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Capítulo 7


Elisabeth se estaba terminando de preparar para la fiesta que en poco más de dos horas daría en su maravillosa mansión junto a su esposo. La mujer estaba terminando de ponerse las joyas que luciría en el evento: una preciosa gargantilla de diamantes de color amarillo y blanco junto a una pulsera y unos pendientes haciendo juego para terminar el conjunto. Elisabeth se encontraba sentada en su tocador mirando a través del espejo el reflejo de su marido. Este todavía estaba terminando de vestirse. El hombre había elegido para la ocasión un esmoquin negro. La mujer se levantó al ver que su marido iba a proceder a ponerse la pajarita.

—¿Te ayudo, querido? —le preguntó Elisabeth a su marido.

El hombre miró a su mujer y la sonrió.

—Gracias, cariño. Tú tienes más maña que yo para esto. —Borja tendió la pajarita a su mujer. Esta se levantó de la silla en la que se encontraba sentada y se dirigió a él. Aceptó la pajarita entre sus manos y la puso alrededor del cuello de su esposo. En pocos segundos la mujer ya la había anudado—. No sé que haría sin ti para llegar presentable a las fiestas.

Elisabeth miró triste los ojos de su marido y se separó de él rápidamente como si de repente su cercanía la quemara.

—Querido, voy a comprobar que todo se encuentra perfectamente —se excusó la mujer—. ¿Nos vemos luego?

—Por supuesto —contestó escuetamente el hombre.

Elisabeth salió de la habitación pero en lugar de dirigirse a la planta baja de la casa pasó de largo las escaleras para encaminarse a la habitación de su hijo. La mujer entró despacio en la habitación de Germán sin antes no llamar a la puerta para advertir de su presencia. Su hijo también estaba terminando de vestirse para ir a buscar a su novia.

—Hola —le saludó ella mientras él se contemplaba en el espejo de cuerpo entero.

—Hola, mamá. ¿Ya estás preparada? —Germán no se giró para mirarla.

—Sí, aunque aún hay algunos detalles que debo supervisar.

—La verdad es que deberías contratar a un organizador de eventos. Es demasiado trabajo para ti sola.

Elisabeth se sentó en un sillón de la zona de estar de la habitación de su hijo.

—He venido para disculpar el comportamiento de tu padre —sentenció la mujer una vez que había tomado asiento—. Tu padre no se encuentra orgulloso de las palabras que te dijo antes en el desayuno.

Germán se giró para mirarla directamente a la cara.

—Mamá, no eres tú quien tienes que disculpar la conducta de mi padre, sino él. Él debería de ser quien me estuviera diciendo esas mismas palabras y no tú. Comprende que si no las escucho de su boca pensaré que vienen de ti y no de él.

—Ya sabes como es, hijo. Aunque tu padre lo siente, nunca lo reconocería, ya lo conoces.

German volvió a centrar de nuevo su atención en el reflejo del espejo.

—No te preocupes, mamá. Por mi ya está olvidado —respondió el hombre serio.

—¿Y por qué tu semblante no lo confirma? —preguntó la mujer afligida por encontrarse entre la espada y la pared. Se encontraba entre el fuego cruzado de los dos hombres más importantes de su vida, su hijo y su marido.

—Estoy bien, mamá. Sabré comportarme en la fiesta, como siempre hago.

—No seas así de duro conmigo, por favor.

—Olvida la escena del desayuno, mamá. Mi único propósito era que no os cogiera por sorpresa la presencia de mi novia en la fiesta. Creí conveniente informaros de su asistencia, pero sinceramente, creo que hubiera sido mejor no haber dicho nada al respecto. Hubiera sido más acertado haberos presentado la situación delante de los invitados para que no me hubierais montado ningún numerito, ya que sois más acometidos delante de extraños que con vuestro hijo a solas.

Germán terminó de acicalarse y se sentó en el sillón de enfrente de su madre.

—No entiendo tu dureza conmigo, Germán.

—¿Qué no la entiendes? No me has defendido ante él. Nunca lo haces. Siempre te quedas en segundo plano.

—Perdóname, hijo, pero comprende que cuando vosotros dos discutís me encuentro en una situación compleja. Os amo a los dos y si me posiciono de algún lado, alguno de los dos os lo tomaréis a mal. —Elisabeth se acercó a su hijo y le cogió una de las manos—. Quiero que sepas que estoy encantada de poder conocer a la mujer que ha cambiado de tal manera a mi amado hijo. Estos últimos meses tienes una felicidad impresa en ti que hacía mucho que no poseías. Pensé que era porque te iban bien las cosas en el terreno laboral pero nunca imagine que fuera por una mujer. Esa chica te ha cambiado para bien y estaré deseosa de poder conocerla.

Germán centró su mirada en los ojos de su madre. Él sabía que estaba siendo sincera y que de veras estaba encantada con su felicidad y de conocer a la mujer que había acrecentado ese sentimiento dentro de él. Germán adoraba a su madre y no comprendía como podía estar enamorada de aquella manera de un hombre tan autoritario como lo era su padre.

—Melissa te encantará, mamá —respondió el hombre—. Conectaréis nada más conoceros.

La mujer sonrió al ver como la mirada de su hijo se iluminaba al hablar de su pareja. Ella nunca había visto antes aquel brillo en los ojos de su vástago. Él estaba contento y ella por ende también.

—Debe ser una mujer muy especial por como te brillan los ojos nada más hablar de ella.

Germán sonrió antes de contestar a Elisabeth.

—Es una mujer increíble, madre. Cuando la conozcas tú también te darás cuenta. Siempre está alegre, derrocha simpatía allí por donde pasa. —Germán miró en silencio la mano que estaba entrelazada a las manos de su madre.

—Cuéntame algo más sobre ella, Germán —le animó ella.

—Melissa es muy guapa, tiene una cara angelical que quita el sentido a cualquiera que se cruza con ella. Tiene unos preciosos ojos almendrados de color avellana perfilados por unas rizadas e infinitas pestañas. Su nariz es pequeñita pero especial. —Germán sonrió al acordarse como le gusta a Melissa que sus narices se rozaran antes de que sus labios se fundieran en un torrido beso—. Tiene unos labios sensuales y en la zona izquierda aquí, justo encima —señaló el hombre en su propia cara—, tiene un lunar. Siempre tiene la cara sonriente. Su alegría es contagiosa a todos aquellos que la rodean. Si te soy sincero nunca la he visto triste. Su pelo es castaño miel y le llega casi a media espalda, su tacto es sedoso, me encanta jugar con él. Le gusta llevarlo recogido, pero cuando queda conmigo lo lleva suelto porque sabe que es como a mi me gusta.

Elisabeth aprovechó un silencio de su hijo para hablar.

—Se nota que estás muy enamorado de ella.

—Ha sido un respiro de aire fresco en mi vida. Fue una coincidencia que nos reencontráramos.

—¿Ya la conocías de antes?

—Si, la conocí durante el año sabático en el que me olvide de ser miembro de la familia Domínguez —respondió Germán—. La conocí en uno de los pueblos en los que me establecí durante aquel verano. Ella había ido a pasar las vacaciones estivales con unos familiares. Estaba trabajando en un proyecto y le faltaba inspiración, así que decidió ir allí a ver si la hallaba. No te imaginarías como la conocí —Germán sonrió al recordarlo.

—Cuéntame, hijo —le animó la mujer a que prosiguiera con el relato.

—Una mañana cuando iba de camino a mi lugar de trabajo vi un coche parado en la cuneta. Una mujer se encontraba apoyada sobre el vehículo esperando a que alguien apareciera para socorrerla. Nada más que me vio comenzó a hacerme señas con la mano. En lugar de estar cabreada, se encontraba sonriente. Al ver la escena, no tuve más remedio que parar. Como bien sabes no tengo ni idea de motores así que le invité a que subiera a mi camioneta para que llamara a la grúa desde el bar. Ella aceptó sin dudarlo y me relató jovialmente lo que le había ocurrido y la suerte que había tenido de que alguien pasara por aquel lugar tan remoto. Una vez que llegamos al bar, se maravilló de su construcción y fue allí donde encontró la inspiración para su proyecto.

—¿Qué ocurrió después?

—Estaba muy agradecida por mi ayuda así que organizó una fiesta en el bar en el que trabajaba. Vinieron sus primas y un grupo muy nutrido de amigos. A todos les encantó el lugar y eso ayudó a su promoción. La siguiente vez que la volví a ver fue en una fiesta en la playa. Se encontraba alegre y despreocupada. Pero nada mas que me vio, dejó a sus amigos y se dirigió a mí para saludarme. Ese día me robó el corazón.

—Pero el verano terminó. ¿Cómo fue la despedida? —se interesó Elisabeth.

—Muy triste. Ella me hablaba constantemente de su vida en Ximar. En cambio yo nunca le había dicho que procedía de aquí. Le mentí respecto a mis orígenes. Ella me quería por lo que era, no por ser un Domínguez y no quería que eso cambiara. Cuando comienzas una relación con una base de mentiras, el paso del tiempo complica la tarea de subsanarlas. Ella alargó su marcha lo máximo que pudo pero su jefe le llamaba constantemente para que regresara y presentara su trabajo —Germán paró un momento su relato—. La separación al finalizar el verano fue muy dura. Pensábamos que nunca más nos volveríamos a ver, aunque yo sabía que esa opción podía ser posible porque yo tarde o temprano regresaría aquí y tarde bien poco en hacerlo al marcharse ella de allí. —Germán miró a su madre sonriente.

—Ya empiezo a entender que te hizo cambiar durante ese año. Siempre creí que había sido toparte con la dureza de la vida real, pero en cambio la causante de ese cambio fue una mujer.

—Ya ves mamá. Ella es increíble y cuando la conozcas a ti también te gustará.

—No necesito conocerla para que me guste, hijo. Cuando te escucho hablar de ella, lo haces con sentimiento y eso es lo que cuenta. Por supuesto que debe ser increíble para tener ese efecto sobre ti. Estoy deseosa de conocerla y poder ponerla, por fin cara.

—Pues hoy lo harás, mamá.

Elisabeth soltó las manos de su hijo, se levantó del sillón y besó a su vástago en la mejilla.

—Ahora debo ir a echar un vistazo a los últimos preparativos de la fiesta. Tu padre cree que ya me encuentro en ello y si baja y no me encuentra por allí, se pondrá como un basilisco. —Elisabeth apoyó su mano izquierda sobre el hombro de su hijo—. ¿Nos vemos en la fiesta?

Germán apoyó su mano derecha sobre la mano de su madre y la estrechó.

—Por supuesto, mamá. Luego nos vemos.

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