Capítulo 44
Melissa había quedado con su antiguo instructor para visitar al agente de policía que había investigado el accidente de coche donde había muerto el hermano del actual presidente de Ximar. Habían quedado en la salida del garaje de Roberto. La mujer vio como se acercaba el automóvil de su compañero. El vehículo paró justo delante de ella.
—¿Preparada para intentar averiguar algo sobre esa tal Alicia y el accidente donde sus padres perdieron la vida? —preguntó Roberto a Melissa al entrar esta en su todoterreno negro.
—Buenas tardes —le contestó ella seria—. Si, estoy preparada. En realidad llevo una semana estándolo. Los días de espera se me han hecho eternos. Cuando quieras podemos comenzar el viaje —agregó tras acomodarse en el coche y dejar en el asiento trasero una pequeña bolsa—. Se te ve muy contento hoy, Roberto. Hacía tiempo que no te veía así, ¿es por algo en especial?.
—No todos los días uno viaja junto a una mujer tan guapa —le contestó él sonriendo.
—Ya será por otra razón —contestó Melissa tras ponerse el cinturón.
Roberto arrancó el coche y juntos comenzaron un viaje que duraría cuatro largas horas. El trayecto transcurrió en silencio. Cada uno estaba ensimismado en sus respectivos pensamientos. Para no tardar más tiempo del previsto ahorraron las paradas de descanso cambiándose el turno de conducción cada hora y media.
—Ya estamos llegando —informó Roberto despertando a su copiloto de una cabezadita que estaba hechando. La carretera nacional por la que circulaban se internó en un frondoso bosque de castaños y hayas—. Ramón, el hombre al que vamos a visitar, cree que somos periodistas —agregó Roberto—. Abre la guantera. —Melissa así lo hizo—. Te encargaras de tomar notas.
Melissa cogió un blog de notas, un bolígrafo y una grabadora que allí se encontraban.
—Estás de broma, ¿verdad? —le contestó ella mientas cogía los anticuados utensilios.
—Yo me encargaré de las preguntas —contestó él omitiendo el comentario sarcástico de su compañera—. Actuarás de mi ayudante. Solamente tendrás que tomar notas. Sé convincente en tu trabajo.
—Me lo temía. Tú siempre tienes que ser la cabeza de todas las operaciones. Al menos podías haber sido más tecnológico —dijo la mujer refiriéndose a la libreta y al bolígrafo—. Casi podías hacer traído para la ocasión una piedra y un cincel. —Roberto se rió ante el comentario sarcástico de Melissa—. No creo que haya muchos periodistas que sigan utilizando tales tecnologías en estos días.
—Una libreta y un bolígrafo no se pueden hackear, cualquier otro dispositivo sí. Si no te has dado cuenta vamos a entrevistar a alguien que ese tipo de cosas si las tiene en cuenta.
—Roberto, por favor. Es un señor de 80 años, dudo que sea un hacker.
—Melissa te recuerdo que es perro viejo, no un pobre ancianito ingenuo y desvalido. Nunca bajes la guardia aunque tu contrincante parezca ingenuo y débil. —Roberto giró a la derecha y siguió conduciendo por una carretera más estrecha. El pavimento no era tan firme como el de la carretera principal—. Cuando se retiró decidió comprar una casa al lado de uno de lagos de esta zona. Parece ser que buscaba tranquilidad y aquí la encontró.
Eso era cierto, la tranquilidad allí se respiraba a raudales. La carretera surcaba un frondoso bosque de castaños y hayas totalmente virgen. Al cabo de unos minutos de travesía a través de él, comenzaron a ver el lago y a la izquierda, cerca de la orilla, se encontraba la casa de Ramón. Era una magnifica casa de madera, grande y con unas hermosas escaleras en forma de cascada del mismo material. En el lago, el antiguo oficial de policía, había construido un embarcadero y en él un barca estaba amarrada.
Roberto condujo hasta la amplia explanada enfrente de la casa. Estacionó el vehículo y ambos salieron del todoterreno. El lugar era mágico. Olía a aire fresco, a naturaleza pura. Los pájaros cantaban a los últimos rayos de sol de la tarde. Era un hábitat de inmensa belleza. A cualquiera le gustaría escaparse a un lugar como aquel para desconectar del mundo caótico de la ciudad. En el borde del lago había un banco, una mesa, una parrilla y un gran columpio. Probablemente allí reuniría a toda su familia en verano y pasaría con ellos agradables veladas veraniegas lejos del bullicio de la ciudad.
El ocaso estaba apunto de tener lugar. El espectáculo de ver ponerse el sol desde el banco próximo a la orilla del lago debía ser increíble y muy romántico.
Roberto comenzó a ascender las escaleras y Melissa le siguió como procedía a cualquier buen ayudante.
Ding, Dong.
Roberto llamó a la puerta, dentro de la casa se oyeron pasos que se aproximaban. Un hombre mayor abrió la puerta.
—Buenas tardes —les saludó el hombre de forma amable y cordial.
—Buenas tardes —contestaron al unísono Melissa y Roberto.
—Han sido muy puntuales —agregó el hombre mientras miraba su reloj de muñeca—. No pensé que encontraran este lugar tan rápido, la verdad. Mucha gente se pierde, ya saben, no encuentran el camino de entrada y al final terminan llamándome para que vaya en su busca.
—Con las nuevas tecnologías se encuentra cualquier lugar con mucha más facilidad —contestó Roberto de forma resuelta.
—Bueno esos cacharros tampoco son del todo fiables. Pero, pasen, pasen. Las noches en este lugar no son tan cálidas como en la ciudad. —Les animó a entrar en su hogar. La casa, por dentro, era acogedora y poseía una decoración rústica apropiada al entorno—. Síganme, por favor.
El hombre los llevó por un pasillo y les hizo pasar al salón. Cerca, probablemente en la cocina, se oía a alguien trastear con utensilios. Todos se acomodaron en el salón.
—Gracias por habernos recibido tan poca antelación —le dijo Roberto a Ramón.
—No había motivos para hacerles esperar. Para serles sincero no tengo muchas visitas, así que las que llaman tengo que aprovecharlas. —Ramón guiñó un ojo a Melissa.
Una mujer entró en ese momento con una bandeja en la que transportaba una cafetera, tres tazas y una bandeja de pastas caseras.
—Espero que les guste el café —dijo Ramón al ver entrar a su esposa—. Ella es mi mujer, Silvia. —La mujer asintió mientras miraba a los dos invitados y ponía la bandeja sobre la mesa de café.
—Encantado de conocerla, señora —le saludó Roberto levantándose del sofá tendiéndola la mano.
—Lo mismo digo —dijo Melissa imitando a su compañero.
La señora les saludó a ambos de forma cortés.
—Será mejor que les deje a solas. No les molestaré más. Seguro que tienen mucho de que hablar.
—La verdad es que no molesta en absoluto —contestó Roberto rápidamente—. De hecho, si quiere, puede estar presente en la entrevista. Tanto a mi ayudante como a mí no nos importa que nos acompañe, claro está, si su marido está de acuerdo.
—Me encantaría, pero tengo muchas cosas que hacer todavía en la cocina. Les dejo a solas. —La mujer miró antes a su marido y después a los invitados—. Espero que disfruten del refrigerio.
La mujer, sin más preámbulos, se fue del salón y cerró tras de sí la puerta para darles mayor intimidad.
—Si me permite antes de comenzar con la entrevista me gustaría preguntarle si le importaría que mi ayudante tome notas y grabe nuestra conversación.
—¿No es ese su trabajo? —contestó el anciano.
—Sí, pero ya sabe, es meramente un tramite oficial. Para que después no haya malentendidos, usted ya me entiende.
—Su ayudante puede tomar notas y grabar la conversación, si desea. Por mi parte no habrá ningún problema, faltaría más.
El inicio de la entrevista comenzó con un repaso general de la vida del entrevistado. La edad con la que ingresó en el cuerpo, el motivo de su incorporación, anécdotas de la academia y de los primeros años de servicio. Juntos repasaron el comienzo de su carrera en el cuerpo policial, sus promociones, y poco a poco, Roberto encauzó la entrevista al final de su etapa como agente de policía y concretamente al hecho que les había llevado hasta allí, el fatal accidente donde murió el hermano y la cuñada del actual presidente de Ximar.
—Su marcha, según tengo entendido, fue un poco precipitada. Si me permite mi atrevimiento, ¿a qué fue debido? —Roberto interpretaba a la perfección su papel como periodista.
—El trabajo me superó, ya sabe... Por aquel entonces estaba sometido a mucha presión, ahora ustedes lo llaman estrés. La verdad es que no supe separar mi vida privada, de la profesional. Traía el trabajo a casa, investigaba mis casos durante las veinticuatro horas del día. Con el tiempo, la situación me superó y me dio un infarto. Los médicos me recomendaron reposo absoluto. Por aquel entonces estaba inmerso en el caso más importante de mi carrera y no podía permitirme ese lujo. Vivía por y para el trabajo. Esto obligó a los médicos que me trataban a hablar con mis superiores y juntos decidieron que por mi salud, lo más recomendable era jubilarme, ya que por mi propia voluntad sabían que no bajaría el ritmo de trabajo. Tras ese varapalo en mi vida convencí a mi mujer para comprar esto —dijo mirando a su alrededor—. Decidí que debía alejarme de todo aquello que me recordara mi antiguo trabajo y aquí lo conseguí —el hombre sonrió—. Tengo un pequeño huerto y cuando no mimo mis plantas, salgo con mi pequeña barca a pescar al lago. Me mantengo lo más ocupado posible para que mi mente no me juegue una mala pasada. Me comprenden, ¿verdad?
El hombre, según decía, se mantenía ocupado para no caer en una fuerte depresión. Un hombre tan activo como lo fue él en su madurez, no soportaría pasar del fuerte estrés a la falta absoluta de obligaciones de la noche a la mañana. Mucha personas en su misma situación caen en profundas depresiones de las que muy pocos consiguen escapar. Eso le honraba.
—Si no es indiscreción. ¿En qué caso estaba inmerso antes de que lo jubilaran? —Roberto prosiguió con su entrevista.
—Usted como buen periodista que es debería de saberlo sin necesidad de preguntármelo a mí —le contestó el hombre de forma seria.
Roberto le sonrió de forma complice para restar tensión a las palabras que el anciano le había dedicado.
—La verdad es que preferiría escucharlo de su vívida voz —le contestó Roberto interpretando impecablemente su papel de periodista sonriendo a su entrevistado.
—Ya veo —contestó el hombre devolviéndole la sonrisa—. Por aquel entonces investigaba el brutal accidente en el que perdió la vida el hermano del actual presidente del gobierno junto a toda su familia.
—¿La investigación de un mero accidente de tráfico le provocaba tal estrés que perjudicaba su propia vida? —insistió Roberto.
—La verdad es que me gustaría cambiar de tema —contestó el hombre intentando cambiar de asunto—. Ese caso no me trae buenos recuerdos.
—Veo que no le gusta hablar de ese caso.
—En realidad todavía no comprendo que hace un periodista entrevistando a un humilde jubilado como yo.
—Pronto será el aniversario del día en que se jubiló. El director del periódico en el que trabajo le gustaría hacerle un homenaje. Creo que ya se lo comenté por teléfono cuando me puse en contacto con usted.
—¿Un homenaje? No nací ayer, joven. ¿Qué les ha traído en realidad hasta aquí?
Melissa en ese momento oyó el sonido de dos coches aproximándose. Dejó de escribir en el blog de notas y lo dejó junto al bolígrafo en la mesa. Se levantó del sofá y se dirigió a la ventana que daba a la parte delantera de la casa. Apartó un poco las cortinas y vio como dos furgonetas de color negro se aproximaban a la casa.
—¿Espera más visitas, Ramón? —le preguntó Melissa mientras veía como los automóviles se acercaban.
—Que yo sepa, no —le contestó este extrañado por la pregunta que le hacía la mujer. El hombre también se levantó del sofá que ocupaba y se dirigió a la ventana por la que estaba mirando Melissa—. La verdad es que no reconozco esos coches —agregó al ver a sus nuevos invitados.
Ambos coches estacionaron en la explanada delantera de la casa junto al todoterreno de Roberto. Nadie salió de ellos durante un rato. Pero al final, las puertas de ambas furgonetas se abrieron a la vez y seis hombres de cada una salieron armados.
—Agacharos. ¡Ya! —gritó Melissa al ver a los hombres armados salir de los vehículos.
El anciano dudó por lo que Melissa lo empujó y lo tiró al suelo. Un mar de balas atravesaron las paredes de madera de la casa justo cuando se tumbaron en el suelo. Roberto había comprendido bien el mensaje de su compañera y también se encontraba en el suelo protegido por el sofá donde hasta hacía un momento estaba sentado.
Melissa y Ramón gatearon para resguardarse detrás de otro de los sofás. Al cabo de un cierto tiempo la lluvia de balas cesó. Los asaltantes estarían recargando sus armas y ocupando su siguientes posiciones.
—Toma, Roberto —dijo Melissa tirándole un arma que tenía guarda en una de sus botas. Él la cogió en el aire sin pensárselo dos veces. De la otra bota, sacó otra arma con la que se quedó ella—. Tenemos entre los dos solo doce balas. Seis cada uno. Estamos joribiados.
—¿Cuántos son? —le preguntó Roberto sin moverse de su sitio con voz tranquila e impasible.
Cualquier persona en semejante situación estaría nervioso pero él no, él tenía ese brillo característico en sus ojos por la adrenalina. Melissa conocía bien aquella mirada, aquella mirada no era fruto del miedo, sino de la adrenalina al enfrentarse a una situación de riesgo en las que tan bien trabajaba aquel hombre.
—Doce y armados hasta los dientes. Estamos fastidiados, Roberto, no pinta nada bien.
—Ya nos hemos visto en situaciones peores. ¿Te acuerdas aquella misión hace cinco años? —Melissa se acordaba perfectamente de aquella situación, habían sobrevivido por los pelos. A ella le gustaba el riesgo y la adrenalina que sentía en aquellas situaciones pero prefería tener mejores cartas para tener más posibilidades de salir victoriosa—. Hay que decir que has sido precavida trayendo estas armas. A mí ni se me ocurrió que podríamos encontrarnos en esta situación.
—No lo suficiente. Doce balas contra doce asaltantes no es una proporción muy favorable que digamos.
—En peor proporción nos encontraríamos si no tuviéramos ninguna —le respondió él guiñándole un ojo, Melissa le respondió poniendo los ojos en blanco.
Melissa odiaba aquellas señales de autosuficiencia que siempre sacaba a relucir en momentos tan delicados como en el que se encontraban ahora.
—¿Quienes son ustedes dos? —les preguntó el anciano a ambos—. Un ejercito está ahí fuera dispuesto a matarnos y ustedes de tertulia, incluso me atrevería a decir que tonteando, así tan tranquilos como si esto fuera algo normal en sus vidas.
—Es complicado explicarle ahora quien somos y a que nos dedicamos, ¿no cree? Además, ¿eso no se consideraría también tertulia? —le contestó Melissa—. Agáchese, por Dios. ¿Quiere que le maten? —Tiró de él y nada más cubrirlo, comenzó de nuevo otra ráfaga de disparos.
—¡Déjeme! Tengo que proteger a mi mujer —dijo Ramón de forma suplicante.
—No sé como va a poder proteger a su mujer si muere por el camino. Cuando termine esta ráfaga, podrá ir en su búsqueda. Solo serán unos instantes, ya verá.
La mujer tuvo razón, la lluvia de balas cesó al poco tiempo.
—Vaya a buscar a su esposa. Corra —le dijo Melissa—. Pero por su seguridad manténgase lejos de las ventanas, ¿de acuerdo?
El hombre asintió como haciéndola ver que había entendido sus explicaciones y se fue dirección a la cocina semiagachado.
—Roberto, ¿te encuentras bien? —le preguntó al no oírle hablar.
—Estoy pensando en como darles una paliza a esos doce aguafiestas.
—Tendremos que organizarnos, dividirnos. Cada uno tendrá que encargarse de una zona de la casa.
—Sí, tienes razón. Yo me encargaré de la zona delantera, y tú de la trasera. Condura bien tus balas —añadió sonriéndola—. Suerte recluta.
La mujer sonrió e hizo caso a Roberto dirigiéndose a la parte trasera de la casa. Este tipo de casas siempre tienen una puerta trasera para salir al jardín. La encontró en seguida. Fuera oyó pasos, estaban a punto de entrar por ella. Melissa decidió esperar a los intrusos en la pared aledaña a la puerta, cuando entraran les daría la conveniente bienvenida.
La manilla de la puerta se movió pero la puerta no cedió. Al parecer, Ramón como buen policía que fue en su día, mantenía sus puertas cerradas con llave para que nadie pudiera entrar tan fácilmente en su hogar. El movimiento cesó, pero al cabo de unos segundos.
Pum.
La puerta se abrió de golpe de una fuerte patada. Al momento, una mano que empuñaba una pistola apareció. Melissa esperó un poco más y...
Pam.
Melissa le quitó al hombre de una patada el arma que rodó por el suelo. Lo volteó y lo apuntó con su propia arma en la cabeza.
Pum. Pum. Pum
Otro de los asaltantes disparó, pero las balas se las llevó su compañero que hacía de escudo humano de Melissa. La mujer abrió la puerta de una habitación y se resguardó en ella cogiendo antes la pistola del primer individuo caído en combate. Cerró la puerta tras de sí. Al lado de la puerta había una cómoda, la arrastró contra la puerta para bloquearla. Pero eso, ella bien sabía, no le daría mucho tiempo extra. Evaluó la habitación en la que se encontraba.
—¿Por que no habré estudiado los planos de la casa antes de venir? Estúpida —dijo Melissa en voz alta para ella misma—. Muriendo y aprendiendo. Nunca más me encontraré a ciegas como ahora —agregó de nuevo para ella en voz alta.
Estaba en una amplia habitación decorada de forma rústica pero con mucho estilo. La habitación tenía un gran ventanal y otra puerta que presumiblemente daba a un baño. No había muchas opciones donde esconderse, y menos que no la encontraran. Decidió ir a la otra estancia de la habitación. Era un baño, como había pensado. Escuchó como alguien comenzaba a dar golpes a la puerta, no le quedaba mucho tiempo. Abrió el grifo de la ducha y la ventana. A continuación, salió del baño dirección de nuevo a la habitación y cerró con un golpe seco la puerta del baño. Antes de que la cómoda cediera, se guardó debajo de la cama.
Por debajo de la colcha, vio como cuatro pares de pies entraban en la gran habitación. El suelo crujía ligeramente bajo sus pies.
—Parece que aquí no hay nadie. Esa preciosidad habrá huido —dijo uno de los hombres.
—Comprobad el armario y el baño.
—Esa mujer no parecía estúpida como para quedarse por aquí —contestó otro.
—Haced lo que os ordeno, idiotas. Hay que limpiar la zona. Y si ha escapado, ya podéis empezar a buscarla por el bosque. No podemos dejar testigos. ¿Habéis entendido?
Melissa oyó como abrían la puerta del baño y cerraban el grifo de la ducha.
—Señor. Parece que ha escapado por la ventana del baño. Ahora mismo debe estar internándose en el bosque.
—Nos encargaremos de ella más tarde. Ahora terminemos el trabajo que hemos venido a hacer. ¡Vamos! —les gritó el que parecía ser el jefe del equipo.
Poco a poco todos salieron de la habitación sin cerrar la puerta de la misma.
—Tú —dijo el cabecilla a uno de sus hombres—. Encárgate de custodiar la puerta. Ya sabes lo que tienes que hacer si alguien quiere salir, lo matas sin pensártelo dos veces, ¿entendido? No pueden quedar testigos.
—Sí, señor —contestó el subordinado ocupando el lugar designado.
Cuando el resto de hombres se fue, Melissa salió cuidadosamente de su escondite. Cogió un cojín de la cama y se acercó sigilosamente a la puerta. Desde allí no podía ver con claridad la posición del hombre que guardaba la puerta trasera. Se dirigió al tocador de la habitación. Al entrar, había visto allí un antiguo espejo de mano. Dejó el cojín encima de la cómoda. Cogió el espejo y volvió a dirigirse sigilosamente a la puerta. Una vez allí, gracias al espejo pudo ver donde estaba el hombre que vigilaba la puerta. Melissa dejó el espejo y cogió de nuevo el cojín. Con la mano derecha empuñaba su pistola y con la izquierda sujetaba el cojín. Salió rápidamente por la puerta y disparó al hombre antes de que este la viera. El cojín amortiguó el ruido del disparo, hizo las veces de silenciador. El hombre calló fulminando al suelo. Melissa guardó la pistola a la espalda y se acercó al cadáver. La mujer le quitó la riñonera que portaba en la que había varios cuchillos y cargadores, y además cogió también la pistola que tenía en la mano, ahora sin vida.
—Ahora no creo que esta pistola te haga mucha falta —habló Melissa dirigiéndose al muerto.
Melissa decidió que ahora era el momento de terminar con los otros cuatro hombres. No fue tarea difícil, ninguno cubría sus espaldas ya que pensaban que nadie vendría desde aquel franco. Fue un trabajo rápido y sencillo. La mujer decidió ver como le iba a Roberto y ayudarle en caso de que lo necesitara.
—Vaya, vaya. Así que eres bueno disparando —oyó decir a Ramón.
Melissa decidió acercarse sigilosamente a la habitación desde donde venía la conversación sin que ninguno se diera cuenta de que ella se aproximaba.
—¿Quienes son todos estos que han venido a mi casa? ¡Contesta! —gritó ahora Ramón.
—No lo sé —contestó escuetamente Roberto.
—Tira tu arma y dale una patada en mi dirección.
Melissa oyó como Roberto hacía lo que le pedía el anfitrión de la casa.
—Yo no soy su enemigo, Ramón —dijo Roberto ya desarmado.
—Con que no, ¿eh? Me has mentido desde el principio. ¿Por qué no habrías de estar haciéndolo ahora también? Tú no eres un simple periodista. ¿Quién eres en realidad? —insistió el anciano.
—No creo que sea el mejor momento para tener este tipo de conversación. Debemos irnos. Seguramente este sea el primer equipo, vendrán otros y pronto si no reciben noticias de estos.
—No tengo nada más que perder. ¡Mi mujer acaba de morir! —gritó Ramón angustiado.
Melissa oyó como el hombre sollozaba a causa de la traumática muerte de su esposa. Ya se encontraba en el umbral de la puerta. Ninguno de los dos hombres de la habitación sabían que ella se encontraba allí. Mientras esperaba para actuar, comprobó como Roberto había hecho su parte del trabajo, los otros seis hombres también estaban muertos.
—¿No vas a responderme, capullo? —insistió el anciano—. ¿Quién narices sois en realidad?
En ese momento, Melissa entró en escena y encañonó al hombre por detrás.
—¡Suelte su pistola, Ramón! —le ordenó ella—. Nuestra intención no es hacerle ningún daño. Ahora la que da las ordenes aquí, soy yo.
Roberto aprovechó el momento de desconcierto del hombre para desarmarlo pero antes de conseguirlo, Ramón disparó.
—¡Ah! —gritó Roberto mientras se llevaba su mano izquierda a su costado que comenzaba a sangrar.
—Se acabaron las contemplaciones con usted —dijo Melissa dándole un golpe seco al hombre en la espalda que hizo que cayera de bruces al suelo. Melissa si consiguió en esta ocasión desarmarlo. Ya en el suelo la mujer lo interrogó—. Sabemos que investigó el accidente del hermano del actual presidente. ¿Dónde tiene los informes del caso?
—No sé de qué me estás hablando —contestó Ramón.
—Sabemos que se llevó toda su investigación antes de jubilarse. —Mintió Melissa a modo de farol—. ¿Dónde la tiene escondida? ¿Está aquí? —El hombre no la contestó—. No sé lo volveré a preguntar —agregó asegurando su dedo en el gatillo de la pistola que empuñaba—. ¿Dónde tiene esos informes? —gritó la mujer mientras acercaba el cañón de su pistola a la nuca del hombre.
—En una estantería de mi despacho —cedió finalmente el hombre.
—Roberto, ve yendo al coche. Hay una bolsa en el asiento trasero con un pequeño botiquín. —Roberto le hizo caso y abandonó la habitación—. Muy bien, ahora no haga ninguna tontería y entrégueme esos malditos documentos —dijo sin dejar de apuntarle con la pistola—. Levántese despacio y no intente jugármela. No dudaré en disparar si me provoca de algún modo.
El hombre se levantó lentamente como le indicó la mujer y comenzó a salir de la habitación con Melissa pisándole los talones sin dejar de apuntarlo con su arma. El hombre la llevó a su despacho y se dirigió a una de sus estanterías. Cogió un libro lo abrió y de el sacó una pequeña carpeta que Ramón le tendió.
—Esto es todo lo que conseguí proteger de la investigación de aquel fatal accidente. ¿Por qué tienen tanto interés en ese accidente?
—Muy bien —contestó la mujer cogiendo la carpeta—. ¿Ahora que quiere hacer?¿Venir con nosotros o quedarse aquí?
—Irme con vosotros. Si tu amigo tiene razón, yo solo no podré con otra ola de asaltantes como esta.
—Pues venga. Al coche.
Melissa dejó de apuntarlo con su arma. Antes de volver al coche, volvió al salón en busca de su blog de notas, el bolígrafo y la grabadora que había traído. Cuando llegó al coche, Roberto estaba en el asiento trasero del coche y Ramón en el de copiloto esperando a que llegara ella.
—Muy bien, perfecto. Parece que ya están aquí los refuerzos. No tenemos más remedio que escapar a través del bosque —dijo Melissa al ver los faros de los coches que se acercaban.
La mujer arrancó el motor del todoterreno pero no encendió las luces. Condujo a través del bosque solo guiándose con la poca luz que les brindaba la luna que había aquella noche en el cielo. Cuando por fin llegaron a la carretera nacional y se incorporaron al tráfico, el semblante rígido de la mujer se relajó un poco.
—¿Te encuentras bien, Roberto? —preguntó Melissa a su compañero.
—Me he encontrado en situaciones mejores. La bala todavía la tengo dentro, pero está alojada en un sitio que no atañe mayor gravedad. Me recuperaré. — Roberto la sonrió para tranquilizarla. Ella al verlo por el retrovisor se quedó más tranquila.
—¿Quienes narices sois vosotros dos? —preguntó nuevamente Ramón.
—Los que te acaban de salvar la vida —contestó Melissa.
—No sé para que os habéis molestado. Lo he perdido todo: mi mujer, mi casa, mi vida... A estas alturas no tengo fuerzas para empezar de nuevo.
—Esos hombres eran profesionales. Debes tener un enemigo muy poderoso, solo ellos consiguen contratar a hombres de ese estilo —intervino Roberto desde el asiento trasero del vehículo.
—Que yo sepa, no tengo ninguno. Llevo años jubilado y apartado del mundo. No tengo enemigos, que yo sepa. Pero eso no responde la pregunta que os he hecho.
—No somos periodistas, a estas horas ya te habrás dado cuenta —contestó Melissa riéndose—. La verdad es que veníamos buscando información sobre el accidente que sufrió el hermano de Sergio, el actual presidente del gobierno. Pero bueno, a estas alturas, también te habrás dado cuenta de eso.
—Jóvenes, no saben donde se están metiendo. Esa investigación me costó mi puesto de trabajo y ahora mi mujer. Ese caso hizo y hace que pierda todo lo que más quiero. No cometan mis mismos errores. Háganme caso, olvídense de ese accidente mientras puedan, todavía están a tiempo.
—En su opinión, ¿cree que ese accidente fue normal y corriente? —le preguntó Melissa
El hombre sopesó su contestación antes de responder.
—Sinceramente no —sentenció el anciano tajante—. Un simple accidente no cuesta el trabajo a uno de los investigadores principales de la policia de Ximar sin previo aviso. Fue provocado, pero no sé por quien. La persona que lo hizo fue pulcra en su trabajo. Lo podrán comprobar ustedes mismo con los informes que contiene esa carpeta.
—Usted conoce bien el caso —Melissa quería sacarle la máxima información posible a aquel hombre.
—Como la palma de mi mano. Me hizo pasar muchas noches en vela. La información de esos papeles me la conozco de memoria. Llegarán al mismo lugar que yo, a un callejón sin salida.
—La niña que viajaba en aquel coche. ¿Se encontró su cuerpo? —Melissa pensaba en cual podría ser el paradero de aquella niña desde que escuchó a Francisco hablar de ella en la fiesta del equinoccio de otoño con Sergio.
—No se encontró el cuerpo de ninguno de los ocupantes de aquel vehículo. Cuando el coche se precipitó al vacío dio varias vueltas de campana hasta que finalmente paró en el fondo del valle. A los pocos minutos, según la investigación inicial, el coche estalló en llamas. Al parecer, se alcanzaron grandes temperaturas en su interior, por lo que los cuerpos se convirtieron en cenizas. Entonces la investigación forense era mucho más rudimentaria que ahora y no se hicieron las pruebas periciales pertinentes para comprobar si los restos de aquella familia se encontraban entre las cenizas que en aquel lugar se hallaron. Ya en aquella época existía en la universidad de Kols, un profesor que investigaba genética, él probablemente habría podido esclarecer esa laguna del caso. Pero mi superior creyó que era una estupidez gastar dinero en esas excentricidades. Según él nadie podía sobrevivir a aquel accidente y los restos de aquella familia solo podían estar allí.
—¿Y usted que cree?
Melissa vio por el retrovisor como Roberto se subía la camiseta, desinfectaba su piel y con unas pinzas sacaba la bala que le había disparado Ramón. A continuación, cauterizó la herida, cosió y tapó su piel con un apósito. Viéndole trabajar así parecía que aquello era algo que pasaba en su vida continuamente.
—He visto caer a gente desde un sexto piso y sobrevivir. —Ramón la devolvió al presente.
—La niña, ¿tenía alguna marca o cicatriz que la distinguiera?
—Mmmmm —él sopesó la respuesta antes de responder—. Ahora que lo mencionas... —agregó pensativo— creo que tenía una marca o antojo, llámelo como quiera.
—¿Una marca? ¿Dónde? —se interesó Melissa.
—Según me relató por aquel entonces su abuelo. La niña, Alicia, creo que se llamaba, tenía una marca de nacimiento en la nuca, justo donde comienza el nacimiento del pelo —señaló el hombre sobre su propio cuerpo—. Según la describió aquel hombre tenía forma de fresa. Al parecer Sofía, la madre de la niña, tuvo durante el embarazo antojo de fresas. Señorita. —Ramón llamó la atención de la mujer.
—Dígame —le respondió ella.
—¿Serías tan amable de dejarme por aquí? —contestó el anciano mirando a través de la ventanilla del coche.
—Aquí, ¿en medio de la nada? ¿Está seguro?
—Sí. Cerca de aquí hay varias cabañas de pastores que ahora son utilizadas, la mayor parte, por cazadores. Me quedaré en una de ellas, no te preocupes.
—Como quiera.
Melissa disminuyó de velocidad y estacionó en el arcén de la carretera. Ramón salió del vehículo pero antes de cerrar la puerta volvió a meter su cuerpo en el coche.
—Jóvenes. Déjenme darles un último consejo. No sigan investigando ese caso. Si saben lo que les conviene, será mejor que lo dejen ahora. Cuanto más al fondo se metan en él, más peligro correrán. Aprendan de mí, no lo pierdan todo como me ha ocurrido a mi. —El hombre cerró la puerta y sin más preámbulos comenzó a internarse en el campo.
Melissa abrió la ventanilla del copiloto.
—Ramón. —El hombre al escuchar su nombre se volvió—. Cójalas —le dijo lanzándole una de las armas de los asaltantes junto a un cargador—. Al menos con ella tendrá una oportunidad para defenderse.
—Gracias —contestó el hombre cogiendo el arma y el cargador en el aire—. Piensen en lo que les he comentado. Escapen de esto mientras puedan.
El hombre se internó en el campo. Melissa, por su parte, volvió a incorporarse a la carretera nacional por la que estaba conduciendo dirección Ximar. Era hora de regresar a la ciudad.
Melissa condujo la vuelta a Ximar del tirón, cuatro horas sin hacer ninguna paradas. El viaje fue igual de silencioso que había sido la ida.
—Bueno, ya hemos llegado —informó Melissa a Roberto mientras apagaba el motor del todoterreno.
Roberto salió del coche antes que ella.
—¿Estás bien? —le preguntó Roberto al salir del coche—. No has hablado en todo el viaje y eso es bastante rato en ti teniendo en cuenta lo acontecido.
Melissa se apoyó en el coche al lado de Roberto.
—No, no estoy bien. Esta última semana ha sido horrible. Deseo que todo esto termine cuanto antes. No se durante cuanto tiempo más podré soportar este caos en mi vida.
—¿Estás segura que es solo por eso? —Roberto la tocó el hombro de forma tranquilizadora.
—Hemos encontrado a Alicia —dijo Melissa mirándolo a los ojos y cambiando de tema radicalmente.
–¿Cómo que hemos encontrado a Alicia? Para ello, tendré que meter un montón de datos en la base de...
—No hace falta hacer nada de eso —le cortó ella.
La mujer se dio la vuelta, cogió su pelo y levantó su melena dejando libre su nuca. Justo en el nacimiento de su pelo se encontraba una marca de nacimiento en forma de fresa.
—No puede ser, Melissa —dijo asombrado Roberto—. ¿Tú eres Alicia?
—Eso parece, Roberto. Ahora todo cobra sentido. Llevo años sufriendo pesadillas. Pesadillas que tienen que ver con un accidente de coche. Accidente donde al parecer perdí a mis padres y en el que yo misma podría haber muerto. Roberto, no pararé hasta que los verdaderos culpables de la muerte de mis padres paguen por ello y por suerte, ya sé quienes son.
—Si necesitas mi ayuda, aquí me tienes —le dijo Roberto mientras la estrechaba entre sus brazos.
—Gracias, Roberto. Necesitaré toda la ayuda posible —Melissa le devolvió el abrazo—. ¿Puede ponérseme la vida más patas arriba esta semana?
—Tranquila. Conseguiremos arreglarlo todo. Será una tarea complicada, pero no imposible para nosotros.
—Gracias por tu apoyo —le contestó ella apartándose un poco del abrazo de Roberto para mirarlo directamente a los ojos—. Tu ayuda significa mucho para mí. Ahora debo irme, ya es tarde y estoy agotada.
—Si quieres puedes quedarte. Para mí no es ningún inconveniente. Después de lo que has descubierto hoy será duro para tí pasar este trance sola.
—Podré superarlo. —Melissa se dirigió a su coche, pero por el camino Roberto la interceptó cogiéndola de la mano.
—Puedes confiar en mí, lo sabes. —Tiró de ella acercándola a su cuerpo—. Siempre estaré a tu lado, Melissa, siempre. —Tiró más de ella y la besó apasionadamente. Melissa se retiró lo más rápido que pudo al notar el contacto de los labios de Roberto sobre los suyos.
—Lo siento, Roberto. Pero no puedo volver a esto. Por Dios, estás saliendo con Tania y yo no hace ni dos semana que me separé de Germán. Me prometí a mi misma no comenzar nunca una relación engañando por el camino a nadie de forma premeditada. No voy a romper mi promesa tan pronto, ni siquiera por ti. Lo siento, Roberto. —Melissa se apartó de él.
—Melissa, yo te quiero a ti, no a Tania. Lo sabes bien. Si estoy con ella es por que no puedo estar contigo. Pero ahora, ya no hay ningún obstáculo que nos separe. Intentémoslo.
—No voy a participar en la ruptura del corazón de Tania. Tania es una buena mujer. No le voy a hacer esta faena. Compréndeme.
—Tania sabía desde el principio que tú y yo teníamos una química especial. Sabía dónde se metía y que esto podía ocurrir en cualquier momento.
—Una cosa es tener química y otra cosa es escudarse en eso para traicionar deliberadamente a una persona que no se lo merece.
—Melissa, por favor. No te vayas así. En otro momento probablemente no hubieras reaccionado así. He sido un estúpido al hacer esto en esta situación.
—Solo espero que después de esto no pierda tu amistad y sobre todo tu apoyo. —Melissa le sonrió sin que la sonrisa llegara a sus ojos.
—Eso nunca lo perderás, Mel. Siempre estaré a tu lado, siempre.
—Cuida esa herida, Roberto.
Melissa se fue a coger su coche, se subió a él, arrancó el motor y se dirigió a su casa. Había sido un día agotador y necesitaba descansar.
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