05
Jimin lamió la sangre del agonizante humano. Estaba deliciosa. Lamentaba el daño que le había causado. El muchacho era tan pequeño, delicado y frágil.
Su cuerpo humano simplemente había sido incapaz de soportar sus atenciones.
Supo que el cuerpo del joven estaba gravemente herido, en el momento en que lo olió. Pudo oler su mortalidad finita como la fetidez en el aliento. Lo siguió a través del bosque, la muerte más tangible en el humano con cada paso que daba.
Su cuerpo ya había sido herido internamente. Era demasiado humano, demasiado frágil y rompible. Indefenso. Inútil, ese cuerpo. Lo había destruido para que el muchacho pudiera renacer en otro mejor. Por eso lo había llenado con su semilla mientras moría.
Realmente no tenía otra opción. Pero aun así, lamentaba su dolor. Recordaba el dolor vagamente. Le había parecido importante cuando era humano. No podía recordar exactamente por qué. Ahora el dolor, prácticamente, no tenía ningún significado. Le transmitía cierta información, pero sus heridas se curaban rápidamente, y el dolor era tan efímero, que resultaba ridículo temerlo.
La gigantesca bestia giró el pequeño cuerpo para poder observar el hermoso semblante. Sus preciosos ojos azules estaban abiertos, pero ciegos. Los observó, pero solo la muerte le devolvió la mirada. La piel del humano estaba pálida debajo de la sangre que cubría su rostro y cuello. La sangre todavía manaba de su boca entreabierta. Le lamió los bellos labios, bebiendo la sangre y limpiándolos. Sus pequeñas manos se cerraban y relajaban sobre la tierra.
Ahora el muchacho estaba inconsciente. Solo eran los últimos destellos de vida abandonando su cuerpo en forma de convulsiones.
Se agachó soportando su peso con los muslos, esperando a que todo terminara. La bestia clamó, ronroneando por lo bajo para hacerle saber que no estaba solo.
Que nunca volvería a estarlo.
Esperó hasta que el joven tomó su último aliento y su cuerpo se relajó antes de moverlo de nuevo. La bestia levantó el cadáver cuidadosamente, sintiendo los huesos rotos moverse libremente en su interior. Transportó su desmadejado premio con delicadeza en un intento de no infligir más daño.
Acunó el destrozado cuerpo del muchacho en su brazo y presionó su rostro contra su propio cuello. La bestia era tan grande comparada con él que era como llevar a un bebé.
Sus profundos sentidos se agudizaron en todas direcciones. Podía sentir más muertos vivientes pululando por el bosque. Todavía estaban hambrientos. Siempre lo estaban, codiciosos. Todavía podían oler el muchacho. No eran ninguna amenaza para él, no eran más que un mosquito. Pero eran una amenaza para el pequeño cuerpo helado en sus brazos. Aunque estuviera muerto, su carne todavía estaba cálida y tierna, y si pudieran, intentarían arrebatárselo.
Gruñó ante la idea. El joven era suyo. Mataría a cualquiera que intentara llevárselo. Sus brillantes ojos dorados perforaron la oscuridad, moviéndose de lado a lado con recelo. Incluso el susurro del viento se sentía como una amenaza.
Trotó hacia el río sobre sus patas traseras. Se puso en cuclillas y sumergió el cuerpo desnudo del muchacho. Suavemente frotó con las manos la pegajosa y sucia piel, procurando mantener sus garras retraídas. Lavar la sangre disminuiría la propagación de su fragancia. El agua estaba helada, pero para el humano eso ahora era irrelevante. Lavó al diminuto niño muerto hasta dejarlo inmaculado y su pálida piel brillando en la oscuridad.
Pequeñas gotas de sangre seguían cayendo lentamente de su boca y ano, pero él podría limpiarlos de nuevo más tarde una vez que el sangrado se detuviera. Se sacudió para secarse el pelaje. Los gruesos músculos como cuerdas de su espalda y hombros se sacudieron y libraron del agua. Sus enormes brazos aferraron al joven muerto como una muñeca.
Suyo.
Gruñó posesivamente en la noche, sus dientes de sable brillando ominosamente como advertencia. El Alfa podía sentir a sus Betas acercándose con cautela, pero no le gustaba su presencia cerca de su indefensa pareja.
Ahora, incluso ellos tenían que mantenerse alejados de él. Los Betas retrocedieron inmediatamente al percatarse de su recelo y se adentraron de nuevo en la espesura.
Una vez que hubo desaparecido la amenaza, volcó su atención al bulto en sus brazos, pero no se permitió relajarse. Su compañero estaba completamente indefenso.
Necesitaba llevar al muchacho a un lugar seguro, un lugar que pudiera defender, mientras dormía. Tenía que llevarlo a su guarida. Quería que el chico se despertara en un lugar cálido, seco y caliente.
Estaba a muchos kilómetros de distancia, pero recorrió el camino en solo unos minutos. La fuerza de sus enormes piernas, lo impulsó a través del oscuro bosque a velocidades inhumanas. Su cuerpo acunó el del muchacho, sus grandes brazos se envolvieron con fuerza alrededor de esa figura frágil para proteger la suave piel desnuda de las ramas afiladas y troncos.
Su escondrijo estaba situado en lo alto de las montañas, en un lugar que ningún Kyonshi o humano podría alcanzar jamás. Tuvo que saltar de acantilado en acantilado, a lo largo del de la pared rocosa, colgando de una sola mano afilada y empujando con los pies. Fue un poco más lento de lo habitual y tuvo cuidado de no caer. No temía por él. Se había caído antes y no tenía importancia. Sus fémures y pelvis destrozados se habían vuelto a soldar en cuestión de minutos, pero una caída le retrasaría en su búsqueda de un refugio y ahora tenía algo mucho más valioso que proteger que sí mismo.
Clavó las garras de sus pies en las rocas para estabilizarse, mientras utilizaba su colosal brazo simiesco para seguir subiendo por la ladera de la montaña. Su otro brazo mantuvo al niño presionado contra su pecho y cuerpo, acunándolo como un bebé.
Finalmente, alcanzó el saliente de roca, que ocultaba la entrada de su guarida. Era una gran cueva de piedra, anteriormente ocupada por un puma.
Ahora dormía encima de su piel, junto a una pila de pieles y cueros. La bestia no necesitaba suavidad ni pieles para mantenerlo caliente. Su impenetrable e inmortal carne era inmune al frío, pero siempre las había guardado para su compañero. Quería que su cueva reflejara su destreza como cazador y proveedor. Quería ser capaz de mostrárselos a su compañero e impresionarlo con su habilidad.
Recostó el cadáver del compañero que tanto tiempo había esperado, sobre la piel suave del puma. Acomodó sus extremidades rotas con cuidado. Había sido incapaz de detenerse y realmente evaluar el daño del joven en el bosque.
Aunque la cueva estaba oscura como la boca de un pez, no necesitaba luz para ver. Sus ojos ámbar acariciaron la cara del niño, admirando sus delicados rasgos, la piel pálida y sus labios llenos. Era hermoso y valía la pena su largo tiempo de espera.
La bestia frunció el rostro, cuando se percató de los daños que él no había causado. Las comisuras de la boca del muchacho estaban rasgadas, y su ceño se profundizó cuando se fijó en su cuello. Oscuras marcas amoratadas con la forma de dedos, envolvían su esbelta garganta y sus líneas estaban deformadas. La zona de su cuello, que debería ensancharse, parecía que estaba aplastada, deformada y fuera de posición. Se dio cuenta de que quien fuera que lo había estrangulado, también le había destrozado la laringe. Por eso el chico no había clamado, ni gritado ni una vez siquiera.
Había permanecido en absoluto silencio. La rabia y el arrepentimiento ardieron en su pecho. No se había percatado de cuánto había sufrido el muchacho, hasta que todo hubo terminado porque no había gritado ni una sola vez. El dolor deformó las horribles facciones de la bestia, mientras acariciaba la pálida mejilla. Sentía haberle hecho daño, a pesar de que había sido necesario.
A parte de su garganta destrozada, le faltaban grandes trozos de piel en los costados, espalda y estómago. Las heridas tenían restos de metal y óxido, pero no se le ocurría como podría habérselas hecho. Una familiar herida con forma circular, estaba grabada en la parte trasera de su brazo izquierdo y palpó en busca de la bala. Todavía estaba dentro. Usando sus garras, rasgó el bíceps del muchacho y retiró todo rastro de metal.
Todo el cuerpo del joven estaba cubierto con profundos cortes y magulladuras de los matorrales y su desesperado ascenso del árbol. Retiró las astillas de su piel con cuidado. Sus costillas estaban rotas y su pecho hundido, pero no podía hacer más que esperar al respecto. Su tibia estaba rota en dos. Juntó los huesos para reducir el trabajo. Sus pies estaban ensangrentados y las heridas llenas de piedritas y tierra. Los limpió con su lengua. Sabía que no era necesario, que el despertar de su compañero curaría todas sus heridas, pero se sentía obligado.
Quería hacer cualquier cosa por él, darle de comer y vestirlo, lamer sus heridas y aliviarlos con su propia saliva. Quería dar caza a los que le habían hecho daño y arrancarles el corazón para alimentarle con ellos. A su compañero le gustaría.
Lamería la sangre de sus enemigos de sus dedos y se lo agradecerá. Sabía dónde había vivido el chico; en la antigua posada con los otros seres humanos. Había admirado la belleza del muchacho de lejos muchas, muchas veces. Había visitado la posada a menudo por las noches y se había sentado a las puertas para protegerlos de los Kyonshi. Este niño anhelaba la libertad más que los otros. Había sido inquieto. Se había sentido enjaulado. Lo había visto en sus ojos y en la forma en que el muchacho se acercaba a las puertas y miraba con nostalgia.
Él quería ser libre. Había querido ponerlo en libertad. Pero él era un ser humano y él lo había sido también, y lo valoraba. No quiso tomar la vida del muchacho por la fuerza y sabía que este nunca hubiera estado de acuerdo en ser convertido. El humano también tenía su propia manada y no hubiera querido dejarla atrás. Su manada era buena, cuidaban los unos de los otros, así que se preguntó cómo el muchacho había terminado en el bosque, solo y por la noche, desnudo, herido y asustado. Alguien le había asaltado, obviamente había tratado de matarlo, y él había huido de su manada.
El que lo había enviado a la selva para morir, le había arrebatado la decisión al muchacho y a él lo había forzado a hacer esto. Se preguntó, si la manada del chico también estaba muerta. Lo lamentaba por el encantador joven, pero era lo suficientemente egoísta para alegrarse.
Había anhelado un compañero durante mucho tiempo.
Le tocó la pálida mejilla y la levantó con una pata, pero no podía sentir su piel a través de la dura piel de estas. Quería tocarlo con dedos humanos. Hacía tanto tiempo que no cambiaba de forma. Le resultó muy difícil convertir sus garras en los suaves dedos de una mano humana. Después se concentró en su cara y poco a poco su forma se fundió de nuevo en la que una vez había habitado, la de un hombre.
Era un hombre todavía, pero aún más ahora.
Mucho, mucho más.
En su forma humana, sus pensamientos también se hicieron más humanos.
Una fría sensación de temor lo inundó, cuando recordó la violencia con la que trató al joven en el bosque. Para los animales, la violación era parte omnipresente de la vida. Era así como eran reclamados los compañeros, pero la moralidad humana lo veía muy diferente; como el crimen más atroz.
Con manos amables, volvió el cadáver del rubio y le extendió las piernas.
Hizo una mueca ante el daño que había sufrido su sexo. El pene del muchacho estaba en carne viva y cubierto de suciedad, y su ano tenía varios desgarros, estaba prácticamente destrozado hasta su perineo. Podía ver que hasta sus intestinos estaban desgarrados internamente.
El lobo en su interior gimoteó ante la ira dirigida hacia sí mismo, la bestia trataba de comprender qué había hecho mal. El hombre sabía muy bien lo que había hecho. No se arrepentía de haberlo tomado, pero debería haber partido el delicado cuello del chico antes y poner fin a su sufrimiento.
Frunció el ceño. A pesar de que lo hizo para salvarlo, el niño no lo entendería inmediatamente. Se despertaría aterrorizado. Lucharía o intentaría escapar y provocaría más lesiones en su cuerpo. Lo que se vería obligado a hacer para detenerlo solo lo heriría más, y si no lo hacía, el chico sin duda trataría de escapar, posiblemente saltar.
Desde semejante altura, la caída podría lastimarlo gravemente. Su compañero podría sanar, pero no sería tan fuerte como él, o tan rápido para curar, por muchas lunas aún. Tenía que protegerlo, incluso de sí mismo.
Tomó una de las suaves pieles de ciervo, arrancó tiras de ella y ató las delicadas muñecas del muchacho por encima de su cabeza, enganchando los lazos en una protuberancia en la roca. Los brazos del cadáver fueron difíciles de mover, porque el rigor mortis empezaba a aparecer. También ató juntos los pequeños pies.
Sus dedos rozaron levemente el mordisco en su delicado hombro. No le gustaba ver así a su compañero - atado, indefenso y herido, pálido e inmóvil y muerto.
Le dolía profundamente. Solo quería protegerlo y mantenerlo alejado del peligro, el miedo y cualquier malestar. Quería hacer todo por él.
El hombre de pelo oscuro se puso en pie y se encaminó desnudo a la parte delantera de la cueva. La luna ya había salido y brilló en su cuerpo. Era alto y musculoso; un ejemplar masculino perfecto. Su inhumanidad era patente en las gruesas venas negras que recorrían sus brazos y piernas, enroscándose sobre su pecho hasta su cuello. Su rostro estaba prácticamente libre de ellas, con solo algunas venas recorriendo su frente y sus pómulos.
Su rostro era duro pero atractivo y sus ojos brillaban aún en su forma humana. Su aguda vista detectó un movimiento valle abajo.
Por un momento, contempló salir a cazar. La bestia dentro de él deseaba presentar a su compañero con una presa fresca cuando despertara, pero la idea de dejarlo solo le resultaba impensable.
Aunque no había nada que se atreviera a molestarles en su guarida, sus instintos posesivos y protectores eran simplemente demasiado fuertes. No podía dejar, no dejaría a su compañero indefenso, solo y vulnerable.
Volvió a agacharse sobre el cadáver del chico. Deslizó sus palmas sobre los cortes de su espalda antes de cubrirlo con una primera piel y luego una segunda hasta que estuvo completamente envuelto por gruesas pieles de animales. Solo su pelo rubio asomaba de la parte superior.
Era un gesto tonto, inútil. Un cuerpo muerto no produce calor, no necesita calor, pero tal vez el muchacho encontraría reconfortante estar cubierto cuando se despertara.
Se recostó a su lado y se enroscó a su alrededor. Su piel desnuda no era cálida, no para los estándares humanos, pero aun así era más cálido que el cadáver junto al que yacía.
Descansó la mejilla al lado de la de su compañero y sopló en su rostro. El lobo dentro de él gimió con impaciencia, ante el sueño sin vida del muchacho. Quería que se despertara ahora.
Olfateó el pelo y la piel, disfrutando del olor antes de enterrar el rostro en la suave y pálida axila del chico donde el olor era más fuerte. A pesar de que su compañero había muerto, estaba todavía abrumado por el impulso de consolarlo.
Acarició su rostro contra el cuello del joven, tratando de recordar cómo se consolaban entre sí los humanos, la forma en que mostraban afecto.
Su brazo se movió lentamente hasta descansar sobre la espalda del chico, abrazándolo y protegiéndolo a la vez. Acunó ese delgado cuerpo, mientras su compañero dormía. Lo vigiló, durante toda la noche.
Cualquiera que intentara hacerle daño al joven, ahora o cuando fuera, tendría que pasar por encima de él primero. Sabía que iba a ser difícil al principio convencer de eso a su nuevo compañero.
Aunque el lobo ya había reclamado a su pareja, de la única manera que sabía, sentía la imperiosa necesidad de establecer su propio reclamo; el reclamo de un compañero humano.
Su mente rebuscó todas las palabras que conocía, pensando en los votos matrimoniales y las promesas, pero en realidad, ninguno expresaba adecuadamente cómo se sentía respecto a su compañero, el fervor con que iba a amarlo y protegerlo y honrarlo.
Finalmente se decidió por las únicas palabras que podía recordar de los rituales de apareamiento humano. Hacía tanto tiempo que no hablaba, que tuvo que esforzarse para sacarlas de sus gruesas cuerdas vocales.
Acarició los mechones rubios del muchacho y su voz sonó extrañamente gutural y profunda mientras expresaba su promesa en voz alta sobre su compañero no muerto, “Mío. Para amarte y cuidarte. Mío. Para proteger. Mío. Por tanto tiempo como duren nuestras vidas.”
Y para una criatura como él, eso era una promesa eterna.
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