Capítulo 38 Garfield
Darío
Cuando cuelgo el teléfono a Aless, me quedo un rato mirando las llaves que tengo en la mano, el llavero de purpurina es cuanto menos cursi. Tendré que regalarle una "D" a juego.
Meto las llaves en el bolsillo sonriendo como un idiota.
Al darme cuenta de que Enzo ni se ha asomado por el chat, decido llamarlo. No sé qué narices estará haciendo este tío, pero le marco una y otra vez y ni una respuesta. ¿Donde narices se ha metido?
Lo típico. Enzo tiene la habilidad de desaparecer justo cuando más lo necesitas.
Me tiro en el sofá mirando el teléfono como si fuera a vibrar por arte de magia. La esperanza es lo último que se pierde, ¿no? Pero ahí estaba yo, esperando como un tonto. Sin plan, sin nada que hacer, y la noche solo acababa de empezar. Así que para no perder la cabeza, decido que lo mejor es un maratón de series. Pero antes de eso, lo que realmente necesito es una ducha, y no cualquiera, sino una bien fría para que se me pase el calentón, maldita Anna y sus oportunas llamadas.
Solo hago meter un pie en la ducha cuando escucho el teléfono vibrar en el salón. Envuelvo la toalla alrededor de la cintura como si tuviera que darle explicaciones a alguien, y corro hacia el salón. Ahí estaba, el mensaje de Enzo.
"¿Estás vivo? Has sido demasiado insistente ¿qué pasa?"
Me quedo mirando la pantalla un segundo, no me da tiempo a contestar cuando me suelta:
"¿Te hace una cerveza? (sin alcohol para ti, obviamente)."
Y ahí está, la prueba de que Enzo me conoce mejor que nadie. Sabe lo que haría falta para convencerme de salir y, sobre todo, lo que no me va a dejar hacer. Porque si hay alguien en quien puedo confiar para no acabar metido en un lío (o en una barra pidiendo chupitos por impulso), es él. Puede ser un desastre en muchas cosas, pero cuando se trata de cuidarme, nunca falla.
"Estoy en tu casa en media hora."
Me doy la ducha prometida, me embadurno en aftersun y, después de una lucha digna de un programa de supervivencia, consigo meterme la ropa sin que se me pegue al cuerpo. Antes de salir, meto las llaves de Alessia en el bolsillo de la chaqueta y me pongo en marcha. Me sigue pareciendo muy gracioso el llavero.
Enzo vive en un apartamento cerca del centro con su hermana y su sobrina. Sus padres, argentinos, volvieron a su país hace tiempo, pero él y su hermana decidieron quedarse aquí. El año pasado aprobó la oposición a policía y ahora trabaja en la unidad de atención a la familia y la mujer. Cuando no está currando, lo más probable es que lo encuentres en el gimnasio.
Tal y como había calculado, en menos de media hora estoy en su puerta. Llamo al intercomunicador con la misma insistencia con la que lo reventé a llamadas antes. Me abre sin preguntar. Creo que estoy acabando con su paciencia.
—¿Tu hermana y Nora? —pregunto nada más entrar.
—Se han ido al cine. No hay quien se resista a Garfield —responde con un suspiro—. Lástima que no he podido ir.
Doy un par de pasos y me detengo en seco al ver el desastre que tiene montado en el salón. Cojines por el suelo, una silla caída, latas de Coca-Cola vacías por todas partes y... ¿eso es un sujetador?
Levanto la prenda con dos dedos, es sin dudar una pista clave en la escena del crimen.
—Y dime, ¿tú estabas en casa cuando os han entrado a robar? —comento, echando un vistazo al caos—. Porque esto tiene toda la pinta de allanamiento con ensañamiento.
Enzo me arrebata el sujetador de un manotazo y lo lanza detrás del sofá sin pestañear.
—Nada importante. Es de Clarisse.
Alzo una ceja.
—De Clarisse tendrá que ser —respondo con sorna—. Porque dudo mucho que Nora use esa talla con cuatro años.
Enzo se apresura a devolver los cojines a su sitio, recoger las latas vacías y echarlas al cubo. Endereza la silla caída y, con las manos, coloca algunas cosas sobre la mesa antes de que su hermana lo vea.
Cuando parece satisfecho con el resultado, coge el móvil y las llaves, y me lanza una mirada.
—Vamos.
Antes de seguirlo, meto la mano en mi bolsillo y saco las llaves de Alessia.
—Oye, ¿tú no tienes un llavero como este? —pregunto, mostrándoselo.
Apenas me da tiempo a terminar la frase cuando guarda sus llaves en el puño. Pero yo ya lo he visto.
—No me jodas... —murmuro, entrecerrando los ojos.
Las llaves de Enzo tienen exactamente el mismo llavero, solo que con la letra E.
—¿Qué pasa, estaban de oferta o qué? —suelto, medio en broma.
Enzo no responde. Ni siquiera me mira. Se limita a darme un leve golpe en el hombro con el puño y a hacer un gesto con la cabeza hacia la puerta.
—Vamos, tira.
—¿Vamos a "Bigger"? Nunca falla —pregunto, mirándolo de reojo.
Enzo asiente sin pensarlo dos veces.
—Si está abierto, me comía unas patatas tan a gusto —dice, salivando como si ya pudiera saborearlas.
No hay que decir más. Caminamos hasta la hamburguesería y justo cuando llegamos, el camarero está dándole la vuelta al cartel de la puerta. Cerrado.
Nos miramos un segundo y, como si compartiéramos el mismo cerebro, rodeamos el local y nos plantamos en la zona de delivery, sin coche ni nada, como dos críos.
—Dos raciones de patatas con bacon y queso y dos Coca-Colas bien frías —pido en la ventanilla.
La chica de la gorra apenas nos mira, teclea el pedido y desaparece en la cocina. En menos de cinco minutos, tenemos nuestra comida. Nos sentamos en la acera, con los vasos apoyados en el suelo y las cajas de patatas en las manos.
Comemos en silencio. Enzo está raro hoy. No sé qué narices le pasa, pero definitivamente no es su actitud de siempre.
—¿Y qué me cuentas? —pregunta de repente, con la boca llena y las manos pringadas en queso.
Me encojo de hombros y, sin rodeos, suelto:
—Pues que me estoy enamorando.
Así, sin filtros. Porque así somos nosotros.
Enzo tarda en responder. Mastica despacio, traga y finalmente dice:
—Suerte.
Nada más. Ni una broma, ni una pregunta, ni siquiera un comentario sarcástico. Solo suerte.
Cuando llegamos al bar del novio de Clarisse, la gente está empezando a apelotonarse en la entrada.
Cuando conseguimos entrar nos abrimos hueco hasta una esquina de la barra.
—Pide tú, voy al baño —le digo a Enzo, dejándole a cargo de las cervezas.
Me abro paso entre la gente, pero en cuanto giro el pasillo que lleva a los baños, el universo decide que definitivamente hoy no va a ser mi noche porque ahí, en la cola del baño de chicas, distingo a Susan.
Lleva el vestido corto que le regalé el año pasado. Y ese moño despeinado tan suyo.
Me doy media vuelta de inmediato. Mi vejiga puede esperar.
Vuelvo a la barra y me encuentro con Enzo, que me mira con una ceja levantada.
—Joder, qué rápido meas. ¿Eres igual de rápido para todo, Romeo?
Ruedo los ojos y le doy un trago largo a mi cerveza, ignorándolo.
Justo en ese momento, empieza la música en directo. Nos giramos hacia el pequeño escenario del bar y...
—¿Espera, ese es Leo? —pregunto, entrecerrando los ojos.
—No jodas... —musita Enzo.
En la batería, con su patética pose de estrella de rock, está Leo. Y la banda que toca no es otra que Steel Tears.
—¿En serio? ¿Steel Tears? —mascullo, golpeando la barra con mi cerveza medio vacía.
No. No voy a quedarme aquí.
—Me piro a casa. Hoy no es mi noche.
Me pongo en pie y miro a Enzo.
—Vamos.
—¿A dónde? Si me queda la mitad.
—Pues acaba ya, que nos largamos.
Enzo resopla, pero se la bebe de un trago. Nos dirigimos a la salida entre el barullo de gente, Enzo consigue salir pero justo cuando yo estoy a punto de cruzar la puerta, noto una mano en mi hombro.
Me giro.
Susan.
—¿Qué quieres? —pregunto con frialdad.
—Nada. Solo verte.
Aprieto la mandíbula y asiento, seco.
—Pues ya está. Visto.
Me doy la vuelta, decidido a largarme, pero su mano vuelve a posarse en mi hombro. Esta vez, me giro de golpe y aparto su mano con firmeza.
—No tengo nada que hablar contigo, Susan. Y menos ahora.
Ella me sostiene la mirada. Sus labios se curvan en una leve sonrisa.
—Lástima... Ayer mismo me invitaste a tu apartamento. ¿O es que no te acuerdas?
Mi paciencia se agota. Me acerco un paso más, mirándola a los ojos.
—¿Qué cojones le dijiste a Aless, Susan? —suelto, sin rodeos—. ¿Por qué te cuesta tanto aceptar que no estoy enamorado de ti?
No se esperaba la pregunta. Se suelta de mi agarre y veo cómo sus ojos se vuelven vidriosos.
—Te quise como a nadie, Darío. Cuidé de ti. Y tú me lo has pagado así.
Respiro hondo, tratando de mantener la calma.
—¿Crees que a mí no me dolió lo que pasó? ¿Que no sé todo lo que hiciste por mí?
Ella me mira sin responder.
—Pero uno no elige de quién se enamora ni cuándo, Susan. Deberías saberlo.
Cuando salgo a la calle, Enzo está esperándome fuera, apoyado contra la pared, con los brazos cruzados y... ¿los labios manchados de carmín rojo?
Frunzo el ceño.
—¿Pero qué cojones...? —arqueo una ceja—. ¿También ha sido tu hermana?
Enzo se pasa la mano por la boca de inmediato, frotando con prisa para borrar cualquier rastro de pintalabios.
—Olvídalo —murmura, sin dar más explicaciones.
—Sí, claro. Porque esto es totalmente normal.
Me fulmina con la mirada y yo alzo las manos en señal de paz.
—Bah, da igual. Llévame donde quieras. No creo que nada pueda empeorar esta noche.
—¿Seguro? —pregunta con ironía—. ¿Estará abierto el gimnasio?
Resoplo con una risa corta y niego con la cabeza.
—Dame un cigarro.
Me lo lanza sin decir nada y caminamos sin rumbo fijo hasta la zona de terrazas de la Plaza de los Estudiantes. Nos dejamos caer en el primer sitio donde encontramos mesa libre.
—¿Y ahora qué? —pregunta Enzo, dejándose caer en la silla.
Le doy una calada al cigarro antes de responder.
—Ahora... ahora pedimos algo fuerte. Porque esta noche aún no ha terminado.
—¡Ni hablar! —me advierte dándome una merecida colleja.
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