Capítulo 3
- Sí, es una verdadera lástima lo de tu ahijada...
- ¿De qué habláis, mamá?
- ¡Ya te he dicho muchas veces que no debes escuchar conversaciones ajenas!
- Pero...
- ¡Déjale!, ya se está haciendo un hombrecito.
- Tienes razón, de nada sirve ocultarle la verdad... ¡es tan listo!
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La habitación estaba a oscuras ya que la niña-mujer no soportaba la luz. El niño se acercó a ella; había jugado con ella desde que tenía uso de razón y le sorprendió enormemente que no saliera corriendo a darle un abrazo como siempre.
- ¿Qué le pasa?
- No lo comprenderías...
- ¡Dímelo!
- ¡Mira que eres terco!... está bien: ella ya no puede jugar
- ¿Por qué?
- Porque está enferma
- ¿Por qué?
- ¡Es que no lo ves!
Él le cogió de la mano, pero seguía inmóvil. Pasó su mano por delante de sus ojos, pero su mirada seguía mirando al vacío y entre sus brazos sostenía una muñeca, la misma que tantas veces ella le hizo acunar jugando a las casitas. Le dio un beso en la mejilla, pero no dulcificó su gesto torcido.
Entonces el niño se echó a llorar (la madre tenía razón, era muy listo) y comenzó a gritar que estaba loca; que la Bella estaba loca.
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Se hizo un joven hecho y derecho, pero seguía visitando a la joven loca. Cada vez la encontraba más bonita, más encantadora. Su madre empezó a temer que se hubiera enamorado de ella y no se había equivocado.
Para evitar males mayores, mandaron al joven a estudiar lejos de allí con unos parientes. Pero el no se olvidaba de la joven.
Un día recibió una mala noticia: la tuberculosis había acabado con la vida de su joven de mármol. Pasó mucho tiempo llorando su pérdida, pero el tiempo cura las heridas: él siguió con su vida, se casó y tuvo una hija; pero en el fondo de su corazón sabía que nunca la olvidaría.
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Fue una cálida mañana de sol cuando recibió un misterioso regalo. Al abrirlo se quedó helado; se trataba de una vieja muñeca de porcelana de la que nunca se separaba la joven y hermosa loca.
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