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Capítulo 24: El secreto de la Bestia

Holis ^^

Siempre hago una segunda revisión antes de subir los capítulos, pero estas semanas está siendo casi imposible... pero claro, tampoco quiero alargar la actualización eternamente, así que os subo este capítulo nuevo ^^ Lo dicho, le falta la segunda revisión ^^U

Espero que os guste.




Capítulo 24 : El secreto de la Bestia



Lo viví todo a cámara lenta. La bala salió disparada del cañón del arma y atravesó la noche, adentrándose en el campo mágico que rodeaba a la bruja y al Señor del Bosque. Lo atravesó con furia, arrancando un destello de luz azulada a la noche al romper el escudo invisible, y entonces recuperó su velocidad. Entonces siguió su trayectoria y se estrelló contra la espalda del monstruo, arrancándole un profundo aullido de dolor.

El ser apartó las manos de las caras de los niños, que cayeron redondos al agua, y se volvió hacia mí, con los ojos blancos encendidos.

Y volví a disparar.

Y volví a darle.

Y entonces se desató la locura.

La Bestia aulló de dolor, haciendo sacudirse todos los árboles a nuestro alrededor con su rugido, y me miró con furia. Me miró con rabia...

Y volví a disparar. Disparé una y otra vez hasta que su rabia se transformó en miedo.

Pero no se dio por vencido. Furioso, se dispuso a avanzar hacia mí, dispuesto a arrancarme el arma de las manos y probablemente desmembrarme, pero volví a disparar.

Y Thomas disparó tras de mí. Disparó una y otra vez.

Y Cat saltó al agua... y Tyara la siguió. Las dos se lanzaron de cabeza y nadaron a toda velocidad a por los niños, ignorando a los dos monstruos... pero también los gritos de Marc Gadot, el cual parecía haber despertado al fin. El resto de sus acompañantes nos miraban con perplejidad, totalmente aterrorizados ante lo que estaba pasando, pero él estaba furioso... estaba fuera de sí.

Pero no me importaba. Ahora tenía al Señor del Bosque ante mis ojos, era lo único que podía ver. La bestia, la bruja y los niños.

Disparamos cinco veces más, obligándolo a retroceder a retroceder. El pelaje del monstruo se llenó de sangre, y un nuevo aullido escapó de su garganta. Gritó algo, sus sirvientes respondieron con aullidos y graznidos y, de repente todo el bosque a nuestro alrededor se encendió. El viento empezó a sacudir las ramas de los árboles con violencia, los depredadores surgieron de entre los árboles con los ojos encendidos, y Thomas y yo no tuvimos más remedio que meternos en el lago para escapar de ellos.

Para evitar que nos dieran caza.

No éramos estúpidos: podían alcanzarnos en la orilla, pero no en el agua. Antes de meterse el instinto de supervivencia los llevaría a otros objetivos mucho más cercanos... mucho más accesibles.

Al otro lado del lago, las antorchas se apagaron y los hombres de Gadot empezaron a gritar.

Gritaron de terror.

Pero yo no los veía. Yo no los escuchaba. En mi mente ya no tenían cabida. Yo solo veía a mi presa, la veía alejarse hacia el extremo opuesto del lago, tratando de escapar hacia el bosque, y sabía que no podía permitirlo. Sabía que no podía dejar que huyera, porque si escapaba, aquella maldición no acabaría nunca.

Si escapaba, seguirían las muertes, los sacrificios y el terror, y no podía permitirlo.

Aquello tenía que acabar.

Porque en el fondo, Marc Gadot y los suyos eran seres humanos horribles, pero humanos, al fin y al cabo. El Señor del Bosque, sin embargo, era un monstruo. Era un alma corrupta que no había traído más que dolor y muerte, y no podía permitir que siguiese atormentando a Lycaenum.

Así pues, dejándolo todo de lado, apartando a Thomas, mi hermana, Tyara y los niños de mi mente, decidí seguirle. Ni tan siquiera me lo planteé: simplemente lo hice. Me dejé llevar por el instinto. Atravesé el lago a toda velocidad, sin apartar a la bestia de mi campo visual, y alcanzada la orilla opuesta, salí para iniciar una rapidísima persecución por el bosque.

—¡Lucian! ¡¡Lucian!! —oí gritar a alguien en la lejanía.

Pero no respondí. Por suerte, sabía que Thomas cuidaría de ellas. Cuidaría de todos.

Sabía que podía confiar en él.




Corría por el bosque a toda velocidad, saltando y esquivando la maleza y las raíces de los árboles que se interponían a mi paso. Intentaban detenerme, obstaculizándome el paso, convertidos en serpientes que no dejaban de sacudirse y atacarme, tratando de frenarme, pero no lo conseguían. Saltaba por encima de ellas y las esquivaba. A veces también tropezaba, e incluso resbalaba en los charcos de lodo, pero tenía tan interiorizado mi objetivo que no me detenía.

No paraba.

No iba a parar.

El Señor del Bosque me sacaba distancia. Se movía a gran velocidad entre la naturaleza, aprovechando los caminos libres y las facilidades que le ofrecía el entorno. Sus pasos eran rápidos, muy ágiles para su tamaño, pero con el paso de los minutos se iban volviendo más lentos y torpes. Estaba perdiendo mucha sangre por las heridas, y todo apuntaba a que, por el modo en el que a veces miraba atrás para comprobar si le seguía, se estaba cansando.

Lógico. Por dentro, yo también empezaba a estar agotado. Por suerte, la herida del pecho me dolía, pero solo hasta cierto punto. Sobreviviría. Él, en cambio, estaba mucho peor.

Seguimos corriendo durante casi quince minutos, hasta que el entorno cambió. El monstruo se internó por un camino especialmente sinuoso, y siguió hasta alcanzar un barranco, por el que no tuvo reparos de iniciar el descenso. Sus garras, musculosas y acabadas en fuertes uñas, podían sujetarse con firmeza al muro de tierra. Para mí, sin embargo, era imposible.

Corrí hasta el borde del barranco y me asomé. El Señor del Bosque ya descendía a toda velocidad cual araña gigante, a casi cincuenta metros de distancia de donde me encontraba. Al final del muro aguardaba un riachuelo de aguas claras, y más allá, más bosque.

—Mierda.

Sentí miedo al comprender que, si no le alcanzaba, perdería su pista. De hecho, en cuanto cruzase aquellos árboles volvería acelerar el paso y yo tendría que estar muy cerca para no perder su rastro... pero no podía trepar por el muro, por supuesto. Eran más de setenta metros de altura y, al menos por el momento, ni tenía alas, ni quería morir.

Mierda.

—Vamos, vamos, vamos, piensa, piensa, piensa...

Me palpitaba el corazón en la cabeza.

Repasé toda la zona con la mirada con nerviosismo, sintiendo que el tiempo se me escapaba de las manos, y en la penumbra vi que el borde del barranco dibujaba un estrecho sendero. Un camino prácticamente vertical que bordeaba el riachuelo y se alejaba notablemente de la entrada al bosque, pero a través del cual podría descender.

Suficiente.

Lancé una última mirada a la bestia y me apresuré a recorrer el camino, tratando de no mirar hacia abajo. El sendero era muy empinado y las vistas aterradoras, pero no tenía tiempo para miedos ni tonterías. Tenía que bajar, tenía que encontrar al Señor del Bosque, y así hice. Me deslicé por el camino a toda velocidad, arrastrándome y aferrándome con las manos al suelo en los puntos más verticales, y no paré hasta alcanzar el nivel inferior. Inmediatamente después, reiniciando la persecución, atravesé el riachuelo a la carrera, empapándome los pantalones hasta la cintura, y corrí hasta alcanzar la entrada al bosque. Por desgracia, ya no estaba. El monstruo me llevaba como mínimo medio minuto de ventaja... pero confiaba en mis capacidades. Podía encontrarlo. Podía seguirlo...

Pero no sin un poco de suerte.

La suerte de que, cien metros hacia dentro, medio oculto por unos matorrales que él mismo había destrozado con su llegada, aguardaba la entrada a una cueva.

—Te tengo.




Tan pronto me interné en la cueva y vi la luz ambarina que surgía de las runas que había inscritas en las paredes comprendí que había llegado a su hogar. Aquel era un lugar mágico, de techo bajo y camino de piedra totalmente lleno de simbología que refulgían con mi presencia. No parecía demasiado amplio ni cómodo, pero sí lo suficientemente protegido como para que no fuese fácil su acceso. El Señor del Bosque había logrado mantener bien oculta su guarida hasta entonces, pero la desesperación le había traicionado.

Claro que, herido como estaba, ¿qué otra cosa iba a hacer?

La luz reveló que el suelo estaba lleno de manchas de sangre: un camino que yo mismo había provocado y que no dudé en seguir, internándome así en la boca del lobo. Todo estaba en completo silencio, lo que provocaba que mis pasos resonasen en la penumbra. Podía escuchar el latido de mi corazón acelerado en el pecho y el silbido de mi garganta al respirar.

Estaba helado.

Estaba agotado.

Cerré los dedos alrededor de la pistola, consciente de que tan solo con ella podría vencer aquella batalla, y seguí internándome en el túnel, dejando el bosque atrás. La situación era tenebrosa, no voy a mentir. Y aunque intentaba mantenerme fuerte, estaba asustado. La Bestia aguardaba en algún lugar, estaba convencido, y era cuestión de tiempo que intentase atacar. Con suerte, si todo iba bien, lograría acabar con ella antes de que pudiese incluso intentarlo...

Pero para ello necesitaba concentración.

Respiré hondo y seguí caminando en silencio. Empezaba a molestarme la herida del pecho.

—Calma...

Ante mí la cueva describió primero una suave subida, de apenas cincuenta metros, y después un importante desnivel al final del cual el camino parecía llegar a su final. Había una cámara, o algo parecido, de cuyo interior surgía una luminiscencia amarilla.

Fuego.

Antorchas.

Me deslicé por los últimos metros de desnivel con cuidado, prácticamente sentado sobre la piedra, hasta alcanzar una estrecha escalera al final de la cual aguardaba la cámara. Y en ella, tendida en el suelo, jadeando de puro dolor y empapada en su propia sangre, estaba la bestia.

El Señor del Bosque.

Su visión me dejó sin aliento. Iluminado por las llamas y con apenas unos cuantos metros de distancia entre nosotros, pude percibir el inmenso poder que emanaba de él. Era un ser colosal, muy bello y salvaje, de rasgos finos y delicados, alrededor del cual la realidad parecía disolverse en volutas de humo. Era como si no perteneciese realmente a nuestro mundo... como si su mera presencia retara la voluntad de los dioses.

Pero estaba allí. Ambos lo estábamos, y era el final.

Avancé hasta el primer peldaño, donde me detuve para observarle más de cerca. Estaba profundamente herido, lleno de agujeros de bala por los que la sangre caía a borbotones. Le habíamos cogido por sorpresa, por la espalda, lo que apenas le había dejado opciones para reaccionar. Después de décadas de terror, jamás imaginó que alguien se pudiese enfrentar a él.

Creía tener totalmente dominado a Lycaenum...

Y quizás fuese así, pero yo no era de Lycaenum, por supuesto. Yo era de Solaris, y a los pro-humanos no nos gustaba que ningún ser sobrenatural torturase a nuestra raza.

Ni en casa, ni tampoco fuera.

Así que aquel era el final, lo tenía claro. Tan solo tenía que disparar una vez más para acabar con la bestia. Era cuestión de apuntar a la cabeza y ejecutarla... de acabar de una vez por todas.

Era tan, tan fácil...

Pero incluso así, no lo hice. En lugar de ello descendí las escaleras, creyendo ver algo extraño en sus ojos blancos, y me detuve a tan solo un par de metros para descubrirlo. Aunque no podía entender el motivo, despertaba cierta piedad en mí. Quizás fuera por su postura, postrado en el suelo, a merced de la muerte, o quizás por el modo en el que me miraba, con el miedo grabado en los ojos. No lo sé, pero había algo en él que me inspiraba tristeza.

Algo que me inspiraba compasión...

Algo que, al fin, entendí cuando, al acercarme un paso más, vi algo entre sus pezuñas. Algo que aferraba con fuerza y que apretaba contra su pecho, como si se tratase del objeto más preciado de toda su vida.

Algo que logró sacudirme el alma al reconocerlo.

Era una foto: una imagen ya anticuada y de tonalidades grisáceas en las que aparecía una chica abrazada a dos niños de poco más de siete años. Era una joven de ojos claros y mirada llena de luz que, por alguna absurda razón, me resultó familiar.

En mi mente, reconocí al monstruo en aquella imagen.

—No puede ser... —murmuré para mis adentros, sintiendo agujas en el estómago—. ¿Qué significa...? ¿Qué significa eso?

Mis palabras retumbaron en la cueva, arrancando ecos a sus paredes brillantes. El Señor del Bosque entornó los ojos, con una expresión agonizante en el rostro, e hizo un auténtico esfuerzo para incorporarse. La sangre caía a borbotones por su pelaje, empapándolo de un líquido negruzco. Se incorporó sobre sus patas delanteras... y entonces me habló. Me habló directamente a mí, pero no con su boca, sino a través de la magia que rezumaban las inscripciones de la cueva. A través de las runas... a través de la conexión que, sin saber, se había creado entre nosotros al entrar en aquel lugar.

Y entonces me lo reveló todo.




Me confesó que en realidad él era Ella, y que había sido una habitante de Lycaenum. Que se había instalado hacía veinte años en las afueras junto a sus hijos, y que durante los primeros meses había sido feliz. Vivía sola, el padre de los niños la había abandonado poco después del nacimiento del segundo y se había encargado en solitario de criarlos. Y había sido buscando una mejor vida para ellos cuando había acabado en Lycaenum.

Allí la habían recibido con los brazos abiertos y le habían dado todo lo que había necesitado. Sus hijos habían sido escolarizados y ella tratada con gran cariño por parte de la comunidad. Sobre todo de la comunidad masculina. Ella era una mujer muy bella.

Seguramente la mujer más bella que hubiesen visto jamás...

Una belleza que pronto empezó a levantar tentaciones.

A levantar celos.

A levantar envidias.

No tardaron en salirle pretendientes. Hombres solteros y casados que la cortejaban, tratando de ganarse su atención y amor. Algunos de ellos lo hacían con cariño y gentileza, tratando de conquistarla como caballeros. Otros, sin embargo, no eran tan respetuosos. Ella era una mujer separada, sin marido y desamparada en un pueblo perdido en la montaña: tenía que hacerles caso. Tenía que prestar atención a sus peticiones...

Tenía que obedecer.

Sin embargo, Ella no estaba interesada en ellos. Después de la pésima experiencia con su anterior relación solo buscaba cuidar de sus hijos y ser feliz. Empezar una nueva vida...

Pero ellos no lo aceptaron. No aceptaron que quisiera vivir en soledad, y tras varios meses de rechazo, enfurecieron. Se contaminaron los unos a los otros, envenenándose con la rabia y el despecho, y poco a poco fueron transformándose en monstruos.

En almas humilladas sedientas de venganza.

No lo iban a perdonar. Ellos eran dueños y señores de Lycaenum, los protegidos del Señor del Bosque, y no iban a aceptar que una extranjera les pusiera en evidencia. Debía pagar por ello.

Y lo hicieron con el peor de los castigos.

Una noche de verano, ella y sus hijos dormían en su casa cuando varios aldeanos irrumpieron en su hogar y los sacaron a rastras. Totalmente cegados por la rabia, los llevaron hasta la comisaría, donde en los subterráneos encerraron en una de las celdas a sus hijos para que viesen cómo la maltrataban y abusaban de Ella. Después, tras horas de tortura, los llevaron hasta el Lago Rojo, donde ahogaron a sus hijos y a Ella la dejaron desnuda y malherida a merced de las alimañas. Creyeron que no sobreviviría a sus heridas... que perecería y su muerte sería un regalo para el Señor del Bosque...

Pero Ella no murió. Beatrix la encontró al borde de la muerte y se compadeció de ella. Era una buena persona, una dama dañada y maltratada por una Lycaenum cada vez más desatada y egocéntrica. Sus gentes se creían intocables por la protección del espíritu del bosque, y ella empezaba a estar harta de aquellos humanos. Era su protectora, sí, pero no a cualquier precio.

Así pues, lejos de dejarla partir, la bendijo con la protección del bosque, convirtiéndola en su nueva guardiana. En su nueva Señora. El cuerpo del Señor del Bosque había sido habitado por varias almas durante toda su existencia, y había llegado el momento de volver a cambiar.

De empezar una nueva etapa.

Entonces Ella tomó su cuerpo, se convirtió en el nuevo espíritu del bosque, y a partir de entonces, cegada por la rabia y la venganza, decidió vengarse de todos aquellos que habían matado a sus hijos. Lycaenum estaba corrupta: Lycaenum estaba podrida, y ella quería hacerles pagar por todo.

Por absolutamente todo...




Vi su historia a fogonazos, con terroríficas escenas muy vívidas que aquel ser atormentado aún tenía grabados en su memoria. En ellas vi amabilidad, sonrisas falsas y deseo. Vi envidia, ansia y crueldad... vi violencia incontrolada y sangre. Vi a una Lycaenum crecida y poderosa, creyéndose dueña y señora de absolutamente todo...

Una Lycaenum descontrolada.

Pero más allá de todo el odio y crueldad que rodeaba su historia, vi su necesidad de vengarse. Su necesidad de hacer pagar a aquellos monstruos por todo el daño que le habían hecho a ella y a sus hijos. Habían atacado y destruido una familia inocente sin motivo, tan solo por creer ser dueños de todo cuanto les rodeaba, y el nuevo Señor del Bosque se lo iba a hacer pagar.

El nuevo Señor del Bosque estaba hambriento de sangre y no estaba dispuesto a permitir que Lycaenum siguiese impune. De ahí los sacrificios de los niños...

De ahí la muerte y la barbarie.

Ella solo pedía justicia, solo quería la cabeza de todos aquellos que habían decidido dañarla, pero ellos habían decidido anteponer a su progenie antes de entregarse.

Habían preferido seguir escondiéndose.

Pero la barbarie tenía que llegar a su final. El Señor del Bosque sospechaba que le estaban engañando, que las almas que estaban entregándole no pertenecían a la sangre de Lycaenum, pero no había sido hasta la llegada de Mario que no había podido cerciorarse de ello. Beatrix le había ocultado la verdad por su propio interés, y Ella sencillamente se había dejado llevar, creyendo que seguía castigando a aquellos monstruos...

Hasta que yo le mostré la verdad.

Hasta que le expliqué lo que realmente estaba pasando.

Con el alma rota por todo lo que había descubierto en aquella cueva, compartí con Ella todo lo que había pasado en aquellos días, todos mis pensamientos y visiones. Por primera vez me abría al mundo sobrenatural, y lo hacía por voluntad propia.

Por necesidad.

Porque aquel ser tenía que saber la verdad. Tenía que entender todo lo que había pasado y todo lo que había provocado. Tenía que saber de las muertes, del dolor y del sufrimiento de todas aquellas familias.

Tenía que saber de los padres perdidos en la montaña, de los secuestros nocturnos y de las malas artes de Gadot y de los suyos.

De todo lo que había sufrido Tyara...

De todo lo que habíamos sufrido todos.

Así que se lo expliqué todo, absolutamente todo, y no cesé en mi intento por mostrarle la verdad hasta que lo comprendió. Hasta que lo entendió y aceptó.

Y lo hice porque era lo correcto y porque aquel ser merecía saber la verdad... pero también porque, aunque Gadot y los suyos eran hombres, también eran monstruos. Monstruos sin alma que no merecían otra cosa que la muerte.

—A veces no hay mayor monstruo que el propio hombre —me lamenté, viendo a la bestia volver a tenderse en el suelo, aferrada a su fotografía.

Y aunque seguía vistiendo las pieles del Señor del Bosque, más allá de su máscara podía ver el rostro de la mujer de la imagen, marchita y rota, pero también agradecida por poder dar fin a aquel calvario. Tan solo faltaba un último golpe... un último castigo final, y al fin todo acabaría.

Al fin podría descansar.

Pero Lycaenum no iba a sobrevivir a su venganza.

—Basta de engaños... basta de sacrificios —dije, volviendo a alzar el arma hacia el Señor del Bosque—. Esto debe acabar.

La bestia lanzó un último grito, su última orden, y mientras que el bosque respondía a su llamada, obedeciendo una vez más a su Señor, yo esperé frente a Ella a que me diese la señal.

Después, disparé.




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