En los tejados
Dos figuras pasaban como fantasmas por los tejados del distrito minero. No se detenían a tomar aire, simplemente saltaban de un techo a otro con la naturalidad con que los transeúntes caminaban por las calles a sus pies. De vez en cuando una teja crujía bajo su peso, pero sus pasos eran silenciosos e inadvertidos. Ambos muchachos sonreían con cada aterrizaje, sintiendo la libertad del viento en sus rostros y en la tensión de sus ya acostumbrados músculos. Después de todo, se habían familiarizado con las alturas desde que eran tan solo unos niños. Sus botas ya conocían cada grieta y cada balcón; las yemas de sus dedos ya habían memorizado todas las paredes con sus hendiduras y sus raspones. Se sentían poderosos, dueños de cada callejón y esquina. En esos momentos no había nada por encima de ellos, ni los guardias, ni el duque, ni siquiera el propio emperador o el Outsider. Lo único que se elevaba por encima de sus cabezas eran los molinos de viento que daban energía a la ciudad y los acantilados que rodeaban Karnaca.
– ¿A qué hora tienes que estar ahí? – Preguntó Daud mientras daba una zancada para pasar una pequeña separación entre dos edificios.
– A las tres – contestó Corvo, un par de pasos más atrás que su amigo –, de hecho, creo que lo mejor es que tomemos un camino más corto.
Daud asintió, girando sobre sus talones hacia la derecha y siguiendo su camino en esa dirección. Los edificios eran coloridos y llenos de vida, sin importar los años que llevaran en pie. El calor que había en aquella isla del sur hacía que la pintura se cayera en parches en algunas zonas, pero de alguna forma eso pasaba a formar parte de su encanto. Saltaron de techo en techo por unos veinte minutos más, reconociendo más la ciudad desde ahí arriba que vista a nivel del suelo. Al poco rato de intercalar saltos a la derecha y a la izquierda, ya se podía ver el techo del edificio donde entrenaban los miembros de la guardia. Los dos acróbatas se detuvieron, con las respiraciones un poco aceleradas.
– Justo a tiempo – dijo Daud con una sonrisa, dándole a Corvo una palmadita en el hombro –. Mis rutas nunca fallan.
– No hubiera sido necesario tomar esa ruta si me hubieras hecho caso cuando te dije que era hora de irme – replicó Corvo mientras se limpiaba el sudor de la frente.
– Sí claro, porque yo te obligué a quedarte a otra partida de cartas
– Me obligaste
– Repítelo hasta que te lo creas – Daud sonrió de nuevo, con esa sonrisa que hacía que a Corvo se le hiciera nudo el estómago y se le encendieran las mejillas –. Como sea, llegaste a tiempo, y eso es lo que importa – el más pálido de los dos comenzó a darse la vuelta, regresando por donde había venido –. Buena suerte en el entrenamiento, cadete.
Corvo se permitió unos segundos para ver cómo se alejaba, reposando la embobada vista en su figura, que cada vez se hacía más pequeña en la distancia. El futuro guardia de la ciudad descendió lo más discretamente posible del edificio, procurando no alertar a ningún civil con la imagen de un hombre de uniforme aferrándose a los marcos de las ventanas como un mono. Cuando por fin tocó tierra firme, se acomodó la camisa azul cielo y se limpió lo mejor que pudo el polvo de las botas antes de entrar en el recinto.
Una vez adentro, lo recibió la sonrisa bigotona del general Kallisarr, quien lo saludó con un apretón amistoso en el bíceps que su uniforme sin mangas dejaba al descubierto.
– Joven Attano, es raro que no hayas llegado media hora antes, como sueles hacer.
Corvo sonrió y se disculpó con el hombre, quien le contestó que aquella disculpa no era necesaria. Corvo llevaba ya un año entrenando para ser guardia de la ciudad. Antes de iniciar su entrenamiento oficial, su práctica con las armas era mínima. Había "entrenado", de vez en cuando, con Daud, quien juraba que los hombres del muelle le habían enseñado a blandir una espada. Los dos jóvenes se reunían por las tardes en un claro que estaba a las afueras de la ciudad y peleaban con varillas de acero hasta que terminaban en el suelo envueltos en tierra y carcajadas.
Pero, a pesar de su inexperiencia, Corvo aprendía rápido; más rápido de lo que hubiera esperado. Parecía que había impresionado al anciano general, quien lo había tomado como su protegido y le había ofrecido entrenamientos extra fuera del horario del resto de los cadetes. "Tienes potencial – es lo que le había dicho el hombre –, y no pienso descansar hasta verte ganar el torneo Verbena." Y aunque Corvo no se lo había tomado en serio, Kallisarr sí que lo había hecho, haciéndolo practicar todos los días sin parar. Hacía poses y movimientos en frente de los maniquíes que rodeaban la sala de entrenamiento, luego el general se le acercaba y lo corregía, dándole un empujón para demostrarle lo inestable de su postura. De vez en cuando, el propio Kallisarr tomaba una espada y le decía a Corvo que intentara tumbarlo; cuando el joven ya estaba agotado y había agotado todos sus planes para hacer caer al general, el otro se reía y le marcaba sus errores. Pero Corvo no se equivocaba dos veces.
Cada día sentía más y más que la espada comenzaba a hacerse una con su ya encallecida mano. En cuanto comenzaba a lanzar estocadas, bloquear y esquivar, se transformaba en un bailarín, en un artista. Los giros contenían una belleza que no comprendía, y la espada era tan suave como una pluma. Tantos años de pasear por los tejados le habían dado un equilibrio y una agilidad impresionantes, dándole una ventaja contra cualquiera que lo retara a un duelo. Todos los que lo llegaban a ver, tanto en sus formas como en combate, se sentían ebrios de su elegancia y su porte. No era el mismo porte de los grandes emperadores ni soldados, lleno de finura y reglas; no, la suya era una elegancia más salvaje, como una hoja cayendo de un árbol.
Las tres horas de entrenamiento se acumularon en su frente en forma de sudor. Los muslos y los brazos ardiendo con el esfuerzo. Cada movimiento se transformaba en una oleada de piquetes de dolor, pero era un dolor satisfactorio y que lo hacía sentirse completo, fuerte. Se echó el cabello empapada para atrás, respirando agitadamente. Cuando levantó la cabeza, vio a dos oficiales de uniforme rojo que lo habían estado observando desde las enormes puertas que daban a la salida. Corvo sintió un escalofrío cuando vio sus sonrisas amargas clavadas en él; no sabía qué discutían, ni el porque habían decidido ir a curiosear en un simple entrenamiento. Pero ahí estaban, con los brazos cruzados sobre el pecho mientras intercambiaban palabras susurrantes. El novato respiró con alivio cuando entró a la sala de regaderas, por fin desapareciendo esas dos figuras sospechosas de su vista. El agua fría limpió el cansancio de su cuerpo y alejó su mente de la sala de entrenamiento. Dejó que sus pensamientos divagaran, que recorrieran los cielos y los riscos de Karnaca hasta llegar a aquella casa del almacenaje abandonada en el muelle; aquella que Daud había reclamado como su hogar desde hacia ya varios años. Intentó imaginar a Daud recostado en su cama, leyendo una de esas historias de exploradores que tanto le gustaban, o uno de esos textos chonchos que mas bien pertenecían en La academia de filosofía natural que en su mesita de noche. Corvo pegó su frente a la pared, con la lluvia artificial pegando contra su rígida espalda mientras su mano comenzaba a bajar con suavidad por su abdomen. Quería verlo; sentirlo. Quería tomar a Daud entre sus brazos y llevárselo lejos, muy lejos, hasta llegar a Gristol. Por eso Corvo trabajaba tan duro, por eso aguantaba las torturas de la guardia. Quería conseguir el dinero para poder largarse de una vez de esa ciudad tan llena de polvo y corrupción. En Dunwall podrían tener una mejor vida, tal vez por fin estar juntos. La mano de Corvo comenzó a acelerar su ritmo, su aliento caliente mezclándose con el vapor del agua, la tensión acumulándose en su vientre. El cadete estaba seguro de que Daud iría con él sin dudar, sin importar cuál fuera el destino; ya se lo había prometido. El día que la hermana de Corvo, Beatrici, había desaparecido, Daud había tomado su mano y le juró que irían a buscarla juntos. Pronto. Pronto. Corvo soltó pequeños suspiros cuando la deliciosa presión de su estómago encontró su escape, la imagen de su amigo fresca y la culpabilidad en la palma de su mano.
Cuando salió del recinto las calles ya estaban obscurecidas por los resquicios del atardecer. Los cafés estaban llenos de aristócratas que iban a Karnaca a pasar el verano. Las mujeres vestidas con elegancia y echándose aire en las mejillas ruborizadas con extravagantes abanicos. En una mesa del exterior había un grupo de tres damas que reían con suavidad, volteando indiscretamente hacia el muchacho que relucía con el brillo que el ejercicio y la actividad en la ducha le daban a su bronceada piel. Corvo ni siquiera pareció percatarse de las lascivas miradas, sus pasos firmes en dirección al muelle. Se detuvo en una pequeña tienda que estaba a punto de cerrar, sacó un par de monedas y pagó las dos latas que serían su penitencia por haber ocupado a su amigo en sus imaginaciones. Con un suspiro, siguió caminando hasta llegar a los muelles, dejando que el aire salado le alborotara el cuello de la camisa. Con el cielo nocturno no se podía distinguir el límite entre el cielo y el mar, haciendo que todo pareciera un abismo gigante moteado de estrellas. Cuando Corvo se paraba ahí, en silencio, se podía imaginar que estaba en los límites del mundo, a un paso de la nada. Pero eso, en vez de asustarlo, lo relajaba. Sentirse pequeño e insignificante no era algo que lo preocupara ni que le causara conflicto; al contrario, le gustaba. Tenía la creencia, tal vez ridícula, de que ser insignificante le daba la libertad de hacer lo que quisiera con su vida. Caminó hasta la orilla más desolada de los muelles, en donde una pequeña luz se escapaba de una ventana, perturbando la obscuridad que lo rodeaba. El hogar de Daud era un refugio iluminado en medio de un mundo negro.
– Pensé que ya no vendrías hoy – Corvo encontró a Daud sentado en el borde de su cama, examinando un moretón que comenzaba a cambiar de verde a púrpura en su brazo.
La casa de Daud, que él seguía llamando temporal a pesar de haber vivido ahí por más de diez años, no era mas que un bloque de madera con un ventilador en el techo que no hacía otra cosa que revolver el aire caliente. Daud no tenía mucho, se conformaba con una cama, una mesita, una lámpara de aceite y una estufa; aunque toda la habitación estaba enterrada en libros. Eso era lo único que cuidaba y protegía de entre todas sus cosas, sus únicas posesiones valiosas.
– ¿Quién demonios te hizo eso? – Corvo dejó caer su morral en el piso y se acercó a Daud, intentando disimular la preocupación en sus movimientos.
– Uno de los imbéciles de la banda que se reúne por la calle Albarca. Se enteraron de que los muchachos y yo planeamos un pequeño robo en una panadería cercana y quisieron "marcar territorio" – Daud soltó un quejido mientras Corvo pasaba su mano por la marca –. Ten cuidado, salvaje.
Corvo apretó los dientes, clavando sus ojos castaños en los ojos más claros del otro. No importaba cuantas veces le dijera que se alejara de esa vida, el otro nunca iba a ceder. Daud tenía las características de un líder, y por eso mismo muchos niños y jóvenes delincuentes no tardaban en pegársele a los tobillos en busca de planes para poder sobrevivir. En su momento, Corvo había participado en sus pequeños robos, pero en cuanto se propuso entrar a la guardia tuvo que dejar su vida criminal atrás. Sabía que discretos robos a panaderías y trucos de magia en los bolsillos de algunos mercaderes y turistas no eran en realidad algo demasiado grave considerando lo que hacían las verdaderas bandas criminales de Karnaca; pero también sabía que un oficial de la guardia o un Overseer no dudaría en castigar a un grupo de niños como si se tratase de un grupo de asesinos. Daud era rápido, Corvo podría jurar que no existía nadie más rápido en todas Las Islas que él; y también sabía defenderse. Pero no importaba cuanto habilidad tuviera, a todos siempre les llega su día de mala suerte.
– Lo siento, ¿te duele mucho? – Corvo pasó sus dedos con suavidad por el brazo de Daud, poniéndose de cuclillas frente a él. Lo que más le molestaba de entrenar todo el día, es que no podía estar ahí para protegerlo. Pero eso no pensaba decirlo nunca en voz alta, ya que sabía que obtendría un puñetazo en la cara.
– Pues claro que me va a doler si me tocas, tonto – Daud quitó su brazo del alcance de Corvo y extendió su mano para darle un zape en la cabeza –. Pero voy a estar bien. De seguro dentro de dos días ya habrá desaparecido.
Corvo sonrió, poniéndose de pie y recuperando su morral del piso. De él extrajo dos latas, que empezó a abrir con un cuchillo que siempre llevaba dentro de la bota.
– La buena noticia es que traje duraznos con jarabe
Los ojos de Daud se abrieron como platos, levantándose y espiando los movimientos de Corvo por encima de su hombro.
– Mi héroe.... – susurró Daud en su oído, haciendo que un aterrador escalofrío recorriera el cuerpo del más joven, casi provocando que tirara la segunda lata al piso –. Mi héroe es algo torpe – declaró Daud entre carcajadas.
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