19
La primera vez que me pintaste, ¿la recuerdas? Había trascurrido casi la mitad de un año para cuando me mostraste el cuadro; lo habías pintado mucho antes de aquel atardecer en la bahía, donde me pediste que fuera tu novia.
—El plan inicial había sido mostrártelo cuándo te pedí que vinieras a mi casa, aquél día que ocurrió lo de Tami; pero luego por como se dieron las cosas ya no pude hacerlo. —Me dijiste—. Lo guardé porque quise esperar el momento perfecto para dártelo; sin embargo, Leigh, ésta pintura es demasiado significativa para mí. La pinté después de la muerte de mi padre, durante ese tiempo en el que quería estar solo. En ningún momento planeé pintarte a ti, honestamente, solo sentí muchas ganas de pintar y para cuando hube acabado, me di cuenta que se trataba de ti. Literalmente, así fue como tuve consciencia sobre mis sentimientos.
Yo tenía el lienzo cuadrado entre mis manos, corroborando que esa clase de talento que tenías era, seguramente, algo innato. Mi cabello chocolate caía largo en sus distintivas ondas, como cortina a cada lado de mi cara, la cual estaba levemente inclinada hacia abajo; mi frente pequeña, mis cejas delgadas haciendo un contraste con mis pestañas y mis ojos cerrados, mi nariz terminando en una margarita que sostenía entre mis dedos. Detrás de mí, el jardín del colegio: precisamente el césped donde crecían las demás margaritas. El cielo azul moteado de nubes blancas y se podían vislumbrar algunos rayos de sol. La camisa blanca del uniforme escolar, las correas del morral sobre mis hombros y el brazalete que me obsequiaron las chicas y que siempre me obligaban a usar.
La pintura en sí era algo que necesitaba ser exhibido; la perfección de los colores, las sombras y contrastes; la magnificencia del boceto... Pero el hecho de que era yo quién estaba plasmada ahí en ese lienzo, el que te percataras —antes de comenzar a conocernos a profundidad— de que las margaritas me encantaban, de que el jardín del colegio era mi sitio favorito, y hasta de la pulserita que durante esa temporada por lo general no me quitaba; era, sin duda, lo que más apreciaba y lo que más me hinchaba el corazón.
Esos pequeños detalles que quizás pasaron desapercibidos para ti, significó para mí más de lo que jamás te harías una idea.
Y nunca te lo dije.
—Hace unas semanas le hice algunos retoques, pensé incluirla con las demás para aplicar en la universidad, pero significa mucho más que un cupo universitario. —Habías sonreído—. Se llama «La belleza de lo esencial».
Ciertamente me dejaste sin palabras, pero no fue absolutamente necesario decirte lo especial y afortunada que me sentí; tú lo leíste en mi expresión.
Sólo te abracé como respuesta, recuerdo, me gustaba hacerlo; mis energías se repotenciaban cuando lo hacía y todo estaba en paz en ese espacio de tiempo. Era cómodo estar entre tus brazos, era pacífico; era mi escondite cuando todo iba mal en casa.
—¿Por qué el cuadro se llama «La belleza de lo esencial»? —Te pregunté días después de colgar la pintura en mi habitación, una noche en la que habíamos decidido quedarnos tumbados en el sofá de tu casa con bolsas de fritura, en lugar de asistir a una de las tantas fiestas que organizaron tus compañeros de clases como festejo por la casi graduación.
Tú tenías los pies sobre la mesita de cristal y la nuca reposada sobre el borde del respaldo, con la bolsa de Doritos en una mano y de la otra los dedos manchados; yo usaba tu pecho como almohada, recostada a lo largo del sofá con las piernas flexionadas, mis pies apoyados sobre el reposabrazos y con el mando del reproductor de música de la estancia en mi poder. Mi preciado Ed Sheeran ya para ese entonces se había instalado cómodamente junto a todo su repertorio dentro de tu pendrive de música. Esa noche Lauren cubría turno en el hospital y Lucy estaba con su papá.
—Te gustan demasiado las margaritas, es casi esencial para ti tomar una y oler su aroma. Y a mí me encanta verte hacerlo, es una auténtica belleza. —Soltabas las cosas más dulces con tanta parsimonia y despreocupación, como si fuera cualquier nimiedad, que me hacía admirar la forma en la que expresabas todo tu romanticismo con tanta sencillez y facilidad, que yo nunca logré.
Estoy segura de que puedes recordar esa noche, ¿a que sí? Para mí fue muy, muy especial.
Ya pasada de la media noche cuándo las bolsas de frituras se acabaron, me habías arrebatado el mando del reproductor de música y suplantaste a Ed por una de tus bandas favoritas de rock alternativo, afuera comenzaba un diluvio y nos habíamos tumbado a lo largo del sofá con una almohadilla sobre el reposabrazos. Yo tenía frío y me había puesto tu buzo gris adidas, mi favorito; también me había acurrucado a tu costado y contra el respaldo mullido del sillón. Tú te habías abrazado a mí; hundiste tu cara en mi cuello y me pasaste una pierna por encima de las mías; estabas impaciente porque la universidad aún no emitía respuesta alguna sobre ti.
Yo siempre estuve segura de que obtendrías ese cupo, la cuestión fue que nunca hallé una manera de explicarte la razón de mi seguridad. Como siempre y por eso el motivo de todo esto: nunca supe expresarme con palabras.
Pero volviendo al pasado y a esa exclusiva e indeleble mitad noche mitad madrugada; tus hormonas y las mías siempre buscaban formar una revolución a cada simple oportunidad, y aunque hacía meses te había confesado mi doncellez y que específicamente sentía que aún no llegaba ese momento, poco a poco fuimos, sin planearlo, más allá. Tú siempre respetaste mi decisión, mi espacio y mi tiempo, y pusiste por encima mi comodidad; cada vez que sentía que las cosas se salían de control y te detenía, tú sonreías y me besabas el rostro repitiéndome con dulzura que sería cuando yo me sintiera a gusto y confiada.
Creo que tamaña comprensión es la que cualquier chica merece.
Bien se podría decir que esa noche simplemente surgió, pero la verdad es que días anteriores la decisión había tomado vida casi por si sola; pudo haber sido por el hermoso detalle del cuadro, o porque intenté hablar con Tamina en el colegio y ella corrió hasta ti tergiversándote la situación, y tú me creíste a mí inclusive antes de hablar conmigo, o quizás porque en unos de tus comentarios súper espontáneos me dijiste que era la tercera chica más importante en tu vida, después de tu mamá y tu hermanita; o fácilmente pudieron haber sido, no solo esas tres cosas, sino todo lo que hacía un poco más de medio año me habías expresado y demostrado.
En ese entonces, en el sofá, fui yo quién te besó buscando minimizar tu preocupación.
—Qué fiestas ni que mierda cuándo puedo estar toda la noche así contigo. —Habías gruñido, cuando te alejaste de mis labios un instante para removerte y cambiar posiciones en el sofá.
Me preguntaste muchísimas veces si estaba segura y me aclaraste que nunca harías nada que yo no quisiera; en pocas palabras cuidaste de mí más que mí misma porque te preocupaste porque todo estuviera perfecto incluso cuando a mí no me importaba ni el lugar.
—Hacen falta pétalos de rosas, —dijiste, cuando hiciste amago de detenerte por segunda vez pero ya en tu habitación—, y chocolates, y velitas aromáticas, y una sábana más...
Recuerdo haberte interrumpido; en ese entonces me parecía tonto que cuidaras de los detalles más que yo, cuando hacía minutos en el sofá te había prometido que me sentía lista, segura y confiada. Por supuesto después lo comprendí: yo solía ser mucho más sencilla que todo tu romanticismo; pero eso no significó nunca que no me derritiera o que no me enamoraras más con cada pequeña cosa tuya.
—Pero si estoy loco por ti. —Gruñiste indignado, cuándo debido a tus pequeños instantes de resistencia insinué que no querías—. ¿Cómo piensas que no voy a querer?
Se puede decir que la intimidad ha tenido siempre su propia concepción, sin embargo, para mí va desde saberme de memoria las pequeñas marcas permanentes que dejó la varicela en tu piel cuando pasó por tu niñez; las huellas de tu infancia bajo el mentón y en la rodilla; la cicatriz del apéndice en el lado derecho de tu abdomen; que te conocieras de memoria la pequeña marca de nacimiento perceptible en mi muslo izquierdo; que nunca olvidaras que me gustaban las caricias en la espalda, como a ti en el cabello; las charlas sobre temas sin mucha relevancia desde la tina del baño; que me lavaras el cabello bajo la ducha; hasta los cariñitos bajo las sábanas cuando el síndrome premenstrual se presentaba y una aplicación —que descargaste por voluntad propia— te alertaba en tu teléfono celular; así como te cuidaba en tus resacas después de las fiestas en las que me insistías que no se te iría la mano con el alcohol.
A todas estas creo que ese nivel de intimidad nació esa noche: cuándo mi primera vez se convirtió en un momento que, junto a otros más, atesoraré por siempre. Pero más allá del acto en sí, lo verdaderamente íntimo surgió cuando sencillamente aseaste en mi lugar la evidencia de la unión física que nuestros cuerpos dejaron en mí.
Ésta idea mía sobre la intimidad podría ser errónea, o tal vez no; lo que sí sé es que no ha perdido ni perderá su belleza.
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Maratón 1/2
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