2. Cuando nadie ve. P. 3
–Y es que esto, señores, no es un accidente más. Es un accidente fatal que ha dejado al descubierto una infidelidad, y no cualquier infidelidad de un ciudadano de a pie. Estamos hablando del ministro de economía, el que hasta hace unos días se alzaba por las calles como el futuro presidente del país y de la esposa del futuro dueño de la revista más importante de los últimos tiempos. Ambos casados. Yo no quiero imaginarme lo que debe estar sintiendo ahora la esposa de Von Uckermann y Juan Carlos del Bosque, porque es una humillación nacional.
–Una humillación nacional que, además, Marta, trae consigo no solo un escándalo de élite, es un escándalo político que no va de corrupción, ni de vacancia, ni de renuncia presidencial. Es un fallo moral, la primera mancha en la carrera intachable del hasta ahora ministro.
–Dos matrimonios destruidos, un partido político en el ojo de la tormenta, una persona en estado de coma. Eso es lo que ha dejado el accidente automovilístico en el que se vieron involucrados Dulce Espinosa y Christopher Von uckermann.
–y un embarazo también, no hay que olvidar.
Actúo por impulso empujando la bandeja a medio comer al suelo. La comida se esparce y los platos se hacen añicos, y vuelvo a romperme un poco más. Porque ver los cristales esparciéndose en el suelo es como volver a vivir el momento preciso en que se me arruinó la vida.
Mis oídos zumban con todo lo que dicen los periodistas y tengo ganas de arrancarme la cabeza, porque he escuchado en los últimos días el mismo discurso informativo. Críticas por aquí, críticas por allá,. Medios reventándome el teléfono en busca de una declaración.
Y yo solo quiero desaparecer.
Han pasado 5 días desde el maldito accidente, y creo que las cosas han ido empeorando cada día más. Para mi suerte o mi desgracia no he terminado incinerada, ni atrapada entre los fierros del auto.
Y eso, el haber sido la menos perjudicada, es lo que desbloquea un montón de recuerdos que hubiese preferido borrar.
El camión acercándose por el carril del lado derecho, el del copiloto, donde yo estaba sentada.
La maniobra de mi acompañante que sorprendentemente, hizo que el impacto se diese más por el otro lado. Por el suyo.
El agarre de su mano, cada vez con menos fuerza. La sangre brotando del corte de su cabeza. Sus ojos cerrándose.
Ese "Te amo" que me desgarró el alma.
Y aquí estaban los resultados. Un yeso en mi cuello, varios moretones en mis piernas y brazos y un diagnóstico de «embarazo de alto riesgo» que me mantenía acostada en esta camilla de hospital, observando desde lejos como me pisoteaban a nivel nacional.
No sabía quien había terminado peor. Si yo, lidiando con la familia de mi esposo, con mi familia, con la suya, con la prensa, con el desprestigio, con todo ese mundo que se me vino encima casi de golpe. O él, en estado de coma.
A simple vista se creería que él. Los médicos han dicho que hay muy pocas probabilidades de que despierte, sufrió una contusión cerebral grave, perdió mucha sangre; y si lo hace, existe un 75 por ciento de probabilidad de que quede con daños colaterales. Pero, a fin de cuentas, ahora no escucha ni ve nada. Nadie le puede reclamar, porque no va a responder; no lee su nombre en las portadas de los periódicos, pese a que está ahí; no tiene que pensar en su futuro y en el de un bebé, porque su vida está en pausa; no tiene que lidiar con el corazón roto y el alma desgarrada por ver a la persona que ama en un estado tan crítico, porque él es esa persona.
No estaba preparada para enfrentar esto sola. No quiero enfrentar esto sola. No puedo enfrentar esto sola.
Y tiene que despertar, porque no me puede dejar con la vida echa trizas y con la mitad del corazón al aire. No se lo perdonaría jamás.
Hemos empezado esto juntos y tenemos que terminarlo juntos. No hay más.
–El doctor vendrá a verla en un... –la voz femenina que oigo se detiene de golpe, probablemente al ver el desastre en el suelo, pero no volteo a mirarla en ningún momento–. ¿Qué pasó? ¿está bien, señora?
No le respondo. Entrelazo las manos a la altura de mi vientre y cierro los ojos, presa de una impotencia mezclada con rabia absoluta.
No quería un bebé. Había planeado una vida distinta, y estaba haciendo todo lo posible para seguir a raya la idea. Pese a haberle dicho a mi esposo en varias ocasiones que lo íbamos a intentar, nunca dejé de tomar la píldora. Nunca, hasta aquel fin de semana en París, porque según el calendario no estaba en mis días fértiles, y se me habían acabado las pastillas.
Eso ilustra muy bien la respuesta a todas las preguntas que pueden surgir. O es lo que quiero creer.
Viví días críticos con eso del bebé. El día del accidente llegué al hospital inconsciente, pues había sufrido un intento de aborto con hemorragia incluida. De hecho, lo más probable era que lo pierda, pero el bebé decidió aferrarse a la vida con todo lo que eso significaba.
De términos médicos no sé nada y no quiero saber. Me basta y me sobra con saber que tengo un embarazo riesgoso, no puedo cargar peso, ni sufrir impresiones fuertes, ni nada por el estilo. Hasta cumplir al menos tres meses, debo estar en reposo absoluto
El olor de lo que usan para limpiar me produce nauseas, tengo el impulso de levantarme para correr al baño, pero estaré tan débil, que el simple amago de hacerlo me marea. Cierro los ojos y respiro fuerte, conteniendo las arcadas. Tengo un recipiente al lado de mi cama, así que no habría mucho problema; no obstante, me genera repulsión el solo echo de tener que vomitar ahí, en frente de las señoras de limpieza.
–Los platos no tienen la culpa de tus errores, querida.
Escuchar la voz de mi suegra aumenta mis ganas de vomitar y esta vez, no puedo contenerme. Acerco el recipiente a mis labios y siento que unas lágrimas mojan mis ojos. Es una verdadera porquería.
Cuando levanto la vista no solo la veo a ella, está con su abogado y detrás, aparece corriendo Lucy, mi asistente.
–Al menos deje que hable con ella antes. Dulce no está bien y puede...
–Cállate o pierdes ahora mismo tu puesto en la revista también –ordena mi suegra, pasándose una mano por la cara–. El abogado solo está aquí para certificar. Te estamos exigiendo, Dulce, vía camino legal, una prueba de ADN del bebé que esperas.
El abogado abre una carpeta que me extiende y que no tomo, presa de la conmoción. Lucy me dijo hace unas horas que había hablado con Juan Carlos y que él, por sugerencia del médico que me está viendo, había desistido de hacer una prueba de ADN por el momento.
Mi cara debe reflejar la rabia que aflora con fuerza desde lo más profundo de mi ser. Mi vida es una porquería. No solo tengo que lidiar con la presión de la prensa, la que aún sigue siendo mi suegra me está viendo destruida y quiere someterme, mi marido no me da la cara porque está herido, mi madre está decepcionada de mí. Estoy sola, y es curioso.
Curioso porque hace menos de dos meses estaba rodeada de mis "amigos" celebrando un año más de matrimonio.
Curioso, porque antes el móvil no dejaba de vibrarme con mensajes o llamadas de gente invitándome a reuniones sociales.
Curioso, porque todas las visitas que recibía a diario en mi oficina y en mi casa se redujeron a cero.
¿Dónde están ahora todas esas personas que se decían "mis amigos" y "mi círculo más cercano"?
¿Dónde están los compañeros de trabajo que me llenaban de halagos a la espera de que publique los artículos en la revista?
Antes todo el mundo quería quedar bien conmigo, porque era la directora de la revista más importante y una de las presentadoras más reconocidas. Pero ahora que tengo un pie y medio fuera de la empresa y que estoy a nada de divorciarme, todo el mundo me ha dado la espalda.
Hasta mi madre, porque le da vergüenza ver en qué he convertido mi vida. Porque ella no ha criado a una cualquiera ni a una ramera. Ella había educado a una dama de sociedad, con aspiraciones, con principios bien claros de lo que era la familia y el matrimonio.
Así que el que la vida de su única hija, perfecta, de ensueño y exitosa solo se halla reducido a ser la amante en turno del ministro de hacienda no le ha sentado nada bien.
–Cuando nazca –le digo sonando lo más convincente posible.
–No, querida. Ahora. De hecho, el doctor ya viene para acá y es un proceso bastante sencillo. Extraen un poco del líquido amniótico y....
–No me van a extraer nada porque yo no autorizo nada. Es mi bebé, es mi cuerpo y no pueden hacer nada sin que lo autorice.
–Luego de haber humillado a mi hijo a nivel nacional, tú no estás en posición de negarnos nada. La prueba de ADN es lo mínimo que le debes después de todo. No le vamos a dar el apellido a un bastardo, pero tampoco vamos a dejar que un niño de nuestra sangre crezca al lado de una puta barata que...
–Cuidado en como me hablas que te puedes arrepentir...
–¿De qué? ¿de decir la verdad? Porque eso es lo que eres, una puta barata que no merece estar donde está, una cualquiera que no merece llamarse señora, porque de "señora" tú no tienes nada. No has sabido respetar a mi hijo que te ha dado todo, ni siquiera has sabido respetarte tú, porque has sido la ramera personal de un hombre que nunca, escúchalo bien, nunca iba a dejarlo todo por ti...
Aprieto mis labios con fuerza mientras empuño mis manos alrededor de las sábanas blancas. Mi mente reproduce el momento preciso en que Christopher maniobra el auto para que el camión no impacte en mi lado, y aunque mi corazón se encoge, sonrío levemente.
No iba a dejarlo todo por mí, pero sí dio la vida por mí.
Y aunque no se lo digo en voz alta, el pensarlo me hace sentir poderosa, con un rayito más de esperanza en medio de tanta mierda. A fin de cuentas, no soy una porquería que no le importa a nadie.
Le importé a él, siempre. Y eso vale más que el cariño de decenas de amigos, o que el cariño de mi madre.
Sí hubo alguien dispuesto a dar la vida por mí. Lo hizo, y por eso ahora estamos así.
–Te voy a pedir de la manera más amable que te des la vuelta y que te vayas con tu abogado. No voy a autorizar nada y, por ende, no puede hacer nada. Ni modo, suegrita, se quedará con la duda.
–¿Cómo te atreves? Esa prueba de ADN es lo mínimo que se merece mi hijo...
–Entonces que venga a pedírmela él. Porque, a fin de cuentas, el lío es solamente nuestro y usted no tiene vela en este entierro.
–¡está destrozado! Lo hiciste mierda. Pero por mi cuenta corre que pagues eso y todo lo que nos has causado. Grábatelo bien, Dulce, no se va a quedar así. Prepárate, porque ya no tienes a un ministro que te respalde, estás completamente sola...
Esa última frase eclipsa el rayito de esperanza que me iluminó hace un rato, y logra lo que sus insultos no han podido, desestabilizarme.
Tal como se lo pedí, se va, pero me deja esa sensación de haber perdido el duelo otra vez. Estoy completamente sola en medio de todo esto. No hay un ministro que me respalde, y él parece ya no tener fuerzas para volver a dar su vida por mí.
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Para cuando me dan de alta dos días después, recibo una caja con todas las cosas que tenía en la oficina y junto a ella, un sobre con mi despido formal de la revista firmado por mi suegro y por su hijo. Me bloquean las tarjetas, pues la terminal del hotel me las rechaza todas, y tengo que usar las de mi cuenta personal, en la que he ido depositando mi sueldo mes a mes, porque siempre he seguido trabajando, y no estoy tan en la calle como parece.
O eso quiero creer mientras me dejo caer en la cama, mirando un punto fijo en la nada. No tiene por qué, pero Lucy me acompañó desde que tuve que firmar el alta, me ofreció un lugar en su departamento y ahora está aquí, preparándome un té. Ya no es más mi asistente, ya no va a recibir un sueldo por estar conmigo; pero cuando todos se van, es la única que se queda.
Me ha traído un poco de ropa, pues no sé cuando pueda ir a la que fue mi casa a recoger mis cosas. Mis suegros me odian, Juan Carlos no me ha dado la cara. Han sabido mover muy bien sus piezas para lastimarme. Primero, con esa amenaza de prueba de ADN; luego, con ese despido de la revista; con el bloqueo de tarjetas; con mis cosas tiradas de forma desordenada en una caja; con la deuda que tuve que pagar sola por los días que estuve en el hospital.
–Cuidado que está caliente –me entrega la taza humeante y se acomoda a mi lado–. Ya he pedido que te traigan algo de comer, luego te tomas las vitaminas.
–Gracias, Lucy.
Me regala una sonrisa entre dulce y melancólica, aprieta mi pierna en señal de apoyo y niega.
–No es nada, Dul.
–Es mucho. Porque todos se han ido, hasta mi madre. En cambio, tú estás aquí...
–Y voy a seguir toda la vida si me lo permites. Gracias a ti estoy donde estoy. No se me olvida que confiaste en mí desde que empezaste en la revista incluso cuando nadie más lo hizo. Me diste trabajo cuando todo el mundo me cerró las puertas porque no tenía el título ¿te acuerdas?
Conocí a Lucy en la universidad. Estudiamos juntas los primeros años de carrera, hasta que hubo un tiempo en que ya no la vi más. No había podido seguir costeando los gastos luego de la muerte de su madre, de hecho, tuvo que aceptar trabajar en una cafetería para cubrir las deudas de la hipoteca de su casa y la del sepelio, que aún no había terminado de pagar.
La llevé a vivir a mi casa cuando el banco embargó la suya, le presté el dinero para que terminara de pagar las deudas, y cuando le conseguí una entrevista en la revista de la familia de Juan Carlos y la rechazaron por no haber terminado la carrera, la contraté como mi asistente.
Al final la vida siempre te retribuye las cosas buenas que haces. Y las malas también, por lo visto.
Me termino de tomar el té mientras Lucy me pone al tanto de lo poco que tengo. La mayoría de notificaciones son de invitaciones para dar declaraciones a la prensa, hay una que otra notificación de banco, y un solo correo de carácter laboral.
El productor del programa de entrevistas que conduzco todos los sábados por la tarde quiere verme urgentemente. Esa sola mención de la palabra "urgente" activa todas mis alertas, pues ahora mismo es la única fuente de ingresos que puedo decir que tengo con total seguridad.
–Avisa que llego en una hora, por favor.
Aunque mi asistente insiste, dejo a medio comer la ensalada de frutas que llega minutos después, me tomo las vitaminas rápido y hago hasta lo imposible por arreglarme en tiempo récord. Quedo más o menos decente con una falda lápiz negra, una blusa blanca a juego y unas sandalias planas por eso del embarazo; no me maquillo mucho, pero sí me pongo unas gafas de sol negras para evitar mostrar los ojos hinchados a causa del llanto.
Salir del hotel es todo un trámite a raíz de la cantidad de prensa amontonada en la puerta y en la recepción. Entendible, porque ese es su trabajo, y también el mío; pero ahora soy yo lo que buscan, no alguien que va en busca de la información. Irónico ¿no? ni bien salí de la universidad también solía pararme en la puerta de los hoteles, restaurantes de lujo o aeropuertos a la espera de que salga un famoso o político importante.
Ahora esa famosa soy yo, y entiendo el concepto de violación de privacidad cuando un grupo de camarógrafos se cuelga de la ventana del taxi que nos recoge desde el estacionamiento para buscar una declaración, o una imagen mía luego del accidente en su defecto.
Estar en un vehículo luego de todo me produce escalofríos, es inevitable no traer a colación las imágenes del accidente y todo el caudal de cosas que vinieron después. Mi corazón late presuroso, no puede evitar pensar en que si algo llega a pasar ya no habrá nadie que dé su vida por mí, y que más bien, yo estaría poniendo en riesgo la vida que llevo dentro.
Mi asistente me consuela con caricias suaves en mi brazo, y no deja de rogarle al chofer que vaya despacio. Incluso así, el recuerdo sigue latente y lágrimas silenciosas ruedan por mi rostro, haciéndome ver vulnerable. Otra vez.
Entrar al canal de televisión es otro trámite. Esta vez, huir no resulta tan sencillo, pues tengo que pasar entre el grupo de periodistas para ingresar. No quiero, pero me veo en la obligación de hablar y digo que estoy bien, que agradezco la preocupación (aunque evidentemente nadie está preocupado por mí) y a nada de romperme a llorar, les pido que respeten mi privacidad.
En vano, claro.
–Te pedí que vinieras para que me firmes unos papeles, Dulce.
–Sí, claro. ¿de qué se trata?
Aunque por dentro me esté muriendo de miedo por lo que pueda pasar, finjo tranquilidad sonriéndole a mi productor en todo momento.
–Verás... hemos decidido hacer unos cambios logísticos y de imagen en el programa, y tú ya no eres compatible con el enfoque.
No digo nada, parpadeo un par de veces, espero que continúe.
–Gracias por todo, Dulce. Pero hemos decidido cambiar de conductor, ya sabes, para darle un aire nuevo, la gente quiere ver caras nuevas, ya sabes, es...
–Yo tengo un contrato...
–Lo sabemos, por eso te estamos pidiendo que firmes la renuncia y...
–No me pueden hacer esto –le digo en un susurro–. Conduzco el programa de corte político más visto y la gente adora mis entrevistas...
–Nadie duda de eso, solo queremos...
–¿Quieren qué? Yo tengo un contrato y no pienso firmar nada. Voy a cumplir hasta que se acabe y...
–Entiende, Dulce. Toda esta situación nos pone entre la espada y la pared, ahora ya no te vendes como una periodista intachable, te estás vendiendo como la amante de un político y...
–Y ustedes se están vendiendo a los del Bosque.
–Eso no es así. Los patrocinadores tienen una imagen que cuidar y...
–¿Cuánto les ofreció...?
–Eso no es...
–¿Cuánto les ofreció?
–No, Dulce. Es que...
–Vete a la mierda con tus explicaciones. Acabas de perder a tu mejor conductora por un par de millones y está bien, lo acepto. Pero te vas a acordar de mí, Pedro. Te juro que te vas a acordar de mí.
Me da una larga mirada mientras me levanto con cuidado de la silla. Todo mi cuerpo tiembla, y me siento más vacía que nunca, pero no dejo que me vean mal.
No cuando sé que eso es lo que quieren mis suegros, destruirme.
Sin trabajo, sin respaldo, completamente sola. Y pensar que creía tenerlo todo bajo control. Cuidé cada paso durante siete largos años en los que pudo haber pasado de todo, pero ambos teníamos las cosas bastante claras. Nadie descubrió nada, nadie sospechó nada; tenía un matrimonio perfecto, lleno de amor, una carrera brillante en el mundo periodístico, el trabajo de mis sueños. Incluso un amante que estaba dispuesto a poner el mundo de cabeza si se lo pedía. Lo tenía todo y lo cuidaba todo hasta ese día.
Lo más irónico de todo esto es que no fue por un error nuestro. No fue una llamada, ni unas fotos comprometedoras a la salida de un hotel. Fue un accidente ocasionado por alguien externo, que no sabía que un mal control de frenos sería el encargado de desvelar un secreto bien guardado.
Entonces, todo explotó.
El choque fue como un huracán que arrasó con un edificio perfecto por fuera, pero que tenía los cimientos y las columnas débiles. Evidentemente, iba a caer todo.
En un abrir y cerrar de ojos.
en un suspiro.
Y no estaba preparada para eso.
No, porque me esforcé tanto por cuidar mi secreto y por vivir al máximo, que nunca hice un plan por si se llegaba a descubrir.
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El olor a hospital me produce nauseas.
Verlo tenido en una cama conectado a varios cables, con los ojos cerrados y la expresión neutra me deja al borde de un abismo.
A un segundo de caer.
Christopher sigue siendo el ministro de economía del país, así que en la puerta de la habitación aún hay guardias, dentro dos enfermeras que nunca lo dejan solo, los mejores equipos médicos monitoreándolo todo el tiempo.
Todavía sigue siendo hijo y tiene padres, así que no sorprende ver a Alexandra rondando por la habitación que más parece suite que un cuarto común de hospital, y a Víctor entrar y salir con varias personas que han venido a seguirle rindiendo pleitesía al ministro.
Todavía tiene respaldo de mucha gente importante, porque al gobierno no le beneficia que uno de sus ministros esté envuelto en escándalos de infidelidad, y el partido de su padre tiene mucho poder como para dejarle caer al abismo de la vergüenza. Por eso, aunque mis suegros carguen con toda la artillería pesada en su contra en la revista y en todos los medios de comunicación que manejan, Christopher siempre sale bien librado.
Porque no vamos a comparar a los contactos que tiene la familia del Bosque con todo el poder que tienen los Von Uckermann.
No vamos a comparar una revista –importante, pero solo una– con toda una red de medios de comunicación que maneja el ex presidente.
No vamos a comparar la red de apoyo de los padres de mi todavía esposo con la red de apoyo incondicional que le brinda el gobierno a Christopher.
Pero es solo a Christopher, y por eso se explica que yo salga más embarrada de todo esto.
Y por eso lo necesito más que nunca.
Y por eso, pese al dolor desgarrador que se me anida en el pecho cada que le miro así, lo visito. Lo visito aún sabiendo que luego se puede armar un escándalo, corriendo el riesgo de ser mal tratada por sus padres, que quizá me culpen de todo lo que está pasando.
Pero no me los encuentro cuando llego, y uno de los guardias que cuida la sala de espera me ayuda a entrar. Porque es el guarda espaldas personal de Christopher y me conoce desde que comenzamos a salir, pero como todos, nunca se imaginó que nos seguíamos viendo.
Me lleno de impotencia mientras le acaricio la cara. Un flash de su sonrisa cuando en un pasado hacía exactamente lo mismo impacta con fuerza en mi mente y me hace tambalear. Ya no me sonríe ni lanza uno de esos comentarios de doble sentido.
En vano vuelvo a buscar su mirada, y no encuentro nada. Ya no me mira con adoración absoluta, y yo ya no puedo sentirme invencible.
–Salgan a comer un rato, den una vuelta, relájense. Esto de estar encerradas mucho tiempo debe ser estresante, yo me encargo.
Detecto la voz de Alexandra a mis espaldas, pero no volteo. No sé como me vaya a tratar después de todo, y estar con Christopher me deja tan vulnerable que prefiero no saberlo todavía.
–Voy a mandar a cambiar estas flores porque están marchitas ¿Dijo algo el doctor?
–Nada, señora. Lo checó hace un rato y todo sigue igual.
Pero no puede seguir igual por mucho tiempo, porque no se lo voy a perdonar. Porque lo necesito más que nunca, porque me estoy volviendo loca. Porque he quedado a la deriva, porque me hace mucha falta.
Alexandra dice algo de unas misas, de una capilla, de que un médico le recomendó desconectarlo. Y me rompo.
No sé si es la idea de no verle despertar nunca más, o de saber que me voy a quedar completamente sola, o de que sin él mi vida va a seguir siendo un infierno, o una combinación de todo, pero me dejo vencer.
Quiero suponer que es producto de la oleada de desgracias de estos últimos días, el haber estado guardándome tantas cosas, el estrés. Ya no sé, pero me echo a llorar sin control, y el sonido roto de mi voz me hace temblar.
Caigo al suelo, al lado de su cama y aprieto fuerte una de sus manos.
Yo también lo amo. Más que a mi vida.
Yo debí estar en su lugar.
Entonces, por primera vez en todo este tiempo, me arrepiento de haberme casado también.
Me arrepiento de haberle pedido que suba la velocidad ese día en la carretera.
Pero nunca me arrepiento de todo lo que vivimos juntos.
No nos culpo a nosotros, le echo la culpa al destino. ¿Por qué no hizo que nos conociéramos antes?
–No te pueden desconectar, porque si te vas estoy perdida. No podemos terminar así ¿me oyes? ¡no podemos terminar así!
Le sacudo la mano varias veces, presa de un dolor que jamás había experimentado. Es todo, desesperación, impotencia, rabia, tristeza, miedo.
–Me han despedido de la revista y del programa, me he quedado en la calle. Vamos a tener un bebé y no sé que ofrecerle, porque estoy sola, no tengo nada, y tú estás aquí... Necesito que abras los ojos ¿me oyes? ¡Mírame, maldita seas! ¿éramos tú y yo contra el mundo, recuerdas? No me puedes dejar sola, porque no te lo voy a perdonar, y entonces sí te voy a odiar...
Mi puño choca una y otra vez en el colchón hasta que, con cuidado, alguien me detiene y me pone de pie. Estoy temblando y tengo los ojos inundados en lágrimas, así que no soy consciente del proceso que siguen hasta sentarme en una de las sillas al lado de la cama.
Supongo que hay un momento cumbre en medio de la crisis, en el que pese a desearlo con todas tus fuerzas, no logras ni mantenerte en pie, ni controlar las emociones. Comienzo a creer que existe un karma, porque luego de haberme burlado durante cinco años del amor que solía mostrarme Juan Carlos, estoy sufriendo por ver al amor de mi vida en una cama de hospital, y este dolor es más grande que cualquier otro.
Un día estás en la cima y otro en el suelo.
Me convenzo de ello mientras la ex primera dama me mira con compasión luego de haber echado a las dos enfermeras de la habitación.
Fue a verme dos días después de haber sido ingresada al hospital, pero estaba tan choqueada por el accidente, por la noticia del embarazo y por el rechazo de mi madre, que le pedí que se fuera. No quería que me vea vulnerable, y es gracioso, porque ahora acaba de verme destruida.
¿Va a criticarme?
¿va a maldecirme por ser la causante de que su hijo esté así?
¿Ha esperado que nos dejaran solas para trapear el suelo conmigo?
Que lo haga, porque ahora no tengo fuerzas ni para ponerme de pie.
–¿El bebé es suyo? –me pregunta en cambio.
No le respondo.
El ruido del respirador artificial es como echarle sal a la herida, y no sé si hice bien en venir a verlo.
No dejo de llorar, y creo que esa es una señal de que todos mis mecanismos de defensa se han venido abajo.
–¿Hace cuánto tiempo, Dulce?
Mis hipidos se mezclan con el ruido de las máquinas.
–¿Por qué?
"Lo prohibido hace que esto sea más especial" –el ruido lejano de su voz agudiza el dolor del centro de mi pecho.
–También te quiere –ella continúa después de un rato, sentándose en el suelo frente a la cama–. Porque te puso a ti por encima de la candidatura. Hoy le llegaron a mi marido los informes detallados del accidente. El camión venía por el carril del lado derecho, Dulce. Dicen que, en todo caso, era más probable que el impacto fuera más fuerte de tu lado. Pero para sorpresa de todos, el más afectado fue Chris.
–Eso no es cierto –le digo en un susurro, y me mira con duda.
–Míralo...
–Míreme a mí. ¿Ya ha visto las noticias? Christopher los tiene a ustedes, tiene a todo el gobierno pendiente de su recuperación, claro, es el ministro de economía –me río amargamente–. No sabe, pero me he quedado sola. Todos los que se decían mis amigos me han dado la espalda, mi madre no quiere saber nada de mí. Mis suegros se están encargando de hacerme la vida imposible porque no solo me han despedido de la revista, están pagando para que nadie me contrate. Estoy embarazada, y sinceramente, si las cosas siguen así, que este bebé nazca no va a ser una bendición.
–No digas eso, Dulce. Los bebés son...
–¿Dónde va a vivir? ¿con qué lo voy a mantener? ¿va a tener que escuchar toda su vida que su madre ha destruido a dos familias? Christopher está ahí, dormido –le señalo la cama–, no se da cuenta de absolutamente nada, no siente nada. A él no se le ha venido el mundo encima. ¿Dice que me quiere? Luego del accidente más parece que se ha querido proteger a él.
–Te dejó vivir, Dulce. Tú no sabes el calvario que estoy viviendo por dentro, no sabes como está mi marido, como...
–Y usted no tiene una idea de todo lo que estoy teniendo que vivir yo. Es más, si yo estaría en coma, le aseguro que nadie estaría sufriendo por mí. Me olvidaría de todo...
–Él no lo hubiese soportado. De eso estoy segura. Si el bebé es mi nieto, te ha dado el mejor regalo del mundo, Dulce. Es la fuerza que necesitas para salir adelante.
Suspiro hondo y río.
***
¿Siguen aquí? si están, disfrútenlo mucho.
No actualizo hace mil años, pero me ha hecho mucha ilusión escribir esta parte.
Si todavía están, Gracias. Voten y comenten mucho (así me animan a seguir escribiendo)
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