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Capítulo 8 Savoia

Darío

Aún no me creo que me haya olvidado del cumpleaños de Susan, no se puede ser más imbecil, me recuerda mi voz interior.

Camino a paso ligero hasta llegar al piso de mi padre y llamo al portero automático.

—Antes era tarde pero ahora es muy pronto, ¿qué quieres?—contesta mi padre al otro lado del telefonillo con sarcasmo.

—Déjame las llaves del coche, es una urgencia, te lo devolveré a las cinco cuando vuelva a abrir la tienda —le digo sin apenas pensar en las palabras que salen de mi boca, pero no hay respuesta, solo silencio.

Resoplo y lanzo un grito ahogado en señal de desesperación mientras me dirijo hacia la carretera levantando la mano con la intención de parar un taxi de regreso, en ese instante siento un golpe sordo sobre mi cabeza.

—¡Auch! Pero qué narices...

Oigo un ruido metálico sobre el asfalto y miro hacia arriba buscando una explicación y entonces le veo, mi padre en el balcón riéndose.

—¡Ahí las tienes!—exclama entre carcajadas.

—Gracias—alcanzo a decir entre dientes mientras me froto la cabeza.

Me apresuro a montar en el coche aparcado en la puerta y pego un acelerón dejando mi caos de mañana atrás.

Cuando abro la puerta del apartamento, Susan aún no ha llegado, voy a la habitación y abro el segundo cajón de mi mesita. Mientras sostengo el regalo, mis dedos recorren la superficie del papel, y una imagen se cuela en mi mente, nítida y clara. El rostro de Aless, mi amiga, aparece en mi mente como una sombra sutil pero persistente. Había sido ella quien, sin querer, había estado en mi cabeza cuando elegí el regalo para Susan. Había pensado en Aless mientras caminaba por las calles de la tienda, buscando algo que fuera especial Me consuelo pensando en que lo que buscaba mi cabeza ese día era la aprobación de la opinión femenina.

Cierro los ojos por un segundo, dejando que el pensamiento se disipe, pero es en vano. No puedo hacer esto. No puedo darle este regalo. Sería un error, aunque sería un fallo más en una lista de promesas rotas.

La puerta de la habitación se abre con un chirrido leve, y Susan entra sin hacer ruido. Me doy cuenta de que no la he oído llegar. Mi corazón da un brinco y, casi por reflejo, cierro el cajón de la mesita con rapidez. El sonido de la madera al encajar se mezcla con el latido acelerado de mi pecho, mientras ella parece ajena a la tensión que ha llenado el espacio. Debo estar blanco como la pared, una náusea aparece de repente, trago saliva con fuerza mientras noto un sudor frío por la espalda.

Susan está de pie en el quicio de la puerta y no dice nada. Finalmente, gira ligeramente hacia mí, y por un instante, nuestros ojos se encuentran. No hay reproche en su mirada, pero sí una pregunta silenciosa, una que parece flotando entre nosotros.

Mi pulso se acelera y me doy cuenta de que no sé qué hacer. ¿Decirle la verdad? ¿O mentir una vez más y que todo siga igual? La tensión crece, palpable, hasta que Susan rompe el silencio con una pregunta suave.

—¿Gelatería Savoia o La Romana?

El reloj se ha detenido y al ver que no soy capaz de articular palabra, Susan vuelve sobre sus pasos, coge la bolsa de deporte con sus cosas y añade,

—Te espero en Savoia, voy bajado.

Voy al baño con pasos lentos, casi automáticos, mientras mi estómago se retuerce de ansiedad. Me inclino sobre el inodoro, no sale nada. Llevo horas sin comer, sin nada que mi estómago pueda expulsar ni tampoco hambre. Me apoyo contra la pared, tratando de calmarme, pero el conflicto emocional dentro de mi sigue siendo más fuerte que mi cuerpo, que ya no responde como antes, como si la angustia se hubiera apoderado de cada parte de mi desgastándome lentamente.

—¡Joder! ¡No puedo más! —grito mientras me lío a puñetazos con la pared.
Me lavo la cara con agua fría, abro el armario de espejo que está encima del lavabo y guardo en el bolsillo un blíster de pastillas que me dieron cuando perdí a mamá. Creo que el día de hoy y mi cabeza me están sobrepasando.

...

El sol parece esconderse tras las oscuras nubes que se agrupan sobre la ciudad como si quisieran ocultar el sol, ahogar su luz. Es como si el cielo mismo estuviera conteniendo la respiración, esperando el momento preciso para romper en una explosión de lluvia.

Cuando llego a Savoia veo que ella ya está allí, esperando. Está sentada en una de las mesas de la terraza, parece concentrada mientras juega con la cuchara de su helado, un gesto tan típico de ella que me hace sonreír.

—¡Hola! —saludo con una sonrisa forzada, sintiendo cómo mi corazón se acelera al acercarse.

Susan levanta la mirada, sus ojos brillan como si cada parpadeo fuera un intento de contener un torrente como si fueran un mar de emociones a punto de desbordarse. 

—¡Hola! —responde, levantándose para darme un abrazo rápido en un intento de mantener la normalidad. —Cómo te ha ido finalmente en el trabajo?

—Bien, todo tranquilo. ¿Y tú? —pregunto mientras me siento frente a ella.

Susan deja la cuchara en su helado y me mira , notando la ligera tensión en mi rostro.

—Bueno, ya sabes... hoy es mi cumpleaños y...— Hace una pausa, como si estuviera a punto de decir algo más. —¡Bueno qué más da, lo importante es que estamos aquí! ¡Vamos a disfrutar de este helado!

Asiento, aunque no puedo evitar sentir una punzada de culpa. Miro el helado de Susan pero mi mente sigue volviendo al regalo guardado en el cajón.

—¿Qué elegiste hoy? —pregunto intentando cambiar de tema y concentrarme en el momento.

—Una mezcla perfecta! vainilla y frambuesa ummmm—gime llevándose una cucharada a la boca.—¿Y tú? ¿Qué vas a pedir?

Dudo por un segundo. La música suave de fondo parece distraerme momentáneamente de lo que siento en el pecho. Quiero decirle la verdad a Susan, que había olvidado su cumpleaños, que no tengo un regalo que ofrecerle y que no puedo seguir con esto pero no se cómo y decido no arruinar el momento.

—Creo que algo de chocolate... —respondo finalmente, aunque ni siquiera estoy seguro de lo que quiero.

Susan asiente con entusiasmo, como si todo fuera exactamente lo que debía ser, sin necesidad de más explicaciones.

Mientras me levanto para pedir mi helado, observo a Susan, sentada allí, con su risa nerviosa y su actitud preocupada. El momento ha llegado.

Me siento con mi helado frente a Susan, en la mejor heladería de la ciudad, el lugar al que siempre venimos cuando queremos escapar del ruido del mundo. Ella sonreía, ajena a lo que se está gestando en mi mente. Para ella, hoy era un día de celebración, de risas y helados compartidos, una de esas pequeñas tradiciones que guardamos para los momentos felices. Pero para mí, el día tenía un peso completamente diferente.

La única forma en que podía ser honesto con ella, la única forma de que ella lo entendiera, era enfrentando la verdad, por más difícil que fuera. Y el día de su cumpleaños, aunque doloroso, parece el momento menos egoísta para hacerlo.

—Susan...—me sorprendo al ser capaz de articular palabra.

—¿Si? ¿Pasa algo? —me parece ver temblar su sonrisa escondida detrás de la copa de helado.

—Te debo una verdad, Susan. Algo que he estado impidiendo decirte porque... no quiero hacerte daño, pero siento que mereces saberlo.
La verdad es que... —mi voz se quiebra—creo que ya no soy la persona que necesitas.

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