2. Cuando nadie ve. P, 2
Conocí a Christopher en la oficina del partido de su padre. En ese entonces trabajaba como reportera de un programa con enfoque político, y me había tocado ir a cubrir la inauguración de campaña. Siempre creí que era mejor escribiendo que hablando, por ello, mi trabajo soñado era hacer entrevistas escritas en una revista importante. Pero no me iba a dar el lujo de despreciar ningún trabajo, porque sabía que el "éxito" venía de la mano de mucho esfuerzo.
Sin siquiera tocarlo había sentido un corrientazo de electricidad recorriendo mi columna vertebral, y cuando me estrechó la mano mientras me presentaba, supe que a él también le había pasado lo mismo.
Esa descarga eléctrica hizo que nos miráramos fijamente y en silencio, hasta que él soltó una risita que me erizó la piel. Pero nunca me puse nerviosa.
La entrevista que le hice al entonces cenador fue, de lejos, la mejor que hice en toda mi carrera. Me desenvolví con soltura, como si llevara más de diez años entrevistando a políticos. Y Él también se dio cuenta.
–Así que recién graduada –me había dicho, mientras nos tomábamos un mojito en la parte más alta del edificio, ya sin cámaras.
–Si dos años te parece recién, sí.
–¿Y por qué periodismo, Dulce?
–¿Derecho? Demasiadas leyes. ¿Finanzas o economía? Los números no se me dan. ¿Docencia? Nunca he tenido demasiada paciencia. Quería una carrera que me de prestigio y dinero, así que...
–Siendo periodista no es que ganes tanto ¿he? tienes que forjarte un nombre, y luego tener credibilidad...
–Vamos a volver a tener esta conversación en unos años, ya verás. Y te juro que tu punto de vista va a cambiar.
–A menos de que seas directora de un medio de comunicación, no veo otra manera.
–Eso es lo que quiero. Quiero ser directora de una revista, porque odio hacer reportajes hablados –pongo una mano sobre su pierna y la aprieto con cariño, mientras que muevo mi cabello hacia atrás.
–Eso no parecía hace un rato. Nunca me había hecho una entrevista así ¿sabes? y eso que llevo hablando con medios desde que empecé la universidad. Si dices que eres mejor escribiendo, no quiero pensar en cómo serán tus artículos.
–Perfectos.
–¿Así como tus labios? –acerca su rostro un poco más, casi casi haciendo que nuestras respiraciones choquen.
–No lo sé –esta vez, soy yo quien acorta la distancia.
Sé que se va a casar en un par de meses. Antes de venir me he tenido que empapar de información. Sé que está graduado en economía y ciencias políticas; ni bien terminó la universidad su padre le dio un puesto de rango medio en el ministerio en la dirección de su partido. Trabajó cuatro años en la embajada de México en España, y está a un año de terminar su primer mandato como cenador.
–Habrá que comprobarlo, entonces –me muerdo los labios de manera inconsciente y él se aleja, dejándome con la boca abierta.
Quería que me bese. Y no lo hace.
–hazle una crítica al candidato del partido verde –deja su vaso vacío a un lado y me quita el mío–. Si me sorprende, no solo puedo publicarte en nuestro mural del partido. No sé, mi padre es amigo íntimo del dueño de la vanguardia.
Sin miedo a equivocarme, la vanguardia es la revista con más prestigio del país.
–¿Y a cambio de qué?
–¿Perdona?
–No creo que el senador Von Uckermann se ofrezca ayudar de manera desinteresada a alguien que recién conoce. No me vaya a decir que lo hace siempre, que no le creo.
–Siempre hay una excepción. ¿Por qué no ayudar a una chica decidida, ambiciosa y por, sobre todo, hermosa?
–Porque no nos conocemos de nada ¿quizá?
–Me has hecho una entrevista fantástica. Hay que apoyar a los talentos nacionales y...
–Nada de discursos políticos, Christopher. A mí no me vas a convencer tan fácil.
–Audaz, me gusta –vuelve a acercarse y no me muevo–. ¿De verdad quieres que nos quitemos las máscaras, nena? ¿no vas a salir corriendo?
Nena. El tono sensual, mezclado con un timbre ronco y suave me pone los pelos de punta y tengo que apretar mis piernas al sentir la descarga eléctrica que baja desde el centro de mi estómago.
–Yo no le tengo miedo a nada –acerco mi rostro hasta rosar nuestras narices.
–Me encantas, y quiero verte otra vez –el calor sube hasta centrarse en mis mejillas, y pese a saber que ahora están rojas, nunca me alejo–. Quiero besarte, y te quiero en mi cama.
–¿Por qué no hoy? –le contesto casi sin voz.
–Supuse que querías... esperar.
–¿Esperar? –él asiente y pone una de sus manos en mi barbilla–. Como se nota que recién nos conocemos.
–Estoy comprometido. Las mujeres son tan complicadas. Si hago una propuesta indecente a la primera son capaces de mandarme a la mierda porque "no es correcto". Les gusta que les endulcen el oído, y que les hagan promesas falsas. Supongo que son felices escuchando un "la voy a dejar por ti".
–No está bien generalizar ¿sabes? yo no soy así.
–¿A, ¿no?
No le digo nada. Más bien, lo beso. Él me corresponde y el resto ya es historia.
No nos vemos solo esa noche tal como él pensaba. Nunca le pido que deje a su novia, y nunca dejo que me endulce el oído con promesas vacías.
Sí le entrego el artículo, que en un par de días se convierte en la sensación de la política mexicana porque está tan bien pensado, que incluso el candidato opositor baja sus números en las encuestas. Aunque no me consigue el trabajo en la revista al instante, si logra que me den una secuencia propia en el programa en el que trabajaba.
Asisto a su boda meses después. De hecho, me siento en la mesa de los miembros más importantes de su partido. Ese día, me llevo el ramo y conozco a juan Carlos.
Christopher es quien nos presenta, le habla tan bien de mí, y no sé si le dice «es toda una experta» por mi trabajo como periodista o por otra cosa, pero el lunes siguiente ya tengo una entrevista de trabajo en la Vanguardia. Todo pasa rápido. Me contratan en menos de dos días como comunicadora principal, Juan Carlos me invita a salir mientras el otro está en su viaje de bodas y para cuando regresa, no solo me hago un nombre en la prensa televisiva, también en la escrita, y estoy "en planes de algo" con el hijo del dueño de la revista.
No nos dejamos de ver ni cuando se casa, ni cuando le digo que tengo novio, ni cuando casi un año y medio después me piden la mano en una cena romántica frente al mar, ni cuando digo «si» frente a cientos de personas.
No nos dejamos de ver porque lo que tenemos es más fuerte que cualquier «principio moral». Más bien, con el paso del tiempo aprendemos a escondernos mejor, y eso le suma intensidad a lo que sea que tenemos.
Ambos somos conscientes de que si nos hubiésemos conocido antes la historia sería distinta. Nos hubiésemos casado, seguramente. Hubiésemos comprado una cabaña a las afueras de la ciudad y nos iríamos de viaje cada fin de semana.
A lo mejor ahí si hubiese considerado la posibilidad de ser mamá. Esa a la que ahora me niego rotundamente. No quiero que un niño me arruine los planes, y aunque mi marido se muera por tener uno, no va a pasar.
–necesito que me compres una caja de píldoras –le digo por teléfono a mi secretaria–. Ya se me acabaron.
–De acuerdo. ¿Cuándo llegas? Me estoy aburriendo de estar encerrada aquí.
–Si me aseguras que no va a pasar nada, adelante –le respondo, recostando mi cabeza en la pierna del hombre que revisa concentrado el portátil.
–No me voy a arriesgar. Espero que me recompensen esto de alguna manera ¿he?
–Te he comprado unos vestidos bellísimos, y Christopher está considerando mandarte de viaje a Dubái como en un mes.
–¿Todo pagado?
–Todo –le confirmo, ignorando el ceño fruncido del ministro–. ¿Qué novedades por la revista?
–No quería llegar a esto –me responde ella, cambiando su tono divertido por uno más serio–. Ayer tu suegra vino a interrogarme. Ella sospecha cosas, Dulce.
–Me odia, y quiere buscar líos donde no los hay. Siempre se ha sabido eso, acostúmbrate.
–Me pidió que le muestre la invitación a tu supuesto congreso. También exigió ver los pasajes, la reservación de hotel... todo.
–¿Qué hiciste? –Christopher me acaricia la cabeza de forma descuidada, aún sin despegar su atención de la pantalla.
–Le pedí que me esperara porque tenía que terminar de revisar unas cosas, accedió y ¡me hubieses visto! Hice una invitación en el programa de edición de las portadas, falsifiqué tus boletos de avión, me quedaron bastante reales, por cierto. y ya en eso del hotel, tuve que decirle que tú lo ibas a reservar personalmente.
–Por eso te adoro, Lucy bella.
–me ofreció dinero, Dulce –vuelve a adoptar el tono serio y me incorporo rápido, golpeándome la cabeza con una esquina del portátil en el proceso.
–cuidado, nena.
–¿Cómo que te ofreció dinero? –ignoro a Chris, que pasa uno de sus brazos por mi cuello.
–Me ofreció dinero a cambio de que le cuente todo lo que haces, con quien te ves, quien te llama, a dónde vas. Me preguntó si había visto a alguien extraño rondando por aquí, y... también quiso saber del nombre de todas las personas con las que saliste antes de casarse con su hijo.
–Obviamente te negaste.
–Por supuesto. Pero a lo que voy es que, si no soy yo, va a haber alguien que se venda y...
–nadie más sabe lo que pasa, no tengas miedo.
–Sí, pero yo tengo un mal presentimiento.
–Fuera paranoias –me relajo, Lucy es demasiado esquizofrénica a veces–. Si no se ha sabido en siete años ¿de verdad crees que se va a saber ahora?
–No estás cubriendo a unos principiantes, Lucy –Chris se acerca un poco al teléfono y me echo a reír–. Lo tenemos todo calculado.
–No lo sé, Dul. Siento algo, como una presión... de pronto me pregunté ¿qué va a pasar cuando se sepa? ¿tu carrera? ¿su candidatura?
–Que no se va a saber –le digo un poco impaciente–. Mira, prepárate un baño con sales y velas porque se nota a leguas que estás estresada.
–También hay otra cosa –ruedo los ojos, y Chris deja un besito suave en mi nariz–. Es Juan Carlos. Me pidió que haga una cita con tu ginecóloga.
–¿Qué? ¿para qué? ¿con qué derecho?
–Las dos sabemos para qué. Me dijo que quería acompañarte y por eso tenía tanta urgencia en hablar contigo. ¿Qué hago?
–Programa la cita para el próximo jueves, pero llama a la clínica y diles que necesito que la doctora se comunique conmigo cuanto antes.
–¿De verdad no piensas embarazarte nunca? Sabes que Juan Carlos se muere por un bebé y tú...
–Un bebé llegaría a frenar todo lo que estoy consiguiendo. Y no quiero eso.
–Él piensa que lo están intentando. Si sigue insistiendo se va a dar cuenta que nunca has dejado de tomar los anticonceptivos.
–Por eso voy a hablar con la doctora antes.
–Tengo miedo, Dul.
–Por favor, Lucía, para. Voy a colgarte y espero que te tomes este tiempo para relajarte. Ve de compras, date un baño, has yoga.
Oprimo el botón de finalizar sin esperar respuesta. Va más de siete años ayudándome y justo ahora sale con sus malos presentimientos. Lo tenemos todo tan bien calculado, que es muy poco probable que se llegue a saber. No tenemos ni el más mínimo interés por cambiar las cosas.
Chris necesita de su matrimonio perfecto para la próxima candidatura, es más fácil que el pueblo confíe en alguien que tiene familia. Divorciarse le traería grandes complicaciones, y que se sepa lo nuestro lo metería en un escándalo que mancharía su imagen de político honorable.
Yo no puedo perder ni el estatus, ni la tranquilidad, ni el respaldo que me da la revista por ser esposa del hijo del dueño. He trabajado más de cinco años de mi vida por posicionar a la Vanguardia en lo más alto, con mi nombre por delante y la imagen de "mujer perfecta" al lado, que no estoy dispuesta a arruinarlo por nada.
¿Que me equivoqué? sí, pero ¿quién no se equivoca en esta vida?
¿Que no es correcto? Quizá, pero he entendido que la gente define correcto a como mejor le parezca.
¿Que soy una mala mujer? ¿una basura? ¿una cualquiera? ¿Qué me voy a ir al infierno por lo que estoy haciendo? ¿Que no tengo perdón?
No importa. Porque así soy feliz, y porque voy a disfrutar lo que tengo mientras pueda.
–¿Problemas? –me dice cuando tiro el celular a la mesita de noche.
–es Lucía. Está un poco estresada y está viendo fantasmas donde no los hay. Creo que voy a buscar a alguien que le ayude, ya no se abastece con todo.
–Con una jefa tan demandante como tú, es entendible.
–¿Eso crees? –le jalo con un brazo para que se acueste a mi lado.
–No creo, lo sé.
Ha cerrado el portátil y lo ha dejado sobre el reposapiés. Me insta a acomodarme sobre uno de sus brazos y en seguida, pasa el otro por mi cintura, pegándome más a él.
Me besa lento varias veces, porque no tenemos prisa y nos queda toda una noche por delante.
Hemos pasado dos días maravillosos en París, como parte de la recompensa por la luna de miel que nunca vamos a tener. Aquí si podemos pasear por las calles, entramos a tiendas juntos y nos besamos en los restaurantes, porque somos dos personas más en este mar de extranjeros que vienen y van.
–Me dijiste que íbamos a ir a por los botines –deja un beso en el lóbulo de mi oreja y me estremezco.
–Vez. Demandante –muerde mi cuello y cierro los ojos.
–Cállate y bésame.
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Es una mañana muy caótica a comparación de una mañana cualquiera. Mi madre me llama ni bien despierto y como nunca, me reitera miles de veces cuanto es que me quiere, me pide que me cuide y dice que está muy orgullosa de mí. El perrito pequeño que tenemos en casa no deja de rondarme, y se prende de las cuerdas de mis zapatos cuando me disponía a salir.
Suelo ser muy ordenada, pero esa mañana también se me extravían las llaves del auto, y cuando por fin las encuentro, no enciende. Le pido a uno de los empleados que se encargue de llevarlo al taller mecánico antes de pedir un taxi, porque la vida tiene que continuar y hay muchas cosas por hacer en la revista.
La cosa no acaba ahí, pues mi secretaria me recibe más efusiva que de costumbre. En mi escritorio no hay solamente una taza de café, también encuentro un par de galletas de chocolate y una cajita blanca con un juego de pendientes nuevos. Un regalo de mi marido, sin duda, ya que la notita escrita a mano es inconfundible.
–Necesito que redacten una nota con los últimos resultados de la encuesta de satisfacción del pueblo. Incluye la primicia de la nueva autopista que está en planificación.
–En seguida. ¿Me mandaste las fotos? –me dice una de las editoras.
–coordínalo con Manuel. Por cierto, el que me entregue el mejor artículo de la próxima edición me va a acompañar al primer debate presidencial de Christopher Von Uckermann –me dirijo a todos los editores.
–¿Es oficial su candidatura?
–Mañana se hará oficial, no coman ansias. Y como siempre, nosotros vamos a dar la primicia.
–¿Quién hará el artículo? –me consulta Julio, otro de los editores que acaba de llegar.
–¿Quién más, cariño? Yo –camino por toda la sala con elegancia, disfrutando del ruido que hacen las teclas de las computadoras mientras tipean–. El artículo tenía que estar perfecto. Quiero todo impecable, porque la edición de mañana es especial.
Salgo del lugar ante la atenta mirada de todos los periodistas. Atrás a quedado el ser una "más del montón", alguien que sigue órdenes y que tiene que adaptarse a las condiciones que les pongan sus jefes. La revista es prácticamente mía, porque cuando mi suegro deje su puesto y lo ocupe mi marido, me va a dejar hacer y deshacer a mi antojo.
Quería ser una periodista importante, influyente y de renombre y lo he conseguido. He dejado con la boca abierta incluso al mismo Christopher, porque ahora mi opinión cuenta demasiado incluso para el partido de su padre. La revista ya no es solamente de la familia del Bosque, ahora la conocen porque es la revista que dirige Dulce Espinosa.
–me han vuelto a insistir del noticiero. Quieren que lo conduzcas, con el doble de lo que te ofrecían antes.
–No lo sé, Lucy.
–Por favor, Dul. Solo van a ser un par de horas al día, Juan Carlos está más que encantado con la idea.
–Voy a pensarlo, no te aseguro nada –me coloco el abrigo y cojo mi bolso.
–¿Vas a salir? ¿a dónde? –inquiere cuando asiento.
–Vamos a probar el auto nuevo del próximo presidente de la república.
–¿Qué? ¿ahora?
–Sí. Ya no voy a volver. Dile a Juan Carlos que quedé en ir a pasar la tarde a un Spa con mis amigas. Cierras mi oficina y cerciórate de que la edición de la revista esté perfecta.
–Dul... no creo que sea prudente ahora y...
–No te estoy pidiendo consejos Lucy. Limítate a obedecer, por favor.
Ignoro sus reclamos y le doy un beso rápido en la mejilla antes de salir de la oficina. En el ascensor me encuentro con mi esposo, que parece apurado porque tiene una reunión de directorio, y dejo que me bese rápido los labios antes de salir del aparato de metal. No hablamos, solo escucho un «te amo» a la distancia, que respondo con un saludo con la mano.
Tomo un taxi para que me lleve a las afueras de la ciudad. No nos podemos dar el lujo de que nos capte una cámara, ni de ser vistos por un transeúnte que lo reconozca de inmediato.
No ahora, cuando está a nada de ser oficializado como futuro candidato a la presidencia.
Ese sí que sería un escándalo para el cual su partido político no está preparado. Yo tampoco, la verdad.
En el camino voy revisando las fotos de su presentación. Tiene todo para ganar. Trayectoria, apoyo de gente importante, recursos, voto popular. Christopher es de los pocos políticos que goza de tener una imagen intachable no solo como persona pública, sino también como persona.
Lo único que le faltan son los hijos, suelen decir algunos críticos, pero a él poco o nada le importa. De hecho, tampoco quiere tenerlos, pese a que su esposa lo haya presionado en un sinfín de ocasiones.
Me espera en su auto deportivo nuevo a un lado de la carretera. Lleva lentes de sol y un gorro para sol que le hacen ver malditamente atractivo. Mientras avanzo hacia donde está siento un pequeño mareo, que de inmediato relaciono con el no haber almorzado. Hago uso de todos mis reflejos para no caer al suelo, tomo una fuerte bocanada de aire y continúo avanzando.
–¿Estás bien?
Me subo al asiento delantero a como puedo, recuesto la cabeza en el respaldar y aún así siento que todo me da vueltas.
–Sí. Me mareé un poco.
–¿Bebiste o qué?
–idiota –le doy un golpe en el brazo mientras respiro profundo–. Creo que tengo que ir a que me hagan unos análisis. Me he estado sintiendo un poco... extraño.
–Define extraño.
–Tengo mucho sueño, me duele la cabeza. No tengo ganas de comer nada, te lo juro.
–¿Nada de nada? –pregunta, guiñándome el ojo y le doy la espalda, pero es más rápido soltándose el cinturón para envolverme en sus brazos–. Yo tengo un medicamento infalible para esos malestares.
Suspiro complacida cuando deja besos suaves por todo mi rostro, y el contacto de la barba que se ha dejado crecer me hace esbozar una sonrisa. Me incorporo en el asiento y hago más íntimo el contacto, pasando mis manos por los nudos de su cabello.
Hay un punto en que deja de besarme para mirarme por largo tiempo. Encuentro en sus ojos mieles el significado perfecto de adoración, y puedo perderme en ellos sin que importe nada más.
Entrelaza su mano con la mía, sin ningún tipo de alianza y me sonríe tan sincero, que mi corazón duele.
–Te amo, nena.
Sus palabras me producen escalofríos en todo el cuerpo. No lo escucho seguido, y esa sensación que me recorre es una mezcla de satisfacción con algo parecido al desespero.
No me lo dice seguido porque sabemos que estos momentos son los que nos hacen daño.
No le pido que lo haga porque esas tres palabras me dejan a la deriva, fantaseando con algo que nunca va a poder ser.
Pero sé que me ama incluso más que a su propia vida.
–Yo también te amo, monstruo.
Hay un largo silencio que odiamos y que tratamos de evitar cada que podemos. Es insostenible pensar que tenemos que ocultar esto, o que, mejor dicho, queremos hacerlo por miedo a perderlo todo.
Es lujuria, deseo, tentación. Pero, aunque no parezca, también es amor.
Porque de no ser así no hubiésemos durado tanto tiempo.
Rompe el momento después de un rato, besándome lento antes de encender el auto. Me arreglo el cabello, suspiro un par de veces, cierro los ojos y me convenzo con que esto tiene que seguir.
–Y bueno ¿qué te parece el auto?
–Está... curioso ¿por qué blanco?
–Sinónimo de transparencia, nena. Voy a usarlo en toda la campaña política, ya sabes...
–te lo compraste solo para eso.
–¿Quieres la verdad? –muevo la cabeza–. Lo compré como una escusa para verte otra vez.
–idiota.
–Lo compré para estrenarlo contigo.
Ruedo los ojos cuando da un frenazo para besarme otra vez, pero no puedo evitar sonreír.
–Es descapotable –me dice guardando el techo del auto con un botón.
–¿Y a dónde me vas a llevar?
–Es una sorpresa.
Los años pasan y la complicidad que tenemos no deja de sorprenderme. Hablamos de todo y nada a la vez, olvidándonos por un momento que en la ciudad nos esperan dos vidas totalmente distintas a lo que hubiésemos deseado.
Extraño. Porque en esas dos vidas también tenemos sueños cumplidos. Yo con la revista, él con su carrera.
Y aquí no somos dos amantes embriagados de placer. Somos dos amigos, un par de personas simples que salen de la ciudad para pasear con la puesta de sol.
Hablamos, nos reímos de cosas sin sentido, cantamos juntos esas canciones del rock de antaño que tanto nos gustan.
–Corre un poco más –le digo, envuelta en la adrenalina del momento.
–nena, hay curvas.
–¿Y? sentir las curvas son lo mejor del mundo. Corre un poco más ¿sí?
La lista de canciones aleatoria cambia repentinamente de género musical, y la calma de la melodía con la velocidad del auto no parece contrastar en lo absoluto.
Le aprieto la pierna con cariño, mientras de fondo escucho la voz de Alborán.
–Esa es nuestra canción –me dice en susurro, sin bajarle a la velocidad.
–Esa canción siempre me recuerda a ti. Pienso en todo lo que pudimos haber sido.
–Pero ahora somos esto. tú, yo, la puesta de sol.
En Saturno, viven los hijos que nunca tuvimos
En Plutón, aún se oyen gritos de amor.
Y en la luna gritan a solas tu voz y mi voz pidiendo perdón
Cosa que nunca pudimos hacer peor.
Cantamos bajito, disfrutando de la brisa de viento que golpea nuestros rostros, del sol que aún no se oculta y de nosotros.
Tienes la misma culpa que tengo
Aunque te cueste admitir que sientes como siento
la almohada no suele mentir.
–Y yo no quería...
–¡Cuidado!
Mi grito se oye sordo, lejano, distinto a mí.
De repente, siento un destello de luz en mis ojos. Todo pasa tan rápido, y mi cuerpo se paraliza. Un camión, enorme y obscuro, se aproxima por el otro carril a toda velocidad. El corazón se me detuvo.
Grité, pero las palabras se perdieron en el estruendo de la voz y el viento. El impacto fue brutal.
Gritan a solas tu voz y mi voz pidiendo perdón...
Cosa que nunca pudimos hacer peor...
Todo se volvió un borrón de colores y sonidos. Vidrio roto, metal retorcido, el olor a gasolina. Mis oídos zumbaban y sentía un dolor agudo en la cabeza.
Abrí los ojos y vi a Christopher inmóvil en el asiento del piloto. La sangre emanaba de una herida en su frente. El pánico se apoderó de mí.
–Te amo, Dulce.
Sus palabras casi sin fuerza, acompañadas del apretón de su mano, fueron desgarradoras.
Intenté moverme, pero mi cuerpo no respondía. Estaba atrapada entre los hierros retorcidos del auto. Mis ojos, aún nublados por el shock, buscaban desesperadamente los suyos, que hacía instantes me habían mirado con adoración.
Ahí estaba, inmóvil, como una figura de cera. La sangre coagulada en su cabello castaño contrastaba con la palidez de su piel. Sus ojos, normalmente llenos de vida, con un toquecito de diversión, se estaban cerrando.
Poco a poco, a medida que el agarre de nuestras manos se iba debilitando.
***
¡Quiero leerlas!
¿Qué creen que pase ahora?
¿Sobrevivirá?
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