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2. Cuando nadie ve. P. Cuatro 

–¡Porque el bebé puede ser mío! Porque estábamos planeando un embarazo y tú decidiste echarlo todo a la basura. Dime ¿qué te ofreció él que no te di yo?

–Yo no quería tener bebés, Juan Carlos. Yo nunca planeé nada porque...

–¡hasta en eso me mentiste! Te di todo, Dulce. Eras mi vida ¿por qué?

–No quería lastimarte –le digo, con toda la sinceridad del mundo–. Te llegué a querer muchísimo, pero hay cosas que son más fuertes que yo.

–¿Abrirte de piernas a Von Uckermann como una ramera? Ahora entiendo todo –aprieta los puños en su camisa y noto las venas remarcadas en sus brazos–. Claro, eras muy buena en tu trabajo, pero no como periodista, si no como una puta...

Mi mano tiembla cuando se estrella en una de sus mejillas, volteándola en el proceso. La retiro y sé que el golpe a sido fuerte porque arde y su piel se enrojece de inmediato.

Vuelvo a la revista para encarar a mi suegro por haberme dejado prácticamente en la calle y por haberme cerrado todas las puertas, pero quien se aparece en la oficina del directorio y le pone pestillo a la puerta es Juan Carlos. No lo reconozco porque se ha dejado crecer la barba y el pelo de manera descuidada, tiene un semblante decadente, la mirada dulce que antes solía regalarme totalmente transformada.

Debí hacerle caso a Lucy. Nunca debí venir.

Está dolido, enojado, decepcionado. Con justa razón porque su esposa lo ha engañado y se ha enterado por las noticias.

Pero al menos para mí no hay justificación para que se atreva a insultarme. No se lo voy a permitir.

–¿qué? ¿te duele escuchar la verdad? mi amor, cualquier trabajo se dignifica y tú lo has hecho muy bien, tan bien que nadie se hubiese dado cuenta de no ser por el accidente. Tan bien que hasta hace poco eras la directora ejecutiva de mi revista, porque seguro por eso te me abriste de piernas ¿no? claro, te vendías como una maldita prostituta y no recibías dinero, no, porque la señorita vale mucho para eso.

–Quiero que pienses bien lo que estás diciendo, Juan Carlos.

–Solo estoy diciendo la verdad. Dime ¿con cuantas noches le pagaste para que nos presentara? Y digo, lo habrás dejado muy satisfecho porque cuando nos presentó habló tan bien de ti, que debí intuir algo en ese momento. Ahora entiendo todo, las joyas, las carteras, la ropa... no me lo merecía, Dulce. Dime ¿qué te dio él que no te di yo?

No le respondo.

No lo hago porque estaría echando más leña al fuego, y la vida me ha golpeado bastante por mi error y ya no merezco más.

–Ya te pedí disculpas –entrelazo mis manos en mi vientre y le miro profundo–. No puedo retroceder el tiempo.

–¡Contéstame! ¿qué te dio él que no te di yo?

–Te firmaré el divorcio. Mándamelo cuando puedas y...

Me quedo con las ganas de dar la vuelta, pues me agarra fuerte el brazo, impidiéndome moverme.

–¡Dime! ¿qué te dio él?

–Déjalo, por favor. Perdóname, no lo merecías, pero...

–¡Contéstame!

Sus dedos hacen presión en mi piel y duele. Intento alejarme, no obstante, su agarre se hace cada vez más fuerte, e incluso sus nudillos se vuelven blancos.

–Suéltame. Me estás lastimando...

–¿Acaso no me has lastimado tú a mí? ¿acaso tienes una idea de cuanto estoy sufriendo?

Me zarandea, primero despacio, luego, un poco más fuerte. Es mucho más grande que yo, está enojado, y la gente enojada hace cosas que...

Forcejeo, pero es en vano.

Me pega fuerte contra la pared y me inmoviliza. Su mirada, cargada de furia y desconsuelo me hace sentir pequeña, indefensa, vulnerable.

–me viste la cara de estúpido. ¿Nunca dejaste de verlo, ¿verdad?

No le respondo, y levanta una de sus manos en forma de puño a la altura de mi rostro, y me estremezco.

–¡respóndeme!

Niego. Lloro en silencio.

Cierro los ojos para esperar el impacto frío de sus puños, pero nunca llega.

–¿Por qué, Dulce?

No digo nada. No quiero ni puedo hacerlo.

–¡Dime! ¿por qué? me merezco, al menos, que me digas la verdad...

–Porque siempre lo quise –susurro, y otra vez vuelve a levantar su mano–. Porque nunca pudimos ni quisimos detenerlo. Porque te interesé desde un primer momento ¿cómo perder esa oportunidad si eras el hijo del dueño de la revista más importante? Eras el hombre perfecto para cumplir mis sueños –me río amargamente sin dejar de llorar–, y vaya que los cumplí.

–Lo que más me duele es saber que mi madre siempre tuvo razón. Eras una arribista sin escrúpulos, que con tal de conseguir todo lo que quiere estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.

Deduce que lo engañé todo el matrimonio pues no pregunta. Solo afirma.

–¿Por qué, si lo querías tanto, no te casaste con él? Claro, porque para él tú no eres suficiente, porque nunca ibas a pasar de ser su amante y...

–Porque nos conocimos muy tarde, juan Carlos. Porque él ya estaba comprometido, porque tenía que mantener una imagen intachable para llegar al ministerio y luego a la presidencia.

–Lo volví parte de mi círculo cercano, comió en mi casa, viajó con nosotros. Pero el que la hace la paga, Dulce, y no sabes cuanto me voy a reír cuando lo desconecten, porque entonces sí te vas a quedar más sola de lo que estás y me vas a rogar...

–No lo van a desconectar. Él va a despertar y... –digo para convencerme más a mí que a él.

–Por favor, no me hagas reír. Es un vegetal que solo respira con esos cables. Se va a morir y se va a ir al mismísimo infierno.

–¡Eso no es cierto!

–Y tú, ya estás acabada. Solo me interesa saber una cosa ¿es mío el bebé? O ni siquiera sabes, porque...

Niego.

Sí sé, siempre lo supe. No me hace falta una prueba de ADN.

Él lo entiende, y el que se aleje como si le diese asco me rompe el corazón.

–ojalá que ese niño no nazca. Y ruega porque no nazca, porque dicen que los niños pagan los errores de sus padres.

Me dedica una mirada cargada de odio, se aleja cada vez más, pero no me muevo. Protejo mi vientre con ambas manos, presa de un miedo indescriptible y solo reacciono cuando el móvil me vibra en el bolso.

Aún con su atenta mirada sobre mí, lo saco y contesto la llamada.

–Necesito que vengas al hospital, Dulce. Chris ya despertó.

–¿Despertó? –pregunto pasmada.

–eso oí –me dice Lucy del otro lado, y de fondo escucho un vidrio quebrarse–. ¿estás bien? ¿Dónde estás?

–Luego te cuento –mi corazón se salta un latido y siento que una parte de mi alma se me devuelve al cuerpo–. Dime algo ¿está bien?

–No lo sé, no puedo entrar. Pero si vienes... seguro va a preguntar por ti.

Juan Carlos tira todo el escritorio de su padre al suelo. Parece fuera de sí, y pese a que lo conozco hace casi seis años, hoy me resulta extraño. Es cierto cuando dicen que nunca terminas de conocer a las personas. Porque yo no conocía al hombre furioso que ahora, tira ante mis ojos papeles, retratos, el intercomunicador, el ordenador.

Por primera vez en mucho tiempo, siento remordimiento. Un flash del mismo hombre mirándome con dulzura el día de nuestra boda me golpea, el ruido de su voz en susurros prometiéndome el cielo entero.

Supongo que no se merecía esto.

Una partecita de mi interior, todavía firme con la idea de haberle cogido un poquito de cariño tantea la idea de acercarse para calmarlo, pues es consciente del gran daño que le ha causado. No obstante, hay otra mucho más grande, imponente, decidida. Tengo que irme. Christopher ha despertado.

Como todo lo referente a Christopher se trata de seguir impulsos y muy pocas veces en hacer lo correcto, no me sorprendo caminando con sigilo hacia la puerta. Abro despacio la manija, pero me encuentro de frente con la expresión seria del padre de mi esposo.

–¿Te vas? ¿vas a ir a verlo? –me dice Juan Carlos desde dentro, con una voz completamente rota.

–Lo siento –respondo en susurro.

Mi suegro me dedica una mirada furiosa. Del hombre amable que me hablaba con familiaridad y una pisca de cariño ya no queda nada.

–Con él nunca vas a pasar de amante. Va a volver con su esposa y ella lo va a perdonar, porque tienen que seguir con su matrimonio perfecto. Y te vas a quedar sola.

–¿Qué pasó aquí? –inquiere mi suegro, haciéndome un lado para ingresar a la oficina destrozada.

–Quédate, Dul. Hacemos borrón y cuenta nueva, reconozco al bebé. Te perdono, puedes seguir en la revista y...

–¿Qué mierda estás haciendo, Juan Carlos? ¡mírate! –exige su padre, y miro de reojo que le toma de los hombros–. Tú no vas a perdonar a esta zorra que nos ha destruido la vida...

–Quédate, Dul –vuelve a insistir y me paralizo–. Yo te amo, te amo tanto que estoy dispuesto a...

–Te firmaré los papeles del divorcio. Lamento mucho todo lo que ha pasado. No era mi intención lastimarte.

Eso último es cierto.

No era mi intención lastimarlo, pero se interponía entre Chris y yo, en contraste, era el vehículo perfecto para conseguir todo lo que quería.

Me doy la vuelta y camino rápido hacia las escaleras. Hago caso omiso a las súplicas que vienen detrás, mas sí detecto el grito de su padre, pidiéndole que actúe como un hombre a la altura de su familia.

Es mi última vez en la revista, así que ignoro todas las miradas de mis ex compañeros y me permito detallarla por última vez. Gracias a mí está donde está, gracias a mí tiene el reconocimiento que tiene. Y no es ni por haberme casado con Juan Carlos, ni por la ayuda del ministro. Me sirvió para llegar a ocupar uno de los cargos más altos, en efecto, pero la trabajé yo.

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No pregunta por mí ni me manda a llamar.

En la sala de espera me indican que le están haciendo pruebas de rutina, desde hacía una hora.
Víctor y más ministros del gabinete han entrado y han salido varias veces de la habitación. Todos me pasan por el lado, me miran, pero nadie saluda. Me culpan de absolutamente todo.

Lucho contra mis impulsos de tomar un café, y me conformo con una botella de agua saborizada y unas galletas nutritivas que Lucy abre para mí. A veces se me olvida que estoy embarazada.

Me pongo de pie en cuanto escucho el ruido de la puerta al abrirse. Corro a como puedo a interceptar al actual presidente de la república, que me mira de arriba hacia abajo por varios segundos. Se centra en mis ojos, le sostengo la mirada; cruza los brazos a la altura del pecho, niega repetidas veces.
Y se va.

Antes de que las dos personas que vienen detrás cierren la puerta, me interpongo entre ellas para ingresar. En efecto, hay tres hombres de bata blanca rodeando la camilla, Alexandra está a un lado junto a las enfermeras, y su esposo no deja de hablar por teléfono.

Hasta que me ve, y se acerca, sin ningún tipo de delicadeza.

–¿Qué haces aquí?

–Necesito hablar con Christopher.

–Luego. Le están haciendo pruebas y...

–Es urgente –le digo, abriéndome paso hacia la camilla, pero me sostiene del brazo, justo en donde Juan Carlos clavó sus dedos en el forcejeo.

–Tú no vas a ningún lado...

–Me está lastimando –le digo, con una clara expresión de dolor en el rostro.

Inmediatamente suelta el agarre. Me mira confundido, pues el contacto no había sido tan fuerte como para quejarme. Pero mi piel ya estaba resentida por el forcejeo anterior.

Aprovecho su confusión para avanzar hacia él, y los ojos se me llenan de lágrimas al verle con los ojos abiertos. Luce perdido, medio irritado, aturdido.

No soy yo quien corre hacia él para prenderse de su cuello, ni quien esconde la cabeza en su pecho para llorar sin consuelo.
Es el embarazo, me digo, mientras mojo su bata de hospital con mis lágrimas.

Mi cuerpo tiembla de manera incontrolable. Los recuerdos se mezclan con los miedos, la rabia, el desconsuelo.

Pero hay algo que me deja sin parpadear, incluso cuando tengo los ojos repletos de lágrimas. No me corresponde al abrazo a cómo me esperaba.

–Eres un angelito –me dice, alejando mi rostro de su pecho y tomándolo suavemente con las manos–. ¡por qué lloras?

–¿Por qué lloro? –le devuelvo la pregunta, con una pisca de incredulidad y sarcasmo–. ¿De verdad me preguntas porqué lloro después de todo? me dejaste sola, tengo todo el mundo encima, me quedé sin trabajo y.

–Señorita, tiene que salir, por...

–Déjala un minuto –le dice Chris a uno de los médicos, aún sin dejar de limpiar mis lágrimas con los pulgares–. ¿qué necesitas?

–Necesito que me ayudes, te necesito a ti... ¿qué vamos a hacer? Firmaré el divorcio, pero me quedé en la calle. El bebé...

–Dul... lo estás confundiendo –intenta Alexandra.

–¿Tan difícil es ser ministro? ¿no se supone que los problemas domésticos...?

–¡Enfoca, maldita seas! –me desespero, y aún sin soltarme, fija sus ojos en las marcas rojas de mis brazos.

–Estas son marcas de dedos –observa con cautela–. ¿Quién te hizo eso?

Niego.

–¡eso no importa ahora! voy a firmar el divorcio, vamos a tener un bebé y...

–¿Por qué firmarías el divorcio si vamos a tener un bebé? ¿Madre? –mira a Alexandra y me suelta el rostro poco a poco–. Es el hijo del ministro, supongo que no tienes porqué preocuparte. Ahora, si tenemos problemas... eres muy linda, yo creo que podemos solucionarlos y... no tendríamos que llegar a hablar de divorcio.

¿Qué?

¿Estoy oyendo bien?

–Chris, mírame –le pido, confundida.

–Chris... me gusta, suena muy bonito en tu voz.

–¿Sabes quién soy?

–Un angelito –responde, y siento que todo da vueltas–. Bueno... ¿mi esposa? Digo, por el bebé y el divorcio, y eso...

Perpleja, miro a Alexandra en busca de alguna respuesta.

–Amnesia temporal, le dicen –quien responde es Víctor–. Irá recuperando los recuerdos poco a poco, sin presión.

Christopher no me recuerda.

El hombre que he querido durante siete años ha reiniciado su mente y allí no hay espacio para mí.

Había dado su vida por mí, y ahora me mira con una pisca de ilusión y extrañeza.

Y es más que todo lo que puedo soportar. Decepcionada, siento a mi corazón romperse poco a poco, porque mi única oportunidad de reponerme de todo esto se acaba de echar a la basura con su amnesia temporal.

Me levanto con los ojos inundados en lágrimas otra vez, estoy a nada de darme la vuelta para salir, pero me detiene con una de sus manos.

–Quédate, bonita. Despertar después de no sé cuanto tiempo ya no se siente raro si te veo. Los doctores me estaban haciendo preguntas raras, pero creo que ya terminaron, y si no, puedes quedarte aquí, junto a mí.

Víctor y Alexandra intercambian una mirada extraña antes de que el ex presidente me pida en silencio que acceda a quedarme. Hay algo divertido con la idea de verle así, tan confundido y vulnerable.

En la cama me acomodo a su lado, y parece natural la forma en la que pasa uno de sus brazos por mi cuerpo para atraerme un poco más.
No sabe, pero ese medio abrazo me reconforta muchísimo.

–Vendremos por él en un par de horas. Hay que hacerle algunos estudios más.

–¿Está bien, doctor?

–Aparentemente, sí. Es un milagro.

–Le he rogado tanto a Dios por esto –dice Alexandra en voz baja, mientras se aleja al lado de su marido y de los doctores.

Hay un ápice de ese hombre carismático y divertido en la manera en la que sonríe. Incluso en la forma en la que está enfrentando todo esto, porque cualquier otra persona en su lugar estaría volviéndose loca por tener un cierto grado de amnesia. Así que sé que es Christopher, el mismo tipo que conocí en el local de partido de su padre siete años antes, tan positivo, cero pesimista, alivianado en todo lo que da.

También hay un toque de familiaridad en la manera en que me mira. Y en medio de toda esta mierda, hay un punto en el que me vuelvo a sentir poderosa, la mujer más importante del mundo. Me está mirando con algo parecido a la adoración, casi casi llegando a la veneración.

–Me duele un poco la cabeza –comenta de la nada, recostándose en mi hombro–. Y todavía me siento desorientado. Dicen que es parte del proceso.

No le digo nada.
Mejor dicho, no sé qué decir.

De todos los escenarios que me imaginé para cuando despertara este era el menos improbable. Impensado. Absurdo.
Totalmente contradictorio.

Christopher es ajeno a toda la polémica del accidente, a todas las noticias de los medios de comunicación, al desprestigio de sus adversarios políticos, al grabe peligro de su candidatura. Más ajeno es aún a mi situación. NO es consciente que el castillo de naipes que fuimos construyendo juntos hace siete años se ha derrumbado, dejando a más de una vida en ruinas.

–Quiero caminar un rato, siento que no lo hago hace mucho, y mi cuerpo está cansado de estar aquí. Pero bueno, estoy despierto y supongo que eso es mejor.

"Ni tanto" –quiero decirle.

Estando despierto está en la obligación de hacerle frente a todo. A su familia, a su esposa, al gobierno de turno, al partido, a todo el país. Pero, por sobre todo y como cosa más importante, a nuestra situación.

–Antes de que llegaras conocí al presidente ¿puedes creerlo? Al presidente y a un par de ministros –la sorpresa genuina que evidencian sus palabras me estruja el corazón–. Dicen que soy ministro de economía, o hacienda, ya no sé; bueno, casi ex, porque creo que tengo que renunciar para ser candidato a la presidencia. ¡Yo!. Es increíble que alguien se despierte y ya tenga la vida casi resuelta ¿tan afortunado soy? Si vuelvo a caer en coma, cuando despierte otra vez quizá sea Messi, o cristiano.

Esta vez, me permito reír, y mi carcajada sale del alma. No es amarga, ni irónica, ni cargada de dolor o desesperación. Es real.

Y no me reía así desde el día del accidente.

Todavía no calibra bien las cosas. Supongo que sí las relaciona, porque habla de Messi o cristiano, sabe que un presidente es importante, y hasta cierto punto, reconoce cuan complicado es llegar a ocupar cargos importantes.

–Si gano las elecciones tú serías... ¿primera dama? Bueno, si no nos divorciamos. Pero todavía no me has dicho, ¿por qué te quieres divorciar? ¿tan mal esposo soy? Porque no te engañé... digo, nadie en su sano juicio se atrevería a hacerlo.

–¿Por qué?

–Porque eres un angelito, y usando el sentido común, no te arriesgaría por nada ni por nadie. creo que la raíz de nuestros problemas es el trabajo ¿cierto? seguro no estoy mucho en casa y te descuidé. Vamos, no todo podía ser perfecto –se frustra, y vuelvo a reír un poco más fuerte–. Me gusta oírte reír. Ojalá que el bebé ría igual que tú, y se parezca a ti, y huela como tú... a vainilla. Me gusta la vainilla.

Le gusta la vainilla. El sonido de mi risa.
Supongo que simplemente, hay cosas que nunca se olvidan.

Mi piel cosquillea cuando baja la mano con la que me abrazaba hasta posicionarla en mi vientre de forma cariñosa. Aún sigue plano, bueno, ya no tanto, pero el que haga eso me hace tener más presente que dentro ya crece un bebé. Los dos somos conscientes de ello, por eso, parece algo natural que coloque una de mis manos sobre la suya, como queriendo detener el tiempo justo aquí.

En su mente las cosas son casi perfectas, y quisiera que realmente fueran así.

El rose de nuestras manos me devuelve de inmediato a esa primera vez que nos conocimos. Ambos volvemos a sentir esa descarga eléctrica, lo sé porque se ríe y deja un besito suave en mi pelo.

–TU pelo también huele a vainilla. A Vainilla y a coco, y es muy dulce, como tu nombre. ¿A qué solía oler?

–¿MHMH?

–Yo, ¿a qué solía oler? Ahora huelo a hospital, a medicinas, a médicos, a suero –señala su mano libre, que está conectada a un cable–. Me están hidratando por allí, es muy loco. Pero dime ¿a qué solía oler? ¿a ministro? ¿a qué huelen los ministros?

–A madera y a cítrico.

–Eso suena como... ¿Madera? ¿por qué olía a madera? No soy carpintero.

–Suena imponente, embriagador. Es imponente y embriagador –me corrijo–. A mí también me gustaba tu olor. Me hacía sentir segura.

Me abraza un poco más, y quiero llorar. Incluso ese olor a hospital, a medicamentos y a suero me hace sentir segura, porque sé que es él, porque le estoy escuchando hablar, porque ya está aquí.

–Prometo que otra vez oleré así, para hacerte sentir segura y para que no te quieras divorciar de mí. Solo..., solo deja que salga de aquí. Dos días, o tres, máximo una semana, pero yo te prometo que saldré de aquí y volveré a oler a madera y a cítricos. ¿por qué lloras? –me pregunta cuando las lágrimas me vencen.

Porque no estamos casados. Nunca lo estuvimos.

Porque sí tengo que divorciarme.

Porque todo lo que dice suena tan bonito que vendería mi alma con tal de vivir así.

–Es el embarazo –le digo en cambio, porque su forma de ver las cosas me hace salir de la realidad, y es lo que necesito–. Las hormonas, ya sabes. A veces tengo antojos, y nauseas, y mareos.

–Quiero cantar. ¿Quieres que cante para ti y para el bebé? Seguro eso te calma, porque la música siempre calma.

Parece un niño inocente que recién está empezando a vivir. Y con esta faceta suya me enamoro un poco más si es posible.

Solo asiento, porque siempre me ha gustado oírle cantar.

–¿Prometes no reírte si me olvido la letra? –asiento con un ruido extraño–. Tu voz me recuerda esta canción.

Y canta.
Y me rompo.

En Saturno viven los hijos que nunca tuvimos,
En Plutón aún se oyen gritos de amor
y en la luna, gritan las holas tu voz y mi voz pidiendo perdón
Cosa que nunca pudimos hacer peor.

Tienes la misma culpa que tengo
Aunque te cueste admitir que sientes como siento
La almohada no suele mentir
Yo no quería amarte, tú me enseñaste a odiarte...

Lloro más. Esa canción también me recuerda a él, a nuestra historia. Al accidente.

–¿Por qué dice odiarte? Yo no quiero odiarte. Y, además, estás llorando más fuerte y yo no quiero que llores. ¿Qué te parece esta?

Tú y yo durmiendo con los enemigos, dos seres que jamás hemos querido
Los dos saciando un bendito capricho, donde somos masoquistas por volver a nuestros nidos.
Desnúdate al paso, mi reina y solo ámame
Que el secreto permanezca en un cuarto de hotel
Te aseguro que esos tontos no van a entender que si les somos infieles es por un gran querer.
Así con cautela, despacio solo ámame
Que si nos coge la noche yo me inventaré una excusa bien tramada, ella me lo cree
Y tú di otra mentirita al idiota aquél.

Y me río, porque solía poner esa bachata cada que nos encontrábamos para hacerme enojar. La cantaba fuerte y me obligaba a bailar.

Decía que, entre broma y broma, esa letra era muy nuestra. Que el título nos identificaba, y que Romeo había escrito la canción pensando en nuestra historia.

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