Capítulo 11 23 de Junio
Aless
Las tres y cuarto de la tarde y el autobús aún no ha llegado, no estaría tan desesperada si el termómetro de la marquesina no marcara treinta y dos grados y además tuviera que estar a las siete en casa de Anna.
A este paso tengo que volver a llamar a Darío para que venga a buscarme y no me apetece nada pedirle el favor sabiendo que su padre hoy no está y se encarga él sólo de la tienda.
—¡Al fin! Hola Tony pensaba que no vendrías nunca.—Aproximo el bono al lector de la entrada y lanzo la mochila y la bata en el primer asiento que encuentro libre, me dejo caer con desgana y me retiro el flequillo pegado a la frente suspirando mientras empiezo a ser consciente de que se acabó el curso, un año menos para acabar la carrera y ya solo queda el último.
—Perdona Aless, demasiado tráfico hoy, ya sabes que los viernes son complicados en el centro de Verona. —Dice mientras mira por el espejo retrovisor y gira nuevamente el volante para continuar el trayecto.
Hoy he ido al hospital porque me quedaban horas sueltas por recuperar pero estoy aprobada. Sólo de pensarlo siento un cosquilleo dentro, será por la ilusión de saber que cada vez estoy más cerca de acabar mi formación académica y dedicarme a la enfermería.
Cinco paradas de autobús más tarde llego a mi destino, bajo torpemente del autobús despidiéndome con un ligero movimiento de mano y un cordial "ciao" de quien se ha convertido en mi chofer de confianza. Tony me guiña un ojo con cariño.
Abro la puerta del portal y voy directa hacia el ascensor.—tengo veintiún años pero estoy tan cansada que me pesan como si fueran sesenta y cinco. Rebusco entre el manojo de llaves y abro la puerta del apartamento. La puerta se abre suavemente, y al atravesarla, el aire acondicionado que se quedó encendido me eriza la piel.
Cuando miro a mi alrededor, me es imposible no pensar en cómo empezó todo. Mis padres lo compraron cuando se enteraron de que iba a nacer. No era solo un piso, era una promesa, un sueño de familia. Mi madre siempre me cuenta que eligieron este lugar por su luz, porque era amplio, tenía las habitaciones perfectas para una niña que venía en camino.
El piso es grande y elegante, con sus dos pisos bien iluminados por la luz natural que entra por los amplios ventanales. En el primer piso, la cocina y el comedor se encuentran en un espacio diáfano, de tonos neutros y modernos.
Mis padres querían que la casa fuera un lugar lleno de risas y de amor. No sé si fue un intento de planificar algo perfecto, algo que nunca sucedió.
Antes no entendía nada, pero ahora que soy mayor, las piezas del rompecabezas empiezan a encajar. Al principio todo fue como ellos habían planeado, o al menos eso me contaban. Mi madre, cirujana, siempre ocupada con su trabajo, y mi padre, siempre ha trabajado en empresas de negocios. Los tres compartíamos esta casa, esta promesa de futuro, pero todo se quebró con el tiempo. Mi madre me dice que la separación fue inevitable. No fue algo que yo entendiera en su momento, pero lo asimilé con el tiempo y con el apoyo de mi círculo de confianza.
Tras la separación mi madre decidió quedarse con el piso, siempre he sentido que esta casa fue su elección, su refugio, su decisión de quedarse aquí conmigo.
En cambio, mi padre se trasladó a vivir a España, concretamente a la isla de Menorca.
El trabajo de mi padre en Menorca es, según me cuenta, una mezcla de sol, negocios y una especie de rutina que nunca cambia. Dirige una empresa de alquiler de coches, una de esas pequeñas empresas que están repartidas por la isla, pero que, con el turismo siempre a tope, parece tener una demanda constante.
A veces me manda fotos de los coches que tienen en la flota: deportivos de lujo, SUVs, algún que otro convertible, siempre con el mar azul y el cielo despejado como fondo. Me dice que la temporada alta es un sinfín de reservas, gente de todo el mundo que llega a la isla con la esperanza de conducir por sus carreteras costeras, ver atardeceres desde un coche descapotable y sentirse como en una película. Es esa imagen perfecta que vende la isla, el lugar donde todo parece ser un descanso eterno Sin embargo, sé que para él, la realidad no es tan romántica.
Aunque hablamos casi todas las semanas, hace ya casi dos años que no he visto a mi padre en persona. Es algo extraño, porque siempre que llega agosto, justo antes de que empiece otro curso, él me invita a pasar unos días en Menorca.
Lo hace todos los años, casi como un ritual, una tradición que ha creado entre sus compromisos y su vida en la isla, como si fuera la última oportunidad de vernos antes de que el curso y las responsabilidades me absorban por completo.
Pero el año pasado no pude ir. La constante presión de los exámenes de septiembre me dejó sin tiempo, y aunque mi padre lo entendió, sé que no dejó de sentirlo. Este año es diferente, he aprobado todas las asignaturas y podré pasar unos días en la isla.
Comienzo a andar por casa mientras llamo a mi madre, pero solo obtengo silencio por respuesta. Como era de esperar mamá aún no ha llegado a casa, seguro que hoy se quedará de guardia en el hospital. Siempre que tiene que quedarse, me manda un mensaje corto: "Estaré de guardia, no te preocupes por mí".
El verano en el hospital siempre es igual. La misma rutina agotadora, pero con un aire pesado que lo hace todo más difícil. Faltan empleados por las vacaciones, y los que se quedan no tienen más opción que asumir turnos más largos, más pesados, en un lugar donde el calor parece multiplicarse con cada minuto que pasa. A veces, mientras almuerzo o ceno sola en casa, me pregunto si alguna vez habrá un verano en el que las cosas no sean así.
Subo las escaleras de madera con pasos cansados, el sonido de mis zapatillas resonando en el pasillo vacío. La luz de la tarde entra débilmente a través de las ventanas del primer piso, juego a hacer siluetas con las manos en la pared mientras subo (Si, soy una niña atrapada en un cuerpo adulto).
El aire es algo más cálido que en la planta baja.
Al llegar al piso de arriba, dejo la mochila en la esquina del pasillo antes de entrar en mi habitación.
La puerta se cierra detrás de mí con un suave clic. Es un alivio estar aquí, en este espacio que, a pesar de su sencillez, siempre me recibe con la misma calma. Comienzo a deshacerme de la bata blanca que me ha acompañado todo el día. La dejo caer sobre una silla, junto a la mesa de estudio, donde los libros de texto y las hojas de notas están dispersos, recordándome que el descanso es solo temporal. Bajo la tapa del ordenador portátil y apago el flexo negro que dejé encendido anoche, miro de reojo una foto polaroid de Dario, Enzo, Anna y yo en un pequeño porta fotos que me regaló mi padre cuando estuvo en Ibiza donde se puede leer, "No hay verano sin beso", más quisiera yo.
En la foto aparecemos tirándonos en bomba a la piscina el pasado verano.—jamás he tragado tanta agua y todo gracias a la afición que tienen Enzo y Darío por las ahogadillas.—Esto me recuerda que hoy empieza oficialmente mi verano, ya recogeré el escritorio algún día.
Me quito las zapatillas, dejando que mis pies respiren un poco, y me siento un momento en la orilla de la cama, disfrutando de esos segundos de paz, pero no puedo quedarme mucho tiempo en silencio, todavía tengo mil cosas por hacer, pero mi estómago decide que no puede esperar más. Y siendo realistas, si no como ahora, en la fiesta voy a acabar sobreviviendo a base de patatas y refresco, lo que no es un plan muy brillante.
Así que, después de un par de respiros y un intento fallido de reunir energía, me levanto y arrastro los pies hasta la cocina. Abro la nevera, saco una ensalada precocinada y una limonada (y sí, también soy healthy queen, es evidente), y me dejo caer en el suelo del balcón.
Mientras doy el primer bocado, desbloqueo el móvil y empiezo a hacer el típico scroll infinito por redes.
Anna ha subido una storie hace una hora con un contador para San Juan 2024—como se nota que tiene ganas de fiesta—y el número me golpea en la cara: quedan 4 horas y 47 minutos.
Parpadeo. Miro mi ensalada. Miro el contador.
Genial. Ni me he vestido, ni me he arreglado, ni he pensado qué demonios me voy a poner. Y yo aquí, en el suelo, con una tenedorazo de lechuga en la boca como si no tuviera una fiesta a la que ir.
Un pitido me interrumpe.
Darío 🔗
"Te recojo a las siete".
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