Capítulo 15: Procesión nocturna
Capítulo 15: Procesión nocturna
En las profundidades del bosque había otro cementerio: un lugar abandonado y silencioso, sin muros ni techos, lleno de lápidas que marcan donde descansaban decenas de niños. En algunas de ellas, antiguas en su mayoría, había nombres y fechas que evidenciaban las cortas edades de las víctimas. En las más nuevas, sin embargo, tan solo se indicaba el día en el que había sido localizado el cuerpo. Nadie sabría jamás quién descansaba bajo aquella tierra.
Era un lugar extraño y misterioso, rodeado de altísimos árboles negros cuyos troncos estaban marcados con los símbolos del bosque. Marcas inquietantes que se repetían en las tumbas y los caminos, surgiendo con colores vivos entre las flores violetas que cubrían el suelo.
Marcas que, más que nunca, parecían tener vida. No diré que brillaban en la oscuridad, pero sí que reflejaban la luz de las estrellas y de la luna.
Cayó la noche. En apenas unos minutos el cielo se tiñó de sombras y nos vimos atrapados. Estábamos desconcertados ante aquel descubrimiento, pero aún más por lo que estaba a punto de suceder. Y es que, aunque aún faltaban varios minutos para que la procesión alcanzase el cementerio, sus cánticos y pisadas resonaban por todo el bosque.
Aprovechamos los pocos minutos que nos quedaban para anotar algunos de los nombres de las tumbas, incluido el de la hermana de Elisabeth, Rosana, y ocultarnos en los alrededores. La oscuridad reinante era casi total, lo que ayudaría a que no fuésemos descubiertos. No obstante, incluso así, decidimos ser especialmente cuidadosos, manteniéndonos a gran distancia.
Por suerte, el silencio del bosque engrandecía todos los sonidos.
El tiempo pasó, con el latido de nuestros corazones marcando los segundos, y las primeras antorchas iluminaron la noche. Varias figuras surgieron de la penumbra y, entre la vegetación, vimos aparecer a cinco personas en el cementerio. La distancia impedía discernir si eran hombres o mujeres, pero no que iban cargados.
Uno de ellos cargaba un saco de grandes dimensiones.
Los cánticos aumentaron de volumen. Melodías extrañas en un idioma desconocido con el que acompañaban el ritual. Cuatro de las figuras empezaron a cavar entre las tumbas mientras que el que llevaba el saco, el más alto de todos, lo depositaba en el suelo y sacaba de su interior un cuerpo envuelto en una sábana negra.
Dentro, sin necesidad de verlo, sabía que estaba el chico que había sacado del lago.
Aquel al que Marc Gadot aseguraba que había entregado a sus padres.
Estaba convencido.
Cavaron durante varios minutos, al ritmo de la música, hasta que la fosa fue lo suficientemente profunda como para meter el cuerpo. Entonces depositaron al chico dentro, lo cubrieron de flores y hojas secas, y siguieron cantando.
Poco después, para sorpresa de todos, le prendieron fuego. Emplearon las antorchas para quemar el cuerpo y la maleza, provocando que una imponente llamarada roja iluminase la noche.
Una llamarada gracias a la cual pude reconocer a Marc Gadot al frente de la comitiva fúnebre. Maldito hijo de puta.
El alcalde y sus secuaces siguieron permanecieron unos minutos más, mientras las llamas consumían el cuerpo, hasta que las oraciones llegaron a su fin. Entonces recuperaron las palas, cubrieron los restos aún llameantes con la tierra que anteriormente habían sacado y le dedicaron unas últimas oraciones. Alguien inscribió algo en la lápida con cincel y martillo, supuse que la fecha, y hubo unos minutos de silencio. Finalmente, con el hedor del cadáver carbonizado aún en el camposanto, recogieron sus pertenencias y se retiraron, dejando el cementerio a oscuras, con las marcas de los árboles más brillantes que nunca.
Cualquiera diría que se estaban alimentando de su muerte.
Cualquiera diría que se alimentaban de sus rezos.
Lo vi todo desde la distancia, demasiado impresionado como para intervenir. Quizás debería haberlo hecho, pero todos éramos conscientes de que, si Mario seguía con vida, jugaría en nuestra contra. Así pues, esperé a que desaparecieran para, acto seguido, regresar al cementerio. Corrí como hacía tiempo que no hacía, como si me persiguiese la mismísima muerte, y no me detuve hasta alcanzar la lápida.
En su superficie habían grabado la fecha del día anterior.
—Hijos de puta —murmuré con rabia.
Empecé a cavar. El terreno estaba removido, por lo que cedía con facilidad bajo la presión de mis manos. El frío, sin embargo, no ayudaba. Hundí las manos en la tierra una y otra vez, con los números de la lápida grabados en la retina, incapaz en pensar en lo que estaba haciendo. Sencillamente necesitaba comprobar la identidad del cadáver: tenía que verlo con mis propios ojos para comprender la gravedad de lo ocurrido, y solo había una manera.
Saqué más tierra, totalmente fuera de mí, hasta que cada palada se volvió más dolorosa que la anterior. Me dolían las uñas y los dedos de clavarme piedras en la piel, pero no me importaba. Ni el dolor, ni la elevada temperatura que estaba adquiriendo el suelo, ni tampoco las palabras de Cat, que me pedía que parase.
Que prácticamente me suplicaba que no lo hiciese.
Pero no podía parar. Estaba obsesionado con lo que acababa de ver, y aunque al principio fui el único que se dejó llevar por el instinto, Thomas no tardó en unirse a mí. El policía se arrodilló a mi lado y se remangó las mangas para agujerear con mayor rapidez. Y sí, a él también le dolió, se quemó los dedos y se clavó guijarros bajo las uñas, pero no le importó.
Trabajamos sin parar, bajo la atenta mirada de Tyara y de Cat que parecían en shock, hasta que al fin alcanzamos el terreno más profundo, aquel que había quedado ennegrecido por las llamas. Entonces Tyara se quitó el abrigo y me lo dio para que me envolviese las manos con él y no me quemase al sacar el cuerpo.
—Apartaos —pedí.
Thomas retrocedió, reuniéndose con mi hermana y Tyara a cierta distancia, y yo procedí a retirar los últimos centímetros de tierra, hasta alcanzar la tela ahora ennegrecida del saco. La palpé con suavidad, sintiendo el tejido rugoso chamuscado a través del abrigo, y cogí aire. Quedaba muy poco.
Seguí hasta desenterrar el saco.
—Oh, mierda —escuché murmurar a Thomas—. Eso huele...
No acabó la frase, prefiriendo no expresar lo que sentía realmente. Olía a carne quemada, sí, y olía bien. Olía asquerosamente bien.
Cerré los ojos, sintiéndome el ser más repugnante sobre la faz de la tierra al sentir el estómago rugir de hambre, y aceleré. Aparté la tierra sobrante, hundí las manos alrededor del saco y, liberándolo ya de su prisión, tiré de él, arrancándolo de su tumba.
Quemaba y humeaba, pero no lo suficiente como para que desistiera. Lo saqué a pulso, descubriendo en él un peso desconcertante, y lo deposité en el suelo, frente a mis compañeros. El fuego había destrozado parte del tejido y gran parte del cuerpo, pero no lo suficiente. Busqué la apertura del saco, la cual habían cerrado con una cuerda ahora medio quemada, y tiré de ella. Seguidamente, rompí el tejido tirando por los extremos, arrancándole un fuerte crujido a la tela.
Liberando al fin su contenido.
Y lo que vi fue algo que jamás olvidaría en la vida.
Jamás.
—Malditos... —murmuró Thomas con rabia—. ¡Malditos hijos de puta!
Tardé unos segundos en reaccionar. Totalmente desconcertado ante lo que estaba viendo, necesité que Cat lo iluminase con la linterna de su teléfono para comprender que lo que teníamos ante nosotros era un cadáver, sí, pero no de un niño.
Era el cadáver de un cervatillo.
Un maldito cervatillo muerto al que habían enterrado, conocedores de que estaríamos esperándoles... de que estábamos vigilando.
Nos habían engañado.
Hundí los puños en el suelo, furioso, y grité para mis adentros. Grité de pura rabia, sintiéndome manipulado. No necesitaba mirar a mi alrededor para imaginarme a Marc Gadot y los suyos riendo a carcajadas mientras contemplaban la escena. Porque estaban allí, observándonos, estaba convencido. Y me habían ganado. Me habían engañado.
Malnacidos.
Grité de impotencia, pero también de alivio. De haber encontrado allí el cuerpo de un niño, sinceramente, no sé qué habría hecho.
—No necesito desenterrar más cuerpos para saber que aquí no hay solo huesos de animales —dijo Tyara con rabia, acuclillándose a mi lado para rodearme los hombros con los brazos. Acercó su rostro al mío y me besó la mejilla con cariño—. Tranquilo, ¿vale? Tranquilo.
—Están jugando con nosotros —respondí, sintiendo en el calor de sus manos el mayor alivio y consuelo que nadie podría darme—. Estoy convencido de que sabían que estaríamos. Es más, no me extrañaría que ellos mismos lo hubiesen orquestado todo.
—¿Con las chicas del cementerio? —Thomas se encogió de hombros—. Podría ser. Sea como fuere, está claro que han querido darnos en las narices. Dudo mucho que hagan todo este paripé cada vez que muere algún animal.
—Puede que sí... —murmuró Cat, aún con el rostro cubierto de las lágrimas que anteriormente había vertido de puro nerviosismo—. O puede que, en el fondo, no hayan dejado de hacer sacrificios en honor al Señor del Bosque nunca. Porque esa era la tradición, ¿no, Tyara? Sacrificios para mantener contento al Señor del Bosque y contar así con su bendición.
Tyara asintió, poniéndose en pie. Lanzó una última mirada a los restos del cuerpo, pensativa, y se alejó unos pasos. Parecía darle vueltas a algo. Yo, por mi parte, aproveché para levantarme y comprobar que tenía las manos ensangrentadas y los dedos en carne viva.
Iba a tardar unos días en recuperarme.
Pero no me iba a detener. Volví a coger el cuerpo, lo llevé hasta la fosa de donde lo había desenterrado y reinicié el trabajo, ahora de cobertura. Aunque no se tratase de un ser humano, no iba a permitir que sus restos quedasen expuestos al alcance de los depredadores.
Allí acababa nuestra profanación.
—Deberíamos volver —propuso Thomas—. Es de noche y aquí no queda mucho más por hacer. Tenemos nombres y fechas, ahora es cuestión de saber qué fue de esas personas para empezar a juntar piezas. ¿Has hecho fotos de todo, Cat?
Era la decisión más lógica, pero también la que menos quería escuchar. Ya no quedaba mucho por hacer en el cementerio, era cierto, pero tal era mi mal estar e inquietud, que tenía la sensación de que abandonar aquel lugar era sinónimo de rendirnos.
De dar por finalizado lo que había pasado aquella noche, y no quería: me negaba.
Lamentablemente, poco más podíamos hacer, y más en aquellas circunstancias. Marc Gadot nos vigilaba de cerca, por lo que cuanto antes cogiésemos algo de distancia para poder analizar todo lo que había pasado y pensar qué hacer, mucho mejor.
—Sí, volvamos —secundé.
Tyara aprovechó los últimos minutos en el cementerio para comprobar una vez más las marcas del suelo. Se agachó para examinarlas, las iluminó con el teléfono y volvió a hacer lo mismo en los árboles de los alrededores, grabando mentalmente sus formas. Poco después, con el ceño aún fruncido, acudió a mi encuentro para recuperar el abrigo. Estaba muy sucio de tierra y olía a carne quemada, pero seguía valiendo para protegerse del frío.
No tardé en darme cuenta de que estaba inquieta.
—¿Has visto algo?
—Quiero pensar que han montado todo esto para provocarnos... pero ¿y si Cat tiene razón? ¿Y si, en realidad, se trata de un sacrificio? En mi mente no tiene cabida que a estas alturas se sigan manteniendo tradiciones tan oscuras, pero Lycaenum ha pasado muchos años aislado. Es un lugar pequeño y lleno de leyendas. ¿Y si...?
La mirada de Tyara se perdió entre los árboles. Tras unos minutos de oscuridad casi total provocada por los bancos de nubes, la luna había quedado totalmente descubierta y sus rayos incidían en las marcas de los árboles, dibujando un aro de luminosidad a nuestro alrededor.
La visión era bella, pero también escalofriante.
Era incluso fantasmal.
—No puede ser, ¿verdad? —me preguntó Tyara con temor—. Solo juegan con nosotros.
Necesité coger aire para poder responder.
—Solo juegan con nosotros, sí...
La gran duda era, ¿quién?
Al volver al hotel descubrimos que Marc Gadot había obligado a Michelle Ganerd a desalojarnos. La mujer no quiso darnos detalle sobre la conversación que había mantenido con el alcalde, pero su desasosiego evidenciaba que no había sido agradable. Gadot nos quería fuera del pueblo costase lo que costase, y sacándonos del hotel conseguía alejarnos un poco más.
Recogimos nuestras pertenencias, prefiriendo facilitarle las cosas a una Michelle a la que teníamos mucho que agradecer, y guardamos todo el equipaje en el coche. Seguidamente, montamos y arrancamos el motor, sin saber muy bien qué hacer a partir de aquel punto. Estábamos cansados, sucios y hambrientos, pero no nos íbamos a dar por vencidos.
—Pírica está a setenta kilómetros —anunció Thomas desde el asiento trasero, teléfono en mano—. La carretera está llena de curvas y es de un solo carril, así que es probable que nos lleve más de una hora llegar, pero dadas las circunstancias, no veo otra opción. Podríamos probar con los pueblos de los alrededores, pero dudo mucho que nos acepten.
—Conociendo a Gadot, se habrá encargado de cerrarnos todas las puertas —sentenció Tyara a mi lado, como copiloto—. Yo voto por Pírica.
—Yo también —confirmó Cat—. ¿Luc? ¿Tú cómo lo ves? ¿Quieres que te sustituya? Puedo conducir yo si estás cansado.
Lo estaba, no voy a mentir. Estaba cansado, tenía hambre y me dolían las manos. Tyara se había ofrecido para curarme las heridas, pero me había negado. Tenerlas presentes me servirían para no olvidar lo ocurrido aquella noche. Además, los calambrazos me mantendrían despierto en mitad de la noche, entre curva y curva.
Joder, como dolían.
—Tranquila, yo me ocupo —respondí—. Pírica, ¿no? Allá vamos.
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