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3. En desastre

Con la espalda apoyada en el capó del auto, Dulce maría rebusca los lentes de sol dentro del bolso y se los coloca, intentando disimular las grandes ojeras que le han venido acompañando en los últimos días. Se muerde los labios, mira al frente, se acomoda el cabello tras la oreja.

No sabe cuanto tiempo permanece sin caminar, pensando en nada, controlando las ganas inmensas de llorar que le surgen de repente. Pero el ruido de una puerta abriéndose hace que empiece a caminar. Mientras va alejándose activa la alarma del auto, ya no escucha el clic que lo asegura, pero voltea como para cerciorarse de todas maneras.

El aire frío de Madrid le vuelve a desordenar el cabello, no obstante, ya no se da el lujo de volver a acomodárselo. Mechones le caen por la frente y vuelan al compás del viento mientras camina por una de las aceras del bonito bulevar hasta detenerse en una puerta de cristal que empuja.

El sonido que se activa avisando sobre el ingreso de alguien les llega a los oídos mientras se deja llenar por el olor a café del lugar. Camina despacio entre las mesas hasta llegar a la barra, busca con descuido la tarjeta en el bolso y la deja encima.

–Un café americano y una galleta de frutos rojos, por favor –le pide a la chica de tatuajes que se gira con su voz.

–Buenos días, claro que sí. ¿El café lo desea con azúcar?

–No es necesario. Me gusta el café negro, cargado y sin nada de azúcar.

–Perfecto –escribe el pedido sin dejar de sonreír–. ¿La galleta fría o caliente?

–Caliente, por favor.

–¿Cuál es su nombre...?

–Dulce.

–Espera un momento, por favor. En seguida te entrego tu pedido.

–Muchas gracias, valentina.

La chica, que se había empezado a mover hacia la cafetera, se detiene y parpadea confundida.

Baja la vista a mirarse el chaleco azul, y la vuelve a subir para posarla otra vez en Dulce, que no ha dejado de sonreír en ningún momento.
¿Cómo sabe su nombre?

No tiene un gafete que lo indique, ni está bordado en alguna parte de su ropa. De hecho, todos los clientes desconocidos, que no frecuentan esta cafetería, como la chica pelirroja que la mira sin dejar de sonreír, solo le llaman "señorita", o muchas veces ni siquiera se refieren a ella.

–Ah, perdona –se lleva los dedos a los labios mientras finge pensar–. ¿Tina? ¿eso está mejor, ¿no?

Valentina no puede creer lo que está oyendo. Así solamente le llama su novio.

–Disculpa... ¿nos conocemos?

–De frente, no. Pero tenemos muchas cosas en común y siento que te conozco de toda la vida.

Dulce sabe lo que hace, de hecho, llegó a la cafetería en un momento del día en el que el pico de asistentes no es tan alto. Hay algunos clientes sentados charlando en voz baja, al fondo del lugar hay una mujer que no deja de teclear en el ordenador mientras seguro, su taza de café ya está fría.
La única persona que espera que la atiendan es ella, por eso se da el lujo de pasear lento por todo el frente de la barra, sin dejar de mirar a la encargada.

No sabe si sentir rabia, lástima u odio.

–¿Cómo...?

–Mi café, por favor. Tina –le pide ella, apoyando ambos brazos en la barra–. Me voy a presentar mejor, porque tú no me conoces, aún. Soy Dulce María Espinosa, nací aquí, pero estudio en Berlín. Ya se acerca navidad, y vine a estar con mis padres, con mi hermano, y con mi novio.

Aún perpleja, Valentina pone a funcionar la máquina y pone a calentar la galleta de frutos rojos. No entiende nada. Tiene miedo, curiosidad. No todos los días se aparece una clienta que sabe tu nombre, el apodo cariñoso que solo usa una persona y te empieza a hablar de su vida.

"Tina" suena bonito cuando él lo dice, en cambio, cuando una extraña lo repite con tanta familiaridad le resulta incómodo.

–Aquí está el café –dice después de un rato en silencio, poniendo sobre la barra el baso de plástico humeante–. ¿Le pongo tapa?

–No, me lo voy a tomar mientras platicamos.

–Señorita, estoy en horario laboral y no veo que podríamos hablar –se gira para apagar el horno y busca entre los cajones las bolsas donde entregan las galletas.

–Dime Dulce, por favor. Y la galleta también es para comer aquí ¿te gustan los frutos rojos? Ah, seguro que sí. La mermelada de frutos rojos también es deliciosa –continúa sorbiendo un poco de café–. ¿Sí ves que tenemos muchas cosas en común? O, mejor dicho, nos gusta casi lo mismo.

–No te estoy entendiendo –le contesta ella, con la mirada fija en la puerta, rogando que alguien más ingrese al lugar–. Esto es extraño, entenderás la desconfianza y bueno... la urgencia que tengo por saber ¿Quién eres? ¿por qué me buscas?

Dulce le da un mordisco a la galleta, cierra los ojos para disfrutarla más a gusto y se da el lujo de volver a tomar un poco de café. Como si tuviera todo el tiempo del mundo. Como si la mujer que tiene al frente no estuviese muriéndose de la curiosidad. Como si fuesen dos amigas de toda la vida, que se encuentran después de mucho tiempo para ponerse al día.

Valentina golpea el suelo con la punta de sus zapatos, se está impacientando. Le responde con la mano a un joven que se dispone a salir del lugar, vuelve a mirar a la pelirroja, que sigue mordisqueando la galleta.

–Deliciosa. Por algo siempre ha sido la cafetería favorita de mi novio. Viene muy seguido ¿sabes? Desayuna y compra su cena aquí, aprovecha los huecos que le dan en el hospital para darse una escapada. Es que el ambiente es increíble y a él le encanta el olor del café.

La encargada no puede dar crédito a lo que oye. Es como si le estuviesen narrando en voz alta la rutina de su novio, porque ella también se la sabía de memoria.

–Tú lo conoces. Digo, trabajas aquí, y seguro lo has atendido muchas veces. Le gusta el expreso y el cappuccino con leche de almendras. Sin azúcar, y con un toque de canela molida.

No puede ser. Eso piensa Valentina mientras escucha a la pelirroja. 'Cómo no va a saber? Si todos los días para el desayuno prepara ese mismo Cappuccino, le pone la leche de almendras y lo completa con un poquito de canela.

Sirve junto a la bebida un emparedado de queso y Jamón y un trozo de pastel de frutos rojos. En la cena, prepara el café expreso con un toquecito de vainilla y un ingrediente secreto, y calienta una galleta de frutos rojos.

–¡Sí ves que tenemos las vidas muy parecidas!

–¿Quién eres?

–Soy la novia de Christopher, o la novia de tu novio, como mejor se te acomode.

Oh. Oh. Oh.

Dulce experimenta una profunda satisfacción cuando el rostro de la chica que tiene al frente cambia de la impaciencia a la sorpresa, luego, a la confusión, y finalmente, a un desconcierto terrible.

–Es una broma ¿cierto? –musita ella, sosteniéndose de la madera de la barra para no caer.

–¿Estoy riéndome, acaso?

Dulce habla con una tranquilidad casi imposible. Tiene plasmada una expresión neutra, y todo el dolor acumulado en sus ojos está cubierto con los lentes de sol. ¡Benditos lentes de sol! por estas cosas tenía una colección gigante en su vestidor, así como la que tenía de zapatos, bolsos o perfumes.

Además, ya había llorado lo suficiente. Ya se había martirizado bastante. Ya lo había asimilado. Y ahora tocaba hacerle frente.

–No es cierto. Tú no...

–Soy la otra. Bueno, sin saber que era la otra –tararea la pelirroja, volviendo a llevarse la taza a los labios.

–¡eso no es cierto! no puedes venir a mi trabajo a decirme cosas falsas. No estamos en el día de los inocentes ¿dónde está la cámara?

–Llevamos cinco años, Tina. ¿Ustedes cuánto tiempo llevan?

–¡No me digas así! –su voz se escucha rota, y sus ojos amenazan con explotar en llanto.

–¿Cómo? ¿no te gusta? Porque él así te tiene guardada en el móvil, bueno, con un corazón rojo al inicio y una carita sonriente al final. En su departamento dejaste olvidado un arete, unas pantuflas y un conjunto de lencería. La mermelada de frutos rojos también, claro, pero... supongo que eso no importa tanto.

–Yo no... yo no... yo no sabía nada.

–Me imagino –concede Dulce–. Tampoco había forma, yo estaba en Berlín, él estaba aquí. Fue a visitarme hace un mes ¿qué te dijo?

–No creo que sea prudente...

–Vamos, Valentina –extiende las manos hacia arriba–. Cuéntame ¿qué te dijo? ¿Que se iba a un congreso? Vi en sus últimos gastos que compró dos collares iguales. Uno para ti, otro para mí. Es de oro blanco, Cartier, y tiene un dije en forma de corazón. Nuestro aniversario es el 15 de enero ¿el suyo cuando es?

–En octubre –musita.

–¡Ah, ya! es casi reciente. Han cumplido un año hace poco, ¿Cuánto es ya? ¿un año y 2 meses? Yo –toma otro sorbo de café–. Me fui a estudiar a Berlín hace un año y medio. Así que sacando cuentas... me fue fiel solo 4 meses.

Dulce está ardiendo por dentro. Quiere golpearlo, muchas veces, muy fuerte. Quiere matarlo con sus propias manos y luego cortarlo con sus bisturís favoritos.

¿Por qué le hizo esto? ¿por qué ella no se dio cuenta?

¿Por qué le dio otra oportunidad?

¡Lo odiaba! Y a ella... a ella también la odiaba, un poquito. Menos que a él.

Lo peor de todo, es que no era la primera vez. Dulce maría ya le había perdonado una infidelidad a Christopher, hace exactamente tres años. Y él le había jurado nunca más lastimarla.

Pero sí es cierto que quien engaña una vez...

¿Por qué no hizo caso cuando sus amigas le decían que perdonar y volver no era una buena idea?

¿Por qué volvió a confiar, cuando ya la había lastimado muchísimo?

"Porque vale más malo conocido que bueno por conocer", le contestó una parte de su mente.

–Christopher es muy guapo –continúa después de un rato en silencio–. Su cabello, su sonrisa... ¡sus ojos! ese miel intenso hipnotiza a cualquiera. Y su voz ronquita lo es todo en la vida. Me gusta que me hable al oído ¿a ti también?

–Yo no...

–Se conocieron aquí, me imagino –habla con la boca llena de galleta–. ¿Hace cuánto tiempo trabajas aquí?

–Un año y medio.

Valentina empezó a jugar con los sobrecitos de azúcar que tenía en un pote al lado izquierdo de la barra. Todo esto le tenía mal, y no entendía varias cosas.

Si ella era la novia ¿por qué no iba directamente y la golpeaba? ¿por qué no la insultaba? ¿por qué no se veía ni molesta, ni furiosa, ni dolida?

Se estaba odiando un poco, pues todo el sueño rosa en el que había vivido por un año y dos meses se había desvanecido en un instante. Christopher parecía el hombre perfecto. Lindo, atento, detallista, un excelente profesional. Nada podía fallar. Ella se había enamorado, él también. La trataba como una princesa, y...

"No todo lo que brilla es oro", solía decirle su madre cuando era niña.

Quería llorar. El mundo perfecto que estaba construyendo se le había caído a los pies, y un sentimiento parecido a la insatisfacción comenzaba a extenderse desde su estómago hasta la boca de su garganta. Era la amante. Ella, que siempre había jurado nunca meterse en una relación, que siempre había maldecido a la mujer que arruinó el matrimonio de sus padres hace exactamente cinco años.

Los mismos cinco años que Christopher llevaba con Dulce.

–Mira como es la vida. yo me iba y tú llegabas. Chris y yo nos conocimos en una rotación de la universidad. Yo recién empezaba, y él ya estaba haciendo la residencia. Por si todavía te quedan dudas, es cirujano de cardiología en el hospital de la Paz desde hacía tres años. Es hijo único, sus padres viven en Barcelona. Quería especializarse en pediatría, pero como a todos, le ganó más el poder del dinero.

–Te juro que no sabía nada –es lo único que se le ocurre decir cuando Dulce se calla.

–Llevo bastante preguntándome porqué nuestras llamadas cada vez eran más cortas, porqué tenía menos tiempo. Porqué cuando iba a visitarme me abrazaba y lloraba ¡pensé que me extrañaba demasiado! ¿sabes? pero no, se sentía culpable –lanza una palmada al aire, procurando controlar el espasmo de dolor que se anida en su pecho.

–También debí preguntarme porqué viajaba mucho a Berlín. Porqué en su departamento había un vestidor completo de mujer –arruga la nariz frustrada–. Le creí cuando me dijo que su prima vivía con él cuando llegaba de su trabajo.

–Yo soy esa prima. El vestidor es mío, y en efecto, vivo con él cada que vengo a Madrid. Tengo una colección bellísima de lentes de sol ¿la viste?

Valentina niega sin poder controlar el llanto. Está en horario laboral, pero no importa. Se está arruinando el delineado y las pestañas bien maquilladas, sin embargo, continúa.

La novia de su novio la está viendo llorar, y ya le da igual. ¿Cuánto habrá llorado ella al descubrirlo?

–Siempre supe que esto pasa. Pero nunca pensé que me podía pasar a mí. Mi relación ha sido una completa mentira.

–Pero supo esconderte muy bien –Dulce se termina el último pedazo de galleta y ríe–. No sabía nada de ti, hasta hace unos días. Me sorprendió la mermelada de frutos rojos, porque, aunque a él le encantan los frutos rojos, no es muy fan de la mermelada. Luego vi tus cosas escondidas en el tacho de ropa para mandar a lavar, y revisé su celular. ¡Ahí estabas! Tina. No sabes cuanto me dolió. Su engaño, el que me halla visto la cara otra vez.

–¿Otra vez? –musita Valentina.

–Otra vez –confirma terminándose el baso de café–.. Creo que lo que más me duele es haber sido una completa idiota por perdonar, por volver a confiar. Por ignorar a mis amigas cuando me dijeron que era mala idea, que sería lo mismo. Pero lo amaba tanto, o bueno, lo amo –se muerde el interior de la mejilla para no llorar–, ya ni siquiera sé. Pero estaba convencida que él podía cambiar, porque ¿así era el amor, ¿no? a veces uno se equivoca y el otro perdona.

El amor no es como decían. A veces uno se equivoca y el otro perdona.

Eso le había dicho Christopher hace exactamente tres años, cuando Dulce, con el corazón destrozada y el alma pendiendo de un hilo, había ido a su consultorio a enfrentarle por la cantidad de fotos que le habían llegado al móvil. Se veía arrepentido, derrotado, abatido. No tuvo cara para negarle las cosas, pero sí para arrodillarse, llorar y suplicarle perdón.

No quería dejarla ir. No podía. No se lo perdonaría. La amaba demasiado, y quizá no se la merecía, pero era humano y cometía errores. Unos más grabes que otros, pero errores, al fin y al cabo.

Falló, pero no había sido su intención. Era consciente que las palabras se las llevaba el viento, que luego de la traición era muy difícil volver a recuperar su confianza. Pero estaba dispuesto a luchar por ella.

Primero, embargada por el dolor, la decepción y la frustración, Dulce se había negado. No la iba a convencer con miles de disculpas, ni con lágrimas.

Pero había algo cierto dentro de todo. Dulce lo amaba demasiado, con una intensidad infinita que no se comparaba ni en lo más mínimo al dolor que le había causado el engaño.

Sacudió la cabeza odiándose cada vez más cuando el ruido que anunciaba la llegada de un nuevo cliente se activó. La vista de los acontecimientos que habían marcado considerablemente el dilema que volvía a vivir ahora le hacía sentir inferior, una escoria, una basura. Porque si la lastimó otra vez fue porque ella se lo permitió.

Pero había decidido empezar de nuevo. Quería que, así como la había lastimado, sea Christopher quien le curara todas las heridas. Porque le miró a los ojos y supo que estaba arrepentido de verdad, porque había jurado cuidarla y amarla siempre.
Porque no podía permitir que su historia tuviera ese final tan terrible. Quería uno distinto.

Sin embargo, así como siempre le dijeron. Las mismas cosas que le dolieron la primera vez, iban a ser las que le dolerían la segunda vez.

La engañó otra vez, y de una manera mucho más descarada.

–Creo que tengo que irme –se animó Dulce, al ver que un grupo de amigas se acercaba a la barra–. ¿Te puedo pedir un favor, Valentina?

–¿Sí? –dudó.

–No le digas a Christopher que vine a verte.

–Pero... yo necesito explicaciones, necesito saber porqué me hizo esto. ¡quiero entender!

–Porque la gente nunca cambia con el tiempo –simplificó ella–. Quiero hacer las cosas a mi manera, por favor. Te prometo que volverás a saber de mí.

Dulce se dio la vuelta con el bazo vacío en la mano. Si se quedaba un segundo más ahí se iba a echar a llorar. Hasta ahora había sido bastante fuerte, tanto, que la amante de su novio nunca supo cuan afectada estaba realmente. Pero la fortaleza también tenía un límite y tarde o temprano el mecanismo de defensa terminaba por desgastarse.

Le dolía su historia de amor, el engaño, el haber confiado otra vez. Pero más le dolía ella misma, por no haberle puesto punto final al cuento hace tres años. Por aceptar una segunda parte pese a que la primera terminó en desastre.

Christopher era un desgraciado, un infeliz que no merecía nada en la vida. Ella era una idiota, que nunca supo valorarse lo suficiente.

–¡Dulce! –llamó Valentina y la pelirroja se dio la vuelta a medio camino–. Perdóname, por favor.

Asintió despacio y siguió con su camino. Cuando dejó atrás el olor a café y su rostro se golpeó de frente con el aire frío de la ciudad, su corazón pareció romperse un poquito más. Se sintió a la deriva pese a que caminaba directito a su auto rojo. No sabía por qué, pero cada paso que daba era como echarle alcohol a la herida.

Su móvil sonó mientras rebuscaba la llave del auto en su bolso desordenado. Las cosas pasaron tan rápido, y no tuvo tiempo de depurar las cosas que trajo de Berlín. Encontró el tiquete de abordar, el paquete vacío de gomitas de gusano que compró para esperar el avión, la bolsita de comida que le daban en medio del vuelo, y los tapones que solía utilizar cada que el avión despegaba.

Supo de Valentina el mismo día que aterrizó en Madrid, horas después de que el mismo Christopher fuera a recogerla al aeropuerto.

Christopher, precisamente, era el nombre que se iluminó en la pantalla del aparato.

Tomó una fuerte bocanada de aire al tiempo que se apoyaba en la puerta del coche, deslizó el teléfono, y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas cuando se lo colocó al oído.

–¿Qué haces, mi cielo?

Ese apelativo de cariño aún le seguía moviendo fibras sensibles.
Quería odiarlo.

–Hola –respondió, tragándose las lágrimas otra vez, como venía haciendo los últimos días cada que la abrazaba o le hablaba–. Salí a pasear un rato. Acabo de ir a por un café, y creo que iré al centro comercial a comprar los regalos que faltan.

–Yo acabo de salir de cirugía. Nos fue de maravilla, el trasplante fue un éxito.

Luego de todo, debería darle igual. es más, debería estar furiosa y desear con todas las fuerzas que falle en el quirófano. Por infiel. Por mentiroso. Por cínico.

Pero nada de eso pasó. Es más, esbozó una pequeña sonrisa al oírle hablar. Sus triunfos también eran suyos.

–Que bueno. Sabía que te iría bien –le contestó moviendo sus pies de forma desenfrenada.

–¿Celebramos esta noche?

¿Por qué no celebraba el triunfo con valentina?
¿Acaso lo haría después?
¿Ya le habría llamado para contarle cómo le había ido?

–Claro...

–Ponte mucho más linda de lo que eres –le respondió en cambio, ajeno a todo lo que pasaba por su mente–. Te llevaré a un lugar especial.

–Me gustaría una cena tranquila en casa ¿puede ser? Quiero cocinar para ti...

–Lo que tú quieras, cielo.

–Listo. Entonces aprovecho y voy a comprar todo lo que hace falta. ¿Lasaña está bien?

–Perfecto –le dice él y ella suspira–. ¿Todo está bien? te escucho... ¿rara?

–Todo en orden. Solo está haciendo un poco de frío.

Se hace un silencio interminable. Dulce juguetea con las llaves del auto en la mano y de fondo oye el sonido del ascensor del hospital, supone que Chris está dentro.

–¿Dul?

–Aquí sigo.

–Eres lo más importante que tengo en la vida.

No debería creerle. Porque a lo más importante de la vida no lastimas, no hieres, no engañas.

–Te amo demasiado, nena.

No jodes a quien amas.
Y él la había jodido. Dos veces.

–Yo... yo... yo también te amo.

Tuvo que tragar fuerte para decirlo. Y odiaba sentir eso, pero no se podía olvidar a alguien de la noche a la mañana ¿cierto?

–Nos vemos más tarde. Tres besos. Piensa en mí.

Claro que pensaría en él. Siempre pensaba en él, y ahora más.

Pensaba en su engaño, en las veces que le vio la cara de estúpida. En las veces que llevó a Valentina a su departamento, en lo caradura que podía ser al seguir insistiendo en que la ama después de todo.

Y esta vez, sí serían tres besos.
Solo tres. Ni uno más.

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