Capítulo 5: Sal, viento y fuego.
Según una vieja leyenda de Marthia, los cristales marinos que se encuentran en la costa. Son los viejos deseos no cumplidos que acabaron en el lecho marino. El mar los devuelve convertidos en nuevas esperanzas.
En la proa de la Regulos, las gotas de agua salada se entremezclaban con el viento. Zeph acariciaba su propio collar de cristales marinos, cada pieza recogida por un pariente o amigo, un obsequio tradicional de despedida. Un mosaico de recuerdos que harían de ancla emocional. También estaba el cristal de Cali, que le entregó con un gesto amargo. Echaría de menos las ilusiones que ella había protagonizado, su sonrisa cuando él hacía alguna tontería por estar nervioso a su lado, las promesas que se habían susurrado. Era sorprendente el vacío que podía dejar aquello que "pudo y no fue", ahora contenido en un trozo de vidrio esmeralda.
Dicen que el mar es un buen consejero, aunque su consejo es siempre el mismo.
El viento inflaba a las velas como una musa inspira al artista. El dhow tenía cuarenta varas de proa a popa y casi diez de babor a estribor. Ver a La Regulos deslizarse por los océanos era todo un espectáculo. Pareciera como si en cualquier momento aquella enorme nave fuera a saltar para continuar surcando los aires. Sus dos mástiles inclinados hacia proa mostraban unas velas triangulares; en una un gran albatros dibujado, en la otra la constelación de Nym. Símbolos familiares para los que se habían criado en los mares del sur.
Zeph ajustó sus ropajes holgados, confeccionados con telas tratadas para repeler el agua. Se dispuso a cruzar la cubierta, tenía que distraerse con algo, mantenerse ocioso en un viaje en alta mar era el camino más rápido hacia la locura. Se cruzó con marineros que no se inmutaron a su paso. En el mar no importa tu ascendencia, sólo la valía que demuestres y la de Zeph estaba aún por probar. Aquellos hombres habían afrontado su muerte más veces que cualquier guerrero y con mucho más temple. Faenaban en silencio y solo soltaban la lengua en sus descansos, con la ayuda del aguardiente de luna: útil tanto para olvidar como para exagerar historias.
Además de los doce marineros, la tripulación estaba formada con cinco comerciantes y seis guerreros de porte intimidante. Una tripulación mucho más pequeña de lo normal, pero aquel no era el típico viaje para el comercio, se dirigían al el reino norteño de Eldoria. Thirian quería firmar acuerdos comerciales antes de que el reino comenzara sus planes de expansión. El ambiente perfecto para empezar a instruir a los futuros embajadores de Marthia.
Zephyr llegó hasta el camarote que compartía con Nashit. Al entrar vio cómo su hermano saltaba desde la hamaca y le daba la espalda. Zeph entrecerró los ojos extrañado, fue entonces cuando vio una larga cola dorada que escapaba de la camisa de Nash.
— ¡Te has vuelto loco! —le espetó Zeph—. ¿Por qué está fuera de la caja? ¿Quieres que Thirian lo tire por la borda?
— Shuri no aguantaba más —contestó Nash, dejando que el aureón saliera de dentro de su camisa—. No le gusta estar encerrado.
— Teníamos un trato, nadie podía verle hasta llegar a Caesias. Sabes que no está permitido.
— Nadie le ha visto —dijo Nash levantando la voz.
Zeph arrugó los labios y apartó la mirada; había conseguido que su hermano se comportara durante los últimos días, prometiéndole que le ayudaría a llevar a Shuri como polizón. Y había funcionado, Nash había sido un niño ejemplar. El problema era que nadie había prohibido la presencia del aureon, su tío seguramente no tenía ningún problema con ello. Pero si Nash se enteraba de eso, ya no tendría con que chantajearle.
— Procura que así sea —dijo Zeph poniendo su mejor cara de circunstancia—. Nuestro tío enfurecerá. Hay reglas muy claras. No se puede sacar animales de las islas.
Nash frunció el entrecejo, por un momento Zeph temió que sospechara algo, pero el niño asintió decidido.
— No salgas del camarote, diré que estás enfermo. Así no levantaremos sospechas —Zeph intentaba contener su sonrisa—. No hagas mucho ruido... No... mejor haz ruidos de enfermo. Vamos, ¡Intentalo!
Nash miró hacia los lados mientras arrugaba su nariz redonda, como si hubiera un atisbo de duda. Suspiró resignado y comenzó a esforzarse en su interpretación.
— ¡Heeeggggd! ¡Aheegdkk! —era como si intentara vocalizar un sonido nunca descrito—. ¡Aaaheeessgdk! ¿Así?
— Más o menos... practica más y procura que se te oiga, hazlo cada tanto sin importar que.
— ¡Aaheegssdkk!
Zephyr abandonó el camarote aguantando la risa. Dio un par de pasos antes de escuchar a su hermano imitando otro quejido y no pudo aguantar más; rió tanto que tuvo que apoyarse para no perder el equilibrio. Eso mantendría entretenido a Nash durante un par de días, el viaje sería más tranquilo si él no estaba haciendo de las suyas.
No se alejó demasiado, tenía una conversación pendiente. Tocó la puerta de otro camarote y espero que le dieran permiso para pasar. Neillian estaba tumbado en su hamaca leyendo un pequeño libro con la cubierta muy gastada, sus bordes deshilachados hablaban de años de uso constante, y en su portada apenas se distinguía un símbolo dorado que evocaba el sol naciente.
— Joven Zephyr, ¿a que debo el placer? —dijo a modo de bienvenida sin apartar los ojos de su libro.
En los días previos a que zarparan los hermanos habían pasado mucho tiempo con el extranjero, mientras este les instruía acerca del continente. Pero había un tema que siempre se había evitado, prohibido por las leyes de Marthia. Pero ya no estaban en las islas.
— Quiero que me hables de la sustracción —dijo Zeph sin rodeos, pues sabía que Neill apreciaba el estilo directo.
— Interesante —Neill le miró directamente como si su libro ya no fuese importante—. Tenía curiosidad por saber cuánto tardarías en preguntar; pensé que esperarías hasta llegar a Eldoria.
— ¿Por qué iba a hacerlo? —dijo el joven mientras se encogía de hombros.
— Bien —Neill bajó de un salto de su hamaca—. ¿Qué es lo que quieres saber?
— Todo.
—
— Hay tres principios: afinidad, sustracción y canalización. Todas las cosas tienen esencia. Cuando se mezclan, se debilitan, pero en su estado puro pueden llegar a ser percibidas. Ese es el principio de la afinidad: la capacidad innata de sentir alguna esencia natural. Las clasificamos de dos formas. Las vitales o dinámicas: como el fuego o las plantas. Se regeneran muy rápido pero en poca cantidad. Y las estáticas o latentes, hay muchas: agua, aire, tierra, minerales en estado puro. Su regeneración es muy lenta, pero en grandes cantidades —Neillian se detuvo para comprobar que Zeph seguía la explicación—. Pero esa es la parte fácil. Para poder usarlas se requiere sustracción y canalización. Son los principios que se aprenden y se tarda años en dominar. Quienes lo logran son los llamados sustratistas. Aunque muchos se autodenominan así con tan solo aprender un par de trucos Y créeme, un buen sustratista dedica toda su vida en perfeccionar el dominio de la esencia por la que es afín.
— ¿Por qué el control de las esencias son dos principios y no solo uno? —Zeph miraba hacia el suelo intentando asimilar la información.
— Porque son dos cosas completamente distintas. La sustracción es la capacidad de extraer la esencia. Requiere entrenamiento y mucha concentración, nosotros lo llamamos "foco". Depende de muchas cosas, entre otras: usar tu propia esencia. Con un mejor foco, se extrae más esencia usando menos de la propia.
— Y canalización... —dijo Zeph adelantándose—. Es como usar estas esencias, con lo que se logran las maravillas de las leyendas.
— Más o menos, la realidad suele ser más complicada que en las historias —Neill sujetó entre sus dedos su pulsera de oro, enseñando los signos grabados—. Los canales son guías, rutas conocidas que usamos para redirigir o transformar la esencia que hemos sustraído. Solemos usar metal, aunque podrían ser simplemente escritos en un papel o incluso pensados. Aunque requeriría mucho más "foco". Además los canales varían según la esencia que se usa y para aquello que la quieras usar.
— ¿Entonces estáis limitados por los canales que tenéis? —Zeph entrecerró los ojos y frunció ligeramente la boca.
— Limitados es una palabra engañosa —dijo Neill con una media sonrisa—. Te lo enseñaré.
Neill cerró los ojos. Respiró profundamente y en su segunda inspiración, las cuatro lámparas de aceite que iluminaban la habitación parecieron estremecerse y su luz se redujo, dejándolos en la penumbra. Los ojos de Zeph se abrieron de par en par cuando vio una pequeña llama aparecer de la mano de Neil y bailar sobre sus dedos.
— Yo soy phiromante, significa que tengo afinidad por el fuego —dijo Neill mientras la llama se movía como si fuera un pequeño animal que intentaba escapar de su mano—. La única limitación real está en el ingenio que tengas para usar tus canales.
La llama empezó a transformarse en una esfera que empezó a brillar con una intensidad suficiente para iluminar todo el camarote, como el sol en un día despejado, llegó a ser casi cegador. Un movimiento de la mano de Neill y el orbe cambió comenzando a chispear, como el fuego que crepita quejándose de su combustible.
— Los metales tienen cierta afinidad por algunos elementos, en su estado puro los usamos para efectos que llamamos extrínsecos —Neillian levantó su otro brazo, en el que tenía la pulsera de acero—. Y las aleaciones para canales con efectos intrínsecos..
La llama crepitante saltó de una mano a otra y al hacerlo desapareció por completo. Neill extendió la mano y tocó el hombro de Zeph. Su mano estaba mucho más caliente de lo normal para un humano. Zeph sintió como todo su cuerpo se tensaba... no... se relajaba... O de alguna forma hacía las dos cosas a la vez. De pronto tenía ganas de saltar, correr. Se sentía capaz de levantar a un caballo o impulsar con su aliento a las velas de la nave. ¿Qué era aquello?
— Es... es... —el corazón de Zeph chocaba contra su pecho con el ansia de un pez que lucha por volver al mar—. Co... ¿Cómo se puede conseguir una afinidad?
— Sabía que preguntarías algo así —Neill se recostó en su silla, le faltaba el aliento, era evidente que aquella demostración había demandado algo de él—. No se puede, o mejor dicho; normalmente no se puede. Las afinidades son de nacimiento.
Zeph bajó la mirada con los labios convertidos en una fina línea.
— ¿Cómo se puede saber si tienes una afinidad? —preguntó el joven con un ligero brillo en los ojos.
— Desear algo demasiado puede ser perjudicial, recuérdalo —Neill pasó su lengua por el borde de sus dientes, un gesto involuntario que Zeph no supo interpretar—. Seguramente ya lo sabrías. Es algo innato, es como si algo te llamase como si supieses que está ahí sin verlo. Los enanos rechazan la sustracción pero usan sus afinidades para encontrar vetas de minerales. Yo puedo saber si hay un fuego encendido aunque esté separado por un muro, incluso saber el combustible con el que se alimenta. Percibes aquello por lo que sientes afinidad con mayor intensidad que cualquier otra cosa.
El joven marthiense empezó a recorrer con sus ojos todo el camarote, buscaba algo, pero lo hacía en su mente, en sus recuerdos. Finalmente bajó la mirada derrotado. Sabía que no sentía conexión especial por ningún material. Ni había conocido a nadie que se sintiera atraído por algo tal y como Neil lo describe.
— Entiendo, supongo que por algo no hay sustratistas en las islas —dijo Zeph con hilo de voz—. Me cuesta siquiera imaginarlo. Como sentir un material de la misma forma que se sienten a las personas o animales.
Neill empezó a asentir, pero entonces su rostro cambió. Se inclinó sobre su silla arqueando una ceja como si esta fuese a saltar de su cara.
— ¡¿Cómo has dicho?!
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