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Capítulo 7.


Cecilia, ya en su camerino, decidió retocar su maquillaje con manos que, aunque firmes, ocultaban el desasosiego de su corazón. En su interior, sus latidos eran un eco tembloroso, reminiscencia de un coqueteo que había olvidado ser atrayente y no una colección de palabras vacías que tantos otros le habían lanzado sin éxito.


Mientras retocaba su reflejo en el espejo, sus pensamientos vagaban como hojas llevadas por el viento, encontrando cobijo en los eventos recientes. La imagen de Alejandro, el hombre que había osado coquetear con ella, se delineaba con claridad en su mente, despertando una admiración secreta por su audacia.

"¿Qué habrás querido con todo eso?".

Murmuró en un susurro que apenas rompió el silencio. La tarjeta que él le había deslizado entre los dedos parecía aún palpitar con la intensidad de ese encuentro, abandonada sobre la madera de su tocador.

A pesar de todo, su mente volvía insistentemente a Francisco. Su relación, aunque desmoronada, aún persistía como un vestigio del pasado. Extrañaba al joven que había conocido, pero el coraje de poner fin a esa historia siempre le había sido esquivo, especialmente bajo la presión familiar que insistía en su idoneidad mutua. Francisco, imponente policía, había capturado la admiración de sus padres, pero el tiempo había convertido esa inocente unión en un dolor constante para Cecilia.

Sabía bien que Alejandro deseaba algo más íntimo, un deseo oculto tras sus palabras. Sus ojos, profundos y azulinos, habían hablado un lenguaje que iba más allá de las palabras que sus labios soltaron, un lenguaje que Cecilia comprendía pero se negaba a aceptar. La atención de aquel hombre había reavivado en ella una nostalgia por el cuidado que Francisco solía darle, y se sentía culpable por las muchas mentiras, especialmente por ocultarle su vida actual. Sin embargo, decidió ignorar las intenciones del sujeto, aunque su descaro la había hecho ruborizar.

El recuerdo del toque de Alejandro sobre su piel desnuda la hizo estremecer. Había algo en su mirada, en la forma en que sus dedos rozaron los suyos, que despertaba en ella una pasión latente. "¿Será que extraño la atención que Francisco me daba?" pensó mientras un suspiro escapaba de sus labios. Extrañaba la atención que Francisco solía darle, y se sentía culpable por ocultarle su nueva vida. Sin embargo, decidió ignorar las intenciones de Alejandro, aunque su descaro la había hecho ruborizar.

Era tan solo un simple un cliente más del club, alguien que, en circunstancias normales, no debería haber dejado una huella tan profunda. Pero su educación, su respeto, su forma de tratarla como algo más que una simple bailarina, habían hecho que Cecilia se tambaleara. En ese momento, la duda se coló en su corazón.

El descaro de Alejandro había despertado en Cecilia una mezcla de emociones que la confundían.

Por un lado, sentía una atracción innegable hacia él, una chispa que había encendido una llama en su interior. Por otro lado, se sentía culpable por permitir que esos sentimientos afloraran, sabiendo que su corazón aún estaba atado a Francisco.

"¿Por qué me afecta tanto?".


Pensó mientras un suspiro escapaba de sus labios. Extrañaba la atención que Francisco solía darle, y se sentía culpable por ocultarle su nueva vida. Sin embargo, decidió ignorar las intenciones de Alejandro, aunque su descaro la había hecho ruborizar.

Francisco, su pareja, siempre había sido atento y cariñoso, pero con el tiempo, la rutina y la familiaridad habían erosionado la pasión inicial. Ahora, la atención educada de Alejandro había encendido una chispa que creía perdida. Cecilia se preguntaba si realmente conocía el amor que compartía con Francisco, o si simplemente se aferraba a una comodidad que ya no la llenaba.

Mientras repasaba el tacto del hombre en su mente, se dio cuenta de que no era solo el contacto físico lo que la había conmovido, sino la manera en que él había escuchado cada palabra que decía, la forma en que había sonreído genuinamente ante sus ocurrencias. Era una conexión más profunda, una que la hacía cuestionar la autenticidad de sus sentimientos hacia Francisco.

La incertidumbre crecía dentro de ella, enredándose con sus emociones.

¿Era justo comparar a Alejandro, un extraño prácticamente perfecto en una noche, con Francisco, su compañero de vida con todos sus defectos y virtudes? ¿Era posible que una simple atención masculina le hiciera replantear toda su relación?

Cecilia suspiró y cerró los ojos. Sabía que debía tener cuidado con sus pensamientos y emociones. La vida que llevaba ya era lo suficientemente complicada sin añadirle más dilemas sentimentales. Pero una cosa era clara: aquella noche había despertado algo en ella, algo que no podía ignorar.

Con la música y las risas del cabaret de fondo, abrió los ojos y se miró en el espejo una vez más. Era hora de enfrentar sus sentimientos y averiguar qué significaban realmente. Porque, aunque Alejandro era solo un cliente, su toque había dejado una marca indeleble en su alma.

Cecilia apagó su cigarrillo en el cenicero de cristal, observando cómo el humo se disipaba lentamente en el aire. La música del cabaret la envolvía una vez más mientras se preparaba para regresar a su rutina. Cada noche seguía un patrón familiar, pero esta vez, una sensación de satisfacción se apoderaba de ella. Había recolectado dos mil quinientos dólares en propinas, una cifra récord que eclipsaba cualquier jornada anterior. "Un día más, una noche más," se dijo a sí misma, alzando el mentón con determinación.

Mientras caminaba hacia la salida, el eco de sus pasos resonaba suavemente en los pasillos del club. Con la llegada del crepúsculo, cerraba su jornada, dejando todo listo para el siguiente espectáculo. A pesar de los admiradores que a menudo sobrepasaban los límites del decoro, esa noche había transcurrido sin incidentes. Envuelta en su abrigo, salió al aire fresco de la madrugada, con la mente serena y el corazón contento por la generosa recompensa.

Antes de subirse a su motocicleta, decidió encender un último cigarrillo. El amanecer se acercaba, trayendo consigo los primeros rayos de luz. Aún le quedaban unas horas de oscuridad para disfrutar de un sueño reparador. Sin embargo, no podía negar que a veces las actividades que realizaba consumían su vida de manera considerable. Saboreando el amargor del tabaco, Cecilia observó el cielo nocturno, donde un par de estrellas se asomaban entre las luces de la ciudad que ocultaban las constelaciones.

De repente, su celular comenzó a sonar. Francisco, una vez más, hacía aparición en escena. Cecilia no estaba de humor para contestar. Ya no sentía la misma chispa de antes y anhelaba ser libre. Tenía tantas cosas en la cabeza que, a veces, el simple hecho de pensar en su relación la atormentaba. Irónicamente, estudiaba la mente humana, pero no podía lidiar ni con la suya. Aunque quisiera solucionar los problemas de sus pacientes, el más importante no tenía cura.

A veces creía que estar sola sería mejor; otras veces pensaba en los años que le había dedicado a Francisco y en los deseos de sus padres. Aún esperaban con ansias su regreso para casarla con el yerno perfecto que tenían en mente. Aunque Cecilia fuese más liberal en ese aspecto, sabía que cumplir con el deseo de sus padres era lo menos que podía hacer.

Decidida, Cecilia no miró atrás. Siguió su camino como todos los días, como todas las noches. Una vez en la calidez de su apartamento, lo único que anhelaba era una ducha caliente y el abrazo de su cama. Pero antes, una luz parpadeante en su celular captó su atención: mensajes y llamadas de Francisco inundaban la pantalla sin cesar. Su novio se estaba convirtiendo en una molestia constante.

Deseaba desconectar, alejarse de las tensiones que la atormentaban. Dejó el celular a un lado, se concedió el placer de un último cigarrillo y, con una profunda inhalación, se sumió en un estado de serenidad. Se permitió un momento para sí misma, encendió la calefacción y comenzó a deslizar prenda por prenda, quedando en una sutil braga de encaje negro.

Con el cigarrillo aún encendido, emprendió camino hacia el baño, anhelando una ducha cálida. Un vino tinto la aguardaba en la cocina, recitando viejos versos de tristeza y agonía que antes había entonado en soledad. Su compañera, una copa de vidrio; su amante, las sábanas blancas que cubrían su cama; el único calor en las noches frías, una cobija borgoña acolchonada. Encontraba compañía en las pequeñas cosas que la soledad le brindaba.

En la ducha, tarareaba canciones italianas, desahogando la amargura que había acumulado en su pecho. Las gotas cálidas de agua caían sobre su piel, mientras el vapor la ocultaba de cualquier mirada intrusa. Se relajaba en las múltiples sensaciones, supliendo así el calor de un abrazo. Una vez lista, envolviendo sus curvas con una toalla color hueso, se dirigió a su último destino. Tomó a su fiel compañera en la cocina, la botella de vino a medio beber y una copa de cristal lustrada, y se encaminó hacia su habitación.

El amanecer del sábado trajo consigo una calma inusual para Cecilia. Después de una noche extenuante, su cuerpo anhelaba descansar y su mente necesitaba desconectarse de las tensiones cotidianas. Despertó a media mañana, envuelta en las sábanas blancas de su cama, sintiendo una extraña mezcla de serenidad y gratitud. Ese día se habia convertido en un santuario de descanso. Su teléfono, ahora apagado, no interrumpiría su paz. Necesitaba recuperarse para la próxima noche de trabajo, que prometía ser igual de extenuante.

El día transcurrió en un letargo reparador. Cecilia descansó más de lo que jamás había imaginado, recuperando energías gastadas durante toda la semana. Aún quedaba la tarde para disfrutar, y su rutina comenzaría nuevamente esa noche.

Se permitió unos momentos para disfrutar del silencio, el único ruido era el suave murmullo de la ciudad a lo lejos. Con una perezosa sonrisa, se levantó y se dirigió a la cocina. Una taza de café recién hecho llenó el aire con su aroma, despertando sus sentidos. Mientras tomaba pequeños sorbos, miró por la ventana, observando cómo los primeros rayos del sol iluminaban la ciudad.

Después de un desayuno ligero, decidió salir a dar un paseo. Abrazada por la brisa fresca, caminó sin rumbo fijo, disfrutando de la tranquilidad de las calles. El bullicio de la noche anterior parecía un lejano recuerdo mientras se sumergía en sus pensamientos. Recuerdos de su vida en Italia, el rostro de Francisco y la incertidumbre sobre su futuro se entrelazaban en su mente.

Al mediodía, encontró un pequeño parque donde decidió sentarse en un banco. Observó a las personas que pasaban, cada una con su propia historia, y se sintió parte de un cuadro en constante movimiento. Cerró los ojos por un momento, permitiéndose disfrutar de la paz que la rodeaba.

Aun asi, y en plena soledad, no dejaba de envidiar a las parejas jóvenes que pasaban por allí. En patines, paseando a sus mascotas y otras con niños corriendo a su alrededor. Sin dudas, aquello era una estampa hermosa, pero que bañaba a su corazón de cierta tristeza.

No quería quedarse más tiempo admirando algo que sentía que nunca pasaría para ella. A veces asumía que las cosas serían para ella, simple soledad acompañada de vicios como hasta ese momento. Suponiendo que terminaría su relación, la ubica visión propia de su vida era esa, pues ya ni sentía ganas de volver a intentar un romance con nadie más. No porque Francisco tuviese un lugar importante en su corazón, más allá de que fueron años los que quedaron atrás. Sino que, el solo hecho de volver a empezar le generaba un fuerte rechazo a Cecilia.

Solo quería adoptar un gato, y ser feliz por cuenta propia.

De regreso a su apartamento, Cecilia decidió dedicar el resto del día a sí misma. Se concedió el lujo de un largo baño de espuma, dejando que el agua caliente relajara sus músculos. Sumergida en el vapor, tarareó canciones italianas que le recordaban su hogar.

Luego, se acomodó en el sofá con un libro entre las manos, perdiéndose en las páginas de "La Soledad de los Números Primos" de Paolo Giordano. La historia de Mattia y Alice, dos almas marcadas por la soledad y las heridas del pasado, resonaba profundamente en ella. A medida que leía, se sumergía en la melancolía y el dolor de los personajes, encontrando en sus vidas reflejos de sus propias luchas y emociones. La narrativa poética y emotiva de Giordano la transportaba, brindándole un refugio temporal en el que podía perderse y, al mismo tiempo, encontrar consuelo. Las horas pasaron sin prisa, y la tarde se transformó en una fuente de tranquilidad y reflexión.

Antes de que la noche cayera, preparó una cena sencilla pero deliciosa, acompañada de una copa de vino tinto. Mientras disfrutaba de cada bocado, pensó en lo que el futuro le depararía. Sabía que, aunque la vida en el cabaret era agotadora, también le brindaba momentos de satisfacción y crecimiento personal.

Con la llegada del crepúsculo, Cecilia se preparó para regresar al club nocturno. Se vistió con esmero, eligiendo un atuendo que resaltara su elegancia y confianza. Mirándose en el espejo, se dio cuenta de que, a pesar de las dudas y los desafíos, estaba lista para enfrentar una nueva noche.

Y así, con una mezcla de determinación y esperanza, Cecilia salió de su apartamento, lista para sumergirse nuevamente en la rutina de cabaret.

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