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Capítulo 10: Fantasmas del pasado

Capítulo 10: Fantasmas del pasado



No recuerdo cuánto tiempo llevaba en la habitación de Tyara cuando pasó. Tal era mi nivel de concentración y mi estado febril que no tenía ojos para nada que no fuera la libreta y su contenido. Para las historias que albergaba, sus misterios y horrores... para sus pesadillas. Era todo alma y corazón para aquellos nueve niños, pero también para Mario. Alguien que, incluso sin conocer, había empezado a querer gracias a Tyara.

Fueron horas perturbadoras. A lo largo de mi vida había visto mucho dolor y sufrimiento en Umbria. La invasión demoníaca nos había arrebatado prácticamente todo, incluso parte de nuestra propia naturaleza. Parte de aquellos sentimientos que tan humanos nos habían hecho en el pasado. Irónicamente, descubrir la amarga realidad de Lycaenum estaba devolviéndome parte de lo que había perdido. Tal era la crueldad y la dureza de aquellas historias que era imposible no empatizar. Era imposible que no se te rompiese el alma al leer sus desenlaces.

Era imposible no entender a Tyara.

Y precisamente porque la entendía, rodeado de su olor y sus pensamientos, la sentía más presente que nunca. Creía sentir su aliento en mi nuca, su voz acariciando mi rostro. Creía poder sentir sus pasos tras de mí, rompiendo el silencio reinante... rompiendo mi soledad.

Pasos.

Eran pasos.

Una llave activando la cerradura, una línea de luz... sorpresa.

Alguien entró en la habitación. No tuve tiempo a reconocerlo, pues cerró la puerta tras de sí y la oscuridad volvió a apoderarse de cuanto nos rodeaba, pero pude sentir el hedor que desprendía. Olía a barro y a suciedad, a tierra removida y a sangre... a sudor.

Olía al bosque y al lago.

Mi instinto despertó y me catapultó de regreso a Umbria. Volví a sus calles oscuras y silenciosas. Aquellas calles donde los depredadores te acechaban de noche, esperando a que dieses un paso en falso para beber tu vida hasta transformarte en una concha de carne reseca.

Eran monstruos sin alma... seres que no iban a parar hasta destruirme.

Hasta devorarme.

Y me habían seguido hasta allí, hasta Lycaenum.

Eran monstruos, joder. Monstruos que acababan de irrumpir en el templo sagrado de Tyara para darme caza. Para darme el golpe final...

No tenían respeto.

No tenían alma.

No tenían absolutamente nada.

Me dejé llevar por la rabia. Me abalancé sobre el intruso, arrancándole un chillido de sorpresa y dolor al cargar con el hombro y empujarlo contra la pared. Gritó algo al caer, y después también, cuando, al intentar patearlo, giró sobre sí mismo y mi bota se hundió en la pared. Hice un agujero en el papel...

...pero no importaba. El extraño se movía entre las sombras, como una auténtica alimaña tratando de huir, y yo iba a matarlo. Aquel era mi maldito territorio y no se lo iba a permitir.

Jamás le perdonaría que hubiese entrado.

Me lancé sobre él y le cogí por la pierna justo cuando intentaba meterse bajo la cama. Tenía tanto miedo que incluso temblaba, y no le culpaba por ello. Yo también lo habría tenido. Tiré de él, arrastrándolo fuera, y volvió a gritar. Un grito agudo que resonó por toda la habitación.

Un grito que se me clavó en los oídos, logrando ensordecer mis pensamientos por un instante; logrando perturbar a la bestia superviviente.

Era... era una voz de mujer.

Era...

Era un engaño. ¡Un maldito engaño! Juegan contigo, Lobo, me dije, y volví a abalanzarme sobre él cuando corría hacia la puerta. Quería escapar... iluso: ya estaba muerto. Le empujé con violencia contra la pared, donde chocó, y volvió a gritar. Entonces, en un gesto incomprensible para mí, alzó el brazo, pero no para golpearme, sino para apretar algo...

... y entonces las luces se encendieron y el monstruo surgió de entre las sombras. Surgió con los ojos teñidos de oscuridad y de terror... de incomprensión. Tenía los labios curvados en una mueca de horror, con un hilo de sangre corriendo por su barbilla, y el cabello enmarañado recogido en una coleta. Estaba sucio, empapado, manchado de barro y sudor: lleno de mierda. Parecía que llevaba días perdido en el bosque...

Pero no era un monstruo de ojos negros. Tenía los ojos oscuros, pero eran humanos. Toda ella era humana. Lloraba y temblaba mientras me sujetaba el brazo por la muñeca, en un gesto desesperado por soltarse. Porque la estaba ahogando...

La estaba estrangulando.

Y era una mujer. Una mujer que con su mera aparición logró romper algo en mi interior. Un cristal, un espejo... un muro que, al quebrarse, le permitió reconocerme. Le hizo entender quién era en realidad. Perpleja, abrió mucho los ojos, con la incomprensión grabada en el semblante, y enmudeció. Ambos enmudecimos, de hecho. Tal fue el impacto de la escena que no logramos articular palabra. Solo nos miramos, reconociendo en el rostro del otro no solo los recuerdos del pasado, sino también el paso del tiempo, hasta que ella acercó la mano hasta mi mejilla y la acarició con cariño.

—Lobo —dijo en apenas un susurro.

No necesité más que escuchar su voz para romperme. Para que todo el cuerpo me empezase a temblar de pura emoción y que la garganta se me secase. Por suerte, logré articular una palabra. Una única y poderosa palabra que resonó por toda la estancia, llenándola de luz y de esperanza. De verdad.

—Tyara.

Sucia como nunca la había visto, cansada y magullada tras días desaparecida, pero era ella. Ella, sin más. Nos volvimos a mirar, yo sonreí, ella soltó una risotada y, arrastrados por una fuerza invisible, como dos piezas que encajaban a la perfección, nos abrazamos. Nos fundimos en uno.

El tiempo se detuvo. Mi mente se vació y solo pude pensar en ella. En el perfume que se ocultaba bajo el hedor a barro y lago; en la adolescente que se escondía bajo los dieciséis años de ausencia.

—Sabía que vendrías —me susurró al oído—. Lo sabía, lo sabía, lo sabía...

Oh, Tyara...




—Estoy buscando a Mario. Hace ya más de una semana que desapareció y su rastro me ha llevado hasta aquí, a este maldito pueblo perdido de la mano de Dios.

—Estás muy lejos de casa.

—Mario también. Es un niño muy especial. Es... —Tyara dejó escapar un largo suspiro—. Es tan parecido a mí, Lobo. Tan, tan parecido... me miro en sus ojos y creo estar viéndome en un espejo. Su mirada, su sonrisa... su don. —Se miró las manos, ahora sucias de barro y sangre seca, y negó con la cabeza—. Tengo que encontrarlo. Cueste lo que cueste, tengo que encontrarlo.

—¿Y crees que está en ese bosque?

—Estoy casi convencida. Verás, Lobo, la clave está en esa anciana: Beatrix. No sé si lo sabes, pero esa mujer fue la que se llevó a Mario. A él y a todos los demás. No siempre ha habido pruebas, pero lo sé, estoy convencida, y sé que está aquí. Lo siento... lo noto. La he visto en sueños, en la noche, en el viento: en todas partes. Sé que está en algún lugar de ese bosque, pero por mucho que he buscado, no la localizo. Es como si, por alguna extraña razón, no pudiese llegar hasta ella.

Tyara hablaba y yo no podía dejar de mirarla. Incluso sucia como estaba, cansada y cambiada por el paso del tiempo, seguía viendo en ella a la chica que años atrás me había salvado la vida. Ella y sus ojos castaños llenos de luz, su rostro perfecto de labios rosados y sonrisa dulce. Su cabello largo hasta la cintura lleno de ondas ahora recogido en la nuca, sus pestañas kilométricas... y aquellas manos. Aquellas finas y delicadas manos que en tantas ocasiones habían curado mis heridas.

Seguía siendo la misma, no me cabía la menor duda. Había crecido hasta convertirse en una preciosa mujer de estatura media y constitución delgada, de rasgos delicados y mirada cálida, tal y como siempre la había imaginado. Puede que fuese algo más baja de lo que había calculado, pero incluso así encajaba a la perfección con la imagen que me había creado de ella. Yo, por contra, sospechaba que no era lo que había esperado encontrar. El tiempo no me había tratado tan bien.

—Tus padres están muy preocupados —respondí. La había escuchado a medias, no voy a mentir, quedándome solo con la parte que me importaba, y no, no era ni la de Mario ni la de la anciana precisamente—. Deberías llamar y decirles que estás bien, Tyara.

—No me has escuchado, ¿verdad?

—He escuchado lo importante, y...

Frunció el ceño.

—¿Te llamaron ellos?

—¿A mí? No, que va, fueron mis padres, y a ellos un amigo.

—Vaya, cuanto intermediario.

—Bastante, sí.

—¿Y te dijeron que había desaparecido?

Asentí. Podría haber suavizado la versión, pero dadas las circunstancias no me lo plantee. Resultaba complicado pensar con fiebre y Tyara delante.

—Y has venido a buscarme... ¡vaya! —Una preciosa sonrisa de dientes blancos se instaló en sus labios—. Diría que ni en mis mejores sueños, pero no es cierto. ¿Sabes? En el fondo, sabía que vendrías. Sabía que solo tú podías ayudarme.

—¿De veras? Confías demasiado en mí, me temo.

—Confío en quien sé que puedo confiar.

En las películas románticas siempre hay un momento en el que los protagonistas se miran y, sin necesidad de decirse nada, se lo dicen todo. Segundos de tensión sexual en la que una mirada sirve como preámbulo para el acercamiento, para el abrazo... para el beso.

Momentos que siempre había aborrecido enormemente, llegando incluso a cambiar de canal, pero que en aquel entonces se ajustaban a la perfección a la situación. Tyara me miró con aquellos preciosos ojos marrones y yo, sin saber qué decir, simplemente respondí con la mirada. Y así permanecimos unos segundos, mirándonos y en silencio, recuperando una conexión que, en el fondo, nunca había desaparecido.

Una conexión que la atrajo hasta mí. Tyara acudió a mi encuentro y apoyó con cariño su mano derecha sobre mi mejilla, en un gesto lleno complicidad. Seguidamente, la deslizó hasta la frente, descubriendo así lo mucho que me ardía, y me cerró los ojos. Apoyó la otra mano sobre mi hombro...

Y entonces aquel calor tan reconfortante que tan solo ella era capaz de conjurar despertó en sus manos y se adentró en mi cuerpo, atravesando las barreras físicas y psíquicas. Su magia se adentró en mí, convertida en una cálida cometa de luz y calor, y fue recorriendo toda mi anatomía y mente, arrastrando consigo todas las sombras y dolor.

Devorándolos hasta hacerlos desaparecer.

Hasta volver a llenarme de luz y de paz.

Tyara acercó entonces sus labios a mi frente y, depositando en ella un delicado beso, dio por finalizada la transición.

—No eras consciente de la fiebre que tenías, ¿no? —preguntó en apenas un susurro.

Abrí los ojos y la encontré tan cerca de mí, con su rostro tan pegado al mío, prácticamente rozándose, que no supe qué decir. Sencillamente negué con la cabeza, o asentí, no lo recuerdo, y me perdí en su mirada. En sus ojos, en sus labios...

Y aunque deseé besarla, lo deseé con toda mi alma, no lo hice. No podía hacerlo. No, porque Solaris me necesitaba... no, porque mis padres y mi hermana me necesitaban...

No, porque yo no era lo que ella necesitaba. Seguía siendo el mismo chico que había conocido dieciséis años atrás, el mismo que, en cuanto bajase la guardia, desaparecería para siempre... y no lo merecía.

Así que no, no la besé. En lugar de ello dirigí mi boca hacia su mejilla y deposité allí un beso que ella rápidamente reconoció como lo que realmente era. Una auténtica declaración de intenciones que, aunque estoy convencido de que no le gustó, aceptó sin perder la sonrisa.

—Te voy a llevar a casa —dije de repente, tratando de romper el incómodo silencio—. Con suerte, podremos acabar con esta pesadilla hoy mismo.

—¿Volver a casa? —respondió ella con sorpresa—. ¿Sin Mario? ¡De eso nada, yo no me voy hasta que no lo encuentre!

—Oh, vamos, Tyara: hoy he sacado del lago el cadáver de un crío. A estas alturas ese niño ya debe estar muerto.

Admito que no sé por qué lo dije, fue un comentario cruel y fuera de lugar, pero en aquel entonces, incluso teniendo la mente mucho más clara, me costaba pensar con claridad. Lo único que sabía era que quería ponerla a salvo y no se me ocurría ninguna otra manera.

—¿¡Cómo puedes decir eso!? —repuso con horror—. ¡No está muerto! Dios mío, Lobo, ¿se puede saber qué te pasa? ¿Te han arrancado el corazón, o qué?

—Mejor no lo sepas.

—¡Hablo en serio!

—¡Y yo también! ¡Vamos, seamos realista: ¿cómo sabes que sigue con vida!? ¿Tienes pruebas acaso? ¡Yo me baso en lo que he visto!

Horrorizada ante mis palabras, Tyara retrocedió, alejándose de mí.

—¡Simplemente lo sé! —gritó—. ¡Y si te crees que vas a poder llevarme a casa te recomiendo que cojas tu maleta y te vayas por donde has venido! ¡No pienso volver!

—¿Por qué eres tan cabezota?

—¿¡Me hablas tú a mí de cabezonería!? ¿¡De veras, Lobo!? ¿¡Tú!? ¡No pienso irme, punto!

Y justo entonces, en el momento en el que más necesitaba una intervención divina para no empeorar aún más a la situación, al otro lado de la puerta alguien rompió el silencio y ambos descubrimos que, en realidad, no habíamos estado solos en ningún momento.

—¿Señores? —preguntó Philippe en el pasadizo—. ¿Va todo bien, señores?

—¡Shhh! —respondió Cat con rapidez, pero ya era demasiado tarde—. ¡Calla, hombre!




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