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22

Cuando por fin pude caminar fue cuando me envalentoné y finalmente abrí el sobre, el cual tuve que romper debido a lo fuertemente sellado que estaba. Durante todo el tiempo en el que me dediqué a solo mirarlo sobre mi mesa de luz, –tiempo en el que llevé mi reposo al pie de la letra–, no te apareciste por ningún lado; únicamente me llegaste por mensajes de textos preguntando por mi pie y por mi salud en general, pero fue algo muy esporádico. Y nunca te hiciste una idea de cuánto te extrañé en ese periodo de tiempo.

En el sobre se hallaba un dibujo a carboncillo en una simple hoja blanca; una chica dormía plácidamente con una colcha a la altura de sus hombros, con la palma de una mano encima de la almohada y la otra escondida debajo, el cabello largo y rizado cubriendo la mitad de su cara. Esa era mi posición, mi manía y mi costumbre para poder dormir, y te la sabías de memoria.

El dibujo estaba firmado con tu nombre y apellido al pie de la hoja, y debajo estaba la fecha: aproximadamente unas tres semanas antes de que rompiéramos.

Seguido del dibujo había dos hojas más escritas con tu letra por ambos lados. Me escribiste la carta más hermosa y provocaste que las defensas de mi cerebro se debilitaran contra los deseos de mi corazón.

Te disculpaste durante todo el transcurso de la carta aunque dejaste muy por sentado que no te merecías mi perdón. Que eras el imbécil más grande de todos y que era muy probable que no me merecieras, pero que tampoco podías verte sin mí. Me llamaste tu casualidad más hermosa y tu complemento. Entre líneas percibí tu arrepentimiento, tu amor por mí y el dolor que todo esto te provocaba; te culpaste desesperadamente –aunque en sí fuiste el único culpable–; me diste las respuestas que tanto necesité ante tu falta de atención aunque ya no enmendaban ni justificaban nada; no cesaste de expresar que me amabas, pero que la última palabra sería mía.

Me diste el poder de decidir si merecías mi perdón o no, si nuestra historia podía seguirse escribiendo o quedaría con aquel final llevado a cabo en tu habitación.

Me marché de la ciudad con mamá y Andy para vacaciones de navidad aun sin darte respuestas. Mi corazón había comenzado a ganar batalla en mi interior desde antes de irme, pero necesitaba tranquilidad para pensar de igual forma. Tú, de todas maneras, me enviaste un mensaje de texto en noche buena, y estuvimos conversando un buen rato. Días después, en mi cumpleaños número diecisiete, me enviaste un mensaje de voz a medianoche. Fue el primer mensaje que recibí ese año.

–Independientemente de lo que vaya a ocurrir, aquí te espera tu regalo de cumpleaños. –Fue una de las cosas que dijiste en el audio, y sé que te referiste a la decisión que debía tomar y de la que no te había hablado en lo absoluto. Aunque tampoco preguntaste directamente sobre eso, porque me conocías y sabías que necesitaba tiempo y espacio, así como me lo dijiste cuando me entregaste el sobre café con el dibujo y la carta.

Volví a casa un día antes de año nuevo; hice pijamada con las chicas esa noche y Lila me puso al tanto. Cuando tu atención se fue de mí, también se fue de nuestro grupo de amigos, sin embargo, en aquel entonces que yo no estaba y que tú y yo –sólo en el ámbito formal– ya no éramos tú y yo, habías vuelto a darle a nuestros amigos el lugar que siempre tuvieron; y aunque seguías saliendo de fiestas con tu grupo universitario, ya no era tan constante.

En el transcurso de la última noche del año quise acompañar a Andy a casa de Walter con un propósito, el mismo que había debatido con las chicas la durante la pijamada. Mamá nos había dicho que volviéramos antes de la medianoche, pero yo sabía que no sería precisamente rápido; conocía a mi hermano y más que todo, a mí. Mi corazón hinchado de tantos sentimientos y emociones que únicamente respondían a una persona me había invadido todo el cuerpo, matando cualquier pensamiento que lo contradijera o refutara.

Esa noche la tengo tan clara en mis recuerdos: una niña rubia corrió hacia mí después de chillar mi nombre cruzando la calle peligrosamente, con la consciencia de quien distingue a lo lejos a una persona muy querida a los cinco años de edad. Lucy se abrazó a mis piernas desnudas cuando llegó hasta mí, ignorante de como un auto la esquivó a toda velocidad.

–Leigh, te extrañaba, igual que mi hermano. –La recuerdo decirme con su vocecita dulce y aguda, cuando me puse a su altura y la abracé, asegurándome de que estaba completa después de aquello.

Cruzaste a prisas junto a Lauren, ya que gracias a la escasa iluminación no se vislumbraba con exactitud debido a quién había corrido Lucy de aquella forma. Tu madre me abrazó al llegar y percatarse de que se trataba de mí, y rápidamente se llevó a la niña mientras la reñía por haber corrido y haber cruzado la calle de esa manera. Mi hermano había permanecido de pie a un lado y decidió reanudar solo el camino hasta la casa de su mejor amigo.

–Hola, Liam. –Fui yo quien se acercó, porque tú te habías quedado estático, sin emitir palabra alguna y sin dejar de mirarme de lleno.

Se me inunda el pecho de ternura aún cuando te recuerdo abrir y cerrar la boca sin hallar nada coherente qué decir; cuando te recuerdo suspirar, desviar la mirada y con una mano revolverte el cabello hasta la nuca, nervioso y tímido.

–Dios, Carleigh... –Aquello lo susurraste tan quedito en medio de una exhalación que casi no lo oí, seguramente pensaste que no, pero sí–. ¿Cuándo volviste?

Parecías plenamente sorprendido, casi asombrado de verme, y cuando te expliqué que estaba ahí por el regalo de cumpleaños del que me habías hablado, esbozaste una pequeña sonrisa y me guiaste hasta tu casa atestada de los familiares directos de Lauren, luego hasta la privacidad de tu habitación.

Me diste una cajita mediana de terciopelo con aquel hermoso reloj pulsera de correa rosa, incrustaciones de pedrería y colgante de torre Eiffel; era el mismo que hallé en un centro comercial junto a Lila y no alcancé comprar por las prisas.

–Un pajarito me dijo que te había gustado. –Me dijiste, cuando te pedí que me lo pusieras–. Así que si te pregunta, le dices que le di los fulanos créditos.

También me diste un cuadro forrado con láminas de plástico con burbujas, polietileno, cartón y cinta adhesiva. Quise abrirlo en ese instante y te quejaste, debido a que te habías esforzado mucho por forrarlo y protegerlo. De todas maneras terminamos sentados sobre la cama destapando el lienzo.

En la pintura había una chica –yo, por supuesto– sentada con las piernas cruzadas en medio de un jardín de margaritas, con una corona de estas en la cabeza, el cabello cayendo en las usuales ondas, el mentón ligeramente levantado y los ojos cerrados, como si disfrutara del sol, de la brisa y del cielo azul. En su rostro se reflejaba serenidad, y por la suave sonrisa, diría que felicidad; pero debajo rezaba la palabra: Equilibrio.

–¿De verdad quieres saberlo? –Cuestionaste con suma ironía cuando te pregunté por el significado del nombre que le otorgaste–. ¿En serio?

Yo estaba ahí porque, a pesar de los tres meses que habían trascurrido, indudablemente –así lo sentí– tú y yo no habíamos dejado de ser tú y yo.

–Eso eres, Leigh. –Respondiste al fin, después de casi forzarte de decírmelo–. Mi equilibrio, o al menos, lo que hace que todo esté en orden en mi vida.

Agh, también recuerdo cómo me quedé sin palabras. Eras tan directo y conciso a veces que me dejabas en blanco. No recuerdo cómo fue que nos levantamos de la cama, pero tú habías tomado una distancia considerable; parecías ansioso, en ese momento no había tanta timidez como en la calle hacía minutos atrás.

Sé que observé la pintura durante unos minutos mientras sopesaba lo que acababas de decirme, y lo comprendí, porque tú también eras el mío: el amor y el dolor, la paz y el caos. Todo equilibrado para ser lo suficientemente lejano a la monotonía y lo aburrido; un sube y baja, como los latidos del corazón proyectados en un electrocardiógrafo.

Ante mi silencio me tendiste un portafolio azul que había sobre el escritorio de la computadora; era aquél de los dibujos a carboncillo de tu clase de técnicas de dibujo. Cada boceto estaba separado y debidamente protegido por fundas de plástico transparente, insertadas a los tres aros de la carpeta. Había una gran variedad de dibujos, desde paisajes tenebrosos y solitarios como también jardines y flores; estaba el cachorrito de la mamá de Walter, un libro abierto junto a una taza de café humeante, estaba Miau –el gatito gruñón de Lila–, la fachada de la casa de tus abuelos, una pequeña niña de coletas –Lucy– ir sonriente detrás de una mariposa, hasta una misma chica que se repetía en los últimos tres dibujos.

En uno de ellos estaba sentada frente a una mesa de cristal, con una libreta abierta al frente y la calculadora científica a un lado, el lápiz en la mano que reposaba sobre la hoja y la otra hecha puño contra la mejilla, apoyando el codo sobre la mesa. El cabello rizado y largo atado en una coleta alta y mal hecha, con la boca formada una especie de puchero y las pestañas rozando contra las mejillas. Eran las tutorías de química que solías dictarme.

El siguiente boceto me reflejaba vistiendo el buzo que solía tomar como si fuera mío, con mis audífonos estéreos en los oídos, el cabello cayéndome suelto, mis ojos cerrados y una leve sonrisita cruzándome en la expresión; como si disfrutara de la música. Por la leve inclinación de uno de los hombros y la posición de un brazo, daba la impresión de estar bailando, complementando las notas musicales que estaban esparcidas por todo alrededor.

Recuerdo que me quedé sin aire cuando pasé la funda para ver el siguiente y se me formó un pequeño nudo en la garganta, porque me hizo rememorar varias cosas que pensé que había dejado atrás; como la noche a la que te pedí que no faltaras y aun así nunca llegaste.

Se trataba de una bailarina de ballet sentada sobre el piso que debido al peinado, el leotardo y el tutú, daba por sentado que estaba próxima a salir a escena, pero aún se encontraba atándose las cintas de una zapatilla punta; la otra se hallaba en el piso aguardando.

Sin duda ese dibujo fue un recordatorio fuerte de cuando alcancé mi límite y di fin a nuestra relación. Quizá debí tomarlo de otra forma, pero en ese momento pasé por alto que las fechas de esos bocetos sobre mí paseaban por todo el trecho de los tres meses que estuvimos separados; fue más importante que en la expresión de la bailarina –a pesar de tener el rostro ligeramente inclinado hacia abajo– se asomaba un gran rastro de tristeza.

Te mostré el dibujo y te cuestioné la razón, lo recuerdo, también tu expresión derrotada y cómo caíste sentado sobre la cama.

–Soy el idiota más grande de este planeta, Carleigh. –Murmuraste dándome la espalda, sin siquiera girarte ni mover un solo músculo, solo aferrabas tus dedos al borde del colchón–. No creas que no me hago una idea de todo el daño que te hice; vivo con ese pensamiento en mi cabeza todos los días, pero el sentirme miserable no borra nada. No tengo excusas, ni justificación, ni siquiera una buena explicación. –Negaste con la cabeza, y cuando cerré el portafolio y lo aventé a la cama, tú te levantaste y me miraste de lleno, guardando tus manos dentro de los bolsillos delanteros del jogger que usabas. Tus ojitos se habían cristalizado y eso aumentó mis ganas de echarme a llorar–. Solo sé que posiblemente soy la persona que menos te merezca en el mundo, pero te amo con todo de mí, y duele malditamente estar sin ti.

Te pregunté si verdaderamente nunca dejaste de hacerlo, porque fue lo que me hiciste sentir, y aunque gran parte de todo ese dolor ya estaba en el pasado, entonces creí que aún debíamos hablarlo para poder avanzar lejos de eso.

–Nunca, –habías respondido en seguida, negando con la cabeza frenéticamente. Estabas ansioso y parecías nervioso, pero aun así terminaste acercándote y ahuecando mi cabeza con tus manos. Mi cabello, que Saory había insistido en alisar la noche anterior, me comenzaba a dar calor– y dudo que pueda hacerlo en mucho tiempo. –Uniste tú frente a la mía y cerraste los ojos, mientras yo me tomé la libertad de recorrer cada rincón de tu rostro, sintiendo cuánto te había extrañado–. Sólo pienso en que lo mínimo que me merezco es que te alejes de mí, pero... te juro que sentirte lejos me quema por dentro y entonces sólo quiero enamorarte de nuevo de ser necesario. –Soltaste un suspiro, como si hablar te quitara un enorme peso, pero te negabas a abrir los ojos–. Has estado en mi cabeza desde que te fuiste y le he dado mil vueltas al asunto buscando una solución, pero en mi mente algo grita que no merezco que vuelvas, mientras mi corazón dice que solo tú tienes el poder para decidir por los dos. –Sentí muchas ganas de llorar cuando tu expresión se quebró, mostrándome lo que sentías–. Te amo, te juro que te amo, y que me parta un rayo si vuelvo a hacerte llorar alguna otra vez.

Quise besarte y acabar con tanto lamento, pero justo entonces separaste nuestra unión y negaste con la cabeza, alejando tu tacto de mí pero permaneciendo cerquita. Tenías ya los ojos enrojecidos para cuando los abriste, y estaban levemente cristalizados, dejándome leer tantas emociones abrumadoras.

–El arrepentimiento generalmente no sirve de nada, pero es lo único que puedo darte, Leigh. Estoy arrepentido de una forma en la que nunca lo estuve sobre algo en mi vida y puedo pasar el resto de mis días pidiéndote perdón o incluso deseando poder regresar el tiempo y evitar mis acciones y todo el daño que te hice; pero solo quiero que tengas presente y nunca olvides que, independientemente de cuál sea tu elección, sigo y seguiré aquí, profunda e irremediablemente enamorado de ti.

Aún recuerdo el sabor del sollozo que dejé escapar cuando avancé un paso más cerca de ti y te tomé de ambas mejillas. Una lágrima se me fugó desde el borde del ojo y la limpiaste rapidez, mirándome tanto con ternura como con infinita tristeza.

No sé qué pasó por tu cabeza con respecto a lo que iba a decirte.

–Es tonto que asumieras que el hecho de que vine hasta aquí fue únicamente por mis regalos, Liam. –Cuando frunciste el ceño, sopesando lo que trataba de decirte, sonreí levemente porque la tristeza en tu mirada bonita se estaba yendo–. Realmente vine porque aún necesitábamos hablar sobre esto y sobre nosotros, porque te extraño, y porque que has tenido mi perdón desde antes de irme de viaje y... –ahí me besaste, interrumpiéndome, y los fuegos artificiales comenzaron a oírse y reflejarse a través del vidrio sin polarizar de tu ventana, con la algarabía de las personas festejar en la calle. Ya era año nuevo.

La verdad es que iba a proponerte el típico borrón y cuenta nueva, pero no me dejaste terminar. Y lo siento porque lo que debí haber dicho era que estaba estúpidamente enamorada de ti, pero no lo dije.


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Me atrasé un día, perdón. En mi defensa les digo que la conexión a internet en Venezuela es asquerosa. En fin, espero que hayan disfrutado de este capítulo que es uno de los más bonitos y nostálgicos.

Hoy habrán dos dedicatorias porque quiero y porque puedo jsjsjs gracias a @Magi0802 y a @Belu_Lopez porque han estado desde el inicio de esta hermosa historia; ustedes básicamente me han alentado a continuar publicando semana tras semana, gracias. 

Nos leemos el próximo jueves y rueguen al cielo porque mi internet mejore, besitos.


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