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1. Rayitas rosadas. P, 1

La respiración se me torna pesada cuando mi cerebro capta el significado de las dos rayitas rosadas en la prueba que reposa sin discreción sobre la repisa del cuarto de baño. El corazón de pronto late con dificultad, mientras que siento como si me hubiesen dado un golpe seco en las costillas. Tengo que apoyar mis brazos sobre el lavamanos porque no soy capaz de recibir estímulos de mi mente, que está intentando digerir la información que le acaba de brindar una maldita proyección. Lo que menos pensé encontrar al llegar a casa, después de una agotada jornada de entrevistas que complementaban el triunfo en la Premier league, era un test de embarazo positivo.

Parpadeo un par de veces con la esperanza de que solo se halla tratado de una jugada falsa de mi visión, pero no pasa nada, el resultado sigue siendo implacable. La única diferencia es que ahora sí mi cerebro me envía un pensamiento claro: Es la peor noticia que he podido recibir en todos estos años. Las ganas de vomitar me invaden, el vacío en mi estómago no es agradable y quiero arrancarme los ojos.

–Mi amor, ya está lista la comida –grita desde afuera aumentando el deseo de votar lo que ni siquiera he tragado.

Y después de unos segundos, termino haciéndolo. Porque la idea de ser padre me da tanto asco como ver torturas de la mafia roja.

Me reincorporo despacio, empuño sin mucho ánimo la prueba y la tiro al inodoro, para después estrellar un puño en la pared. Escuché en distintas ocasiones que la noticia de "ser padre" llenaba el pecho de algo inexplicable, pero lo único que me invade en este momento es rechazo combinado con algún tipo de furia.

«Vaya mierda»

Salgo después de haberme mojado el rostro, igual de confundido e incómodo. Las ganas de vomitar vuelven a apoderarse de mí al percibir el olor a pollo asado, sin embargo, opto por contenerme. Dulce me está esperando en la mesa del comedor con una expresión sonriente que logra irritarme.

Pienso en que tiene a alguien chiquito creciendo en su vientre, en que la idea de convertirse en madre la debe haber echo muy feliz, en que confía tanto en nuestro amor que no parece tener miedo a mi reacción. También pienso en que no quiero ser padre, en que no me creo capaz de querer a alguien más con la misma intensidad, en que la vida se me acaba de salir de control al ver dos rayitas rosadas.

Luego recuerdo el embarazo de Maite, a Mía de bebé, a sus cumpleaños y a su carita cada que me ve. «esa cosita también hará lo mismo en unos años»

–¿Te pasa algo, Chris?

«Me pasa que estoy odiando la idea de tener un bebé, pasa que te estoy odiando a ti y que estoy aborreciendo al mundo»

Pese a que es lo que quiero gritar, me descubro abrazándola intensamente. El pecho me arde con la primera lágrima de furia que cae sobre su cabello, con la segunda vuelve a romperse mi alma, con la tercera ya hay una parte de mi cerebro que recuerda que estoy llorando.

–Perdón que interrumpa, pero quería saber si a la señora se le ofrece algo aparte de galletas cubiertas de aceite de oliva.

Limpio mis ojos con disimulo, antes de mirar a mi "esposa" con extrañeza por la cosa tan absurda que acabo de escuchar. ¿Quién fregados come aceite de oliva con galletas?

«¿Una embarazada, quizá?»

–No me mires así –el pecho se me infla al verle reír–. Son ricas, ¿quieres probarlas?

Desde cuando comes cosas raras, quiero preguntarle, pero me limito a negar para después sentarme al otro lado de la mesa. Mi mente comienza a disparar un montón de preguntas y reproches hirientes que no puedo pronunciar, ya que la garganta me quema de una manera terrible.

La comida simplemente no me sabe a nada, ni siquiera soy consiente de lo que estoy haciendo. Me concentro en analizar la forma en la que come, sus expresiones de deleite puro, sus ojos que brillan más que en el día de nuestra boda, el aire de plenitud que destila su rostro.

–¿Fallaron las pastillas? ¿dejaste de tomarlas y no me dijiste nada? –mi voz es más ácida de lo que pretendía– ¿no se suponía que lo hablaríamos en unos años más?

Detalla mi expresión mientras se lo piensa un poco, luego, aunque le distraen, inspecciona mis ojos con suma atención. Termina moviendo las manos más de lo normal, buscando quizá, las palabras adecuadas para explicar. Cuando por fin las tuvo encontrado, reanuda el contacto de nuestras miradas que enciende todo en mi interior.

–Viste la prueba del cuarto de baño –observa despacio–. Eso no es seguro –me da un rayito de esperanza–, pero lo acabo de comprobar esta mañana con unos estudios de sangre. Te lo quería decir yo, prepararte para la noticia... lástima que no halla sido así. Y... y... y sí, Vamos a tener un bebé –suelta un suspiro extraño.

Su sonrisa me aturde y el golpe seco vuelve a impactar fuerte en mis costillas.

–¿Y quieres que salte de felicidad, ¿no? ¿quieres que corra a cargarte en brazos para llenarte la cara de besos? –me burlo–. ¿te digo que la idea de tener un bebé me ilusiona? –quiere hablar y la freno–. Lamento decirte que nada de eso va a pasar, porque he odiado la idea desde que vi la prueba, me enfurece que todo esté fuera de lugar, y nunca voy a estallar de emoción al saber que seré papá.

Su llanto empeora mi estado porque, por donde quiera que se escuche mi discurso, he usado un tono amargo, para nada neutro.

–No soy yo, son las hormonas –se repone después de un siglo–. Y no, por más raro que parezca, no me esperaba nada de lo que has insinuado. Tengo claro que esto te desagrada, pero bebé ya está aquí.

–¿Cómo fue? ¿cuándo dejaste de tomar las pastillas? ¿por qué demonios decidiste sola? –digo después de tomar aire–. Esto lo teníamos que decidir ambos. Me repites hasta el cansancio que somos un equipo, pero a la hora de la hora tú...

–Yo no planee quedar embarazada, Christopher –levanta la voz.

–¿A no? ¿fue obra del espíritu santo, acaso?

–Hace un par de semanas, cuando agarré el resfrío. En ese momento no pensé que tomar un antibiótico y la píldora el mismo día ocasionara un circuito; la pastilla para el resfrío hizo efecto, el anticonceptivo no. Y pasó, sin que ni tú, ni yo lo decidiéramos.

–Y por un descuido tengo que resignarme a aceptar algo que no quiero –me río sin humor–. Porque a estas alturas creo que ya tienes claro que no quiero ser papá, no quiero tener bebés y no quiero...

–Yo tenía claro que ibas a pensarlo. Desde que hablamos por primera vez del Tema, cuando Maite nos dijo que estaba embarazada, me dijiste que el tiempo se encargaría de eso. No cerraste las puertas y te creí –se levantó de la silla–. Las cosas pasan por algo, y estoy segura que si no se daba así, nunca se hubiese dado. Porque tú siempre terminas evadiendo la conversación.

–Todavía tenemos muchos años por delante, podíamos...

–¡tengo 32 años, Christopher! ¿cuánto más querías esperar? ¿otros 5 años, como desde que nos reconciliamos? –reclama al borde de las lágrimas–, perdóname, pero a mí la posibilidad de ser madre se me va en un suspiro.

Odio verle llorar. Algo se siente pesado en mi pecho, al tiempo en que el nudo instalado en mi estómago me impide seguir pensando con frialdad. Cada lágrima que vota abre una grieta en mi alma y quema y arde como si se tratase de algún compuesto químico peligroso.

Me irrita aceptar que tiene razón al decir que a ella la posibilidad de ser madre se le está escapando. Me enfurece reconocer que los años no iban a conseguir que mi perspectiva de la paternidad cambie, y me resulta patético ver que la noticia me ha golpeado sin anestesia, justo cuando menos lo esperaba.

Lo más difícil de la situación es que no debo, ni puedo, ni quiero ceder. En la vida ya he perdido mucho con Dulce, no estoy dispuesto a perder otra parte del control que me queda.

–Entiendo tu punto. Ahora entiende tú que no quiero ser papá.

–Te pido yo que entiendas que esto me hace ilusión.

Sus ojos desbordantes de ilusión distraen a los míos, nublados por la desesperación. Le acabo de hacer feliz sin siquiera proponérmelo.

–Necesito aire, nos vemos luego –me dice antes de marcharse.

Perfecto. Ahora resulta que la ofendida es ella.

Dejo el plato a medio comer y me encierro en el pequeño museo que tengo al lado del estudio. Es una habitación que he adaptado para poner cada uno de mis trofeos. En las vitrinas brillantes, yacen organizadas las botas de oro, las medallas, mis camisetas y las de mis ídolos, los dos balones de oro, las réplicas de todas las copas que he ganado y los trofeos menores. He conseguido todo lo que me he propuesto, y para ser feliz no me hace falta nada.

Incluso tengo a Dulce ¿para qué más?

Mi mente me juega una mala pasada al desbloquear el recuerdo de una conversación que hubiese preferido nunca haber tenido. Nos veo sentados en la cubierta del crucero por nuestra luna de miel, tomados levemente de la mano y con su cabeza recostada en mi pecho.

Ese día, por coincidencia o destino, en una isla a la que bajamos de visita, Dulce había conocido a una mujer con dos bebés en brazos. Aparentemente no se abastecía, y mi esposa se ofreció a ayudarle. No iba a negar que verle cargando a un niño me estrujó el corazón, sin embargo, esa sensación de calidez se fue casi al instante, porque la idea de compartirlo todo con alguien más me revolvía el estómago.

En la comida fue nuestra primera conversación seria sobre el tema. A futuro, mi esposa se veía con dos o tres niños, hasta les había puesto nombre y les había conseguido colegio. Mi respuesta, sin embargo, había sido ambigua «ya veremos».

–¿Para qué estás trabajando tanto, entonces? –preguntó de la nada, fijando los ojos en una hola que se rompía a lo lejos.

–Para comprarme y hacer todo lo que quiera. Además, digamos que el dinero viene a consecuencia de mi trabajo, y sabes que amo jugar.

–No te vas a llevar nada cuando mueras ¿sí sabes, ¿no? ¿con quién crees que se va a quedar todo?

–¿Contigo? ¿con Maite? –enredo un mechón de su cabello en mis dedos–. Hasta le podría dejar algo de herencia a Mía.

–Mía es tu sobrina, pero dejarle todo a un hijo..., o más bien, compartir lo que ahora tenemos con un niño. Llevarlo a pasear, llevarlo a todos tus partidos, que aplauda tus goles. Darle mucho, pero mucho amor...

–No es momento, Dulce.

–¿Sí sabes como te mira mía? con total adoración –empieza, evocando la mirada risueña de la hija de mi hermana Maite–. Un hijo nuestro también te miraría así, como su héroe. Sería tu fan número uno y...

–tengo muchos fanáticos, no hace falta uno más.

–¿A quién le vas a hablar de tus trofeos cuando te retires?

–A nadie ¿para qué lo haría si todo está documentado? Pienso abrir el museo al público, así pagan para entrar y ven, de lejos, todo lo que he sido capaz de ganar.

–Pero..., ¿no te gustaría sentarte a contarle a un bebé nuestro como fue tu primer gol? ¿cómo te sentiste cuando levantaste la primera Champions? ¿no te gustaría enseñarle a jugar? –niego, sin ninguna expresión en el rostro–. Porque a mí sí me gustaría hablarle de mi concierto en el estadio, o de cuando fui a cantarle a la reina Isabel. Me gustaría contarle cómo nos conocimos y cómo hemos sorteado todo hasta llegar aquí. Sería la prueba material de nuestro amor.

No he sido sentimental y no lo seré jamás. No tengo ni ganas, ni paciencia, ni intención de mostrarle a alguien cómo se juega al fútbol porque para eso existen academias. Me da tanta flojera hablar de mis sentimientos, que prefiero engrandecerme mostrando todos mis trofeos. Siempre he pensado que los hijos son una atadura de por vida.

Y si Dulce se quiere esclavizar a los dolores del embarazo y a cuidarlo, yo no.

La idea de separarme de ella y dejarle con todo me golpea de repente, no obstante, se va con la misma rapidez con que llegó. Después de todo a lo que renuncié por ella, no estoy dispuesto a dejarla ir. Yo nunca pierdo, porque aceptar que la amo fue mi peor derrota y eso a quedado en el pasado.

Así que cuando llega, casi rosando las diez de la noche, le dejo un beso en la frente antes de darle la espalda por completo.

Ella no va a dar su brazo a torcer, yo tampoco lo voy a hacer. Esta vez, ni por mí ni por nadie piensa renunciar a la bola de células que crece en su vientre, y yo no estoy dispuesto a ceder.

No quiero al bebé, pero tampoco quiero perderla a ella.

***
¿Qué les parece esta primera parte?
¿Qué tal Dulce? y Christopher?
¿Y quieren leer la siguiende parte?

Voten y comenten mucho :)

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