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| -Capítulo 9: Atrapados- |

Tras unas horas, Cora (ahora envuelta en una manta roja para el shock) se hallaba junto a Sherlock en el despacho del Sargento Lestrade, quien entró de pronto en su oficina, casi sobresaltando a la pelirroja, quien continuaba afectada por lo que había visto en el cementerio. El joven de ojos azules-verdosos posó una de sus manos sobre las temblorosas de ella en un esfuerzo por calmar sus nervios, sus miradas encontrándose al fin. Ella aún parecía aterrada, pero con su presencia y su gesto suave, el de cabello castaño se percató al momento de que se había logrado relajar un poco.

He convencido al sepulturero para que retire los cargos –sentenció Lestrade tras cerrar la puerta de su despacho y sentarse en su escritorio, frente a los muchachos, quienes de pronto suspiraron algo más aliviados, pues aún seguían actuando a espaldas de la universidad, ¡y con Sherlock expulsado, nada menos!–. Bueno Sherlock, tu amiga y tú me habéis costado una noche sin dormir –les indicó en un tono algo severo, parco de sueño que evidenciaba lo agotado que se encontraba–. Ahora por favor, bueno días –dijo, indicándoles que se marchasen cuanto antes.

Sr. Lestrade –habló la pelirroja, llamando su atención con su voz suave–, esos fanáticos son responsables de Dios sabe cuántas muertes –continuó antes de argumentar–. Sherlock y yo tenemos razones para creer que son también responsables de las misteriosas desapariciones de esas cuatro chicas el mes pasado –rememoró los recortes de periódico que había leído en su día.

–¡Te lo suplico, abre una investigación! –exclamó Sherlock tras asentir a las palabras de su compañera de aventuras. Lestrade chasqueó la lengua con cierta ironía al escucharlo.

¿Basada en qué, Sherlock? ¿En tu imaginación? –le espetó–. Y además has involucrado a esta pobre joven en tus desventuras...

–Para empezar, ella está conmigo porque así debe ser, Lestrade –se defendió el muchacho de cabello rizado y castaño, Cora esbozando una sonrisa leve como respuesta–. Y por otro lado, un gran detective se basa en la percepción, la inteligencia y la imaginación.

–¿De dónde has sacado esa idea tan absurda? –se burló el Sargento de Scotland Yard.

Del cuadro que tienes en la pared –sentenció Sherlock en un tono serio, provocando una leve carcajada en la de ojos marrones, quien tuvo que disimular. Lestrade volvió su vista hacia el cuadro antes de hablar de nuevo, su tono algo molesto a la par que avergonzado.

–Vaya... –murmuró–. Realmente no sé por qué tengo que explicarte lo que hago. He pasado los últimos siete años en Scotland Yard, estudiando y analizando cientos de casos, ¿y ahora vienes tú, un estudiante que apenas hace otra cosa que meter las narices en sus libros, a decirme que sabes más que yo?

–Por favor, Sr. Lestrade...

–¡Fuera! ¡Los dos! –exclamó el Sargento, los jóvenes levantándose de sus asientos, antes de que la pelirroja volviese a hablar, sacando un pequeño objeto envuelto en una fina tela.

–Antes de que nos vayamos, por favor, considere nuestras pesquisas –le rogó la joven, dejando el objeto sobre el escritorio, destapándolo y revelando un dardo del Rame Tep–. Analice esto –comentó antes de salir de la estancia junto al joven de ojos azules-verdosos, quien parecía realmente furioso por la falta de visión de Lestrade, además de su insulto a su inteligencia.

Después de salir de la comisaría, los dos muchachos caminaron por las calles de Londres hasta adentrarse de nuevo en los terrenos universitarios, evadiendo a las cámaras e infiltrándose de nueva cuenta en la habitación de Cora. Sherlock se despojó de su abrigo con brusquedad, dejándolo con un gesto airado en el sofá, sentándose en él a los pocos segundos.

¡Cuando me convierta en un detective se lo haré pagar con creces! –exclamó furioso. Cora lo observó con cierto grado de lástima, pues comprendía cómo aquellas palabras habían hecho mella en su orgullo–. ¡No pasaré ni un momento sin ridiculizarlo, ya lo verás!

Sherlock, no seas crío –lo regañó ella, recibiendo una mirada por su parte.

–¿Ahora estás de su lado? ¿Es eso? –le espetó el joven con una actitud que bien parecía ajustarse a la de un niño pequeño.

–¿Qué? ¡Claro que no! –exclamó ella, cruzándose de brazos tras dejar colgado su abrigo y guantes–. ¡Pero te estás comportando como un niño!

¿Yo? ¿Yo me estoy comportando como un niño? –inquirió él, levantándose del sofá de un salto, caminando hasta estar frente a ella.

–¡Madura de una vez! –le espetó la pelirroja, colocando sus manos en sus caderas, observándolo con severidad–. Si te coges una rabieta cada vez que alguien hiera tu orgullo, ¿qué clase de detective piensas ser?

–¿Y qué hay de ti? ¡Solo eres una cría que no sabe hacer otra cosa más que llorar y pedir ayuda! ¡Ni siquiera sé por qué sigo estando contigo! ¡No me sirves de nada!

Sherlock se quedó mudo ante las acusaciones que había dirigido contra ella, de pronto sintiendo una gran vergüenza por haber actuado así en su presencia. Intentó disculparse, pero ella habló antes.

Ahora tengo que ir al Club de Danza –sentenció ella, pasando a su lado y recogiendo su bolsa para aquella actividad, sus ojos expresando cuánto le habían dolido sus palabras–. Cuando estés más tranquilo hablaremos. No tengo ganas de perder el tiempo cuando no se puede razonar contigo –espetó en un tono molesto, antes de cerrar la puerta de su habitación, examinándose a su actividad.

Cuando la joven de ojos marrones llegó al gimnasio donde se impartía la actividad, sus ojos estaban llenos de lágrimas, las cuales intentó por todos los medios secar, pero sin éxito, pues no dejaban de caer. De pronto, a través de sus ojos inundados de lágrimas se percató de que alguien le tenía un pañuelo, que ella tomó en sus manos sin pensar demasiado.

Gracias... –murmuró sin siquiera levantar el rostro.

–De nada –replicó una voz suave que reconoció de pronto, su rostro alzándose y sus ojos encontrándose con los verdes de Sebastian Morán–. Pareces estar triste por algo, princesa... ¿Qué a pasado?

–No quiero hablar contigo, Morán –recalcó ella en un tono molesto, intentando caminar lejos de él, pero siendo sujetada por el antebrazo–. Suéltame.

–Escúchame Cora, quiero disculparme por lo que dije y lo que ocurrió en las vacaciones de Navidad –habló el muchacho–. Siempre me has parecido una chica muy interesante, y no podía ver cómo Holmes pareciera ser tan cerca no a ti, pero si te hace feliz no puedo hacer nada por ello... –continuó, Cora sintiendo en aquella ocasión una genuina compasión por él, pues su voz y sus palabras parecían sinceras, por lo que se giró para observarlo. No logró deducir que no estuviera realmente arrepentido, por lo que mantuvo silencio y lo escuchó–. Y sin embargo ahora estás llorando. Eso no lo puedo soportar...

–Sebastian, yo... –comenzó a decir ella–. Gracias por tus palabras. Aprecio que te sinceres, y te perdono por tus palabras –admitió, el agarre del castaño-pelirrojo soltándose al fin–. Pero no pienso perdonar que fueras el responsable de la expulsión de Sherlock –le espetó, el rostro de Morán de pronto contrayéndose en una mezcla de molestia y sorpresa.

–Cora, no es lo que crees...

–¿Ah, no? ¿Y por qué parecías estar compinchado con Dudley aquel día? –se cruzó de brazos–. ¿Por qué todo el mundo se empeña en mentirme? ¡Ya estoy harta!

–Cora, te juro que no sabía nada de eso –argumentó Sebastian–. Dudley simplemente había logrado copiar algunas de las repuestas del examen, y luego me las entregó. Era un examen muy difícil y no lograba comprender las fórmulas... Simplemente nos alegramos por haber conseguido contestar esas preguntas.

–No me digas... ¿Y por qué será que no me lo trago? –inquirió con ironía–. Eres muy inteligente, Sebastian, no creo que unos simples ejercicios de cálculo matemático sean un problema para ti.

Te equivocas. Incluso yo tengo mis debilidades, y no olvides que aún tenía en mi mente el recuerdo de aquel beso que nos dimos –le dijo, de pronto el rostro de la pelirroja sonrojándose–. Sé que para ti seguramente no significó nada, pero para mi... Fue mucho más que eso –admitió el joven de ojos verdes–. Y después, al verte con Holmes, me sentí impotente. No lograba concentrarme en nada... Por favor, tienes que creerme.

–Está bien –dijo Cora tras suspirar, de nuevo haciendo un esfuerzo por vislumbrar si intentaba engañarla. De nueva cuenta, no halló evidencia alguna de ello–. Te creo, Sebastian –le dijo, lo que alivió al muchacho–. Respecto a por qué lloro... Es solo que he discutido con alguien, nada más.

–Oh... –se sorprendió él por un segundo–. ¿Puede que tenga que ver con Holmes?

–Has acertado –admitió ella, caminando con él hasta uno de los bancos, donde se sentaron, esperando a que apareciese Rachel, a profesora–. Es... Un asunto complicado.

Cuéntame.

–Es solo que... ¡Agh! ¡A veces se comporta como un crío! –exclamó ella, apretando los puños–. ¡Me trae de cabeza!

–Puedo comprenderlo... A mi me pasa eso pero siempre que lo veo –bromeó el de cabello castaño-pelirrojo con una sonrisa suave.

–Ya entiendo por qué... –sentenció Cora en un tono suave tras sonreír.

–Al fin sonríes –notó Sebastian–. No te queda nada bien llorar, ¿lo sabías?

–Sí, ya me lo han dicho... –ambos intercambiaron una mirada cómplice, sintiéndose a gusto en compañía el uno del otro–. Esto... –carraspeó ella, intentando olvidar aquel recuerdo de ese beso–, ¿cómo vas con la coreografía de nuestro baile?

Perfectamente. He ensayado con mi tía, así que no tengo problema para llevarte –replicó él tras guiñarle un ojo.

–Vaya, qué modesto...

–Es la verdad, princesa –replicó él, encogiéndose de hombros–. De todas formas, si necesitas un hombro sobre el que llorar, o simplemente consejo para aguantar a Holmes... Cuenta conmigo. Al fin y al cabo, lo conozco desde hace tiempo ya. De hecho, pienso escribir al director contándole que fue Dudley quien falsificó el papel con las respuestas. Eso debería aclarar las cosas.

–Gracias Morán –agradeció la pelirroja de ojos marrones con un tono suave–. Lo tomaré en cuenta.

–¿Sabes? Empieza a serme extraño que casi siempre me llames por el apellido, cuando ese es el apellido de mi madre –comentó el muchacho–. Es una cosa curiosa: Papá adoptó su apellido tras su muerte. Nunca habla de ello... Creo que le produce dolor.

–Vaya, lo siento mucho... No lo sabía –se disculpó la joven–. Intentaré llamarte por tu nombre más a menudo, entonces.

–No me molesta que me llames por el apellido de mi madre, de hecho me gusta, aunque estoy considerando el cambiármelo por el de mi padre: Rathe.

–Tiene cierto tono exótico –admitió Cora con una sonrisa–. Sinceramente, a mi me gusta más Morán –sonrió la joven.

–Gracias por el cumplido –dijo Morán con una sonrisa–. ¿A propósito, cómo está? –preguntó el muchacho tras unos minutos de silencio.

–¿Quién? –preguntó Cora, de pronto demasiado distraída como para percatarse sobre quién preguntaba su compañero de baile.

–¿Holmes, quién va a ser? –dijo él antes de arquear una ceja–. ¿Lo has visto?

Oh, claro, Sherlock... –comentó Cora, de pronto ligeramente nerviosa, pues estaba consciente de que esa pregunta era algo capciosa–. Para serte sincera, no. No lo he visto. Solo hablamos por teléfono.

–Quizás sea mejor que se mantenga alejado de la universidad, después de todo... –mencionó Morán.

–¿Por qué dices eso?

Por todas esas muertes accidentales y esas chicas desaparecidas hace un mes... –respondió él en un tono suave, incluso casi indiferente–. No me interpretes mal, no le deseo la muerte, pero me preocupo por ti –apostilló, su voz de pronto volviéndose algo seria, extraña para Cora, pues tenía un tono realmente difícil de descifrar arraigado en sus palabras–. Si estuviera por aquí e investigase esos casos por su cuenta... Quizás te verías envuelta en un gran peligro –comentó–. Puede que incluso acabases muerta, y eso no se lo perdonaría a nadie.

E-entonces es una suerte que no esté aquí –tartamudeó ella, pues de pronto se sentía realmente incómoda en su presencia, habiendo palidecido rápidamente.

–¿Te encuentras bien? Te has puesto pálida... –preguntó Morán, colocando su mano izquierda sobre la frente de la pelirroja–. Creo que deberías descansar. No te preocupes, yo justificaré tu falta.

–Sí... Creo que será lo mejor –dijo ella, levantándose del banco y sujetando su bolsa–. Gracias, y lo siento...

–No te preocupes, vete –sentenció Sebastian, observando cómo la pelirroja se marchaba del gimnasio a toda prisa.

Cora caminó a toda prisa hasta su residencia de estudiantes, sintiéndose realmente descolocada y a la vez algo enferma por las palabras que Sebastian le había dirigido. Reconocía que la intrigaba y que sentía que quería saber más sobre él, incluso pensó que sería un buen ayudante en el caso que tenían entre manos debido a su inteligencia. Pero había algo en el joven que no lograba descifrar. Algo que le decía que se alejase cuanto antes de él. Por sus palabras, era como si Sebastian supiese de la presencia de Sherlock en la universidad. Dios, la joven de cabello carmesí esperaba que no fuera el caso. En cuanto entró a su habitación, encontró a Sherlock allí, sentado en el sofá, esperándola. Al verla entrar, el de ojos azules-verdosos se levantó del sofá y caminó hasta ella, bastándole una única mirada para deducir que algo había pasado con Morán.

¿Qué te ha hecho? –fue lo único que preguntó.

Como si te importase –replicó ella, recordando su pelea, el enfado y el dolor regresando a su pecho, su voz fría. Intentó caminar a su habitación para dejar la bolsa, pero Sherlock la abrazó por la espalda, imposibilitando que se moviera.

No digas eso –sentenció en un tono que rompió el corazón a Cora: parecía tan... Vulnerable–. No se te ocurra decirme que no me importas –le indicó antes de suspirar–. Siento lo que te he dicho. No lo pretendía yo... Perdóname, por favor.

Tras escuchar sus palabras, Sherlock hizo que la pelirroja de ojos castaños se girase hacia él, abrazándola de nuevo, con toda la suavidad y el cariño del que disponía. Cora reciprocó el abrazo, pues solo ahora comprendía que él no había querido decir aquellas palabras, las cuales habían salido de su boca por un impulso del momento, originado por lo herido que se encontraba su orgullo. En cuanto rompieron aquel dulce abrazo, Sherlock besó su frente, procediendo a sentarse con ella en el sofá, donde Cora le contó con pelos y señales lo que acababa de sucederle con Morán. Sherlock tuvo que reprimir sus impulsos para salir escopeteado de aquella habitación y estrangularlo. En cuanto la muchacha hubo acabado su relato, el joven detective en ciernes sonrió y habló.

–Por mi parte, he continuado investigando tras tu marcha. He encontrado la evidencia que relaciona al Profesor Waflatter con el Rame Tep.

¿De verdad? ¿En tan solo una hora? –se asombró ella, Sherlock sonriendo con orgullo.

Nunca subestimes a un Holmes, querida –dijo él antes de exponer sus conclusiones–. Mira esto –le entregó un boceto de Waxflatter, el obispo y el otro profesor que habían fallecido.

–Es un dibujo de todas las víctimas cuando eran más jóvenes. Todo están aquí –se asombró la pelirroja–: Bentley Bobster, Duncan Nesbitt y Rupert Waxflatter. El Rame Tep está acabando con todos los que se encuentran en este dibujo –continuó su hipótesis, ahora comprendiendo el razonamiento de Sherlock–. Todos, menos este –su dedo se posó en un hombre alejado un poco de sus compañeros–: Chester Cragwitch.

–Bien hecho –la alabó el detective–. Estuvo en el desván y en el funeral. Es el único hombre del grupo que aún vive –sentenció con un brillo emocionado en sus ojos–. ¡Vamos a resolver el caso, Cora! –exclamó con alegría, abrazándola, de pronto la puerta de la residencia de la pelirroja abriéndose, el profesor Morán entrando por ella.

Buenas tardes, chicos –dijo Brandon–. Holmes –apeló a él, los jóvenes separándose, ambos de pronto turbados ante la idea de haber sido descubiertos–, no esperaba que nuestros caminos se cruzasen tan pronto.

Horas más tarde, Cora y Sherlock fueron llevados a la oficina privada del profesor Brandon, a quien acompañaba la Sra. Dribb, también allí presente. Cora se encontraba nerviosa, pues estaba casi segura de que Sebastian había sido el que había logrado deducir por su conversación que Holmes seguía allí, con ella, a pesar de la expulsión.

¿Cómo ha averiguado que me encontraba escondido en el cuarto de Cora? –preguntó Sherlock en un tono ligeramente desconfiado, pues él también sospechaba de Sebastian.

–No olvides que compartimos las mismas dotes de observación, Holmes –le recordó Brandon–. Además, el comportamiento de la Srta. Izumi ha sido bastante irregular en estos últimos días... Claro que solo unos pocos que hayan tenido contacto con ella podrían percatarse de ello.

Sebastian –murmuró Cora entre dientes.

–Así es, Srta. Izumi –afirmó el profesor de gimnasia–. Mi hijo estaba preocupado por ti. Estabas actuando extrañamente, y como es natural, me pidió consejo. No fue difícil aventurar el resto.

–¿Me necesitaba, señor? –preguntó la Sra. Dribb, acercándose a ellos tras haberse despojado de su uniforme de enfermera.

–Sí, necesitaré que me ayude con estos alumnos –afirmó Brandon, levantándose de la silla en la que se encontraba sentado, caminando hacia la mujer de cabello oscuro.

–Sr. Holmes, creí que se había ido –mencionó la Sra. Dribb.

–Todos lo pensábamos, Sra. Dribb –sentenció Brandon, antes de que su tono se tornase serio, casi oscuro–. Ahora, por desgracia, el Sr. Holmes está metido en un buen lío –apuntó–. Si la junta se enterase de ello, lo detendrían y lo llevarían a prisión.

Cora abrió los ojos como platos, intercambiando una mirada aterrada con Sherlock, quien tomó su mano, acariciando el dorso de esta con delicadeza y suavidad.

Pero la junta no tiene por qué enterarse –continuó el profesor, sus ojos marrones observando a los dos jóvenes–. Holmes, por respeto hacia la Srta. Izumi estoy dispuesto a olvidarlo todo. Mañana te irás a tu casa, como estaba planeado desde un principio –se explicó, su voz apenas audible, acercándose a la Sra. Dribb, quien también contemplaba a los dos muchachos–. En cuanto a ti, Izumi –continuó, la aludida posando sus ojos en él–, tengo una única pregunta: ¿has permitido voluntariamente que Holmes se quedase en tu habitación?

–Yo...

Piensa muy bien la respuesta –la interrumpió Brandon, de pronto severo–, porque dependiendo de ella, podrías jugarte tu futuro académico. Y será mejor que no me mientas. Lo sabré si lo haces.

Cora pareció quedarse fría de pronto ante sus palabras y su tono de voz. Sabía que su respuesta tendría repercusión en su futuro, pero al miso tiempo, no podía dejar que Sherlock cargase con toda la culpa.

–Yo... La verdad es que...

No lo hizo –intercedió Sherlock–. Yo la coaccioné para que lo hiciera. La extorsioné para que me dejara quedarme en su habitación, a sabiendas de que ella estaba atravesando un duro momento personal.

"¡Sherlock! No, no lo hagas... ¡No puedo permitir que cargues tú con toda la culpa!", pensó la pelirroja, abriendo su boca para hablar, cuando fue silenciada de nueva cuenta por el propio joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos.

No intentes negarlo, Cora –dijo el detective en ciernes–. Ya no tienes que preocuparte por que yo te haga chantaje.

–Si así están las cosas... –mencionó Brandon–. Aunque admiro tu actuación y tu intención de proteger a Izumi, Holmes, me decepciona que te hayas aprovechado de mi amistad, y por consiguiente, de mi confianza –sentenció, Sherlock agachando el rostro avergonzado–. Creo que ha llegado la hora de desalojar el desván de Waxflatter.

–Pero profesor, el desván está lleno de inventos y dibujos suyos... –protestó Sherlock.

No debemos aferrarnos al pasado, Holmes –lo regañó Brandon en un tono severo.

¡Es el trabajo de toda una vida! –exclamó Sherlock, poniéndose en pie de un salto, ultrajado.

–Y esa vida se ha acabado –sentenció el profesor con serenidad, captando la atención de la pelirroja, quien se percató de que Brandon tampoco parecía excesivamente afectado por la muerte de su colega de profesión.

–¡No tiene derecho! –exclamó Sherlock, teniendo que ser sujetado por el antebrazo por la pelirroja, quien se levantó de su asiento.

Cálmate, Sherlock –le indicó en un tono suave, el aludido observándola de reojo, antes de suspirar y calmar su temperamento.

–Lo lamento, señor –se disculpó Sherlock–. Me he dejado llevar.

–Sentaros. Los dos –les pidió, haciendo un gesto a las sillas, los muchachos obedeciendo al momento–. Tendrás que quedarte a pasar aquí la noche. Ya es demasiado tarde como para llamar un taxi –se explicó antes de mirar a la Sra. Dribb–. Lleve a Holmes al aula 14B, y lleve a la Srta. Izumi al cuarto junto al suyo.

La Sra. Dribb asintió, llevándose a la pelirroja de la estancia, con Holmes siguiéndola de cerca. Antes de que el joven saliera de la oficina sin embargo, Brandon volvió a hablar.

–Holmes –lo llamó–. Recuerda lo que siempre te he enseñado: controla tus emociones, o serán tu ruina.

–Sí, señor –afirmó Sherlock antes de seguir a la enfermera de la universidad, claramente contrariado por el hecho de que, seguramente por su culpa, le abriesesn un expediente académico a Cora.

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