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Capítulo 19: Cal, leones y caballos

El patio de entrenamiento olía a sudor y a tierra. El repiqueteo rítmico de las armas sin filo chocando entre sí era casi hipnótico. Un grito de queja, una palmada de ánimo, una corrección bienvenida. Se podría decir que Aric se había criado en ese ambiente. No me malinterpretes, su infancia transcurrió entre historia, filosofía, protocolo y estrategia militar. Estudiando cualquier cosa útil para un futuro monarca. Pero su alma siempre estuvo en el campo del entrenamiento. Aprendió a respetar tanto al que lucha a su lado como al que tiene enfrente, sin subestimar a ninguno. Cada caída era una oportunidad, cada fractura una lección. Fue más tarde cuando aprendió que la realidad era muy distinta cuando la vida estaba en juego. Los valores pasaron a ser meras consignas para justificar atrocidades. La camaradería, solo un lugar donde refugiar la mente de la crudeza del mundo.

Desde lejos divisó a Camille, que corregía a algunos de sus guardias sobre las posturas de defensa. A los ojos del príncipe, aquella descomunal mujer se había ganado el puesto de capitana de la guardia más que cualquiera de sus antecesores.

Una huérfana que se unió a la guardia de la ciudad y destacó tanto por su fuerza como por su capacidad de liderazgo. Al conocer de primera mano lo más sórdido de la ciudad, no tardó en obtener el puesto de jefa del cuerpo de alguaciles, donde demostró una eficiencia impecable. Hacía tres inviernos que asumió el puesto de Capitana de la guardia de Aelthur. Hubo cierta controversia, ya que normalmente era un puesto reservado para colocar a algún hijo de noble. Por primera vez se había optado por alguien que de verdad desempeñara un papel y no solo un título. Y Aric tuvo mucho que ver con eso. Muchos atribuyeron a que el joven príncipe empezaba ya a "colocar sus piezas". Pero lo cierto es que simplemente admiraba la tenacidad y habilidad de Camille.

— ¡Atención! Mando presente —la voz de un teniente anunció la entrada de Aric al campo de entrenamiento.

La capitana se cuadró como el resto. Era algo innecesario, pero al parecer, Camille intentaba demostrar algo después del ataque del castillo. La entiendo muy bien, pensó Aric sintiendo el peso de Lorato una vez más.

Con un movimiento de mano Aric indicó que continuaran con los ejercicios, y se dirigió directamente a Camille.

— Capitana, he oído que algunos de los prisioneros capturados durante el ataque han fallecido durante los interrogatorios. Es inaceptable, exijo una explicación.

— Yo... —titubeó la mujer mientras miraba al suelo—. No pude... Los prisioneros no están a mi cargo, señor.

— ¿Cómo? —Aric frunció el entrecejo—. ¿No es el cuerpo de alguaciles el encargado de los interrogatorios?

— Se me relevó de esa función, mi señor.

— ¿Quién hizo tal cosa?

— Yo lo hice —contestó una voz grave a su espalda.

Los ejercicios se habían vuelto a interrumpir, pero esta vez nadie les ordenó continuar. Aric se giró para ver a Ocrin. El anciano portaba, como siempre, su brillante y ornamentada armadura, aunque era innecesaria en el castillo y hacía años que los únicos arreglos que había sufrido no eran por daños, sino para adaptarla a la creciente envergadura del general. Era aquel hombre, él que más alentaba los deseos de expansión del rey Alistar. Seguramente para lograr de ancianos la grandeza que les esquivo de jóvenes.

— Pero no os relevé capitana —corrigió el general como quien corrige a un niño que confunde cuchara con zapato—. Simplemente os recordé que: en conflictos militares es el ejército el responsable de los prisioneros.

De niño, Aric había admirado al general, que también fue su maestro. Entonces lo creía un hombre justo y con un alto sentido del honor. Pero el espejismo se había desvanecido hacía tiempo, su sentido de justicia era tarifable y confundía honor con ostentación.

— No sabía que nos encontrábamos ante un conflicto militar —Aric se esforzó para no elevar una ceja o hacer cualquier otro gesto.

— ¡Un ataque al castillo! ¿Qué otra cosa podría ser? —dijo Ocrin manteniendo su tono condescendiente.

— En todo caso, pedí total colaboración para investigar el ataque —mencionó Aric, adoptando un enfoque diferente.

— Y es lo que hemos hecho —dijo el general hinchando el pecho de puro orgullo—. Adelantamos el trabajo, nos aseguramos de interrogar como es debido a esos miserables y, de paso, castigarles como se merecían.

Camille cruzó sus brazos, el único gesto de desaprobación que se podía permitir. En la cabeza de Aric resonaban las palabras de Lyra: "Los poderosos siguen a sus líderes por puro interés". Ocrin no solo era el primer general, pertenecía a una de las familias más poderosas de Eldoría, con vínculos de sangre incluso con la nobleza de Veridia. Si realmente se lo proponía ¿cuánto le costaría a Ocrin tomar el trono de Eldoria para su propia familia? Definitivamente, era alguien que debía mantener de su lado si quería gobernar algún día.

— Os agradezco que así lo hayáis hecho —dijo Aric, intentando parecer genuino—. Su experiencia siempre será bien recibida, general.

Ocrin mostró una gran sonrisa, mientras Camille agachaba la cabeza como si se avergonzara de sus propios pensamientos.

— De todas formas, prometí a mi padre llegar al fondo de este asunto. Y temo que si el ejército se involucra demasiado, el enemigo desaparezca como el agua en el desierto. Ahuyentado por tener que enfrentar a una fuerza tan temible.

El anciano general pareció reflexionar sobre aquellas palabras antes de asentir con la cabeza.

— Astuto, joven príncipe, queréis que se confíen —expresó Ocrin dando un golpe en el hombro de Aric—. Por lo que veo atendiste bien en mis lecciones sobre estrategia y subterfugio.

— Es fácil aprender cuando se tienen grandes maestros —dijo el príncipe, a quien casi se le escapa una pincelada de condescendencia.

— Está bien, está bien —concedió el general complacido—. Pero recordad: el ejército estará listo para actuar si así es necesario.

Aric no consiguió discernir si existía una amenaza velada en aquellas palabras.

— Me gustaría conocer los resultados de las interrogaciones ¿Se obtuvo alguna información útil?

— Gritaron muchas cosas —Ocrin mostró una sonrisa torcida—, pero pocas útiles. No revelaron a que reino servían. Repitieron los mismos nombres junto a un montón de sandeces sobre desaparecidos y revolución.

— ¿Insistís en que hay otro reino detrás de los ataques?

— ¡Por supuesto! Pensar que un puñado de campesinos y plebeyos podrían atacar el castillo, es simplemente absurdo. Solo se explicaría por la total ineficacia de la guardia —dijo Ocrin mirando a Camille con desprecio—. Incluso así, seguro que hay alguien detrás, apuesto por Serendal. Un movimiento tan zafio lleva la firma de la puta que tienen por reina.

Camille apretó los puños intentando que no se le notara el rubor. Aric no desveló la opinión que le merecían las palabras de su antiguo maestro.

— Los nombres que dieron, ¿cuáles eran? —preguntó Aric, decidido a rescatar algo de aquello.

— Cuáles no dijeron más bien, seguramente nombraron a todos sus familiares mientras usábamos las pinzas al rojo... Pero insistieron en dos, Samael y otro más... —dijo el general, mientras se rascaba la barba—. Leona, si no recuerdo mal. Pero no tenemos informes de nadie con esos nombres, podrían ser cualquiera.

A Aric no se le pasó por alto el sutil gesto de Camille. Tan imperceptible como que sus párpados se abrieran un poco más de la cuenta y un pequeño retraso en su siguiente expiración.

— ¿Cuántos prisioneros quedan que estén en condiciones de hablar? —preguntó Aric.

— Queda uno —contestó Camille—. Aunque no en muy buen estado.

— Es más de lo que merece —dijo Ocrin,escupiendo al suelo.

— Me gustaría interrogarlo yo mismo —se apresuró a decir el príncipe.

— No creo que sea necesario —contestó el general—. Os aseguro que nos hemos empleado a fondo. No se puede exprimir la fruta ya aplastada.

Aric suspiró, buscando en su mente las palabras correctas para convencer al general. Fantaseó con la idea de recordar que tarde o temprano él sería la máxima autoridad, marcar las líneas por las que no estaba dispuesto a pasar. Dejarle claro al general que llegaría al fondo del asunto sin importar quien estuviera detrás. Pero el orgullo rara vez es una herramienta útil.

— No dudo de su eficacia general, pero no es una confesión lo que busco —terminó por decir el príncipe—. Solo, mirar a los ojos a uno de los hombres que intentó matarme, y jurarle que todos los responsables correrán la misma o peor suerte.


La crueldad, cuando se observa, nos genera una sensación de malestar, por una parte por la víctima, pero también por la idea de que alguien pueda ejercerla. La idea de que alguien normalice la crueldad es perturbadora sin duda, pero hay un nivel que causa incluso más inquietante; cuando alguien se pregunta si sería capaz de algo así, y la respuesta no es del todo negativa.

Los calabozos del castillo eran famosos por ser una macabra obra de ingeniería. Gruesas paredes de piedra caliza tratadas con cal para reducir la humedad, y recubiertas de láminas de basalto para evitar que el calor se disipe. Un intrincado sistema de conducción que escupía aire caliente proveniente de la forja y los hogares de las cocinas. Y una iluminación proveniente de braseros siempre encendidos. Creo que te puedes hacer una idea de lo asfixiante que era aquel lugar, pero te aseguro que era incluso peor.

Nada más entrar un hedor metálico y acre te golpeaba el olfato, al poco tiempo la respiración se hacía difícil y dolorosa. El sonido de los lamentos parecía ahogado, como si solo fuera un acompañante del crepitar de los braseros. No pasaba mucho tiempo para que el deseo de beber agua superase al propio deseo de libertad. Las paredes ardían y el calor llegaba a provocar alucinaciones. El suelo de las celdas se impregnaba cada poco de cal viva, ya que una de las prácticas habituales era verter agua que se les daba a los prisioneros directamente sobre aquel suelo. Cuando estos bebían el agua basificada les quemaba los labios y las lenguas.

Era común que los prisioneros terminaran confesando cualquier crimen o delatando a quien fuese con tal de ser trasladados a una cárcel común. Ya que la pena de muerte en Aelthur consistía, simplemente, en permanecer en aquel lugar el tiempo suficiente.

Aric sumergió dos trapos en un cuenco de agua antes de entrar. Usó uno para taparse nariz y boca, para evitar que el aire caliente le quemase los pulmones. Por sus características, siempre habían pocos prisioneros en los calabozos, por lo que no le costó mucho encontrar al que buscaba.

No se sorprendió encontrar abierta la puerta de la celda, no era más que otro tipo de tortura psicológica. Encadenar a los prisioneros ante puertas sin cerrar. En más de una ocasión, por desesperación, alguien se rompiese sus propias muñecas o tobillos para liberarse de los grilletes e intentar huir. Sólo para encontrar una puerta principal cerrada y unos guardias enfadados por tener que custodiar aquel lugar.

Aquel hombre estaba en las últimas, sus cadenas estaban colocadas de tal manera que le obligaban a permanecer de rodillas. Su cuerpo estaba lleno de heridas, realizadas con una amplia variedad de métodos. Aric notó la cicatriz de una herradura al rojo en la cara; "La coz de Eldoria", un recuerdo permanente para los que eran capturados por el ejército del caballo blanco. En este caso la quemadura le había hecho perder el ojo derecho.

Aric quiso sentir rechazo por todo aquello, pero no se atrevió. Sabía que no era mejor que eso. Él mismo había dirigido partidas militares para capturar bandidos, apaciguar revueltas o exigir impuestos. Y aunque no se enorgullecía, había estado a la altura de la brutalidad que caracterizaba al ejército de Eldoria. Su excusa era que así lo habían criado, y que los tiempos duros reclaman, muchas veces, tu lado menos amable.

Puso el segundo trapo humedecido en la boca de lo que quedaba de aquel hombre, quien de inmediato comenzó a sorber. Se dijo a sí mismo que era por piedad, pero sabía que era porque necesitaba que tuviera saliva para hablar.

— No creo que pueda causarte más dolor del que ya has sufrido —dijo Aric antes de retirar el trapo—. Pero espero, que no me obligues a intentarlo.

— Y... yaaa, o... ooos, he di...cho too...do —intentó vocalizar el prisionero con lo que le quedaba de voz.

Aric le volvió a acercar el trapo a la boca. Realmente le sorprendía que aún estuviera vivo. En su caso, su fortaleza se había convertido en una maldición.

— Dímelo una vez más —insistió el príncipe—. ¿Quién ordenó el ataque?

— Saa...Samael, laa... voz de Leoo...na.

— ¿Quién es Leona?

— Nuu... nuestra guía.

Aric se observó a sí mismo por un instante. No conseguiría nada distinto si hacía las mismas preguntas. Su mano acarició el pequeño frasco que guardaba en un bolsillo, pero descarto la idea, no creía que aquel infeliz supiera realmente algo importante. Pero a lo mejor, podía conseguir información de otro tipo, sólo tenía que abordar el problema desde otro enfoque. Se agacho delante del hombre y retiró el pañuelo que protegía su nariz. Notó en él alguna reacción que no supo identificar, ya que tenía la mirada perdida.

— ¿Cuál es tu nombre? ¿Tu oficio? — preguntó el príncipe abandonando el tono marcial.

— Mi... mi... —el prisionero parecía confundido por las preguntas, durante los interrogatorios nadie le había preguntado por él—. Thomas... soy curtidor.

— ¿Por qué te uniste a la hermandad Thomas?

— Nu... nuestro her... hermano menor desapareció, mi hermano y yo queri... queríamos vengarle.

— ¿Por qué atacar al castillo para vengar a tu hermano? —preguntó Aric entre el enfado y la incredulidad.

De pronto, el ojo que le quedaba a Thomas parecía por fin enfocar correctamente. Algo revivió en él. Intentó moverse, pero las cadenas se lo impidieron.

— Ellos tienen razón —dijo con energía algo renovada—. No os basta con imponeros por la fuerza. Exigir que paguemos lo que no tenemos. Nos tratáis como ganado y ni siquiera os importa si sufrimos o a quien perdemos.

En un acto de rebeldía, el prisionero intentó escupir hacia el príncipe, pero no había humedad suficiente en su boca. El gesto sólo le proporcionó dolor, por mover su cuerpo más allá de lo que sus huesos rotos le permitían.

Aric se levantó, pensando en una disculpa que sus labios se negaron a pronunciar. Se dispuso a irse. ¿Qué clase de vida le había empujado a acumular tanto odio? Llegar a participar en un ataque suicida sólo para dañar a los que creía sus enemigos.

Aquel pobre hombre no era más que una pieza desechable, de un juego que el príncipe aún no terminaba de entender. Aric sintió lástima, la vida de sufrimiento de aquel hombre terminaría con pura agonía, pero no podía hacer nada por aquel pobre infeliz.

Algo le detuvo antes de marcharse, dándose cuenta que sí que había algo que podía hacer por él. Esta vez, sí que sintió que era la piedad lo que le motivaba.

Fuera de los calabozos, Camille esperaba el regreso del príncipe. Al salir, Aric se tomó unos segundos para respirar aire fresco y secarse la frente empapada de sudor. Se alegró al comprobar que Ocrin ya no estaba presente.

— Informa que el prisionero ha muerto —dijo Aric al acercarse a la capitana de la guardia—. Necesito también que ofrezcas una recompensa. Dos piezas de oro por una pista sólida que guíe hacia La Hermandad.

— Sí, mi señor —confirmó la mujer y se dispuso a cumplir las órdenes.

— Camille... espera.

La capitana se extrañó por el tono familiar del príncipe. Además, notó una nota de dolor en su voz, como si tratara de contener algo que se revolvía en su interior.

— Antes... —comenzó a decir Aric—. Cuando Ocric dijo aquellos nombres, noté tu reacción, ¿Los habías escuchado antes?

— Así es, mi señor. Samael es un alborotador, uno de esos locos que se ponen a gritar en los mercados sobre la expiación final. Solo que el discurso es algo más... político. Ya he ordenado que se le busque.

— ¿Y Leona?

— Ese es otro asunto, quizás sólo una coincidencia —dijo Camille mirando hacia un lado.

— Habla libremente.

— Hace unos doce inviernos, la ciudad estaba saturada por los refugiados que llegaban de todas partes. Mi puesto era de teniente alguacil. No dábamos abasto, en cada esquina sucedían cosas horribles y no me refiero al enjambre. Hay quienes en los peores momentos exhiben sus demonios. Hubo muchos secuestros de niños refugiados. Huérfanos o que simplemente se habían separado de sus familias mientras huían. Los vendían como mercancía a prostíbulos. A menudo a clientes que demandaban "usar y enterrar". Un día una gran casa apareció calcinada, todos los responsables muertos, descuartizados y esparcidos por toda la calle; una advertencia para quien intentara algo similar. Fue entonces cuando escuché el nombre de Leona, la gente lo repetía como el que hace una plegaria.

— ¿Qué averiguasteis? —preguntó Aric, asimilando la información—. ¿Qué obtuvisteis de la investigación?

— No hubo investigación.

— ¿Cómo? ¿Por qué? —preguntó el príncipe abriendo los ojos — Como dije, estábamos saturados. Los muertos eran escoria y además ... —Camille se mostraba visiblemente incómoda—. Tenéis que entender, mi señor, pensamos... Los cuerpos... La forma en la que los habían mutilado... Era ordenada. Supusimos que una crueldad tan metódica sólo podía ser propia de... — El ejército de Eldoria —terminó de decir el príncipe, entendiendo el reparo de la capitana.

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