Capítulo 39 Besties
Aless
Me echo hacia atrás apoyándome contra el respaldo de la silla, me llevo las manos al estómago y miro al cielo soltando un quejido.
—Dios, voy a explotar, hemos cenado demasiado... Tengo una panzada...
Anna, da el último sorbo a la cerveza y deja el botellín en la mesa con un golpe seco.
—Nota mental: la próxima vez, pedimos una para compartir.
—Amén. —Levanto la mano y chocamos los cinco.
Miro el reloj. Es temprano. Demasiado temprano para volver a casa.
—¿Vamos? —pregunto, alzando las cejas con intención.
Anna sonríe y se pone en pie de un salto.
—¡Que empiece la noche!
Cuando se inclina para coger su chaqueta, algo me llama la atención.
Frunzo el ceño, alzo una ceja y entonces, la observo atónita y ella me devuelve la mirada con la chaqueta a medio poner.
—¡¿Qué?!
—Espera, espera... ¿Desde cuándo no usas sujetador?
—Mejor no hagas más preguntas.
Y con eso, se gira y empieza a caminar como si nada.
Tardo medio segundo en reaccionar antes de salir corriendo tras ella.
—¡No, no, no! Ahora sí que me lo cuentas. Y me lo cuentas todo, de principio a fin. ¿Has oído?
Suelta una risa, pero no dice nada. No insisto. Resoplo y la miró de reojo viendo su intento de disimular una sonrisa.
Las calles del centro de Verona están llenas, el eco de la música de algún bar se filtra entre los edificios.
—Vale, ¿y ahora qué? —pregunta Anna, ajustándose la chaqueta.
—Ahora buscamos un sitio mínimamente interesante donde tomar algo tranquilas.
Anna me mira como si acabara de decir una barbaridad.
—¿Tranquilas? ¿Desde cuándo hacemos planes tranquilos?
—Desde que tengo la tripa a punto de explotar.
Se ríe mientras esquivamos a un grupo que se hace selfies en mitad de la acera, casi chocando con una pareja que camina abrazada.
Seguimos nuestro camino en busca de un bar con gente de nuestra edad, esquivando terrazas abarrotadas. Al girar la esquina, pasamos por delante de la heladería Savoia.
—¿Helado? —pregunta Anna señalando la heladería.
Dudo por un segundo, pero niego con la cabeza.
—Si como algo más, voy a tener que rodar hasta casa.
—Dramática.
Me da un leve empujón y seguimos caminando entre risas.
—¿Y a todo esto? ¿Cuándo piensas llamar a Darío para que te dé las llaves? Porque digo yo que en algún momento querrás entrar en casa...
—Más tarde —respondo sin dudar—. Ahora toca disfrutar un poco a solas.
Paso un brazo por su hombro y le planto un beso sonoro en la mejilla. Anna pone los ojos en blanco, pero cuando me mira, termina riéndose.
—Eres una pesada —dice, pero no suelta mi mano.
La entrelaza por encima de su hombro y seguimos andando sin prisa, pero al girar la esquina y entrar en la zona de bares, nos frenamos en seco.
Enzo.
Apoyado contra la pared, fumando un cigarro.
¡Lo que nos faltaba!
Anna, en un acto reflejo, se pasa la mano por el pelo haciéndose la digna , como si yo no supiera perfectamente lo que ha pasado entre ellos.
Enzo exhala el humo con calma, sin prisa, sin apartar la mirada de ella.
Solo de ella.
Yo, ofendida, hago gestos exagerados con la mano.
—Hola, querido, estoy aquí. Alessia, ¿me recuerdas?
Nada. Ni caso.
Ruedo los ojos y me cruzo de brazos.
—¿Y Darío?
—Está en el baño, ahora sale —responde Enzo sin apartar la vista de Anna.
Miro a mi amiga y enarco las cejas.
—Voy dentro. Aprovecho y voy al baño yo también.
Pero en cuanto intento avanzar, Enzo me agarra del brazo.
—Ahora saldrá —dice con la mirada fija en mi amiga y su mano sobre mi brazo.
—¿Quién te crees que eres, el portero de la discoteca? —Me deshago de su agarre de un tirón y entro decidida.
Y entonces los veo.
Frente con frente.
El mundo se me cae encima en un solo segundo.
Giro sobre mí misma y camino de vuelta hacia la salida. Las piernas me llevan por inercia. No escucho nada más que un pitido sordo en los oídos, como si todo el ruido a mi alrededor se hubiera convertido en un eco lejano.
Cuando salgo, Enzo está apoyado contra la pared y abraza a Anna por la cintura.
Al verme, se separan de golpe.
—Vámonos. —le digo a Anna agarrándole del brazo.
Miro a Enzo de refilón y añado, con una sonrisa cínica:
—Eres un buen amigo Enzo... por cierto... bonito carmín.
Me llevo a Anna casi a rastras hasta que encontramos un hueco entre dos coches. Me dejo caer de cuclillas y, sin poder evitarlo, rompo a llorar.
Anna se agacha a mi lado.
—¿Qué ha pasado?
Me paso las manos por la cara con frustración.
—Estaba con Susan.
Anna aprieta los labios y se levanta de golpe.
—Vale, volvemos ahí dentro y lo aclaramos.
—¡No!
—Aless, seguro que es un malentendido. Vamos, por favor.
—¡He dicho que no!
Anna resopla, pero no insiste. Saca el móvil y empieza a teclear.
—¿Qué haces?
—Llamarlo.
De un manotazo, le tiro el móvil al suelo.
—Ni se te ocurra.
Nos quedamos en silencio. Solo se escucha mi respiración entrecortada y el murmullo lejano de la gente. Entonces, Anna me tiende la mano.
—Vale. Pues entonces acabemos la noche como se merece. Brindemos por nosotras. Y que les den.
Levanto la vista hacia ella. Está sonriendo. Y, aunque siento que el pecho me pesa como una piedra, asiento.
—Que les den.
Así es como terminamos en una chupitería, con los vasos alineados en la barra y las manos alzadas en un brindis lleno de despecho.
El tequila baja ardiendo por la garganta, pero no nos importa. Hoy no. Hoy se trata de olvidar, de mandar todo a la mierda y bailar hasta que el dolor se ahogue en música y alcohol.
—¡Pon Besties de Karol G! —grita Anna al camarero, golpeando la barra con emoción.
El tipo sonríe, y en cuanto los primeros acordes suenan por los altavoces, nos miramos y gritamos. Porque esa canción es nuestra.
Saltamos, cantamos con un micrófono imaginario y nos abrazamos entre lágrimas. El amor puede joderte la vida, pero las amigas están para recogerte del suelo, sin excusas.
En ese momento no hay Daríos, ni Susans, ni corazones rotos. Solo nosotras, dos chicas descalzas sobre una pista pegajosa, con chupitos en la sangre y la promesa de una amistad eterna.
Seguimos bailando como si no hubiera un mañana. Y, a decir verdad, ojalá no lo hubiera.
Cuando salimos, me doy cuenta de que...
—Mierda, Anna. No consigo poner un pie detrás de otro.
—Ya lo veo, princesa. No hay que ser adivino. Tampoco te creas que yo voy muy normal.
Anna suelta una carcajada y me pasa un brazo por la cintura, cargando conmigo. Conseguimos llegar hasta la Plaza de los Estudiantes, donde me sienta en un banco.
Y ahí mismo, sin previo aviso, vomito como si me fuera la vida en ello.
—Joder... —jadeo, apoyando la cabeza en su regazo.
Anna me acaricia el pelo con paciencia, como si no le importara que le haya arruinado la noche vomitando en plena calle. Las arcadas siguen, y entre una y otra consigo balbucear:
—Puto amor, Anna.
Ella suelta una risa suave, sin dejar de pasarme la mano por la espalda.
—Ni que lo digas.
No sé en qué momento me quedo dormida acurrucada en el banco con la cabeza sobre sus piernas, pero lo siguiente que noto es una luz cegadora en la cara. Parpadeo y entrecierro los ojos.
—Apaga eso...
—Vale ya, Enzo —oigo la voz de Anna, con fastidio—. No empieces con tus jueguecitos de policía. Está borracha, ya está. Está bien.
Y entonces lo veo.
Darío.
—Yo la llevaré a casa —dice con voz firme.
Mi cuerpo reacciona antes que mi cerebro.
—N-ni hablar... Yo a este tío no lo conozco... —balbuceo, intentando enfocar la vista—. Sería un secuessstro...
—¿Pero qué coño habéis tomado? —pregunta Enzo con el ceño fruncido mientras ilumina ahora a Susan con la linterna.
Susan, sin inmutarse, se tapa la cara con las manos y le hace un corte de manga.
Yo respondo por ella, levanto la mano y marco un "dos" con los dedos, tambaleándome un poco en el proceso:
—Sssolo dos poleo menta... —suelto el chiste del siglo arrastrando las palabras.
Enzo suspira y niega con la cabeza. Darío, en cambio, no pierde el tiempo y, sin previo aviso, me agarra y me sube a sus hombros como si fuera un saco de patatas.
—¡Bájame, gilipollas! —pataléo, golpeando su espalda con los puños, pero su agarre no cede ni un milímetro.
—¿Quieres pelear ahora, Alessia?¿En serio?
Resoplo, derrotada, dejando caer los brazos.
—Sinceramen...hip...no.
Genial, ahora tengo hipo, lo que me faltaba.
Desde mi nueva y humillante perspectiva aérea, escucho cómo Darío le dice a Anna:
—Me la llevo a mi casa. No puede llegar así a casa de su madre.
—¡Arre caballito!
Anna asiente, comprensiva. Y es en ese momento, con la cabeza colgando sobre su espalda y la vista nublada por el alcohol, cuando veo mi oportunidad. Deslizo la mano hasta su bolsillo trasero y, con la precisión de una ladrona profesional—o eso quiero creer en mi estado—, consigo recuperar mis llaves.
Las sacudo en el aire, triunfante.
Darío gira un poco la cabeza y suelta una risa sarcástica:
—Sería imprudente que me intentaras meter mano en este estado, Alessia.
Pongo los ojos en blanco.
—En tus sueños...hip.
Anna, que lo ha visto todo, me señala con una sonrisilla divertida.
—¡Me gusta tu llavero nena! Darío todavía no se ha ganado el suyo... —me guiña un ojo desde la distancia y me lanza un beso.
Le hago un corazón con los dedos desde mi trono improvisado en los hombros de Darío.
Y ahí, colgada como un saco de patatas, con la cabeza dándome vueltas y la risa escapándoseme sin razón aparente, lo último que pienso es que, creo que la noche todavía no ha terminado.
Cuando abro los ojos me encuentro de lleno con la mirada de Darío, le esquivo como puedo y me incorporo llevándome la mano a la boca en un intento de contener la arcada. Darío, que parece preparado para cualquier imprevisto saca de detrás de él una palangana y la sostiene frente a mí. La agarro con las dos dos manos y echo lo que me quedaba de pizza en el estómago.
—Creo que no hace falta preguntarte si lo pasasteis bien.
—Ni me hables ¿Cómo he llegado hasta aquí?—pregunto llevándome una mano a la frente en un intento de quitarme el sudor frío.
—A caballo.
—Entiendo. —contesto poniendo los ojos en blanco.
Me dejo caer otra vez sobre la cama, Darío se sienta nuevamente en el suelo con la espalda apoyada contra el borde de la cama.
—¿Qué hora es?
—Las dos y media de la madrugada.
—Me marcho a casa, no debería estar aquí.
Intento incorporarme pero la habitación se mueve demasiado, la cabeza me va a explotar y de repente... otra arcada.
En un acto reflejo Darío echa la mano hacia atrás y me enseña nuevamente el cubo.
—Como veas, ya sabes dónde está la puerta.
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