1. Rayitas rosadas. P 3
–¿Y dónde está tu papá?
–No existe.
Una hola de risas se extiende desde el fondo del salón hacia adelante, haciendo que el niño, que acaba de pegar un dibujo enorme de él mismo con una pelota en los pies en el árbol por el día del padre, arquee la ceja indignado. No entiende porqué se ríen, o, mejor dicho, no quiere hacerlo.
–¡No tienes papá! ¡No tienes papá! ¡no tienes!
Da dos pasos atrás, con las manos en los bolcillos y con la expresión más fría del mundo. Es tan fría, que incluso la encargada del grupo parece sorprenderse. Porque Christopher no huye, ni se refugia en las columnas, ni se enoja. Christopher no llora.
–No hagan alboroto, niños. ¿Tu papá está muy lejos, ¿verdad? –se pone a la altura del niño con risos castaños y ojos miel.
–No existe.
–Miss –se levanta un niño de la segunda columna, atrayendo la atención de la mujer, que se preparaba para darle consuelo a Chris–. Dice que no existe porque seguro nunca lo quiso y por eso lo dejó.
Todos vuelven a reír.
–¡Tu papá no te quiere! ¡tu papá no te quiere!
Christopher mira de reojo el árbol con todos los dibujos que han hecho sus compañeros. Como si de una constante se tratase, ve siempre dos personas. Todos han puesto en la parte de abajo, con distintos colores y cositas decorativas la misma frase: "Amo a mi papá".
«Ridículos» –piensa, mientras se escabulle de la mirada de la encargada, que empieza a darles un discurso a sus compañeros sobre lo importante que es mantener el respeto por todos. Pero no se va, ni se pone a llorar en una esquina. En cambio, saca su dibujo de las ramas del centro y se estira hacia arriba todo lo que puede, para pegarlo sobre las letras brillantes con "feliz día papá" de la punta del árbol.
"El mundo es mío" –dice en la parte de abajo.
La encargada se sorprende al verle colgar el dibujo, pero casi se muere al leer la frase, porque ella todavía no les ha enseñado a escribir palabras que contengan S o bocales inversas, y un niño no debería estar escribiendo eso en el mes de los padres.
–No tengo papá y no quiero tener uno, pero voy a tener al mundo a mis pies. Ya verán.
Entonces, sí se va, ignorando por completo a la encargada que sale tras de él. Corre con todas sus fuerzas, pero nunca llora.
Y mientras corre al campo de fútbol que tiene el colegio, Christopher se jura tener todo lo que quiere. Porque no tiene un papá, pero será la única cosa en el mundo que no tenga.
Nadie más se reirá de él ni intentará ponerle en ridículo, porque todo el mundo va a besar el piso por dónde camina.
Y nunca nadie en el mundo le va a ver llorar. Mucho menos por una persona que se ha perdido la oportunidad de tenerle como hijo.
Su padre se ha perdido de un hijo como él, pero él no se ha perdido de nada importante.
-------------------------***-----------------------
Han pasado siete meses desde que recibió la peor noticia que le pudieron haber dado en la vida. Son esos siete meses y un poquito más, precisamente, el tiempo que su matrimonio lleva en crisis, con más motivos para decir adiós que para luchar. Y aunque por las noches, cuando se acostaba dándole la espalda a su esposa y sentía las pataditas de los gemelos algo se le estrujaba en el corazón, todavía prefería creer que todo era parte de una pesadilla.
En contra de su voluntad, había tenido que levantarse en las madrugadas para ir en busca de los antojos extravagantes de Dulce. Ganas de mandarle por un tuvo no le faltaban, pero había algo que se interponía, era algo más fuerte que sus deseos, algo más fuerte que él.
Ese mismo algo que ahora mismo le mantenía dando vueltas furioso en la sala de espera, porque hacía más de dos horas no sabía nada ni de Dulce, ni de esos mocosos que habían decidido adelantar su llegada.
Justo el 14 de febrero.
Justo cuando había decidido darse un tiempo para ir a pasear con su esposa por el Mar de Irlanda.
–¿Cómo salió todo, doctor? –la voz calmada de su hermana le hace correr al inicio de uno de los pacillos, de donde acaba de salir el hombre de bata blanca y cofia.
–¿Cómo está mi mujer?
"y los mocosos", siente el impulso de preguntar, más no lo hace.
–Dulce está dormida por el efecto de la anestesia, va a ir recuperándose poco a poco, pero...
–¿Dónde está? –su desesperación es evidente, y aunque su rostro sea el mismo neutro de siempre, lo cierto es que se muere de miedo.
–La están trasladando a la habitación.
–La esperaré ahí –se da la vuelta, con un peso menos sobre los hombros, pero con una sensación de angustia que le incomoda de sobremanera.
Siente que le falta saber algo, pero no es capaz de preguntar. No es capaz de admitir que ellos le interesan también.
A quien sí le interesan, y no lo oculta, es a Maite, su hermana.
–¿y los bebés?
Mai no está para rogar, y no le va a pedir al ogro de su hermano que se quede a oír sobre sus hijos. Tampoco va a enojarse, ni le va a hacer un drama. Porque tarde que temprano va a darse cuenta de su actitud tan estúpida.
Pero él, producto de una fuerza magnética que no se explica, gira en su sitio y vuelve a enfrentarse al médico, que ya no tiene el rostro calmado de hace algunos minutos. De hecho, luce serio.
–El niño nació muy sano, queremos mantenerlo en observación unas horas, pero ya pueden verlo.
«Tenía que nacer así»
–¿Y la bebé? –es su hermana, que luce genuinamente feliz con la noticia.
–La bebé rompió su bolsa, y suponemos que se tomó un poco de líquido amniótico. Todavía está muy chiquita y sus pulmones no se han desarrollado al completo...
Con las palabras del hombre de bata blanca siente el primer golpe seco en las costillas.
–Pero va a estar bien ¿verdad?
–No les quiero mentir. Nació muy débil y...
–¿Dónde está? –pregunta, con la mandíbula tensa y las manos empuñadas.
–La niña va a tener que estar en una incubadora con respirador artificial. Nació antes de tiempo y...
–¿Dónde está?
–en cuidados intensivos –le responde él, y Christopher se le abalanza, preso de una furia que desconoce.
–Escúchame bien, idiota. Si a esa niña le pasa algo mando esta clínica a la mierda y no descanso hasta verte rogando por piedad.
Lo estaba haciendo porque Dulce no iba a estar bien si a uno de los niños les pasaba algo. Porque ya nunca más sería la misma, y lo único que le importaba a Christopher en el mundo era verla feliz. Y si esos mocosos le ayudarían a contribuir en ello, los iba a cuidar.
Haciendo caso omiso al cosquilleo desagradable justo al centro de su pecho, se intentó convencer de aquello mientras se adentraba a los cuneros guiado por una enfermera. Sus planes había cambiad. Ya no esperaría a su esposa en la habitación. La dejaría a descansar, mientras tanto, comprobaría por su propio pie el estado del niño, que, vestido con un conjuntito blanco, le miraba con los ojos llenos de curiosidad.
Entonces, se sintió morir.
Se tuvo que sostener de una de las columnas blancas, porque el golpe seco en las costillas, acompañado de un miedo voraz que se extendió desde el centro de su estómago le tomó por sorpresa. Ni el último balón de oro, ni la copa de la Champions que levantó el año pasado en Londres. Nunca nada le había llenado de tanta satisfacción como la que sentía ahora, al ver al bebé con uno de sus deditos en la boca.
"Era perfecto".
Tenía que ser perfecto, porque todo lo que hacía el máximo goleador de la Premier League era perfecto.
–¿Quiere cargarlo?
–No –respondió apresurado–. Digo, es muy pequeñito y se puede romper.
–¿Qué dice?
La enfermera se ríe, él la mira mal.
–Instalen todo para que se quede al lado de su madre. Tiene que estar allí cuando ella despierte –ordena, viendo por última vez al bebé con los ojitos idénticos a los suyos.
Se da la vuelta, el bebé empieza a llorar. Vuelve a girarse a verlo, y como si de una broma se tratase, su hijo se calma.
Es muy chiquito, por ello, le resulta increíble la atención con la que sigue todos sus movimientos. Aprovecha que la enfermera se distrae con uno de los niños horribles que empieza a llorar y se acerca a paso lento. Toda esa frialdad con que suele cobrar los penales se desvanece en cuanto estira una de las manos para acariciarle la carita.
Ni Nouer, ni Courtois, ni Alisson. Tener en frente a los mejores arqueros nunca le puso tan nervioso como ahora, que tocaba con un miedo indescriptible la pequeña naricita del bebé.
–Iré a ver a tu hermana –le dice con la voz temblorosa–. No llores y sé un buen niño porque te van a llevar a conocer a mamá y tienes que hacerla feliz ¿entendiste?
No le dice nada, él no se queda a esperar reacción. En cambio, se da la vuelta y camina todavía con esa sensación extraña que no le gusta hacia el área de cuidados intensivos, que está ubicada al otro extremo del piso de maternidad. Siempre ha odiado los hospitales. No sabe si es el olor, o la tensión, o la energía cargada de los pacientes y familiares, pero cada que está en uno tiene ganas de vomitar. Y su estado empeora cuando ve, en una sala pequeña, los rostro afligidos de los que supone, son los familiares de los bebés de cuidados intensivos.
La expresión neutra con que camina por los pasillos se desvanece en cuanto ve con letras grandes su apellido en una de las incubadoras. Se acerca con miedo, activando su tan característica coraza fría. Pero no le dura.
Todo su mundo se le cae a los pies al ver más de cerca la carita de la personita que yace acostada en la incubadora, con los ojos cerrados. Tiene conectados cinco cables, reconoce a uno como el respirador artificial, y no puede soportarlo.
No puede ser.
No puede ser, porque, aunque hace mucho se prometió no llorar, no parece ser él quien se arrodilla al pie de la cunita y se cubre el rostro con ambas manos, intentando, en vano, contener la hola de llanto que amenaza con salir.
Es tan chiquita, tan frágil, tan... y no puede verla así.
Quiere tocarla, pero no lo hace por miedo. Quiere sacarla de allí para meterla en una cajita de cristal donde nada ni nadie la pueda alcanzar, pero sabe que es peligroso.
Un fuerte sentimiento de culpa le hace tambalear por un segundo. Si no la hubiese rechazado tanto, a lo mejor ahora estuviese al lado de su hermano, con un dedo en la boca y con los ojos bien abiertos. Si le hubiese hablado, así como Dulce lo hacía...
Y le pide disculpas, y se odia porque se siente culpable.
Quiso hacer feliz a Dulce, pero ver a la niña así la va a destrozar.
---------------------------***---------------------------
Ni en más de siete años de relación lo ha hecho, pero como para todo hay una primera vez, Christopher se ve sosteniendo la puerta del auto a la espera de que su esposa, desbordada por la alegría mezclada con un miedo abrazador, baje. Nada está bien. Pese a que han traído a dos enfermeras bien capacitadas, Dulce se niega a que le ayuden con el bebé, así que tiene que ingeniárselas para cubrirle con una mantita blanca.
Le da un besito corto en la frente, y se aferra a él como si su vida dependiera de ello. Mira con duda a su marido, a las enfermeras que aguardan por ella a pocos metros, a su madre que observa todo desde la entrada de su casa al lado de Maite y luego vuelve a mirar a su bebé.
"Todo va a estar bien", se dice a sí misma, porque sabe que Christopher no se lo va a decir, y porque, aunque se esté muriendo de la angustia por dentro, hay un ser pequeñito que la necesita más que nunca.
No se espera que Christopher, precisamente, pase un brazo por su cintura para ayudarle a bajar. Él está igual que ella, pero no lo quiere admitir.
Los dos miran por largo rato al bebé, que se mueve como queriendo quitarse de encima la mantita blanca y luego, suspiran al mismo tiempo. Falta algo. O, mejor dicho, les falta alguien.
–Tengo que darle de comer –dice ella con un hilo de voz.
–Te instalo y luego me voy –se gira para cerrar la puerta del auto y con un cuidado que no a tenido antes, escolta a su esposa hacia la casa.
Su suegra se les atraviesa en el camino pidiendo ver al bebé mientras Maite empieza a darles instrucciones a las enfermeras. Y aunque en otro momento él se hubiese desentendido, nunca quita la mano de la espalda baja de Dulce, ni hace el ademán de alejarse.
–Es el bebé más lindo que he visto –alaga Blanca–. ¿Me permites cargarlo?
–En la habitación, mamá.
Había seguido al pie de la letra las indicaciones de sus médicos de cabecera, en plural, porque desde que se enteró que estaba embarazada se trazó un plan estricto de precaución, que, entre otras cosas, incluía todo un séquito de médicos bien experimentados. Se limitó a comer sano, a no estresarse ni con las pataletas de su marido, a renunciar a todo aquello que podría haber significado el más mínimo riesgo, porque llegado el día, quería vivir su maternidad a plenitud. Así que encontrarse en esa situación tan desoladora, con el alma pendiendo de un hilo y el corazón casi casi al borde del abismo aún le parecía una broma.
¿Qué había hecho mal?
¿Qué le estaba cobrando la vida con tanta furia? ¿sus malas decisiones? ¿el haberse enamorado de un alérgico al amor? ¿el haber rogado hasta quedarse sin fuerzas?
Y quizá la pregunta más difícil ¿por qué le hacían pagar a ella en la piel de un ser tan indefenso?
Definitivamente, Dulce hubiese preferido morir en el parto, luego de cerciorarse de que sus bebés iban a estar bien antes de tener que vivir con la impotencia al no poder hacer nada por la niña.
Las pantuflas acomodadas a la entrada de la habitación para los bebés expresaban lo mucho que ella había esperado por ellos, pero un poco más al fondo, con un perfecto contraste de azul y rosado, las dos cunitas dejaban entrever la cruda realidad.
Dulce estuvo a nada de desplomarse con su hijo en brazos, de no ser por Christopher, que, con el corazón en la boca, hizo uso de todos sus reflejos para mantenerla en pie. A él también le dolía haber llegado a la casa, y más precisamente a la habitación solo con un niño. De hecho, era la primera vez que entraba, y no se había preparado para el fuerte golpe en las costillas que sintió al ver el lado rosado de la estancia.
–Juro que te la voy a traer –le susurró a su esposa, luego de haberle ayudado a acomodarse en la mecedora para darle de comer al niño–. Te la voy a traer sana y salva así sea lo último que haga en esta vida.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro