| -Capítulo 10: En llamas- |
Sherlock ahora observaba el techo del aula en el que se encontraba, habiéndolo encerrado en ella la Sra. Dribb, con la pelirroja lejos de él. Se sentía perdido sin Cora allí. Ahora tan acostumbrado a su presencia, le costaba admitir lo mucho que la extrañaba en aquella oscuridad... Tras suspirar se sentó en la cama que le habían proporcionado. ¿Acaso iba a rendirse antes siquiera de resolver aquel caso? ¡Ni hablar! Se levantó como si de un resorte se tratase, acercándose a la ventana que daba al patio universitario, comprobando para su buena suerte, que la Sra. Dribb había olvidado cerrarla con llave. Tras abrir la ventana con calma y lo más silenciosamente que pudo, Sherlock saltó al exterior, comenzando a buscar el lugar en el que retenían a la muchacha pelirroja. Por su parte, Cora estaba en la habitación contigua a la de la Sra. Dribb, también encerrada con llave. Por suerte pata ella, había logrado esconder su teléfono móvil de la vista de Morán y la enfermera, con el cual decidió comunicarle al tío Rudy su situación, prometiéndole éste que los encubriría ante los padres de Sherlock, expresándole su más sincero apoyo, deseando que resolvieran el caso para que así ambos recuperasen su vida académica. Sherlock no tardó en localizar la habitación en la que su compañera pelirroja se encontraba, colocándose frente a la ventana de ésta.
–¡Cora! ¡Cora! –la llamó en una voz queda, con la pelirroja abriendo la ventana, dejándolo entrar–. ¿Estás bien? –le preguntó el chico, tomando su rostro entre sus manos.
–Sí, estoy bien, pero... –comenzó a decir, posando sus manos sobre las suyas.
–¿Pero, qué?
–No puedo evitar pensar que todo esto es culpa mía –se explicó–: si no hubiera hablado con Sebastian...
–Tonterías –dijo él, besando su frente tras un instante dubitativo–. El profesor Brandon es muy agudo. Tanto como nosotros. No le bastó más que hacer la conexión entre tu comportamiento y mi marcha. Estoy seguro de que Sebastian no le dijo nada importante. No me cabe la menor duda de que realmente se preocupa por ti, aunque esto ultimo me desagrade muchísimo... –comentó–. Al fin y al cabo, eres mi... Novia –concluyó, utilizando al fin aquella palabra para describir su relación con ella.
–Oh, Sherlock... –se emocionó Cora, sonriendo como si le hubieran dado el mejor de los regalos, antes de besar al castaño, quien reciprocó el beso con cariño–. Debemos apresurarnos –le dijo una vez rompieron el beso por falta de aire–: yo me encargaré de registrar el desván de Waxflatter en busca de cualquier tipo de pista que nos ayude contra el Rame Tep, pero primero tenemos que salir de aquí.
–Me parece correcto –indicó, antes de forzar la cerradura de la puerta de aquella habitación, saliendo ambos del edificio–. Ten cuidado.
–Tu también –replicó ella antes de compartir un abrazo y separarse, caminando en direcciones opuestas.
Sherlock apenas tuvo que esforzarse por encontrar la casa de aquel hombre: Chester Cragwitch. El único superviviente de aquella foto. El único al que el Rame Tep aún no había asesinado con su mortal dardo. Mientras caminaba por el camino nevado que conducía a la casa de Cragwitch, Sherlock tuvo que resguardarse de pronto, pues un tiro resonó en todo el lugar, apenas esquivando la bala por pocos centímetros.
–¡Marcharos, Rame Tep! –exclamó el Sr. Cragwitch–. ¡Fuera de aquí, asesinos! ¡No me cogeréis!
–¡Señor! –exclamó Sherlock tras alzar las manos en señal de rendición, atreviéndose a salir de su cobertura–. ¡Sr. Cragwitch! Era amigo del Sr. Waxflatter.
–Te conozco: siempre estabas en el desván con él, y eres el que me vio en el cementerio, junto a esa muchacha pelirroja –lo reconoció el hombre, por un momento dejando de lado su escopeta–. ¡Márchate! ¡Soy un hombre peligroso!
–¡Necesito su ayuda! –exclamó Sherlock, bajando las manos–. ¡Necesito saber por qué el Rame Tep ha matado a cinco hombres! –aquellas palabras parecieron hacer efecto en el Sr. Cragwitch, quien hizo un gesto con la escopeta hacia su entrada.
–Entra –le ordenó, procediendo Sherlock a obedecer su orden, entrando en la casa de aquel hombre a los pocos segundos. Siendo totalmente desconocido para ambos, en cuanto la puerta de la entrada se cerró, se escuchó el característico tintineo de los cascabeles del Rame Tep.
Una vez Sherlock estuvo acomodado en su salón, frente a la lumbre, el Sr. Cragwitch comenzó su relato, para arrojar algo de luz sobre aquel misterio.
–Íbamos a montar un negocio, los seis. Pedimos unos préstamos a nuestros padres para edificar un hotel –comenzó mientras avivaba la lumbre–. Iba a ser el hotel más lujoso que jamás se hubiera visto. ¿Y qué lugar más idóneo para erigirlo... Que Egipto? –inquirió, su voz teñida con añoranza. La mano de obra y los materiales no eran caros y solo unos años antes, el ejercito británico había expulsado de allí a los franceses. Era una tierra con grandes oportunidades –rememoró, acercándose a la ventana.
–¿Qué ocurrió? –preguntó Sherlock, realmente curioso por la historia y por la respuesta.
–Todo comenzó cuando contratamos a un arquitecto y empezaron las obras –replicó Cragwitch–. Pero lo que en principio comenzó siendo una aventura de negocios, se convirtió muy pronto en un hallazgo arqueológico –se explicó, antes de servirse una copa de vino, caminando hacia la chimenea–. Descubrimos una pirámide subterránea –mencionó, lo que pareció provocar que Sherlock conectase aquella información con la pirámide que Cora y él habían encontrado en la tienda de Froggit & Froggit–. La antigua tumba de cinco princesas egipcias. Como es natural, nos llevamos las reliquias y los tesoros. Los preparamos para enviarlos a Inglaterra, pero... –de pronto, sin que nadie lo advirtiese, una blanca cerbatana se deslizó entre las cortinas, lanzando un dardo al cuello del Sr. Cragwitch, quien simplemente pensó que se trataba de la picadura de un insecto–. Como iba diciendo, hubo un tumulto: los aldeanos decían que habíamos profanado tierra sagrada. Nuestras vidas peligraban. Los británicos enviaron tropas, y murió mucha gente –continuó, su mirada cruzándose con la de Sherlock–. La aldea entera ardió hasta sus mismos cimientos... El fuego... –de pronto el hombre comenzó a gritar–. ¡Fuego! ¡Fuego!
–¡Sr. Cragwitch! ¡Cálmese! –exclamó Sherkock, poniéndose en pie de un salto, al percatarse de que debía ser una reacción por el dardo del Rame Tep. Tras impedir que el hombre se acercase a la ventana, el joven de ojos azules-verdosos lo inmovilizó como pudo–. ¡Escúcheme! ¡Su nombre es Chester Cragwitch. Es banquero! ¿Puede oírme?
–Mi nombre es... Chester Cragwitch –mencionó el hombre, al fin calmándose, de pronto pareciendo que desaparecía su locura, sus ojos fijos en el joven estudiante–. Dios mío, era tan real... Sí, debo hacer lo correcto. Alguien más ha de saberlo –afirmó, levantándose del suelo en donde Sherlock lo había inmovilizado–. El pueblo egipcio se quemó. No quedó nadie con vida. Por suerte logramos salir vivos de Egipto –le contó, sentándose en su escritorio–. Cuando volvimos a Inglaterra cada uno siguió su camino, pero todos seguimos en contacto con Waxflatter. Cuando empezaron las muertes, yo me veía muy a menudo con mi querido amigo.
–¿Qué tiene que ver todo esto con el Rame Tep?
–Casi un año después del incidente, cada uno de nosotros recibimos esta carta –replicó el hombre, entregándosela a Holmes, quien la tomó en sus manos, hojeándola–. La enviaba un muchacho. Un joven de ascendencia anglo-egipcia –se explicó–. Observarás que la cabecilla de la carta está adornada con el símbolo de Rame Tep: dos serpientes doradas –se explicó, Sherlock observando efectivamente aquel símbolo, intentando recordar si lo había visto alguna vez–. El joven que escribió la carta y su hermana, estaban en Inglaterra con su abuelo cuando se enteraron de la destrucción del pueblo egipcio. El pueblo que una vez fuera su hogar. Sus padres murieron en el ataque. El joven juró al alcanzar la edad adulta, que el Rame Tep se vengaría y restituiría los cuerpos de las cinco princesas egipcias.
–¿Ese joven se llamaba Eh Tar? –preguntó Sherlock–. Esas fueron las últimas palabras de Waxflatter –de pronto, pareció que aquellas palabras hiciesen reaccionar al Sr. Cragwitch, quien se abalanzó sobre el joven.
–¡Eh Tar! ¡Asesino asqueroso! ¡Pensabas matarnos a todos! –exclamaba mientras intentaba por todos los medios a su alcance el estrangular al muchacho–. ¡Pero a mi no me matarás! –exclamó, instantes antes de ser noqueado por el golpe de una culata en su cuello, cayendo al suelo inconsciente. Sherlock alzó el rostro y observó quién lo había salvado: Lestrade.
–¡Lestrade! –exclamó Sherlock, levantándose del suelo con la ayuda del Sargento–. ¿Qué haces aquí?
–Me he clavado accidentalmente uno de esos dardos –replicó Lestrade–. Las alucinaciones... Han sido horribles –le comentó–. Necesitaron cuatro policías para impedir que me ahorcase. Debido a ello pensé que sería mejor comprobar tu historia –comentó–. Será mejor que te marches, Sherlock. Aprecio que tu amiga y tú me hayáis ayudado a iniciar el caso.
Sherlock salió de la casa del Sr. Cragwitch con paso vivo, dispuesto a encaminarse hacia el desván del profesor Waxflatter, donde Cora lo esperaba, seguramente ya habiendo encontrado algún tipo de pista sobre la identidad de Eh Tar.
Por su parte, Cora ya se encontraba investigando en el desván, recordando su charla con Sebastian, cuando de pronto un sonido a su espalda la sobresaltó. Era ese mismo sonido de cascabeleo, de pronto un objeto afilado presionándose contra su espalda, girándose rápidamente, sus ojos abriéndose con pasmo al encontrarse con el rostro de la Sra. Drabb.
–No puede ser... ¿¡Usted!? –se sorprendió, retrocediendo unos pasos. Sabía que no debía ni podía usar sus habilidades.
–Sí, querida –afirmó la Sra. Dribb con una voz serena.
Instantes después, la mujer de cabello castaño se abalanzó sobre la pelirroja, quien apenas tuvo la oportunidad de bloquear sus manos, en las cuales sujetaba una cerbatana. Cora hizo todo lo posible por evitar que la Sra. Dribb acercase la cerbatana a su boca, y así evitar también que disparase un dardo. En un momento dado, la Sra. Dribb la sujetó por la boca, casi levantándola del suelo, Cora luchando por retomar el control y soltarse de su agarre. Tras un incesante forcejeo, ambas cayeron al suelo, tirando una lámpara que se encontraba sobre una mesa, cuyo cristal se rompió en miles de pedazos. Cuando la pelirroja de ojos marrones se separó de la enfermera, observó que la Sra. Dibb llevaba una peluca, la cual había caído al suelo en la pelea. Cora retrocedió en el suelo, de pronto encontrándose con unas piernas frente a ella, alzando su rostro y encontrándose con el profesor Brandon Morán.
–Sr. Rathe, deténgala, ¡quiere matarme! –exclamó la pelirroja, usando el apellido que Sebastian le había dicho sin percatarse de ello.
–De modo que Seb te lo ha contado... –murmuró Brandon–. Que desafortunado... Ahora que has descubierto nuestro pequeño secreto, no podemos dejarte ir.
Fue ese momento en el cual la Sra. Dribb golpeó a la joven de ojos marrones en la parte posterior de la cabeza, dejándola inconsciente en el acto.
Cuando se despertó, Cora observó cómo el profesor Rathe usaba el anillo que llevaba en su mano derecha para iluminar sus ojos. Intentaba hipnotizarla. La pelirroja intentó moverse, resistirse de alguna forma a su hipnosis.
–¿Dónde está Holmes? –preguntó con una voz serena.
–Nunca se lo diré. Jamás podrá encontrarlo –negó la joven una y otra vez, empeñada en negar sus acusaciones. Sin embargo, el truco del profesor Brandon pareció dar resultado a los pocos minutos, pues la muchacha dejó de resistirse y de hablar, su mirada de pronto ausente: era ahora esclava de su voluntad.
–¿Qué hacemos con ella? –preguntó la Sra. Dribb.
–Vendrá con nosotros –sentenció Brandon–. Necesitamos la quinta princesa.
El joven detective en ciernes caminaba por las calles nevadas de Londres en aquella noche. De pronto, notó que el pequeño corte que se había hecho con el anillo del profesor le sangraba, por lo que se limpió el rastro de sangre con la mano.
–Maldita sea... El corte del anillo de Rathe parece no curarse nunca –murmuró para si mismo mientras caminaba–. Cora, espero que estés bien y... ¡Oh! ¿¡Cómo he podido ser tan estúpido!? –exclamó antes de empezar a caminar más rápido, casi corriendo hacia la universidad–. ¡Es Rathe! ¡Ese era su apellido! ¡Sebastian tenía otro apellido en un libro de medicina antiguo que pertenecía a su padre! ¡Era Rathe! –continuó reflexionando mientras corría tan rápido como podía–. ¡Eh Tar y Rathe! ¡Son la misma persona!
De pronto, a punto de llegar a la universidad, el joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos se percató de que el profesor Brandon caminaba junto a la Sra. Dribb y... ¡Cora! Aunque ella parecía seguirlos voluntariamente, se montaron en un coche negro, seguramente propiedad del padre de Sebastian. Comenzó a correr aún más rápido, intentando alcanzar el coche en la medida de lo posible. El corazón le latía rápidamente a pesar de lo veloz que estaba corriendo, y sabía la causa: Cora. No podía dejar que nada malo le sucediese. Estaba en peligro y él debía salvarla fuese como fuese, sin importar lo que le costase. Tras lograr encender un motocicleta aparcada (encontrando las llaves en la nieve), Sherlock comenzó a perseguir el coche, el cual perdió de vista por unos minutos, aunque no necesitaba saber a dónde se dirigían, por lo que optó por un atajo.
En cuanto llegó a la parte trasera de Froggit & Froggit, Sherlock marcó un número en su teléfono móvil. Contactó con Lestrade y le informó acerca de sus descubrimientos, antes de colgar abruptamente y apagarlo por precaución: Rathe no debía descubrir que los había seguido. Entró a la tienda, rápidamente dirigiéndose a la cámara funeraria secreta bajo la punta de la pirámide, escuchando los característicos cánticos de los fanáticos del Rame Tep. Dentro, en una camilla de madera, como la que habían visto aquel día, estaba ahora la pelirroja, inmóvil mientras colocaban las vendas alrededor de su cuerpo. La Sra. Dribb era quien se encargaba de preparar el ritual. Sebastian Morán también se encontraba allí, observando el ritual cerca de una columna. En un momento dado, desapareció de la sala, aunque su padre ni siquiera se percató de ello. Sherlock se colocó en la cabeza de aquella estatua como en el primer día en el que lo vieron, el lugar desde el que Cora lo observó aquella noche.
–Si mi geometría es correcta, una columna desplazada desplomaría todo esto como...
–...Un castillo de naipes –finalizó otra voz, el joven detective en ciernes girándose en dirección a la voz, encontrándose al joven hijo del profesor Rathe.
–Morán –se sorprendió Sherlock, poniéndose en guardia.
–Relájate, Holmes –dijo Sebastian–. No diré que esté en desacuerdo con lo que hace mi padre, porque no es así, pero no pienso permitir que seáis los causantes de su detención. Sin embargo, al mismo tiempo, no puedo permitir que algo le suceda a Cora.
–Estamos de acuerdo por una vez –concordó Sherlock–. Tengo un plan.
Al cabo de unos minutos la momificación hubo terminado, habiendo envuelto a la pelirroja en llamas por completo. Sherlock, ahora subido a la lámpara de velas del techo, se encontraba atando una cuerda al hierro de ésta, mientras observaba cómo transportaban a Cora en la camilla de madera. Por su parte, Sebastian estaba situado en el mecanismo que controlaba la lámpara, esperando el momento indicado para actuar. Una vez terminó de atar la cuerda, el joven de cabello castaño comenzó a pasar ésta por varias vigas del techo para hacer que se desplomase. Los adeptos del Rame Tep colocaron en ese instante a la pelirroja envuelta en vendas en el pequeño sarcófago de oro que no tenía cobertura.
–Más vale que te des prisa, Holmes –murmuró para si mismo Sebastian.
El joven de cabello castaño-pelirrojo observó entonces la señal que Sherlock hacía, por lo que accionó la manivela, la lámpara llena de velas cayéndose bajo su propio peso, y por tanto desacoplando la viga por la que pasaba la cuerda. En cuanto cumplió con su cometido, Sebastian abandonó su puesto, una de las velas de la lampara cayéndose al suelo e incendiando la estancia. Para bien o para mal, una parte de la estatua que contenía la resina, cayó sobre algunos de los adeptos, entre ellos Brandon, quien se quedó inconsciente. La resina comenzó a caer de forma continua y sin detenerse debido a que el contenedor y la válvula que evitaba su cierre habían sido destruidos por el desacoplamiento de la viga. Sebastian fue rápido en correr hacia Cora, despojándola de sus vendas, antes de procurarse una pistola. La ayudó a deshacerse de sus vendas, la joven logrando romper su hipnosis a los pocos segundos. De pronto, sintió la punta de una pistola en su cabeza.
–¿Se-sebastian? ¿Qué...? –se sorprendió la joven, levantándose del suelo, con el joven a su espalda. Sentía de nuevo ese aura peligrosa que lo rodeaba.
–¿Creías de verdad que no me había percatado de vuestro jueguecito, princesa? –inquirió en un tono algo molesto, incluso malicioso–. Da un paso más, Holmes, y la mato –le advirtió, observando que el joven de ojos azules-verdosos caminaba hacia ellos, su cara tan lívida como el marfil.
–¡Morán! –exclamó Sherlock realmente enfadado.
–Cre-creí que éramos...
–¿Qué, Cora? ¿Amigos? –se burló el joven de cabello castaño-pelirrojo–. Nada de eso –sentenció en un tono severo–. No creí que fueras tan estúpida como para creer todas mis palabras, princesa... Realmente eres fácil de manipular –le dijo, Sherlock no teniendo más remedio que defenderse de un miembro del Rame Tep que lo atacó, comenzando a pelear con él–. Mi único motivo para acercarme a ti y a las demás estudiantes era encontrar a la quinta princesa que mi padre necesitaba para el sacrificio...
–¿Entonces por qué me has salvado? –preguntó la pelirroja, sintiendo cómo Sebastian movía la pistola a un lado de su sien.
En ese momento, la Sra. Dribb, quien era en realidad la tía de Sebastian, iba a disparar uno de sus dardos a la joven de cabello carmesí que su sobrino tenía sujeta, algo que Sherlock vio, instantes antes de saltar sobre ella, logrando hacerla caer al suelo, comenzando a pelear.
–Porque era mucho mejor disfrutar de la desesperación de Sherlock que cumplir las ambiciones tan infantiles de mi padre –replicó él–. No me malinterpretes, no es que no lo quiera, pero es ciertamente agotador tener que vivir con sus exigencias.
–Lo siento mucho, Sebastian, de verdad que sí –comentó Cora en un tono apenado, sintiéndose realmente traicionada por él.
La Sra. Dribb estuvo a punto de disparar el dardo, habiendo clocado la cerbatana en su boca, cuando Sherlock sopló con fuerza por el otro extremo, el dardo yendo a parar directamente a su boca, cayendo la mujer de espaldas, la toxina comenzando a hacer efecto inmediato.
–Pensé que realmente nos comprendíamos, que realmente éramos amigos... –suspiró, tragando saliva, deseando que Sherlock se encontrase a salvo–. Ya veo que, como siempre –continuó antes de pisar su pie izquierdo, golpear su cara con su codo derecho y pegar una patada en sus partes nobles, logrando que cayese al suelo, inconsciente–, me equivocaba –concluyó, observando cómo todo el templo era pasto de las llamas. "Irónico", pensó ella, pues de nueva cuenta se veía envuelta por aquel caos de llamas, aquel caos que ella conocía bien y podía usar a su antojo, por lo que esperó el momento oportuno para escabullirse.
El joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos contempló algo aturdido aún por la pelea cómo la Sra. Dribb comenzaba a alucinar, su túnica siendo prendida por las llamas que ahora inundaban la cámara funeraria. Comenzó a buscar con sus ojos cualquier rastro de la pelirroja, percatándose de que Sebastian se encontraba en el suelo, inconsciente, por lo que al menos estaba seguro de que ella se encontraba viva. Los miembros del Rame Tep restantes comenzaron a buscar a ambos jóvenes por el lugar, algunos de ellos siendo aplastados por los cimientos que caían del techo.
En un momento dado, Eh Tar apareció frente a Holmes, comenzando un duelo con él, en el cual Sherlock acabó inconsciente sobre los hierros de la lámpara caída, con las llamas rodeando todo a su alrededor: no habría escapatoria posible para el detective en ciernes. Cora, quien ya había logrado desembarazarse de sus perseguidores, se encontraba cerca de la lámpara, por lo que corrió hasta ella, intentando despertar a Holmes, sin éxito.
–Pierdes el tiempo, Cora –dijo Eh Tar en un tono sereno–. Solo queda una salida. Ya sabes cuál es –indicó, extendiendo su mano izquierda hacia ella–. Puede que hayas derrotado a mi hijo, pero no hay otra opción. Si quieres salvarlo, si de verdad quieres salvar a Sherlock... Solo tienes que hacer una cosa.
–Lo sé –sentenció Cora, agachando la cabeza, su voz apenas siendo un susurro–. Sé lo que tengo que hacer... Pero no sé si tendré la fuerza para hacerlo –mencionó, la confusión reflejándose claramente en el rostro de su profesor, quien arqueó una ceja ante sus palabras–. Este es el final de todo, profesor –sentenció antes de alzar el rostro, la mirada del hombre tornándose aterrada al contemplar unos orbes escarlata incandescentes que lo observaban.
–¿Qu-qué eres...? –preguntó Eh Tar, realmente sintiendo que un temblor incontrolable dominaba su voz y cuerpo, el miedo apoderándose de él.
Cora ni siquiera se dignó a contestarle, procediendo a concentrarse en las llamas a su alrededor, antes de comenzar a canalizarlas poco a poco en su cuerpo, empezando por sus pies y manos. Las llamas comenzaron a invadir todo su ser: sus manos, brazos y torso siendo ahora fuego y nada más. Antes de envolverse por completo en el fuego que había logrado arrebatar al templo para así salvar la vida de Sherlock, la joven sonrió con confianza a su profesor: era su perdición. En cuanto tuvo la suficiente fuerza y control sobre las llamas, las hizo estallar en una onda masiva de choque pirotécnico, las llamas desapareciendo del templo, con la pelirroja recuperando el control de su cuerpo, antes de desvanecerse por la energía utilizada. Sebastian, quien había recuperado la consciencia, observó todo aquel fenómeno con una mezcla de miedo y adoración, antes de volver a perder la consciencia por la onda de choque que Cora produjo de la nada. Eh Tar aprovechó el momento en el que la pelirroja caía inconsciente para tomarla en brazos y salir con ella de aquel lugar, con Sherlock despertándose a tiempo para contemplar cómo escapaba de allí con su novia. Tras lograr trepar por la cuerda que él mismo había atado a la lámpara, el joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos ni siquiera miró atrás cuando el templo fue pasto de las llamas, incluso con Sebastian dentro.
Sherlock salió del templo ardiendo con rapidez, tomando de nuevo la motocicleta y apresurándose en ir tras Rathe, quien huía en su coche con la pelirroja. Por suerte para el muchacho, se había asegurado de pinchar dos de sus ruedas, logrando que, efectivamente, el profesor perdiese el control del coche, estrellándose contra un poste. Para cuando el detective en ciernes llegó allí, Rathe no estaba en ningún sitio, pero ayudó a salir a Cora del coche. En cuanto posó sus ojos en ella creyó haberse vuelto loco, pues sus ojos eran escarlata y no marrones, como de costumbre, sin embargo, tras parpadear en varias ocasiones, los ojos de la pelirroja recobraron su color anterior.
–Cora, ¿estás bien? –le preguntó, su tono suave, pero algo ronco debido a la inhalación del humo provocado por el fuego. Tomó su rostro entre sus manos, contemplándola.
–Creo que sí... –replicó ella aún algo aturdida–. ¿Y Rathe?
–No lo sé –admitió su novio, ayudándola a caminar poco a poco–. He dado aviso a Lestrade. Él lo encontrará.
–Sí –afirmó Cora, caminando con el joven con una leve sonrisa en el rostro. Aunque aún se encontraba débil, agradecía haber logrado salvar a Sherlock en el templo, y estar de nuevo con él, en sus brazos–. Aún no puedo creer lo de Sebastian... Creí que...
–La manzana nunca cae lejos del árbol, Cora –le recordó Sherlock en un tono severo, mientras sujetaba la espada con la que se había batido con Rathe en su mano izquierda, la otra sujetando la mano de la pelirroja.
–No sé cómo voy a explicarles esto a mis padres...
–Los periódicos lo harán mañana –replicó su novio–. Y de todas formas, siempre puedes decir que hemos vivido una excitante aventura.
–¿Crees que con esto te dejarán volver a la universidad?
–No lo sé –admitió el muchacho–. Quizás –comentó, caminando cerca del lago.
–¡Holmes! –se escuchó tronar una voz grave, los dos jóvenes girándose al mismo tiempo, observando que Rathe seguía vivo, observándolos desde una leve altura, en su mano izquierda su sable, mientras que en la derecha... Había un arma. Brandon apuntó su arma hacia Sherlock.
–¡No! –exclamó Cora, pues apenas tuvo el tiempo justo de colocarse frente a él, actuando de escudo, la bala impactando contra su cuerpo.
–¡Maldita sea...! –exclamó Brandon, soltando su arma.
–¡Cora! –exclamó el joven sociópata, sujetándola en sus brazos y buscando un cobertura para evaluar la herida. Tras hacerlo, el de cabello castaño se despojó de su abrigo, colocándolo sobre la pelirroja, quien ya se encontraba presionando la herida de bala con su propio jersey–. No es grave, te pondrás bien –le dijo en un tono suave, aunque su propia voz lo traicionaba, pues estaba realmente aterrado por la posibilidad de perderla.
–Lo sé... Acaba con este caso, Sherlock –murmuró ella en una voz débil, pues el dolor y el frío de aquella noche comenzaban a aturdir sus sentidos–. Estaré bien. No pienso morirme aún, Holmes.
Sherlock asintió antes de brindarle un beso en los labios, tomando de nuevo la espada en su mano derecha, dirigiéndose hacia Rathe: era el momento de poner punto y final a aquel caso. El momento de acabar con todo. Brandon y Sherlock intercambiaron una mirada, observándose como dos rivales cuyo respeto se habían ganado con el tiempo, sin embargo, aquel sería su último suelo. El duelo final.
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