| -Capítulo 14: Encuentro Destinado- |
Sebastian Morán caminaba con calma por las calles de Londres, pues había escuchado rumores, solo rumores, sobre un hombre que parecía encargarse de todo tipo de problemas. En resumidas cuentas, un criminal asesor. Recordaba haber conocido con anterioridad a un joven en su antiguo colegio, cuando apenas era un niño de unos doce años. Aquel muchacho... Sí, recordaba que había matado sin ningún escrúpulo a otro chico llamado Carl Powers. Nadie había logrado relacionarlo con la muerte del muchacho. Sebastian se educó en Eaton College y en Oxford. De igual manera, años más tarde, se especializó en química en otro centro. ¿Y de todas maneras, por qué después de tantos años había vuelto a Londres tras haber luchado en Afganistan? Aparte del hecho de haber sido expulsado por su violenta conducta, Morán había decidido hacerse cargo de la compañía de sus padres adoptivos (los cuales lo habían adoptado tras la muerte de Brandon). Sin embargo, antes de hacerse cargo de la compañía, el joven Morán se había labrado una mala reputación en los bajos fondos de Londres por un tiempo, trabajando como asesino a sueldo, aunque por supuesto, aquella faceta era del todo desconocida para sus clientes. El hombre de cabello castaño-pelirrojo poseía nervios de acero, resultado de su experiencia en el campo de batalla, algo que también le resultaba de utilidad para su trabajo en la compañía tecnológica de sus padres.
Caminó con calma hasta su oficina, pues era ahora el CEO de la compañía llamada Tech S.M. En cuanto entró a la estancia, se sentó en su escritorio, su secretaria entrando a la oficina a los pocos instantes, lo que hizo que el hombre suspirase con pesadez.
–Christine, ¿qué te he dicho acerca de interrumpir mi café matutino? –preguntó en un tono serio–. Ya sabes lo poco que me gusta hablar por las mañanas.
–Lo sé, Sr. Morán –afirmó su secretaria de cabello castaño y ojos verdes, observándolo con nerviosismo, pues sus ojos estaban en ella–. Sin embargo, los socios insisten en que revise estos contratos para mañana por la mañana –comentó.
–¿Y por qué no estaban en mi mesa esta misma mañana, para empezar? –cuestionó con algo de impaciencia, dejando la taza de café a un lado de su mesa, cruzando sus dedos–. Da lo mismo. Déjalos aquí y vete. Aún tienes informes por clasificar desde ayer –le indicó, tomando los ficheros de las manos de la mujer que se acercó a su escritorio–. ¿Qué pasa ahora, Christine? –preguntó con cierto tono molesto, notando que ella no parecía moverse de su posición, frente a su escritorio.
–Verá, señor, el caso es que sus padres...
–Si es por la entrevista matrimonial, puedes olvidarte –advirtió con aburrimiento, rodando sus ojos–. Y es idea de mis padres adoptivos –negó con la cabeza–. Cancela lo que sea que hayan planeado. No tengo tiempo para eso.
–Pero Sr. Morán... –comenzó a decir antes de ser interrumpida de nuevo por parte del empresario.
–Basta ya, Christine –sentenció en un tono férreo levantándose de la silla, antes de golpear con el puño en la superficie del escritorio–. ¿Vas a dejar que me tome el café, o vas a molestarme todavía más?
–No, señor, pero aún hay algo que...
–¿El qué? –preguntó, apretando los dientes, pues aquella mujer a pesar de ser buena en su trabajo seguía siendo muy tediosa con su insistencia.
–Un hombre quiere verlo, señor –le informó, contemplando cómo el hombre se sentaba en su escritorio, desabrochando uno de sus botones superiores, lo que hizo que se sonrojase violentamente–. Es ese mismo hombre que pidió una cita para hoy a las 12:15 –le comentó, observando su agenda, la cual llevaba en sus manos.
–Llega temprano –sentenció Sebastian, posando su vista en su reloj–: aún son las 11:45 –comentó antes de suspirar–. Hazlo pasar, y por lo que más quieras, Christine... No nos molestes.
–Sí, señor –afirmó la castaña–. Lo siento.
–No te preocupes... Estoy algo cansado, es culpa mía –se disculpó el joven adulto, frotando el puente de su nariz con evidente cansancio.
–¿De nuevo las pesadillas?
Sebastian no contestó a su pregunta, sino que se limitó a mirarla con evidente interés, acercándose a ella. Aquello provocó que la castaña de ojos verdes tragase saliva, comenzando a ponerse nerviosa por su proximidad.
–¿Acaso te preocupa, Christine? –le preguntó en una voz baja, sujetando su mentón, haciéndola mirarlo a los ojos.
–Yo... Sí, señor –afirmó ella.
–¿Por qué te preocupas por mi... Christine? –cuestionó, posando su dedo pulgar en su labio inferior, comenzando a acariciarlo lentamente.
–Porque... –comenzó a decir la secretaria, sintiendo su pulso desbocarse–. Porque yo...
Christine no finalizó la frase, pues los labios del castaño-pelirrojo se posaron en los de ella con suavidad, atrayendo su cuerpo al suyo propio con cierta dominancia. Cuando rompió el beso, Sebastian le sonrió, antes de que su voz barítona resonase en sus oídos.
–Ve a tu puesto, y no me molestes más por hoy –sentenció, lo que provocó que la joven saliese casi escopeteada de allí, sus mejillas encendidas.
Al cabo de unos minutos, cerca de media hora, el hombre se encontraba sentado en la silla, frente a su escritorio. De pronto, escuchó el característico sonido de la puerta siendo tocada, por lo que alzó su vista de los papeles que estaba rellenando, dejando el bolígrafo sobre la mesa, cruzando sus dedos.
–Adelante –sentenció, abriéndose la puerta a los pocos segundos, entrando por ella un hombre de pequeña estatura (comparada con la suya), cabello negro, una barba de dos días, y vestido con un traje negro.
–Sr. Morán –lo saludó aquel hombre con una sonrisa que dejó entrever sus blancos dientes. Su tono de voz era algo agudo, pero a Sebastian no pareció importarle, de hecho lo encontraba... ¿Interesante? ¿Adorable, en cierto modo?
–Usted debe ser... James Moriarty, ¿me equivoco? –cuestionó con una sonrisa confiada, el hombre vestido con el traje cerrando la puerta y caminando hasta sentarse en una silla frente al escritorio–. Un placer conocerlo.
–Correcto. También es un placer conocerte, Sebastian Morán –replicó el criminal con una sonrisa, tuteándolo, observando una de las fotografías que el joven tenía sobre su escritorio: en ella, un joven Sebastian era acompañado por una hermosa joven de cabello pelirrojo–. Por favor, llámame Jim –le pidió, volviendo sus ojos hacia él.
–¿Y a qué debo el placer de tu visita... Jim? –cuestionó el castaño-pelirrojo, sintiendo cómo el nombre de aquel hombre parecía salir de sus labios de forma natural, como si se tratara de dulce miel.
–Digamos que soy un hombre... Con muchos clientes y que proporciona soluciones a sus problemas –replicó Moriarty–. Soluciones muy... Poco convencionales, he de añadir.
–Comprendo –dijo Morán, reconociendo en aquel hombre al niño que estudió con él, hacía ya tantos años–. De modo que eres el famoso Napoleón del Crimen del que tanto he oído hablar en los bajos fondos...
–Veo que ambos nos hemos interesado de forma irremediable por el otro desde sus inicios, ¿no es así, Sebastian? –cuestionó Jim, una sonrisa complaciente esbozándose en su rostro.
–Se ve que así es, Jim –afirmó Morán, sintiendo que por un momento parecía dejar de respirar debido a la sonrisa que le había dirigido–. ¿Y en qué... Podría ayudarte?
–Bueno, tengo un pequeño trabajo entre manos –admitió Moriarty, cruzándose de brazos–. Y conociendo tu habilidad como francotirador...
–De modo que me has investigado –comento Sebastian.
–Por supuesto –afirmó Jim, ajustando su corbata–. Tengo que saberlo todo antes de contratar a mi potencial mano derecha, por lo que siempre encargo un informe por cada candidato.
–¿Qué me llevo yo si accedo a ayudarte, Jim? –cuestionó Morán, inclinándose sobre su escritorio, sus ojos fijos en los de su interlocutor.
–Pues... Aparte de mi inestimable compañía e inversión en tu empresa, diría que... –comenzó, antes de chasquear la lengua–. La oportunidad de reencontrarte con un viejo amigo, Sebby –dijo, llamándolo de la misma forma en la que lo hiciera, cuando ambos eran compañeros de clase en la escuela primaria.
–¿Ah, sí? –arqueó una ceja, divertido–. Me alegra verte de nuevo, Jimmy –apostilló, antes de que su tono se volviese serio–. Dime entonces: ¿cuándo empezamos?
–¿Aceptas? –se sorprendió Jim, pues pensaba que necesitaría más incentivos para convencerlo de que se uniera a él en su mundo criminal, pero claro, Morán no era como los demás.
–Por supuesto que acepto, Jimmy –afirmó Sebastian con una sonrisa perlada, la cual logró que el pulso del criminal asesor se elevase–. Y como ahora vamos a ser compañeros en este... Trabajo (por llamarlo de alguna forma), ¿qué deberé hacer?
–Oh, no será demasiado difícil, te lo aseguro –comentó el criminal–. Debemos conseguir que el ratón muerda el queso...
–¿Y quién es ese... Ratón? –preguntó, levantándose del asiento, pues la curiosidad lo invadía.
–Sherlock Holmes.
Ante la mención de aquel nombre, la sangre de Sebastian pareció helarse de pronto. Aquel nombre que no había escuchado desde sus años universitarios, cuando aún no se había graduado. Aquellos años en los que conoció a esa mujer... Esa mujer que lo hizo sufrir de igual manera o incluso más, al haberle roto el corazón. Sebastian sonrió. Era una sonrisa maliciosa, pues al fin parecía que la hora de su venganza se aproximaba.
Unos años más tarde, Sebastian se encontraba apostado en el tejado de uno de los edificios cercanos a la piscina donde falleciera Carl Powers, en sus manos un rifle de francotirador. Con su vista de águila logró contemplar cómo un hombre de cabello rizado y castaño entraba por una de las puertas de la piscina. Vestía un traje negro. Era Sherlock Holmes, su odiado enemigo. Aquel que le destrozó la vida. Tuvo que resistir el impulso de apretar el gatillo en cuanto lo vio aparecer, pero se contuvo, pues Jim le había indicado claramente que solo debería actuar si las cosas parecieran ponerse feas.
Aquello había dejado algo descolocado a Morán: ¿acaso no apreciaba su vida? ¿No tenía miedo a la muerte? De pronto, contempló cómo Jim hacía aparecer por otra puerta a una mujer de brillantes ojos escarlata y cabello carmesí como la sangre. Por un momento volvieron a su mente todos los recuerdos de su época de estudiante universitario, cuando la conoció a ella... Era Cora. Sin embargo, los años de experiencia en el campo de batalla habían hecho mella en su carácter, por lo que, apenas se inmutó cuando Moriarty le ató un ancla a la espalda, haciéndola caer a las heladas aguas a los pocos segundos. Apenas tuvo dos segundos para que su cuerpo se tensase de pronto al contemplar cómo John Watson, quien fuera antiguo compañero suyo en el ejercito, sujetaba a Jim por la espalda, amenazando con saltar por los aires si le disparaban. Observó la discreta señal que su socio le envió, apuntando su láser de francotirador a la frente del detective asesor.
Los segundos fueron pasando, y al fin Jim pareció salir de la estancia, dejando a los tres compañeros allí, sin embargo, a pesar de retirar su láser del rostro de Holmes, Morán no se movió de su puesto, pues Moriarty le había indicado que debía estudiarlos a los tres, para así elaborar una posible estrategia. Una sonrisa malévola apareció en su rostro al contemplar cómo el afecto entre Cora y Sherlock parecía permanecer a pesar de los años que habían pasado, detectando inequívocamente un leve distanciamiento entre ambos, como si no se recordaran. No era una venganza como tal, pero mientras no se recordasen, aquello ya comenzaba a satisfacer su enferma y retorcida mente. De pronto, su teléfono móvil comenzó a sonar, decidiendo responder, pues la persona que lo llamaba era su socio.
–¿Qué ocurre, Jim? –le preguntó en una voz serena, dispuesto a acatar sus órdenes.
–Necesito que me digas tu opinión, Sebby –escuchó replicar al criminal asesor.
–¿Mi opinión?
–¿Deberíamos acabar con ellos ahora... –comenzó–, o deberíamos esperar para hacerlos sufrir?
El francotirador de cabello castaño-pelirrojo meditó por unos segundos sobre su respuesta: era cierto que deseaba vengarse de ellos, de los dos detectives, los cuales habían matado a todos los miembros de su familia, a quienes más amaba. Había logrado sobrevivir todos aquellos años con el único propósito de cumplir su venganza, de matarlos. Sin embargo, una vez lo hiciera, una vez los eliminase, ya sería libre. Libre para continuar viviendo sin preocupaciones de ningún tipo... Y quizás, dispondría de tiempo para vivir en paz. De pronto, una posible imagen idílica de Jim y él pasó por su mente de forma fugaz. Negó con la cabeza, pues ahora tenía su respuesta: tenían un trabajo, y debían acabar aquello que habían empezado aquella noche, aquella noche en la que Moriarty usase a aquel taxista para llamar la atención del detective asesor.
–No nos hemos preparado tanto para dejar que este asunto se quede sin resolver, Jim –sentenció en un tono de voz severo, la ira salpicando cada una de sus palabras–. Puede que sea más satisfactorio verlos sufrir una muerte lenta y dolorosa, pero tenemos un trabajo por terminar, y no me has pedido que sea tu socio para dejar esto a medias, ¿me equivoco?
–¿Ves? Por eso tenías que ser tú, Sebby –comentó Jim al otro lado de la línea telefónica, haciendo sonreír al francotirador, quien comenzaba a recordar su amistad hacía años, alegrándose por el hecho de haber recuperado al menos a una persona querida–. Acabaré con esto entonces –afirmó–. Lo haré por ti –concluyó, antes de colgar la llamada.
Aquellas últimas palabras parecieron provocar que el corazón de Morán se desbocase por un breve instante. Tras guardar su teléfono móvil en su chaqueta, Morán volvió a concentrar su vista en su arma. A los pocos segundos Jim entró de nuevo a la piscina, por lo que volvió a apuntar su láser hacia sus objetivos. Recordaba perfectamente lo que la pelirroja era capaz de hacer, habiéndoselo confiado a Jim mientras se encaminaban hacia allí, por lo que se aseguró de que su láser apuntase a la cabeza de Cora. Ya no había lugar para la compasión ni el cariño. Aquel tren ya había partido hacía mucho tiempo...
Con el tiempo, Sebastian comenzó a apreciar el hecho de trabajar con Jim. Desde aquel día en la piscina, donde habían decidido no acabar su misión por la llamada de Irene Adler, y en última instancia por le cambio de parecer de Jim, a quien se le ocurrió una forma más adecuada para vengarse de ellos, ambos hombres disfrutaban ahora de unas merecidas vacaciones en una pequeña villa en Francia, a donde habían viajado por motivos de... Trabajo.
Hacía tiempo ya había llegado a sus oídos la noticia de que Adler había fracasado en su intento de chantaje, habiendo logrado el Gobierno Británico (más conocido como Mycroft Holmes) todos los datos de su teléfono, por lo que Moriarty había dado una orden a una de sus células terroristas en Karachi para que la eliminasen. Claro está, no había salido todo como lo habían planeado, pues según uno de los supervivientes, Sherlock Holmes y Cora habían acudido en su rescate. Morán nunca aprobó el hecho de que Jim se asociara con Adler, pues la consideraba una persona manipuladora, despreciando su método de trabajo, aprovechándose de las debilidades humanas, aunque claro, ¿quién era él para hablar, cuando se había encaprichado de un criminal asesor?
Así era, de hecho: no se podía decir que ambos fueran una pareja exactamente, pero aquellas acaloradas noches de pasión en el lecho que ambos compartían no dejaban duda alguna acerca de su íntima relación. Nunca habían hablado sobre ello, sobre su relación, pero Sebastian tampoco parecía interesado en hacerlo, aunque incluso él debía admitir que sentía una oleada de celos cada vez que contemplaba como Jim se acercaba a otras personas, y viceversa. Moriarty era incluso más posesivo con Sebastian, ya que bastaba una única mirada de cualquier fémina u hombre para que éste decidiera "encargarse de él/ella". Claro que, su socio lo disuadía de aquellas medidas tan drásticas, lo que usualmente culminaba en una ardiente noche llena de sexo desenfrenado.
El ex-militar se encontraba ahora bajo la protección que le brindaba un punto ciego en una de las habitaciones (una suite de un lujoso hotel), en la cual se encontraba un senador francés, al cual debían eliminar por encargo de otro de los políticos. Obviamente, Jim había aceptado el encargo sin pensar demasiado en los intríngulis que aquello les acarrearía. En aquel preciso instante, contempló con sus ojos verdes cómo Moriarty entraba a escena, habiéndose acercado al senador desde aquella mañana en vistas de sus intereses diplomáticos. Le ofreció entonces una copa de vino añejo al político, quien la tomó sin demasiadas sospechas, ingiriendo su contenido rápidamente. Jim entonces sonrió con malicia, contemplando cómo el senador comenzaba a ahogarse con su propio vómito: lo acababa de envenenar con polonio, que en pequeñas dosis era incoloro, insípido e inodoro... Y provocaba una muerte lenta y desesperante. Mientras Jim se regocijaba sobre sus actos, el guardaespaldas del senador entró a la estancia, apuntando al criminal asesor con su revolver.
–¡Levez les mains ou je vous tire dessus! (¡Levanta las manos o te dispararé!) –le dijo en francés, lo que provocó que Jim se carcajease.
–Relájate un poco, amigo –sentenció con un tono burlón–. No he hecho más que mi trabajo, y...
De pronto, un disparo impactó de lleno contra la frente del guardaespaldas, lo que hizo que Jim se diera media vuelta, encontrándose con el rostro molesto de Sebastian, quien tenía un revolver en su mano derecha, habiendo disparado él su arma.
–¡Sebby, acabas de acaparar toda la diversión...! –se quejó el criminal asesor, haciendo un leve puchero, su tono de voz siendo uno de burla.
Morán simplemente suspiró y caminó hacia él, quedándose a pocos centímetros de su rostro, con Moriarty de espaldas a la puerta de entrada a la estancia.
–Créeme, Jim –comenzó a decir, habiéndose aproximado ambos lo suficiente como para que sus labios se rozasen–, si no lo hubiera hecho, ahora mismo estarías muerto. Aunque... –sonrió–, jamás habría permitido que eso sucediese.
–¿Sabes que cuando decides protegerme... Te pones aún más sexy de lo que ya eres? –inquirió Moriarty en un tono meloso, acercando sus labios al cuello del joven, besándolo a los pocos segundos, momento en el que Sebastian lo sujetó contra una columna de la estancia, colocando sus brazos por encima de su cabeza, besando sus labios con cierta posesión hambrienta–. Vaya tigre... Estás muy pasional hoy –comentó el criminal con un gemido ahogado.
En aquel instante, Sebastian logró escuchar cómo un arma era cargada, por lo que con celeridad asió a Jim por el brazo, colocando un tocador como escudo. Los disparos comenzaron a sucederse entonces, siendo el castaño-pelirrojo herido en el hombro. De pronto, los guardaespaldas que estaban disparando pronto se abalanzaron sobre ellos tras acabarse su munición, no dejándoles más remedio que luchar cuerpo a cuerpo. Tras unas horas, parecían haber acabado con todos. Jim se levantó del suelo, colocándose la corbata como debía estar, atusándose el pelo, sin siquiera reparar en su labio partido: era la segunda vez que se manchaba las manos. Tan distraído se encontraba que no reparó en que uno de los supervivientes se incorporaba tras él, dispuesto a asesinarlo con un disparo. El hombre estuvo a punto de asir al criminal asesor para matarlo, cuando Sebastian lo sujetó por la espalda, desnucándolo.
–¡Sebby! –exclamó Jim sorprendido, pues en la pelea no lo había logrado ver–. ¡Estás herido! –exclamó, percatándose de la abundante sangre que manchaba su camisa.
–Estoy... Bien –sentenció Sebastian, a pesar de que el dolor comenzaba a nublar sus sentidos.
Días más tarde, Morán y Moriarty ya habían vuelto a su piso en Londres, donde el hombre de cabello castaño-pelirrojo se recuperaba de sus heridas. Por su parte, Jim no había parado de vociferar al teléfono móvil, ordenando a una de sus muchas células terroristas que acabasen con cualquier prueba que los incriminase en Francia. De igual manera les exigió que acabasen con aquellos que hubieran participado en el ataque a la estancia del senador aquel día, pues estaba seguro de que había algún superviviente. El criminal asesor se encontraba airado por el hecho de que hubieran dañado a su... ¿Pareja? ¿Compañero? No sabía cómo definir aquello, a pesar de que sabía perfectamente que ambos sentían algo el uno por el otro, aunque claramente no se limitaba únicamente a la fascinación carnal. En cuanto colgó la llamada, Jim se recostó junto a Morán en la cama.
–Es extraño...
–¿El qué? –cuestionó Sebastian.
–Normalmente cuando estamos aquí tumbados es después de habernos acostado –sentenció Jim con una sonrisa burlona en el rostro, lo que provocó que el otro hombre se carcajease de forma leve, lo que le provocó una pequeña oleada de dolor, pues también lo habían herido en el pecho aquel día–. No es habitual que estemos solo recostados... Sin hacer nada –apostilló segundos antes de voltearse hacia su compañero, colocando una de sus manos en su pecho, acariciándolo poco a poco–. Y para serte sincero... Comienzo a impacientarme, tigre –comentó, acariciando sus labios con su mano izquierda. A los pocos segundos comenzó a dejar unos furtivos besos desde su lóbulo izquierdo hasta sus labios.
–Eres incorregible, Jimmy –indicó Sebastian entre besos fogosos, notando que el moreno tenía especial cuidado en no aplicar demasiada presión sobre sus heridas, aunque a ambos les excitaba el sufrir algo de dolor cuando tenían relaciones sexuales.
–Lo sé –dijo Moriarty con una sonrisa casi sádica–, y por eso me quieres –afirmó casi sin pensar.
–Así es –concordó Sebastian, correspondiendo el beso que acababa de darle, sujetando su cabello con fuerza para profundizar más el beso–. Te quiero, y odio no poder evitarlo.
Unos meses más tarde, tras vivir juntos por casi cuatro años ya, y por lo tanto habiéndose afianzado su relación de confianza, lealtad y amor, Sebastian vivía dichoso junto a Moriarty en su pequeño piso Londinense: despertaban juntos, desayunaban juntos... Incluso habían hablado acerca de adoptar un infante, para así vivir al fin en paz. Sin embargo, nada lo podía preparar para lo que ocurriría ese día... Algo que lo marcaría para siempre. Aquella mañana Sebastian despertó solo, pues su compañero había salido del piso horas antes. En cuanto se encaminó a la cocina, encontró que un mensaje había llegado a su teléfono móvil: era de Jim.
El último acto ha comenzado. Nos veremos en unos días, tigre. JM
El joven de cabello castaño-pelirrojo suspiró instantes antes de bloquear el teléfono, sentándose en el sofá para ver la televisión.
"Qué habrás planeado ahora Jim... ¿En qué locura te has metido?", pensó antes de dar un trago al café que acababa de prepararse, encendiendo la televisión. De pronto, en cuanto puso las noticias chasqueó la lengua, profiriendo un gruñido de molestia: se acusaba a Jim de haber robado las joyas de la corona de la torre de Londres, irrumpir en el banco de Inglaterra y el penal de Pentonville. –¡Serás idiota! –exclamó, pegando un puñetazo a la mesa frente al sofá, dejando la taza de café allí. De pronto, llegó una llamada a su teléfono móvil.
–¿Sí? –preguntó en un tono enfadado, escuchando la alegre voz de su pareja por el auricular del teléfono.
–¡Sebby, necesito que hagas algo por mi! –dijo en un tono despreocupado, procediendo a hablar en un código que habían inventado, pues estaba ahora retenido, y cualquier tipo de actividad sería interceptada–: Diles a mamá y a papá que pronto les llevaré un regalo de Navidad –indicó, lo que significaba que Sebastian debería chantajear a quien fuera necesario para conseguir un veredicto de no-culpable.
–Entendido –afirmó Sebastian–. Cuando nos volvamos a ver te lo haré pagar con creces, Jim.
–Oh, lo estoy deseando... –colgó la llamada.
Horas más tarde, Sebastian logró interceptar las señales de los televisores por cable de todos los jurados que debían dar el veredicto del juicio, amenazándolos con hacer daño a sus familias y seres queridos de negarse a hacerlo. De igual manera, el ex-militar se personó en el último día del juicio, sentándose en las gradas para observar los frutos de su intervención, sentándose dos filas detrás de John Watson. Cuando acabó el juicio y se hubo dictaminado un veredicto de no-culpabilidad Morán se reunió con Moriarty, recogiéndolo en su coche. En cuanto el criminal asesor se sentó en el asiento del copiloto, Sebastian lo atrajo hacia él, besando sus labios con fiereza, dominación.
–No vuelvas a hacer esto, Jimmy –lo amenazó–. Si lo haces, te perseguiré hasta el mismísimo infierno para darte tu merecido, ¿comprendes?
–Tranquilo tigre, lo comprendo –afirmó Moriarty con una sonrisa, rodeando el cuello del joven con sus brazos–. ¿No puedes vivir sin mi, cierto?
–Me temo que no –negó Morán, besándolo de nuevo–. Y sospecho que tus planes no han hecho más que comenzar a desarrollarse...
–Estás en lo cierto, mi querido Sebastian... Muy en lo cierto.
Los días pasaron, y aunque el ex-militar no se encontraba de acuerdo con la idea de dejar que Jim sedujese a la periodista Kitty Riley, se vio obligado a aceptarlo para poder así efectuar los planes de Jim respecto a Sherlock Holmes, su archienemigo. Después de lograrlo, el criminal asesor le había prometido que vivirían una vida pacífica, siempre y cuando todo fuera acorde a sus designios. Morán se encontraba ahora caminando por las calles Londinenses, tratando en vano de localizar a su compañero, a quien no había visto desde hacía dos días.
–Vamos Jim, coge el maldito teléfono... –murmuraba mientras caminaba.
Cuando subió a la azotea de un edificio para lograr una vista panorámica más grande de la ciudad (en sus manos su rifle de francotirador por si debía intervenir de alguna forma), observó la escena que comenzaba a desarrollarse en la azotea del hospital de Barts. Recibió en ese momento un mensaje de texto, apresurándose en ver su contenido.
Vete a casa, Sebby. Se un buen chico. JM.
Sebastian chasqueó la lengua, manteniendo la suficiente calma como para responderle.
No pienso marcharme, Jim. No puedo dejarte aquí solo. Estás en peligro. SM.
El ex-militar de cabello castaño-pelirrojo se percató de que el criminal asesor guardaba su teléfono móvil, negándose a responder. El francotirador comenzó a llamar una y otra vez al hombre trajeado, sin recibir contestación alguna. Aquello hizo que se desbocase su corazón. Los minutos fueron pasando, y de pronto... Escuchó un disparo, cayendo Jim al suelo. Aquella visión hizo que se helara su sangre una vez más. Una vez observó cómo Sherlock se tiraba de la azotea, contemplando cómo evadía su fatal destino al caer en la colchoneta, comenzando un elaborado plan para engañar a los hombres de Moriarty.
Minutos después, habiéndose asegurado de que nadie podía verlo, Sebastian subió entonces a la azotea, donde encontró el cuerpo de su amante junto a una inequívoca mancha de sangre, testigo de lo que había tenido lugar. Sujetó con fuerza el cuerpo del criminal asesor entre sus brazos. Él... Esa persona a la que había entregado años de su vida, su confianza, su lealtad, su corazón... Ahora estaba muerta. Una vez más sintió cómo su corazón se hacía pedazos. Ras derramar una solitaria lágrima, abandonó el lugar, pues ahora le hervía la sangre: estaba decidido a terminar con todas las personas que fueran queridas para el detective asesor, aunque tuviera que dirigir él mismo una de las redes criminales más peligrosas que Jim mantenía en secreto. Debía vengar su muerte... Y no descansaría hasta hacerlo.
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