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Corte 3: El chico de la habitación de al lado

Corte 3: El chico de la habitación de al lado



Lucian no iba a volver aquella noche. Tan solo necesité ver el brillo en su mirada febril al recibir la llave de la habitación de Tyara para saber que lo había perdido. Aquella noche y probablemente muchas más. Cualquier rastro, cualquier pista: cualquier cosa le bastaba para encerrarse en sí mismo y alimentar la hoguera de esperanza que con tanta fuerza ardía en su interior. Porque, aunque a veces intentaba ser realista y enfrentarse a una posible desgracia como desenlace de aquella historia, lo cierto era que Lucian estaba convencido de que iba a encontrar a Tyara.

Yo tenía mis dudas. Hasta aquel momento había querido pensar que la encontraríamos, que probablemente se hubiese perdido en el bosque y que, con suerte, la localizaríamos refugiada en alguna caseta abandonada. Puede incluso que regresara por si misma después de unos días de terror... Pero no. Después de aquella noche mi visión cambió por completo. Y no lo hizo por la inquietante cantidad de niños que habían desaparecido entre las gélidas aguas del lago, ni tampoco por la falta de interés que mostraban las autoridades locales. No. Perdí la esperanza porque, aunque por aquel entonces Lucian no lo sabía, habían sido muchos los padres que también se habían perdido buscando a sus hijos.

Padres que habían entrado en el mismo bosque donde Tyara había desaparecido y que jamás habían vuelto.

Padres que se habían esfumado para siempre.

Y aunque jamás lo diría en voz alta, y mucho menos estando Lucian delante, tenía el presentimiento de que Tyara se había unido a aquella lista negra. No tenía pruebas, pero lo sentía en mi interior. Además, no me engañaba: aunque en aquella región no hubiese demonios ni seres sobrenaturales gobernando, lo cierto era que una gran sombra de misterio lo rodeaba todo. Las desapariciones y las muertes sin explicación estaban a la orden del día, y por mucho que quisiéramos luchar contra ellas, iba a ser complicado escapar de aquella lacra.

A pesar de ello, incluso con la mente teñida del veneno del pesimismo, no iba a rendirme. Viva o muerta, estaba dispuesta a seguir buscando hasta encontrarla. Lucian lo necesitaba y, por lo tanto, yo también. Por suerte, no estábamos solos. Contábamos con Thomas, y mientras que yo reflexionaba sobre todo lo que acabábamos de escuchar, sumida en mis propios pensamientos, él no paraba de hacer llamadas. Contactaba con unos y otros, buscando información a la desesperada, y lo hacía mientras subía y bajaba nerviosamente por su habitación, dejando decenas de pisadas en la alfombra del suelo.

—... de acuerdo, gracias, Nicky. Te mantengo informada, ¿de acuerdo? Sí, sí, estoy bien, tranquila... sí, yo también... nos vemos pronto, gracias. Cuídate.

Cuarta llamada y el mismo resultado. El policía colgó y mantuvo la mirada fija en la pantalla de su teléfono durante unos segundos, asimilando lo que acababa de escuchar. Seguidamente, me miró, apretó los labios y se dejó caer en el borde de la otra cama.

—¿Y bien? —pregunté.

—Lo que me temía: Lycaenum pertenece a la región, pero se gestiona de forma independiente. Hay un grupo de poblaciones en la zona que, debido al aislamiento que han vivido durante siglos, han mantenido su condición de independencia del resto del estado a modo de reconocimiento. Los llaman los "pueblos libres".

—¿Y eso qué implica?

—Pues que, aunque le suplique ayuda al cuerpo de policía de Pírica, no van a poder hacer nada: no tienen jurisdicción aquí. De hecho, según me ha contado Nicky...

—¿Quién es Nicky?

Fue una interrupción brusca, de esas que me gustaban a mí. Perfecta para dejarle descolocado.

—¿Nicky?

—Sí, Nicky.

Se tomó unos segundos en responder. Como de costumbre, Thomas siempre meditaba mucho sus palabras. Cualquiera diría que me tenía miedo.

—Una compañera de Escudo.

—¿Es policía también?

—Lo es, sí.

—¿Y algo más?

Volvió a callarse. Sinceramente, no sé por qué le hice la pregunta. Ni esa ni ninguna de las otras. Supongo que me gustaba picarle... que me gustaba la forma en la que se sonrojaba cuando le ponía en un compromiso.

Se estaba convirtiendo en mi válvula de escape.

—Pues no, la verdad es que no... pero no porque no haya querido, ¿eh?

—¿Ella o tú?

—Mmm... ¿ella? —Soltó una carcajada nerviosa—. En serio, no me hagas estas preguntas. Yo que sé: es una compañera, una amiga. Alguien que nos está ayudando, nada más.

—Vale, vale... ¿y qué dice tu amiga?

—Pues que varios cuerpos de policía han intentado intervenir en varias ocasiones. Incluso varios investigadores privados, pero no les han permitido trabajar. —Thomas bajó el tono de voz—. Es como si algo atrajese a las víctimas aquí. Como si... ¿cómo decirlo?

—¿Cómo si fuese un pueblo maldito?

Thomas cerró los ojos, víctima de un escalofrío, y asintió.

—Cualquiera diría que me persigue la mala suerte.

—¿A ti? Y yo que pensaba que la que había desaparecido era la novia de mi hermano...

Touché.

—Oh, Cat... —Puso los ojos en blanco—. Ya sabes a lo que me refiero.

—¿Sinceramente? —Me puse en pie—. No, no lo sé. No cuentas nada, pero bueno, supongo que estamos todos un poco nerviosos. Un poco impactados.

—Supongo que sí.

Me senté a su lado en la cama para mirarle directamente a los ojos. Sabía que le intimidaba mi presencia, que tan solo necesitaba acercarme un poco más de lo habitual para que se pusiera nervioso, y quería tenerle controlado.

Necesitaba tenerlo comiendo de mi mano... y quizás, con suerte, lograr que al fin alguien fuera sincero.

Thomas me miró de reojo, tratando de mantener cierta distancia entre nosotros. Yo, sin embargo, no dudé en cogerle del brazo para captar su atención. Acerqué el rostro hasta su hombro, para apoyar la barbilla, y no dejé de taladrarlo con la mirada hasta que logré que me mirase. Ya cara a cara, a tan solo unos centímetros su rostro del mío, le dediqué una de mis sonrisas rompecorazones.

—¿Me lo vas a contar? —le pregunté en apenas un susurro, melosa.

Thomas se sonrojó. No tenía ni idea de qué le estaba hablando, pero no le importaba. Estaba muy cerca. Demasiado cerca.

Tragó saliva.

—¿El qué?

—Ya lo sabes...

Me miró a los ojos, después a los labios y de nuevo a los ojos. Volvió a tragar saliva.

—Sinceramente, no tengo ni idea.

—Lo del otro día.

—¿Mmmm...?

Thomas intentó alejarse, pero no se lo permití. Endurecí la expresión y, sin llegar a soltarle el brazo, asegurándome así de que no pudiese escapar, pregunté lo que hacía horas que me moría por saber. Algo que desde que había visto me había estado consumiendo y que, hasta que no supiese la verdad, me impediría poder verle con los mismos ojos.

—Lo sabes perfectamente —aseguré—. Ayer. Ayer por la noche, cuando entré en tu habitación. Sabes de lo que te estoy hablando.

—Ayer... —repitió él, apartando la mirada—. Cuando te metiste en mi habitación sin permiso, dices. No sé si lo sabes, pero es un delit...

No le dejé acabar la frase. Solté momentáneamente su brazo, haciéndole creer que iba a dejarle escapar, pero solo para dirigir mi mano hacia otro lado. Otra zona mucho más sensible, situada entre sus piernas, que tan pronto agarré le dejó blanco.

Blanco y paralizado.

Todos los tíos tenían el mismo punto débil.

—O me respondes o te juro que te aprieto los huevos hasta que cantes La Traviata —le advertí, ejerciendo la suficiente presión como para que las dudas se le disiparan. Me miró con ojillos de cervatillo, acordándose de toda mi familia, y asintió—. Bien, parece que nos entendemos. ¿Me lo vas a contar todo?

—... lo que pueda...

—No me vale. —Apreté un poco más, arrancándole un aullido de dolor—. Lo quiero saber todo: ¿qué demonios te pasó anoche? ¿Estabas poseído, o qué?

—¿Poseído? —preguntó con un hilo de voz, y soltó lo que pretendía ser una risotada sarcástica—. ¡Ojalá...! ¡Te lo cuento... te lo cuento! ¡Lo juro..., te lo cuento...! Pero... pero suéltame de una vez, por Dios... Cat...



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