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Capítulo 22: Cacería

Capítulo 22: Cacería



Al caer la noche vinieron a buscarnos. Siguiendo las órdenes del comisario, dos agentes irrumpieron en la celda de Tyara, donde la inmovilizaron contra el suelo para maniatarla y taparle la boca con cinta aislante. Ella forcejeó, pero solo hasta cierto punto. No tenía nada que hacer contra ellos. Después, la sacaron del sótano.

Unos minutos después volvieron a por mí, acompañados por Meira y su pistola. Sabían que iba a resistirme con muchísima más violencia, así que optaron por limitarse a apuntarme con el arma. Cualquier paso en falso tendría como resultado un disparo entre ceja y ceja, razón más que suficiente para mostrarme dócil.

Idiotas.

Incluso así, me resistí. Forcejeé con los dos policías, convencido de que no iba a disparar, y tras varios intercambios de golpees en los que aproveché para liberar toda mi rabia contenida, acabé tendido en el suelo, boca abajo, con los agentes pateándome.

Al menos lo había intentado.

Me esposaron las muñecas a la espalda y me cubrieron la boca, como a Tyara. Seguidamente, obligándome a avanzar a empujones, subimos a la planta superior, donde en la parte trasera de la comisaría ya nos esperaba un furgón de ventanas tintadas. Y dentro, sentada en el frío suelo metálico de la parte trasera del vehículo, Tyara.

Me planteé la posibilidad de intentar escapar, pero las lágrimas de Tyara me dieron la respuesta. Subí y me acuchillé a su lado. Poco después cerraron la puerta y nos sumimos en la oscuridad total.




Viajamos durante media hora, primero por carretera, después por caminos de tierra. El traqueteo del vehículo era muy fuerte, lo que nos impedía que mantenernos demasiado tiempo en pie. A pesar de ello, examiné toda la furgoneta. Palpé las paredes, colocándome de espaldas a ellas, y palmo a palmo fui recorriendo toda la estructura hasta alcanzar la cerradura de las puertas. Un dispositivo electrónico que ni tan siquiera logré dañar a pesar de golpearlo en varias ocasiones con los puños.

Finalmente, me di por vencido. Me dejé caer junto a Tyara, la cual había permanecido en el suelo en todo momento, y suspiré por la nariz. El no poder hablar era un auténtico fastidio, pero dadas las circunstancias lo agradecí. De haber podido, no habría sabido qué decir.

Estábamos muy jodidos, sin más.




El vehículo realizó un último tramo a baja velocidad. Se trataba de una zona especialmente complicada, con el terreno lleno de baches, donde la cabina se sacudió con violencia. Por suerte, no duró demasiado. Llegó un punto en el que el motor se detuvo y los ocupantes del vehículo bajaron. Intercambiaron unas cuantas palabras y vinieron a por nosotros.

Las puertas se abrieron y ante nosotros apareció el bosque. Habíamos vuelto a la montaña.

—Bajad —ordenó el comisario, pistola en mano.

Junto a él había otro de los agentes que había colaborado en el traslado, también armado. Ambos parecían bastante tensos por la situación. Evitaban mirarnos a los ojos, detalle que no me daba demasiadas buenas vibraciones. Llegado a aquel punto, ya esperaba cualquier cosa.

—¡Vamos, bajad! —insistió ante nuestro silencio.

Tyara me miró con inquietud, a la espera de mi respuesta, que no se hizo esperar. Clavé la vista en el comisario, furioso, tratando de taladrarlo con el odio que en aquel entonces encendía mis ojos, y me puse en pie. Atravesé la cabina con paso firme. Una vez fuera, esperé a que Tyara me siguiese.

Los policías nos ordenaron que nos alejásemos unos cuantos metros, hasta el corazón del claro donde habían aparcado. Sinceramente, no sabía dónde nos encontrábamos, pero por la cantidad de árboles y la frondosidad de la vegetación debía ser muy dentro en el bosque. Tyara y yo intercambiamos una rápida mirada, pero obedecimos, alejándonos del vehículo.

Una vez allí, volvimos a mirarlos, en busca de más instrucciones.

Al ver que no bajaban las armas, me pregunté qué sería de nosotros. ¿Sería posible que fueran a ejecutarnos? Me costaba creer.

—Os lo dijimos —dijo una vez más el comisario, siguiendo el mantra del alcalde—. Deberíais haberos ido. Ahora todo es mucho más complicado... pero no me lo pienso llevar en la conciencia. Esto lo habéis provocado vosotros, que conste. Ahora, con suerte, devolveréis el equilibrio.

Hundió la mano en el bolsillo y extrajo de su interior unas llaves que miró antes de lanzar a los pies de Tyara. Seguidamente, justo cuando ella se agachaba para recogerlas, preguntándose si al fin nos sonreiría la suerte, dispararon.

Dispararon a bocajarro.

El primer disparo me alcanzó de pleno en el pecho, derribándome con la fuerza del impacto. Sentí que se me vaciaban los pulmones y que un latigazo de agonía me golpeaba todo el cuerpo. Que me atravesaba. Que me destrozaba.

Fue como si la vida se me escapase por la boca.

Como si la Parca acabase de hundirme la guadaña en el pecho.

Caía de espaldas, a peso, y la oscuridad se cernió sobre mí. El dolor era insoportable, aunque no tanto como la certeza de saber que iba a morir. Me habían taladrado un pulmón y era cuestión de segundos que todo acabase. Me iba. Me faltaba el aire. Estaba perdiendo la visión...

Sí, me iba. Me moría, y no había nada de epicidad en mi muerte.

No había nada especial en morir con un disparo en el pecho en mitad de la nada.

No era lo que había esperado.

Inmediatamente después hubo un segundo disparo y Tyara se derrumbó a mi lado. No acerté a ver dónde la habían alcanzado a ella. Mi cuerpo no respondía. Solo vi sus ojos. Sus ojos oscuros fijos en los míos, cargados de dolor y de tristeza.

Cargados de desesperación.

Al menos, me dije, iba a morir viéndola a ella. No era la muerte idónea, pero dadas las circunstancias, era mejor que nada.

Y todo por aquel maldito pueblo...




Se hizo la oscuridad y yo me hundía en ella, arrastrado por las corrientes del bosque. Oía de nuevo el nombre de Beatrix en mis oídos, y creía ver a la bruja en las profundidades de mi mente, mirándome desde su Torre Blanca. Y tenía a los niños... tenía a los tres pobres críos, solo que ahora estaban diferentes. Los tres tenían la misma marca de la luna en la frente...

Y me miraban con los ojos negros, transformados en demonios.

Los habían convertido. Maldita sea, los habían convertido...

Y no había hecho nada para evitarlo. No había podido intervenir... no había podido salvarles. Claro que, teniendo en cuenta que me moría, o que me había muerto, ¿acaso podía hacer algo?

¿Acaso...?

Grité. De repente sentí que alguien me arrancaba los labios y de mi garganta surgió un poderoso aullido de dolor. Acto seguido, dos focos de calor se plantaron sobre mi pecho, allí donde la muerte había hundido su guadaña, y empezaron a filtrar energía.

A filtrar esencia... a filtrar magia.

Vida.

La sensación era agradable, como unos brazos rodeándote cuando tienes frío. En ese entonces yo tenía ganas de dormir, la oscuridad era apetecible y estaba demasiado cansado como para seguir al pie del cañón, pero la energía era fuerte... era insistente. Se movía por todo mi cuerpo, arrancando parches de oscuridad y sacudiendo mi mente. Todos teníamos sueño, sí, pero no era el momento de dormirse.

Aún no.

Aún no...

—Aún no —escuché que me susurraba Tyara al oído—. Aún no es hora de rendirse, Lobo...




Desperté.

Desperté de la muerte, o de la nada, o a saber de qué.

Pero desperté, y al abrir los ojos descubrí que Tyara estaba a mi lado, con las manos apoyadas en mi pecho y el rostro ensangrentado encendido por el esfuerzo. Llevaba minutos tratando de reanimarme, de salvarme la vida con su magia, y aunque en cierto momento había creído llegar tarde, lo había conseguido.

Por poco, eso sí.

—Dios... —murmuré, sintiendo la vida regresar a mí.

Y con ella el bosque, el lago, los disparos, la bruja, Marc Gadot, los niños, mi hermana... todo. Absolutamente todo.

Lycaenum.

Arg, como odiaba aquel puto pueblo.

—No te muevas hasta que yo te diga —me ordenó Tyara, concentrada en sus propias manos.

Tenía la boca enrojecida de haberse arrancado el esparadrapo y aún le colgaban las esposas de una muñeca. Ni tan siquiera había tenido tiempo para quitarse las dos.

—Creo que después de esto voy a necesitar meses para recuperarme.

Su larga cabellera caía alrededor de sus hombros ahora empapada en sangre. De hecho, toda ella estaba manchada de carmín. El disparo le había alcanzado en el costado, a pocos centímetros del estómago, lo que le había permitido sobrevivir. De haber acertado en un órgano vital, la historia habría sido totalmente diferente. Por suerte, aquellos malditos asesinos no eran conscientes del gran don que tenía mi venerada Tyara, por lo que ni tan siquiera se habían molestado en apuntar bien.

Me juré que lo pagarían caro. Una cosa era darme una paliza y dispararme a mí, pero a ella... a ella no. Tyara era sagrada.

Permanecí unos minutos más tendido en el suelo, mareado por la mezcla de sensaciones, pero aliviado de saber que no iba a morir, hasta que Tyara acabó. Me tendió entonces la mano, para ayudarme a incorporarme, y me dedicó una sonrisa.

Era increíble cómo, incluso ensangrentada y cansada, seguía estando preciosa.

—¿Mejor? —preguntó.

—Mejor, sí —confirmé.

Tardé unos segundos en percibir que la herida, aunque mejor, no estaba del todo cerrada. La bala seguía dentro, lo que iba a complicarme las cosas.

—Eres increíble —dije, y no mentía—. Me has salvado la vida.

—Aún no era tu momento... ni tampoco el mío. —Tyara se llevó la mano al costado, allí donde la sangre empapaba su ropa, y cerró los ojos con cansancio—. No me puedo creer lo que han hecho. Han intentado matarnos, Lobo.

—Por desgracia para ellos, no lo han conseguido. ¿Cómo estás? ¿Puedes aguantar?

—Depende... ¿ahora qué?

Buena pregunta, ahora qué.

Nos levantamos, ayudándonos el uno al otro, y nos alejamos unos pasos del claro. Sinceramente, ni tenía la más remota idea de dónde estábamos ni de qué íbamos a hacer a partir de entonces. Gadot nos daba por muertos, lo que nos daba algo de tiempo para poder pensar nuestros próximos pasos. No obstante, tampoco podíamos alargarlo eternamente: o volvíamos a la civilización o acabaríamos muriendo a causa de las heridas.

Era tan complicado...

O al menos lo fue hasta que, de repente, el rugido del bosque sacudió toda la montaña, logrando no solo helarnos la sangre, sino también hacernos entender que nuestro intento de asesinato aún no había llegado a su fin. Al Señor del Bosque no le iba a satisfacer nuestra muerte, él prefería otro tipo de víctimas, pero sus sirvientes eran un tema a parte.

Sirvientes de ojos amarillos que aullaron a la noche, a coro con su Señor.

Perros salvajes, lobos, pumas... no tenía la menor idea de lo que eran, pero sí que estaban cerca. Muy cerca.

Cogí la mano de Tyara y tiré de ella, adentrándonos en el bosque. El rugido de la bestia aún seguía retumbando en nuestros oídos cuando los lobos aullaron de nuevo, y esta vez lo hicieron más cerca. Mucho más cerca.

Poco después, empezamos a escuchar el sonido de sus patas avanzando a toda velocidad por el suelo de tierra. Nosotros corríamos, pero ellos eran muchísimo más rápidos. Tanto que era cuestión de segundos que nos alcanzasen.

Mierda.

Consciente de que se nos acababa el tiempo, me detuve en seco. Miré a mi alrededor, localizando en lo alto de uno de los árboles la salvación, y me apresuré a subir a Tyara a las primeras ramas. Allí, con suerte, estaría fuera de su alcance. Acto seguido, escuchando ya las ramas sacudirse a mi alrededor, con nuestros depredadores situándose en posición de ataque para saltar sobre mí, me agaché y busqué por el suelo algo con lo que defenderme. Me habría ido bien una piedra, o una barra de metal, pero tuve que conformarme con una rama gruesa.

Suficiente.

La enarbolé como si de una espada se tratase y la levanté justo cuando una de esas bestias surgía de entre los arbustos. Era de menor tamaño de lo que esperaba, poco más que un perro grande, con el pelaje gris y la boca abierta babeante, pero con un brillo estremecedor en los ojos. El hedor de mi sangre le había hecho enloquecer.

Mantuve la posición estoicamente mientras avanzaba, y en el momento en el que sus patas traseras se clavaron en el suelo y se propulsó hacia mí, ataqué. Tracé un arco que se estrelló de pleno contra la cabeza del animal, desviándolo de su trayectoria. El perro aulló de dolor y cayó al suelo con violencia, donde rodó sobre sí mismo varios metros. Inmediatamente después, otro se abalanzó sobre mí desde mi espalda, impidiéndome reaccionar a tiempo. Giré sobre mí mismo, pero no tuve tiempo de golpearlo. En lugar de ello, interpuse la rama entre su boca y mi cara y ambos caímos al suelo, donde forcejeamos.

—¡Cabrón!

Con su hocico pegado a mi rostro y la espuma de su boca salpicando mi nariz, costaba no sentir asco. De hecho, me estaba provocando hasta arcadas. Sin embargo, no era el mejor momento para ponerse a vomitar, me estaba jugando la vida. Contuve el ataque inicial y, tras unos primeros segundos de ansia en los que mordió la rama con los dientes, retrocedió un poco para volver a atacar. Por suerte, me dio el tiempo que necesitaba. Lo aparté de un empujón y lo golpeé de pleno en el morro con la rama.

Prácticamente salió volando.

Muy a mi pesar, sin darme ni un segundo para celebrar la breve victoria, otros dos ejemplares saltaron de entre los arbustos a por mí, aullando a la noche. Los repelí con la rama, pero uno de ellos me la arrancó, cerrando las mandíbulas en la madera y tirando con violencia. Inmediatamente después, se situaron a ambos lados, cerrándome los flancos, y atacaron.

Se lanzaron como si tuviesen la rabia, dispuestos a devorarme vivo.

Pero no. Hoy no iba a morir.

Tyara me tendió la mano y trepé por el tronco con rapidez, subiéndome a las primeras ramas del árbol como un puñetero mono. Los perros se abalanzaron sobre mí, por supuesto, y uno de ellos me mordió la bota, pero poco más. Me aferré con fuerza al tronco y, con Tyara a mi lado, sacudiendo las ramas en las caras de las bestias para hacerles retroceder, aseguré mi posición.

Tarde o temprano tendríamos que bajar, pero de momento...

—¿Crees que pueden subir? —me preguntó con inquietud.

Me asomé para ver a los perros tratando de trepar inútilmente por el tronco. Clavaban las zarpas en la madera y lograban impulsarse casi dos metros, pero la sed de sangre les impedía pensar con claridad.

—No —sentencié—. Aquí estaremos bien.

—Pero tarde o temprano tendremos que bajar: tienen a Mario.

—Lo sé, lo sé, pero... —Señalé a las fieras con el mentón—. No creo que vayas a servirle de demasiado a ese niño muerta. Hay que esperar.

—Sí, pero...

Tyara podía llegar a ser desesperante a veces. Tal era su ansia por encontrar al niño que se cegaba, y en momentos como aquel, dolorido y aún aturdido por todo lo que estaba pasando, no eran sus quejas lo que necesitaba escuchar. Teníamos que trazar un plan, y así era muy complicado. Además, los perros, que por cierto eran cada vez más en número, no dejaban de aullar y gruñir, lo que complicaba aún más concentrarse.

De hecho, era casi imposible.

—Que te den, chucho.

Arranqué un trozo de rama y se la tiré a uno de ellos a la cara, logrando enfadarlo aún más. Gruñó fuera de sí y volvió a cargar, logrando esta vez rozar mis pies con las zarpas.

Por poco.

—¡Maldita sea! —exclamó Tyara—. ¡No se van a ir nunca!




Tras diez minutos de espera inacabable, confiando en que los perros se aburrirían y se darían por vencidos, todo acabó, y lo hizo de la manera menos esperada. De repente, como surgido de la anda, el sonido de un disparo rompió el silencio del bosque y uno de los animales cayó abatido al suelo. Después otro...

Y el resto se fueron a la carrera, aterrorizados.

Tyara y yo nos miramos, casi tan intrigados como asustados, y de entre los arbustos, con la pistola en la mano y el rostro contraído en una mueca de alivio, apareció Thomas Blue.

Mi querido Thomas Blue.

Y con él, armada con un palo, mi hermana.




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