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Capitulo 33 Caneva

                                                                            Aless

A medida que la tarde avanza, el sol comienza a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de preciosos colores entre anaranjados y rosados. Volvemos a las taquillas y nos cambiamos de ropa en los vestuarios, una vez más me he puesto el bloqueador solar a mi manera, llevo dos manos marcadas en la espalda que parecen las alas de un ángel caído, en fin.

Cuando salgo del vestuario me encuentro a Darío frente a mí con la mochila al hombro y sosteniendo los cascos de la moto, creo que no soy la única que no se ha esparcido bien la crema solar.

Me quedo callada al verle y abro la boca, pero las palabras no me salen, ¿a quién se le olvida echarse la crema en la cara?

—No me digas nada. —Me avisa señalándome con el dedo mientras extiende el otro brazo entregándome el casco.

Le miro con una sonrisa traviesa, recojo el casco y, sin decir una palabra, me llevo la mano a los labios. Con el pulgar y el índice, hago el gesto de subir una cremallera imaginaria, sellando mi boca en una promesa muda. Luego, giro la llave invisible, la lanzo al aire con dramatismo y comienzo a andar hacia la salida.

—Tranquilo, la próxima vez te recordaré lo del bloqueador —digo con un tono burlón mientras sigo caminando.

Le oigo reírse a mi espalda, está parado frente al cristal que recubre el plano del parque intentado observarse en el reflejo.

—Genial, ahora parezco un tomate andante —se queja, aún inspeccionándose en el reflejo.

Me río por lo bajo y niego con la cabeza.

—Exagerado. Apenas estás un poco rojo.

—Claro, porque tú no eres la que va a parecer un camarón mañana.

Me encojo de hombros con una sonrisa.

—Bueno, al menos combinaremos.

Le oigo resoplar a lo lejos.

—Me permitirás entonces que el próximo día te ponga yo el bloqueador en la espalda. —le oigo decir detrás mío.

Una sonrisa se dibuja en mi cara y oigo los pasos veloces de Darío para llegar donde estoy.

Paseamos hasta la moto con la música del parque acompañándonos de fondo.

—¿Te ha gustado el día? —pregunta, mirándome de reojo con una sonrisa curiosa.

Le devuelvo la mirada y asiento sin dudar.

—Me ha encantado, de verdad.

Y lo digo en serio. No solo por el parque, ni por todo lo que hemos hecho, sino porque ha sido con él.

Noto el roce de sus dedos junto a los míos al caminar, cada vez más evidente hasta que su mano se cierra en torno a la mía. Una especie de corriente me recorre el cuerpo de arriba a abajo, siento que todo está bien, que no hay prisa, que podría quedarme en este instante eternamente.

—¿Te has dado cuenta? —murmura con la mirada fija en el camino.

—¿De qué? —pregunto curiosa.

Baja la vista a nuestras manos entrelazadas y se vuelve a mirarme con una media sonrisa que me hace sentir un cosquilleo en el estómago.

—De que no has intentado soltarme en ningún momento.

Siento el rubor subir por mis mejillas, pero no aparto la mano. En vez de eso, aprieto un poco más sus dedos, como si con ese gesto pudiera decirle todo lo que aún no me atrevo a poner en palabras.

"No quiero soltarme", pienso, pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta. En su lugar, le sostengo la mirada por un instante que parece alargarse en el tiempo. Sus ojos tienen ese brillo travieso, pero también algo más profundo, algo que hace que mi pecho se apriete. Son los ojos negros más bonitos que he visto en mi vida y brillan tanto que sería capaz de verme reflejada en ellos.

Seguimos caminando, nuestras manos entrelazadas como si hubieran nacido para encajar.

—¿Y ahora qué? —pregunto, más para romper el silencio que por necesitar realmente una respuesta.

Él se detiene y, con un leve tirón, me hace girar hasta quedar frente a frente. Mi corazón da un vuelco.

—Ahora —susurra guiando mi brazo hasta rodearle la cintura —sigues sin soltarme.

Me río, pero el sonido queda atrapado en el nudo de nervios que se forma en mi estómago. Porque tiene razón. No quiero soltarle. No quiero que este momento termine nunca.

El viento del atardecer le mueve el pelo, y sin pensar, levanto la mano libre para apartar un mechón rebelde de su frente. Apenas un roce, pero suficiente para que su expresión cambie. Sus ojos descienden a mis labios, mi piel arde, y su cercanía...su cercanía es un imán.

—Dímelo —susurra, su voz tan baja que casi parece un pensamiento.

—¿Decirte qué? —logro responder, aunque en el fondo ya lo sé.

—Que no quieres soltarme.

Y ahí está. La confesión en su forma más simple. Tan fácil de decir y al mismo tiempo tan difícil.

Trago saliva, sintiendo el peso del momento, el latido acelerado de mi corazón en los oídos. Y entonces, con un valor que no sabía que tenía, aprieto un poco más su mano entre la mía y susurro:

—No quiero soltarte.

Su sonrisa se desvanece, no por frialdad, sino porque la intensidad en su mirada se vuelve abrumadora, difícil de soportar. Un segundo después cierro los ojos, dejándome envolver por la certeza de que, en este instante, somos solo nosotros dos y nada más.

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