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Levántate, mi Reina

―Levántate, mi bella reina ―le susurró una voz ronca en el oído―. Levántate y camina entre los mortales de nuevo para que la adoración de Atón dure para siempre.

Temblorosa y confundida, se paró antes que una sed insaciable se apoderara de su mente y cuerpo. Su pobre prima había sido su primera víctima. La sangre de la mujer se convirtió en un dulce afrodisíaco en su boca, enviando placer a lo largo de ella como nunca antes había experimentado. Ella quiso más, mucho más.

Si no fuera por la voz de aquel que la despertó, se habría bebido todo su reino la noche de su renacimiento. Pero él sabía cómo transformar esa hambre en ira hacia aquellos que la habían asesinado no solo a ella, sino también a su querido Akenatón.

Uno a uno, los traidores que conspiraron contra sus regentes encontraron su muerte durante la noche y por las mañanas ella lloraba la pérdida de esos tan estimados hombres junto a su corte. El primero fue Ay, su propio padre, seguido por el general Horemheb, el sumo sacerdote de Amón, su cuñado e incluso Mahu, el líder de los medjay. Todos fueron figuras políticas importantes para el reino; todos fueron condenados a vagar por la eternidad en la Duat pues ella se había encargado de desmembrar los cadáveres durante los ataques.

Se lo merecen, pensó mientras sus esclavas la ayudaban a vestirse con dedos temblorosos. Sabían sobre los nuevos hábitos alimentícios de su reina y temían ser las siguientes. Sin embargo, las mujeres no corrían peligro ya que su misterioso mentor ―a quien aún no conocía ―la persuadió para que cazara fuera de la ciudad hasta que aprendiera a saciar su sed Y dejar vivos a sus súbditos.

Nefertiti miró sus delgados y mortalmente pálidos brazos adornados con nuevas joyas hechas de plata y levantó su cara con una mirada triste a los rayos del sol que bañaban la habitación.

Desde el día de su renacimiento, ella descubrió que el oro quemaba su piel, por lo que lo desterró por completo del palacio y decretó que sólo se usaría en ritos funerarios. Igual de extraña era su inhabilidad de sentir el calor del día o el frío de las noches; todo porque su cuerpo no se veía afectado por los cambios de temperatura. Pero al menos Atón no la había abandonado. Era recomfortante saber que aún podía caminar bajo el abrazo de su amado dios.

―Su alteza... ―El nuevo visir vino con una corona de plata en sus manos y la colocó sobre su cabeza―. La gente está esperando ver a su diosa ―dijo, llevándola a un balcón que se alzaba sobre una gran multitud.

―Arrodíllense ante la amada de Atón. Aquella que resucitó de entre los muertos para guiarnos a una nueva era de esplendor ―El vizir miró a su futura reina-faraón e inclinó la cabeza.

Los ojos de Nefertiti vagaron por entre sus súbditos y sus irises se tornaron rojos como la sangre mientras una sonrisa se asomaba en las comisuras de sus labios. De verdad que este será el comienzo de una nueva era.

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