Capítulo 10: El Reencuentro con Yael
Capítulo 10: El Reencuentro con Yael
Podría saltarme por completo lo que pasó en mi decimocuarto año de vida, pues no es del todo agradable recordarlo. Podría enfocarme en los años felices de mi infancia, en las sonrisas y palabras delicadas, en esa época en la que aún podía pensar que quien me susurraba al oído era el Espíritu Santo. Es un pasado distante, borroso, pero bellísimo, como un espejismo en medio del desierto.
Pero la vida no permite olvidar los momentos malos para enfocarse solo en los buenos. Nuestro deber como seres humanos es equivocarnos y aprender de nuestros errores, de nuestro dolor. Ese dolor que muchas veces es temido y repudiado, pero que no es más que el mejor maestro que tenemos. Mi historia trata de eso: del dolor que hay que sufrir antes de un final feliz.
Atesoro mis recuerdos bonitos como perlas guardadas en el cofre especial de mi memoria, pero por eso mismo tengo que hablarles de mis errores. Y vaya que cometí muchos en mi vida.
Con el tiempo, empecé a sentirme cada vez más atormentado por la "sombra" que vivía en mí, una entidad oscura que llenaba mi mente de imágenes violentas y degeneradas. No quiero mencionar esas cosas horribles, porque mi historia no está hecha para complacer la morbosidad ajena.
Sarah y yo pasábamos el día juntos en clases, pero lentamente comenzamos a distanciarnos en los recreos. Ella empezó a juntarse con otras chicas y los sábados asistía a clases de religión junto a la familia de Cristal. Notaba que algo estaba cambiando en ella: ya no era la misma niña dulce e infantil; ahora era más seria, como si quisiera pretender ser una adulta.
Además, había comenzado a ser un poco más rebelde con sus padres. Repentinamente ya no quería acompañarlos a misa los domingos. No entendía qué le había pasado a mi princesa. ¿Qué le estaban enseñando en esas clases de los sábados?
Gracias a la nueva distancia con Sarah, me volví más callado y, según mi madre, más frío. Pasaba el día dibujando, intentando olvidar el monstruo que vivía dentro de mí. Mi rendimiento académico comenzó a decaer. Solo podía pensar en las catástrofes que esas voces anunciaban.
Intenté rezarle a Dios, pero eso solo parecía empeorar las cosas. Me sentía perdido en un laberinto sin salida.
Fue entonces cuando mi vida cambió. Empezamos a ir a catequesis más tarde que la mayoría de los chicos de nuestra escuela. Sarah fue obligada a asistir, y yo la acompañé por petición del señor Carrasco, quien quería asegurarse de que Sarah asistiera a las clases de la iglesia.
La catequesis de la iglesia a la que asistíamos, Los Corderos de Cristo, tenía métodos peculiares para enseñar a los jóvenes sobre el cristianismo. Uno de ellos era que los estudiantes del primer año de catequesis eran instruidos por un alumno de segundo año, llamado "pequeño maestro". El pequeño maestro de Sarah era una chica llamada Vania, mientras que el mío era Ian.
Ian era un chico mayor que yo, pero parecía más joven. Tenía cabello rubio y ojos azules, con un aspecto adorable que irradiaba paz. Cada vez que estaba cerca de Ian, las voces en mi cabeza se apagaban. Para mí, Ian era como un ángel.
Una tarde, mientras entrábamos a la iglesia, Sarah se detuvo en seco. Miraba fijamente hacia una figura que avanzaba hacia nosotros.
—¿Isaac? —me llamó, sin apartar la vista del pasillo.
Seguí su mirada, y entonces lo vi. Mi corazón dio un vuelco. Era Yael, después de cuatro años. Su cabello seguía siendo de un turquesa vibrante, pero su apariencia había cambiado. Se veía más delicado, casi etéreo, y, sobre todo, hermoso.
—¿Yael? —dije en un susurro, sin poder creer lo que veían mis ojos.
Yael sonrió al vernos y se acercó con paso tranquilo. Ahora tenía 18 años, y su presencia llenaba el espacio como nunca antes.
—Hola, Isaac. —Su voz era suave, pero con una firmeza que me hizo sentir un escalofrío.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, aún incrédulo.
—Vine con Camila y su hermano manor, Luis. Él asiste a estas clases —explicó, señalando a una chica que reconocí como su prima, Camila, y a un chico bajito que debía ser Luis.
Sarah, que hasta entonces había estado en silencio, dio un paso al frente.
—Yael, no puedo creerlo. Has cambiado tanto —dijo, con una mezcla de asombro y nostalgia.
—Lo mismo digo de ustedes —respondió Yael, con una sonrisa cálida—. Aunque supongo que no todos los cambios son visibles.
Durante el resto de la clase, no pude dejar de mirarlo. Yael se veía sereno pero con un aura de peligro , como si el tiempo lo hubiera moldeado en algo más bello y enigmático. Al final de la sesión, cuando todos salían de la iglesia, me acerqué a él.
—Yael, ¿puedo hablar contigo un momento?
—Claro, Isaac. —Me miró con esos ojos que parecían ver a través de mi alma.
Nos apartamos un poco del grupo, y tomé aire antes de hablar.
—Me alegra verte de nuevo. —Mi voz temblaba ligeramente.
—A mí también me alegra verte. He pensado mucho en cómo estarías —admitió, con una sinceridad que me desarmó.
Por primera vez en mucho tiempo, sentí que una pequeña chispa de esperanza se encendía en mi interior.
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