.

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