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Capítulo 17: La torre blanca

Capítulo 17 – La torre blanca



Pasamos más tiempo del que esperábamos en Pírica, preparándonos para el que sería nuestro último golpe. Las pruebas eran las que eran, poco más que retazos de leyendas que se sumaban a medias verdades. Teníamos niños enterrados en un cementerio en el bosque y una secuestradora cuyo rastro se perdía en Lycaenum.

Poco más.

Por suerte, aunque no fuese gran cosa, el convencimiento de Tyara de que Beatrix estaba allí nos daba las fuerzas necesarias para no abandonar. Y es que, aunque yo mismo hubiese escuchado aquel nombre en el curso del río, no tenía claro de que no hubiese sido producto del condicionamiento.

Todos estábamos cansados.

Todos estábamos nerviosos.

Todos estábamos asustados.

A pesar de ello, todos estábamos decididos a encontrar a Beatrix y a Mario, y para ello era necesario regresar a Lycaenum. Regresar a aquella montaña donde habíamos encontrado el Lago Rojo, allí donde decían las leyendas que se celebraban los rituales en honor al Señor del Bosque, y localizar la Torre Blanca.

La Torre de la Bruja.

Una maldita torre cuya ubicación no aparecía en ningún mapa ni escrito. Era como si nadie hubiese llegado a ella. Como si, de alguna forma, se ocultase al ojo humano...

Pero tenía que estar allí. Yo tenía ciertas dudas al respecto, pero Tyara estaba tan convencida de su existencia que quería creer en ella. Al fin y al cabo, toda aquella aventura giraba en torno a ella, así que no era momento de darle la espalda. Lamentablemente, no estaba siendo fácil. Lanzarnos a los bosques de nuevo en busca del refugio de la bruja sin nada en lo que basarnos nos ponía en una situación crítica. Muchos habían sido los padres que se habían perdido en aquellos caminos buscando a sus hijos y me negaba a que siguiésemos su destino.

No. Definitivamente no.

Así pues, aceptaba volver, pero solo con la condición de tener una prueba de su existencia.




Alcanzada la quinta noche, el cansancio psicológico empezaba a hacer mella en todos. Tyara no nos estaba poniendo las cosas fáciles. Tal era su ansia de regresar a Lycaenum que estaba siendo complicado retenerla. De hecho, el día anterior había sido la propia Cat quien la había descubierto tratando de quitarme las llaves del coche, dispuesta a emprender el viaje en solitario hacia las montañas. Había sido poco antes de que bajásemos a cenar, mientras me duchaba. No había cerrado la puerta de la habitación con llave y ella había aprovechado un descuido para colarse. Por suerte, Cat había logrado frenarla... al menos aquella vez. Pero volvería a intentarlo, estaba claro. Los días se hacían cada vez más largos, y tras más de dos semanas sin noticias de Mario, Tyara estaba al límite.

La espera nos había enfrentado. Tyara necesitaba emprender la búsqueda, pero yo era el que con más firmeza me negaba a salir sin un plan sólido. Thomas y Cat me apoyaban, pero lo hacían con la boca pequeña, prefiriendo no enfrentarse directamente a Tyara. Ella, por su parte, no lo entendía. No lo decía abiertamente, pero sospechaba que me consideraba un cobarde por no intentarlo. Pensaba que estaba siendo cauto en exceso, pero la realidad era muy diferente. Quizás fuese cobarde, sí, pero no quería poner ni su vida ni la de mi hermana en peligro. También me preocupaba Thomas, por supuesto, pero de otra forma. Él era más racional. Cat y Tyara, sin embargo, se dejaban llevar por los sentimientos y eso era peligroso, y si hablábamos de un entorno como el de Lycaenum, más aún.

Así pues, mi postura era clara: no íbamos a regresar hasta que no encontrásemos la maldita torre. Y juro que hacía cuanto estaba en mis manos por localizarla, consultando todas las bases de datos habidas y por haber, pero no había ni rastro.

No había absolutamente nada.

Hasta esa noche.

Esa noche, unos minutos antes de las dos de la madrugada, la pantalla de mi teléfono móvil se encendió y el nombre de Horus iluminó la noche.

—Buenas noches, Lobo, ¿cómo vamos? —me saludó con cordialidad. Yo, que estaba tumbado en la cama, descalzo y con un libro de rutas de senderismo sobre las rodillas, no pude más que encogerme de hombros como respuesta.

—Ahí vamos —dije—. ¿Y tú? Eliges horas muy extrañas para llamar.

—Dijiste que estarías disponible 24-7, ¿no? —Horus rio. Había sonado como un anuncio de televisión—. Tengo novedades, novedades jugosas... pero, antes de nada, ¿cómo está mi Cat?

—¿Tu Cat? —Arrugué la nariz—. Prueba otra vez.

—¡Oh, vamos, no seas así, tío! ¿Cómo está? En serio, llevo unos días con ganas de escribirle, pero aprecio demasiado mi vida. ¿Está bien? ¿Está contenta?

Le conocía demasiado bien como para saber que no iba a contarme lo que fuera que tenía hasta que no le respondiese, así que opté por no discutir. Cuando quería, Horus podía llegar a ser igual de cabezota o incluso más que yo. Además, dudaba que tuviese maldad. Era un golfo, sí, pero quería a mi hermana. A su extraña manera, pero la quería.

—Está bien, sí. Pasando frío como todos, pero está bien. Para tu satisfacción y tranquilidad, no vamos a tardar en volver... pero vamos, suéltalo ya, ¿qué tienes?

—Me alegra oírlo, se os echa de menos... pero sí, al tema... ¿tienes las botas de montaña preparadas?




—¿En serio es la torre? ¡Increíble! ¿Pero cómo ha conseguido estas imágenes?

Tyara no apartaba la mirada de la pantalla de mi ordenador. Fascinada por la fotografía que Horus acababa de enviarme minutos antes, mi querida amiga era incapaz de dejar de mirarla, temerosa de que fuese a desaparecer. Por suerte, estaba grabada no solo en la memoria de mi portátil, sino también en la de mi teléfono, en el de Horus y en el del resto. Todos teníamos las coordenadas exactas de la torre, todos la habíamos podido visualizar desde un plano elevado, y aunque había costado enormemente, al fin todos teníamos la información.

Claro que no había sido fácil conseguirlo. Para dar con aquel plano, Carsten se había pasado muchas horas trabajando, inspeccionando palmo a palmo la galería de imágenes de varios de los programas cartográficos más populares del momento. En todos ellos la imagen siempre era la misma: la cima de uno de tantos montes pelada, cubierta de nieve o de maleza, dependiendo de la época en la que se tomaba la imagen aérea. Sin embargo, de pura casualidad, Carsten había logrado encontrar aquella toma. Una instantánea en la que la torre blanca se veía como un círculo en mitad de una noche tormentosa.

Como un maldito faro en mitad del océano.

No tenía sentido. Ninguno de nosotros podía entender cómo era posible que el resto de los programas no reflejasen la edificación, pero le había prometido a Tyara que en cuanto tuviésemos unas coordenadas nos pondríamos en camino, y no iba a faltar a mi palabra.

—Carsten, ¿eh? —dijo Cat, incapaz de disimular la sonrisa—. Como no.

—¿Quién es Carsten? —preguntó Thomas a su lado, de brazos cruzados.

—Un amigo —respondió ella.

—¿Un amigo o un novio? —insistió él.

Cat le miró, él arqueó las cejas con expresión cómica y rieron con complicidad.

Una complicidad tan rara que no pude evitar quedármelos mirando con cara de no entender nada. Tenía la sensación de que me estaba perdiendo algo.

Tyara me lo confirmó con un codazo.

—No seas cotilla —me dijo—. Es cosa de ellos.

—Ya, pero...

—Pero nada, no cotillees. Además, no tenemos tiempo: salimos esta misma mañana.




Dejamos Pírica al siguiente amanecer, con el bosque de Lycaenum como objetivo. Los cuatro estábamos muy emocionados ante el descubrimiento, sobre todo Tyara, que no dejaba de repetir las ganas que tenía de encontrar a Mario. Cat, por su parte, era algo más precavida. Compartía la emoción de Tyara y sus ganas de conocer al chico, pero tenía muy presente que aún teníamos mucho recorrido por delante. Lo primero era llegar hasta la torre, y dada su localización, no iba a ser nada fácil. Thomas y yo, sin embargo, veíamos la moneda por la otra cara. Encontrar la torre nos acercaba más a Beatrix, y si realmente se trataba de un ser sobrenatural como sospechábamos, las cosas se podrían poner difíciles.

Una hora y media después de dejar la capital nos adentramos en una carretera de montaña, donde tras quince minutos de curvas y desniveles dejamos el coche en un descampado junto a otros tantos vehículos. En aquel punto empezaban varias rutas de senderismo. Nuestro destino, sin embargo, se encontraba fuera de los caminos marcados. Para llegar a la torre tendríamos que ir campo a través, así que nos equipamos en consecuencia. Además de ropa de abrigo, comida y bebida, habíamos comprado un par de tiendas de campaña y equipo de montaña con el que hacer frente a una expedición que no se prometía fácil precisamente.

—Imagino que no hace falta que os recuerde que debemos mantenernos unidos y que nadie debe cometer ninguna estupidez, ¿no? —advertí una vez iniciado el camino, tras diez minutos de avance a través de los árboles. Ante nosotros se abría un inmenso bosque sin final aparente en cuyo interior el sonido de la naturaleza eclipsaba los demás.

Cat y Tyara, que iban unos pasos por delante, con el mapa donde habíamos marcado la localización de la torre entre manos, me dedicaron una mirada llena de indignación antes de seguir adelante.

—No quiero heroínas —insistí.

A mi lado, Thomas soltó una risotada. A sus espaldas cargaba con una mochila especialmente grande, llena de comida y de botellas de agua con las que hacer frente a lo que calculábamos que al menos serían dos jornadas de expedición. Una para llegar a la torre y la otra para volver, si todo iba bien.

Si todo iba bien, insisto.

Era de esperar que se alargase más. El primer tramo era a través de una zona arbolada sin demasiados desniveles. Con suerte, podríamos recorrerla sin problemas. Sería cansado, pero llevadero. A partir del kilómetro diez, sin embargo, se iniciaba un empinado ascenso que complicaba las cosas. Ni había caminos marcados, ni tampoco una senda segura, sencillamente teníamos que subir hasta la cima de la montaña, allí donde se suponía que estaba la torre de la bruja. Todo un reto.

—En teoría nos va a hacer buen tiempo —comentó Thomas a mi lado, tranquilo en apariencia. Parecía tener ganas de hablar—. El teléfono marcaba dos días de sol y alguna que otra nube, pero despejado en general, tendremos suerte.

—Mientras no nieve —respondí yo—. Vamos, lo que nos faltaba.

—Sí, mientras no nieve... ni llueva, claro.

Thomas me miró de reojo, con una sonrisa quizás no tan sincera como había pensado al principio. De hecho, parecía un poco tensa. Avanzamos un poco más, con las chicas a más de veinte metros de distancia ya, y de repente se detuvo en seco.

—Lobo.

Yo tardé un par de pasos en parar. Me volví hacia él al escuchar su llamada y, para sorpresa, descubrí que una sombra de preocupación cruzaba su rostro. Logró inquietarme.

—Lobo, oye...

—¿Qué pasa? ¿Va todo bien?

Tardó unos segundos en responder. Tiempo suficiente para que Tyara y Cat se alejasen aún más y no pudiesen escuchar nuestra conversación. Buscaba un poco de intimidad. Se llevó la mano a la nuca, en un gesto claro de nerviosismo, y desvió la mirada al suelo de piedra, donde dibujó un círculo con la punta de la bota.

—Oye... tengo que pedirte algo, y sé que te va a sonar muy raro, pero...

—¿Qué pasa? —insistí.

Cerró los ojos para coger aire, buscando así un poco de valentía, y respiró hondo. Cuando me miró a la cara, lo hizo con cierto temor... con inquietud.

Con vergüenza.

—No me preguntes por qué, ¿de acuerdo? Pero si por alguna estúpida razón, que espero que no, ves que va a llover, átame a un árbol. He traído cinta aislante, así que podrás hacerlo sin problemas. No opondré resistencia. Después...

—¿Qué te ate a un árbol? —repetí, atónito—. ¿De qué demonios hablas, Tommy?

Cat nos llamó al ver que nos habíamos quedado atrasados. Se detuvo en mitad del camino, con Tyara unos pasos adelantados, y alzó la mano para hacernos gestos. La situación era extraña para ella. Para mí, surrealista.

Bajé el tono de voz.

—¿Cómo que te ate? Te has vuelto loco, ¿o qué?

—Es difícil de explicar —respondió, visiblemente avergonzado—. Y si quieres te lo contaré, en serio, pero no ahora... ahora no, de veras. Me da bastante vergüenza.

—Pero ¿cómo te voy a atar? En serio, ¡es de locos!

—Precisamente porque esto va de locos, Lobo. En serio, hazme caso, si ves que empieza a llover, átame. Yo lo intentaré, pero necesitaré ayuda.

—Ya, pero...

—Por favor —insistió. Juntó las manos en señal de súplica—. Por favor, Lobo, no me obligues a contártelo ahora.

Cat volvió a llamarnos, lo que nos obligó a retomar la marcha. Thomas me miró de reojo, sin cambiar la expresión, y durante los pocos segundos en los que me mantuve en silencio, con el policía a la espera de mi respuesta, la mente se me llenó de todo tipo de ideas. Ideas absurdas y sin sentido que no incitaban a iniciar una travesía por un bosque maldito. Todo lo contrario. Thomas había elegido un muy mal momento para sacar a la luz sus traumas, o sus fobias, o lo que fuera que le pasara. Lamentablemente, no me dejaba muchas alternativas. Me lo estaba pidiendo con sinceridad, compungido de verdad, y no me veía capaz de rechazar su petición.

—Es lo más raro que me han pedido nunca, pero lo haré, qué remedio.

—¡Gracias, Lobo! —respondió con alivio—. Sé que suena extraño, pero tiene una explicación. En cuanto todo esto acabe, te lo explicaré, palabra.

—Eso espero. Imagino que no quieres que le diga nada a las chicas, claro.

Negó con la cabeza.

—No, por favor. Tu hermana sospecha algo, pero... no, preferiría que no.

—Vale. Solo espero que no te transformes en hombre lobo ni ninguna mierda de esa. Si veo algo peludo que se me acerca le pegaré un tiro.

El policía rio, creyendo que era una broma, pero no lo era. Si veía algo raro iba a disparar.

—No, tranquilo, si me atas todo irá bien.

—Más te vale...




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