| -Capítulo 7: Investigación- |
Días más tarde, una vez Sherlock hubo abandonado los recintos de la universidad, la pelirroja se encontraba en su habitación, de noche, escribiendo en un pequeño diario de tapa de cuero negro, el cual había tenido con ella desde la niñez. De pronto, escuchó unos leves golpecitos en la ventana de su cuarto, lo que hizo que alzase su rostro, sus ojos escarlata ahora fijos en la ventana. Se levantó con calma de su escritorio, acercándose a la ventana y observando el exterior, una figura de pie en la calzada, iluminada solo por la luz de la lámpara adyacente. Con celeridad se colocó las lentes de contacto marrones, antes de abrir la ventana, entrando Sherlock por ella de un salto, ya que se encontraba en el segundo piso de la residencia de estudiantes.
–Perdona que entre así –se disculpó, sentándose en el alfeizar de la ventana antes de cerrarla–. No puedo volver a mi cuarto, como ya habrás supuesto... Y además he tenido que enviar todas mis cosas a casa del tío Rudy.
–¡Sherlock! –se sorprendió la pelirroja, abrazándolo–. ¡Estás loco! ¿Te das cuenta de lo que podría pasar si te descubriesen? –le preguntó tras romper el abrazo, sacando un colchón extra y unas mantas del armario cercano–. ¡Además, estás helado! –le indicó, entregándole una chaqueta–. Es de mi padre. Me la dio por si tenía demasiado frío aquí. A mi me queda algo grande...
–Gracias –respondió él, vistiéndose con la chaqueta que le entregaba la pelirroja–. Siento hacer esto. Te puedes meter en problemas si se llegara a saber...
–No te preocupes –indicó ella, quitándole importancia al asunto con una sonrisa–. No sería la primera vez que me expulsan de un colegio por algún motivo sin fundamento –murmuró en un tono casi inaudible, que Sherlock captó de inmediato, sentándose con ella en el sofá del pequeño apartamento.
–Estaba a medio camino de la casa de mis padres. El tío Rudy les enviará mis pertenencias –se explicó–. Algo me roía las entrañas. No podía irme así... No podía dejarte aquí, sola y desprotegida, así que le dije al chófer que mantuviese silencio y diese media vuelta –confesó, colocando una mano de forma tentativa en su mejilla izquierda.
–Me alegra que hayas vuelto... –confesó en un tono suave, acariciando su mano con ternura–. Está claro que este caso es mucho más complejo de lo que habíamos pensado. No puedo creer lo que dijeron en el funeral... Que Waxflatter se suicidase con un cuchillo...
–Tienes toda la razón –concordó Sherlock–. Hay demasiados elementos desconcertantes en todo esto: primero, un hombre se tira por una ventana, segundo, un sacerdote se lanza bajo los neumáticos de un automóvil sin razón aparente, y Waxflatter se apuñala a si mismo, algo realmente inconcebible.
–¿Y aún más importante: por qué le obsesionaban tanto a Waxflatter esas muertes? –reflexionó Cora en un tono sereno–. Comenzó a guardar esos recortes de periódico. Lo vi con mis propios ojos.
–Exacto –sentenció él–. Y se veía cada tanto con ese hombre de apariencia extraña. Estaba en el funeral, ¿recuerdas?
–Lo recuerdo –afirmó la joven mientras colocaba una mano en su mentón–. ¿Sabes cómo se llama?
–No –negó Sherlock con la cabeza–. Cada vez que venía, Waxflatter siempre me mandaba fuera del desván. Cuando le preguntaba sobre su identidad cambiaba de tema.
–De algún modo este hombre misterioso está relacionado con los tres asesinatos –dijo Cora, levantándose del sofá, guardando su diario personal y comenzando a preparar un chocolate–. Debemos averiguar quién es –sentenció con decisión, entregándole una taza.
–Hay un asesino suelto, y vamos a averiguar quién es. Sin duda –afirmó Sherlock tras tomar la taza de chocolate humeante en sus manos.
–Me parece bien, pero debemos planear todo hasta el más mínimo detalle –dijo Cora antes de apoyarse en la encimera–. No podemos dejar que nos descubran. Tenemos que resolver el caso, y solo con un poco de suerte, quizás anulen tu expulsión.
–Entonces viviré aquí, trabajaré aquí –propuso el joven de cabello castaño, levantándose del sofá y caminando hasta estar frente a ella–. Eso si no te opones, claro –indicó, posando su mano derecha en el brazo izquierdo de ella con cierta ternura.
–Claro que no –negó con una sonrisa la joven–. Ya sabes que nunca lo haría –afirmó la pelirroja–. Yo me encargaré de que no nos falte de nada.
–Te arriesgas demasiado –le recordó el joven de ojos azules-verdosos con una sonrisa suave.
–Oh, vamos Sherlock –apeló a él–, ¿vas a dejar que una posible complicación arruine la oportunidad de vivir una trepidante aventura?
–No, claro que no, pero... –comenzó a decir el joven, antes de que la pelirroja dejase su taza de chocolate en la encimara.
A Cora le bastó ese pequeño segundo de duda en los ojos del castaño para tomar su rostro entre sus manos, brindándole un beso en los labios con cariño y ternura, separándose a los pocos segundos de él.
–Por ti vale la pena el riesgo –sentenció la pelirroja con una sonrisa, que el joven de cabello castaño pronto correspondió, posando sus manos en las suyas tras dejar la taza en la encimera.
Al día siguiente, sábado, los dos jóvenes iniciaron sus investigaciones por las calles de Londres, teniendo cuidado de alejarse lo máximo posible de la universidad, para así no ser descubiertos. Encontraron un pequeño trozo de tela en el lugar en el que Waxflatter había fallecido, el cual decía Eh Tar, y junto a él, una pequeña cerbatana, inadvertida para los transeúntes. Solo disponían de esas dos pistas. Estaban atravesando una de las zonas comerciales cuando la pelirroja recordó haber escuchado una noche, mientras trataba de conciliar el sueño, un tintineo muy particular: un sonido de cascabeles.
Sherlock pareció interesarse por aquel dato que la joven le había proporcionado, por lo que, tras besar su mejilla a modo de agradecimiento, acordaron colarse en la biblioteca esa noche. Sin embargo, y ya que estaban en la zona comercial, los jóvenes universitarios decidieron visitar la tienda de curiosidades de Engle. Una vez entraron, decidieron enseñarle aquella cerbatana al dueño del local.
–Bonito. Sí, muy bonito –dijo el Sr. Engle, examinando el objeto valiéndose de una lupa.
–Es egipcio –sentenció la pelirroja, deduciendo aquel dato con rapidez, sorprendiendo a Holmes, pues él no había sido capuz de percatarse de ello–. Las líneas, el diseño es pura artesanía egipcia.
–Así es, señorita –afirmó el Sr. Eagle–. Solo había visto un diseño semejante una única vez.
–¿Dónde? –preguntó Sherlock.
–En joyas y en esculturas, jovencito –replicó el hombre–. Las tuve aquí, en la tienda. Pero vendí todo el lote.
–¿A quién? –inquirió Cora, sus ojos llenos de curiosidad, antes de desviar su mirada hacia Sherlock, preguntándose si había logrado deducir algo.
–A un egipcio que regenta una taberna, ¿cierto? –supuso el de cabello castaño.
–Así es –afirmó el Sr. Engle, escribiendo el nombre de aquella taberna en un trozo de papel, antes de impedir que la pelirroja lo cogiese–. Habéis prometido comprar algo, chicos...
–No hará falta –dijo la pelirroja–. He podido leer lo que escribía del revés –sentenció con una sonrisa, el orgullo llenando el cuerpo de Sherlock al escucharla–. Muchas gracias por su inestimable ayuda.
Ambos salieron de la tienda tras un minuto, pues la pelirroja se sentía algo responsable y había comprado unos guantes de cuero negros, los cuales en un futuro siempre llevaría con ella, convirtiéndose en su seña de identidad. Ambos caminaron hasta la taberna con paso rápido, entrando en ésta a los pocos minutos, encontrándose esta algo abarrotada. Se acercaron al dueño de la taberna entre los empujones de los clientes, con Sherlock optando por acercar a la pelirroja a él, sujetándola por la mano.
–¿Qué te apetece, chico? –preguntó con una sonrisa–. ¿Bebida? ¿Comida? –preguntó, observando a Sherlock, antes de posar sus ojos en la pelirroja–. Vaya, que bella flor del desierto... ¿No te interesará cambiarla por algo, chico?
–Lo siento, pero ella se queda conmigo –sentenció Sherlock en un tono serio, la mano que sujetaba la de Cora aferrándose con más fuerza–. Me gustaría preguntarle si ha visto esto antes... –comenzó a decir Sherlock, sacando la cerbatana de su chaqueta.
–Rame Tep –sentenció el dueño con los ojos abriéndose como platos, realmente aterrado por la visión de aquel objeto–. ¡Rame Tep! ¡Rame Tep! –exclamó una y otra vez, su tono alzándose por encima del barullo, toda actividad de la taberna deteniéndose de inmediato ante sus palabras–. ¿De dónde... De dónde la habéis sacado? –logró preguntar, los ojos de todos los clientes fijos ahora en los dos jóvenes.
–Tropezamos con ella –replicó Cora.
–¡Fuera! ¡Lleváosla! ¡Fuera de aquí! –exclamó, gesticulando con su mano derecha, de pronto empeñado en que ambos abandonasen el local.
–Es muy importante –insistió el joven de ojos azules-verdosos–. ¿Podría decirnos algo sobre ella?
–¿Sobre ella? Aquí nadie sabe absolutamente nada –sentenció con el miedo evidentemente arraigado en sus palabras, sacando un arma de su chaqueta, igual que algunos clientes, apuntándolas hacia ellos–. Y ahora, fuera de mi taberna. O serán las últimas palabras que oiréis en vuestra vida.
–Vámonos. No vamos a sacar nada en claro de aquí –lo animó Cora con un tono suave, tomando su brazo y sacándolo a rastras del lugar.
Tras unas horas, ambos se internaron en la biblioteca de la universidad, amparados por la oscuridad y la luz de las linternas de sus teléfonos móviles. Cora y él comenzaron a revisar las estanterías de la biblioteca, buscando cualquier tipo de pista, hasta que encontraron un libro que se titulaba: Historia Cultural de Egipto. La pelirroja sacó el libro de la estantería y bajó de la escalera.
–He encontrado algo que puede que nos sea de ayuda –sentenció Cora con una sonrisa, que el joven reciprocó, tomando el libro en sus manos.
–Bien hecho –la alabó, sentándose con ella en una mesa aislada tras una estantería, desplegando el libro allí junto a unos cuadernos donde apuntar información–. Ni que tuviéramos que hacer una disertación... –bromeó, lo que hizo reír por lo bajo a la joven.
Tras unos minutos investigando los contenidos del libro, ambos lograron encontrar un pasaje que hablaba acerca del Rame Tep. Se trataba de una secta de seguidores fanáticos que rendían culto a Osiris, el dios egipcio de los muertos. Fueron despreciados por la sociedad a causa de su alejamiento de las creencias religiosas tradicionales, y sus rituales violentos y sádicos. Por lo que comprendían, el Rame Tep usa una cerbatana para lanzar un dardo que se clava en la espina dorsal de la víctima escogida. El dardo está impregnado de una solución a base de extractos de diversas plantas y raíces. Cuando esta solución entra en el torrente sanguíneo, provoca en la víctima alucinaciones y pesadillas.
Tras recoger aquellos datos, los dos jóvenes abandonaron la biblioteca sin ser detectados por ningún vigilante o profesor, regresando al cuarto de la pelirroja, con cuidado de mantenerse siempre en los puntos ciegos de las cámaras de seguridad del edificio.
A la mañana siguiente, ambos pusieron en común lo que habían descubierto.
–Podemos estar seguros de una cosa –comentó Cora mientras revisaba su bloc de notas, en el cual había recopilado la información sobre el Rame Tep. Al escucharla, Sherlock, quien estaba tumbado en el sofá con los ojos cerrados, se levantó, observándola.
–¿De qué?
–El asesino sigue aquí –sentenció la pelirroja–. En la universidad.
–Mi querida Cora –apeló a ella en un tono suave, observándola con sus ojos azules-verdosos–, esa es una afirmación algo precipitada, ya que esa especie de cascabeleo se ha escuchado tan solo una vez.
–Dos veces –recalcó la pelirroja.
–¿Dos?
–Hace un par de días tras tu marcha –le comentó–. Estaba paseando por la universidad, de noche, para reflexionar sobre... –comenzó, sonrojándose–. Ciertos asuntos, cuando escuché esa especie de tintineo de nuevo –de pronto chocó su puño contra la palma de su mano izquierda, sus ojos abriéndose con pasmo–. ¡Oh! –exclamó–. ¡Recuerdo que vi una figura encapuchada escapar a través de una valla de madera y... Se le quedó un trozo de tela allí enganchado!
–¡Vamos a buscar la tela! –exclamó Sherlock, poniéndose en pie de un salto, aunque Cora lo detuvo.
–Quieto ahí, Sherlock –le indicó, colocándose frente a la puerta de su habitación–. Te recuerdo que sigues expulsado. No sería sensato que salieras ahora –le comentó con un tono serio–. Quédate aquí. Yo buscaré la tela –indicó antes de salir, comenzando su búsqueda.
Tras casi una hora aproximadamente, la pelirroja entró de nuevo en su habitación, donde encontró a Sherlock recitando unos versos de Enrique V de Shakespeare. Éste detuvo su recital en cuanto notó que ella había vuelto.
–¡La he encontrado! –exclamó tras cerrar la puerta de su cuarto, sonriéndole con ternura–. Buen recital, por cierto. Realmente te gusta el teatro, ¿eh? –inquirió con un tono ligeramente bromista, entregándole la tela, que él aceptó con un leve rubor en sus mejillas.
Sherlock y Cora se pasaron el resto del día analizando el trozo de tela, llevando a cabo experimento tras experimento, casi sin descansar ni comer. Para cuando cayó la noche, la pelirroja se había quedado dormida en el sofá, por lo que Sherlock, al percatarse de ello, la arropó en su cama, continuando él con la investigación. Tras un día y 18 horas de continua trabajo, el joven alzó la vista del microscopio que la joven le había traído el día anterior. Cora para aquella mañana ya se encontraba despierta, de pronto sobresaltándose al notar que Holmes la cogía en brazos, dando vueltas con ella, una sonrisa satisfecha en el rostro.
–¡El Juego ha comenzado, Cora! –exclamó.
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