Capítulo 5.
Ahora se encontraba en un paraje desolado, un lugar donde la luz parecía temer adentrarse. Los árboles retorcidos se alzaban como espectros, sus ramas desnudas arañando un cielo plomizo. El silencio era absoluto, roto solo por el crujir de las hojas secas bajo sus pies. A medida que avanzaba, una niebla espesa comenzaba a envolverla, limitando su visión a unos pocos metros.
De repente, una sensación de ser observada la invadió. Levantó la vista y, entre la bruma, vio aquella mirada de un azul intenso que flotaban, aparentemente sin un cuerpo fijo que los sostuviera, como si fueran estelas de estrellas caídas. No había rostros, solo esos ojos penetrantes que la seguían con una intensidad inquietante. Cada paso que daba era monitoreado, cada movimiento, registrado con cuidado.
El corazón de Cecilia latía con fuerza, su respiración se tornaba pesada. Intentaba correr, pero sus piernas no respondían con la misma urgencia que su mente. Los ojos la rodeaban, acercándose cada vez más, hasta que pudo sentir la fría presencia de algo que no era de este mundo.
La atmósfera se cargó de electricidad, y un zumbido comenzó a llenar el aire, una vibración que resonaba con los latidos de su corazón. Cecilia quería gritar, pero su voz se perdía en el vacío del lugar. La sensación de desesperación crecía, y con ella, la certeza de que no había escapatoria.
Justo cuando pensaba que sería consumida por la oscuridad, una luz tenue apareció a lo lejos. Con un último esfuerzo, se dirigió hacia ella, solo para despertar en su cama, bañada en sudor y con el eco de aquellos ojos azules aún grabados en su memoria.
Cecilia se despertó sobresaltada por el insistente sonido de su celular. Con la mente aún nublada por el sueño, levantó la mitad de su cuerpo, apoyándose en sus brazos, y trató de calmar su respiración agitada.
Movida por la curiosidad, Cecilia sabía que debía investigar más sobre estas visiones nocturnas. Nada en su mente le resultaba misterioso, pero había algo perturbador que necesitaba comprender y confrontar.
Se percató de la pantalla encendida de su celular. Al ver las decenas de llamadas perdidas de Francisco, sintió una mezcla de confusión y molestia. La llamada entrante rompió el silencio de nuevo, volviéndola un instante a su realidad, con pesar en sus acciones, atendió.
— ¿Sí?. — Su voz era un susurro áspero al apenas haber despertado. Su garganta estaba seca, su lengua rasposa y sus labios ligeramente cuarteados ante la deshidratación leve producto de su siesta.
— ¡Por fin contestas!. — La voz de Francisco era un torrente de frustración.
— Me quedé dormida. — Murmuró, frotándose los ojos, intentando recuperar la compostura.
—¿No tenías que trabajar?. — Su tono era severo, casi acusatorio.
— Me dieron la tarde libre. — Respondió, finalmente sentándose.
— Entiendo. — Replicó él, su voz ahora teñida de frialdad. — Lo que no entiendo es como lo aceptaste, siendo que siempre me has dicho que detestas tomarte tus días libres y te la pasas trabajando en ese santuario desquiciado.
La voz severa que recriminaba tal cosa, le había hecho eco en su cabeza. Cómo si alguien le estuviera dando fuertes martillazos en las sienes, logrando que su mente comenzara a agobiarse poco a poco llegando a dolerle.
— ¿Qué sucede, Fran?. — Preguntó, desconcertada por su actitud.
Estaba preocupado. No respondiste a mis mensajes. Pensé que algo malo te había pasado en ese maldito hospital. - Admitió, su voz suavizándose ligeramente, hasta nombrar el lugar donde Cecilia trabajaba.
No era sorpresa que él detestara ese lugar, tampoco lo ocultaba. Siempre que tenía un momento para hacerle saber lo disgustado que estaba, él se lo haría saber.
Cecilia suspiró, cansada de la constante tensión. A veces solo dejaba que él hable, ya no sé molestaba en discutirle las cosas.
- Quizás no quiero responder a peleas y amarguras. - Dijo con firmeza. - Voy a colgar. Tengo que salir y quiero ducharme antes de hacerlo.
- ¿Salir?. - La intrusión en su tono era palpable. - ¿No era que no tenías tiempo?. Ahora qué, ¿Me vas a decir que necesitamos un tiempo?. - La inseguridad de Francisco se tornaba cada vez más evidente.
Ella no pudo soportarlo más. Cortó la llamada y silenció su celular, dejándolo a un lado. No sé despidió, no iba estar soportando las intromisiones de él, tampoco quería dar datos de su vida sintiéndolo realmente innecesario.
Sin dar demasiadas vueltas, se levantó decidida a seguir adelante con su noche.
La ducha había sido un intento de Cecilia por lavar no solo el cansancio del día sino también la amargura que la llamada de Francisco había dejado impregnada en su piel. El vapor se elevaba alrededor de ella, llevándose consigo fragmentos de su frustración, pero no todo el peso de sus palabras podía ser tan fácilmente disipado.
La música, que normalmente era un refugio, ahora parecía luchar por sobreponerse al zumbido persistente de la discusión en su cabeza. Aún así, se dejó envolver por la rutina, permitiendo que la familiaridad de la melodía y el agua caliente suavizaran los bordes afilados de su inquietud.
Vestirse fue como armarse para la batalla, cada prenda era una pieza de su armadura contra el frío penetrante de la noche y el eco de la discordia. Los jeans ajustados, las botas firmes, la camiseta de tirantes con escote pronunciado y la chaqueta de cuero oscuro eran su declaración de independencia, una afirmación de su identidad más allá de las expectativas de su novio.
Antes de partir, Cecilia rebusco entre sus bolsillos una pequeña cajetilla que contenía la muerte en forma de cilindros. Al encender el cigarrillo, ella buscó en el humo una liberación temporal, una nube en la que podía esconderse y respirar, aunque solo fuera por un momento. Con cada inhalación, intentaba extraer la calma del caos, y con cada exhalación, expulsar la tensión que se aferraba a su pecho.
La noche la recibió no como una amiga, sino como un desafío. El frío era un recordatorio de la realidad, pero también de la libertad que venía con ella. Su corazón, al ritmo de la ciudad, latía con una promesa de nuevas posibilidades, un recordatorio de que, a pesar de todo, seguía adelante.
Mientras se alejaba en su motocicleta, las luces de la ciudad parpadeaban como faros de esperanza. Dejaba atrás no solo las sombras de sus pesadillas sino también la opresión de una relación que amenazaba con consumirla. Con cada kilómetro, se sentía más ligera, más ella misma, preparándose para sumergirse en el misticismo de su segundo trabajo, un lugar donde podía ser quien realmente era, sin máscaras ni restricciones.
Esa noche, la brisa era suave y el cielo estaba despejado, salpicado de estrellas que parpadeaban como faros distantes. No era una noche fría como solía ser; más bien, había un calor inusual que envolvía la ciudad, haciendo que el viaje de Cecilia a su segundo trabajo fuera más agradable de lo habitual.
Cecilia amaba la tranquilidad de la noche, el zumbido suave de su motocicleta, las luces de la ciudad que se deslizaban como ríos de neón y el viento que acariciaba su rostro, llevándose consigo las preocupaciones del día. A pesar de que el destino final no era un lugar fácil para ella, donde a veces sentía que el aire se volvía denso y el pánico amenazaba con asfixiarla, esos momentos en la carretera eran un respiro, una tregua temporal.
Había algo en la rutina que era reconfortante, pero también había una lucha interna que la consumía: un peso en el pecho, una mezcla de culpa y ansiedad que no podía nombrar, pero que estaba siempre presente, como una sombra siguiéndola.
Su celular vibraba constantemente en el bolsillo de su chaqueta, pero ella había decidido ignorarlo. Estaba convencida de que nada bueno podía surgir de esas llamadas y mensajes, así que, por una noche, eligió el silencio.
Al llegar, estacionó su motocicleta y se adentró en el antro. Era un lugar moderno, con un escenario prominente al fondo, rodeado de luces y una pantalla gigante que proyectaba imágenes vibrantes. Los caños de pole dance brillaban bajo los reflectores, y las mesas y sillas se distribuían estratégicamente alrededor de una pista de baile central. La barra de tragos era un hervidero de actividad, con mozas y bailarinas moviéndose entre los clientes. Más allá, se extendía la zona VIP, un espacio reservado para aquellos dispuestos a pagar por la exclusividad de una compañía privada. Aunque apenas eran las ocho y media y la clientela aún era escasa, Cecilia sabía que pronto el lugar se llenaría.
Como bailarina nocturna, su presencia era magnética. Su figura, enmarcada por sus raíces italianas, atraía miradas y susurros, convirtiéndola en el centro de atención. En la penumbra del antro, con las luces danzando en tonos de azul y rojo, Cecilia se convertía en la estrella indiscutible. Las propinas generosas y las ofertas para llevarla lejos del lugar eran frecuentes, pero nadie tenía la fortuna de conseguirlo; el dueño sabía muy bien el valor de su atracción principal y no estaba dispuesto a negociarla por poco. Entre sus compañeras, la envidia era palpable.
Todas intentaban destacar, pero pocas lograban captar siquiera la mitad de las miradas que Cecilia atraía con solo desfilar hacia el escenario, donde su brillo era indiscutible.
Cecilia había llegado a su vestidor, un espacio íntimo donde se preparaba para transformarse en la estrella de la noche. Mientras abría su casillero, la puerta se abrió sin previo aviso. Era Andrew, que entraba como si el lugar le perteneciera, una costumbre que Cecilia toleraba con resignación.
El reflejo de la joven bailarina en el espejo capturaba más que su imagen; era un eco de sus pensamientos, un santuario de calma antes de la tormenta de aplausos. Estaba sumida en la contemplación de su reflejo, ajustando un mechón rebelde de cabello, cuando la puerta del camerino se abrió con un golpe sordo. No hubo un aviso, ningún sonido premonitorio de pasos, solo la repentina aparición de la estampa de un hombre en el umbral.
Cecilia dio un pequeño salto, su corazón latiendo con fuerza por la sorpresa.
- ¡Andrew!. - Exclamó la joven, su voz era un híbrido de asombro y reproche. - ¿Acaso no conoces la cortesía de tocar?.
Andrew, con una sonrisa arrogante, se apoya en el marco de la puerta.
- Lindura, cuando eres el jefe, las reglas normales no siempre aplican. Además, ¿No deberías estar agradecida de que vengo personalmente a ver cómo estás?. - Continúo Andrew, siendo arrogante y egoísta con su postura.
Ella se giró para enfrentarlo, su expresión era un lienzo de emociones encontradas.
- Eso no te da derecho a irrumpir en mi espacio personal. - Dijo, intentando mantener la compostura. Se vuelve a girar, ocultando su irritación mientras busca en su armario. - La gratitud es para aquellos que muestran respeto, algo que claramente te falta.
- Mi querida niña, cuando tienes la responsabilidad de todo un club sobre tus hombros, aprendes a tomar ciertas... libertades. - Andrew se encogió de hombros, su sonrisa no disminuía.
Cecilia suspiró, su reflejo en el espejo ahora compartía su frustración.
- La responsabilidad no debería ser una excusa para la falta de respeto. - Replicó, su tono firme pero controlado.
- Vamos, no seas así. Solo estoy aquí para asegurarme de que todo esté listo para la gran presentación. Sabes cuánto significa para la compañía. - Dió un paso adelante, su tono se suavizo un poco.
Cecilia se vuelve, sosteniendo un vestido decorado con encajes y con un escote que daba muy poco a la imaginación. Intentando ignorar lo que su jefe le decía, se colocó nuevamente frente a su espejo y observaba con detalle como quedaría ese atuendo en ella.
- La presentación será impecable, como siempre. No necesito un vigilante que ande trae mis pasos, si tan preocupado estás entonces no soy la mujer que necesitas sobre el escenario. - Su voz era firme, pero sus manos tiemblan ligeramente al ajustar el vestido. No le tenía miedo a su jefe, todo lo contrario. Pero no podía evitar sentir cierto nerviosismo ante el abrupto que había ocasionado al entrar.
Andrew se acercó a Cecilia, su mirada se detenía un instante más de lo necesario en la curva de su cuello, sin un apise de recato en ella, mientras la joven sostiene el vestuario sobre su pecho. Ella intentaba ignorarlo, pero lo cierto era que Andrew desprendía un aire algo sofocante cuando se le acercaba.
- Cada vez que te veo prepararte, no puedo evitar maravillarme. - Dijo con un tono suave y un brillo travieso en sus ojos. - Eres la visión de la perfección, Cecilia.
- Gracias, Andrew, pero prefiero que mi trabajo hable por sí mismo. - Respondió con firmeza, mercando claramente sus límites. Ella mantiene su compostura, su seriedad es una barrera invisible pero palpable.
Él sonríe, inclinándose un poco más hacia ella, su voz baja casi un susurro, golpea sin pena en la oreja de la joven, dejando impregnado su aliento mentolado en la tersa piel de Cecilia.
- Y vaya que habla... pero no solo tu talento es lo que capta la atención. - Su coqueteo se tornaba evidente, consciente de la línea que no debe cruzar, él prefería jugar con el fuego y su poder.
Cecilia le devuelve la mirada, imperturbable. Pero por dentro podía sentir como su sistema nervioso quería colapsar. Era mucho tiempo el que había pasado sin quien alguien le hablara de esa forma, y aunque ella demostrará ser fuertes por fuera e inquebrantable en sus decisiones, por dentro ella era un humano de carne que necesitaba aliviar muchos pesares. Con fortaleza, la joven solo suelta palabras frías tratando de marcar su distancia.
- Entonces asegúrate de que sea el talento lo que sigas admirando, y no mí maldito culo. - Dijo, antes de girarse para continuar con sus preparativos.
- Siempre lo hago. - Aseguró el hombre, dejando un claro indicio de su respuesta. Atiborro el aire de las promesas de una admiración que, aunque teñida de coqueteo, no olvida el respeto que ella se ha ganado.
Andrew con su sonrisa persistente y los gestos de alguien que no se es por vencido, gira hasta darle la espalda a la italiana, mientras se aleja. La derrota era evidente, Cecilia no era como las demás bailarinas que podían dar su brazo a torcer, no. Ella no tenía la necesidad de pelear por un mejor puesto o hacerle favores especiales a su jefe para obtener más dinero. La joven mujer sabía lo que representaba, lo que valía y con eso siempre en mente jamás podría llegar a ella de la misma forma que tantas veces antes lo había hecho con el séquito de mujeres al que él les había roto el corazón.
Andrew se encaminó hasta la puerta, decidido a dejarla a solas. Después de todo, le estaba robando tiempo que era primordial para ella. Pero no se iba a ir sin darle un último vistazo a la dueña de los reflectores. Se detiene en el umbral del camerino, su mirada se posa nuevamente en Cecilia con una mezcla de admiración y un atisbo de deseo apenas disimulado.
- ¿Necesitas algo más?. - Preguntó Cecilia, lanzando una mirada por sobre el hombro a Andrew.
- No, Cecilia. Que sea otra noche de triunfos. - Dijo el hombre, antes de desaparecer tras la puerta, su voz lleva un eco de alguien que quería ser escuchado con la delicadeza de sus deseos.
Con un gesto de capitulación, Andrew se retira finalmente, dejando que Cecilia se prepare para la noche. El silencio del camerino se rompe por el sonido de sus accesorios y el suave roce de las telas. A pesar de la tensión, hay un aire ¡e expectativa, una promesa de triunfo en el aire. La bailarina sabía que, a pesar de los obstáculos, la noche sería un éxito. Ella siempre se aseguraba de eso.
- Siempre tiene que ser tan... tan él. - Murmuró para sí misma. Con un suspiro, Cecilia se sienta frente al espejo, su reflejo estaba mostrando una mezcla de frustración y concentración. Comenzando a prepararse para la presentación.
Cecilia se envolvía en la esencia de la noche, había terminado de aplicar el último toque de brillo a su atuendo y el delineador final a sus ojos, la imagen en el espejo reflejaba la perfección que había cultivado con meticulosa dedicación. La espera se desvanecía en un susurro de segundos, cada tic-tac del reloj la acercaba más a su santuario de luces y sombras. Con la llama de su cigarrillo danzando al compás de su tranquilidad, no había espacio para la inquietud en su ser. Cuatro meses habían pasado, y aquel escenario se había convertido en una extensión de su propia esencia.
La confianza que portaba era su escudo, una fortaleza impenetrable que desarmaba cualquier atisbo de arrogancia en su presencia. Quienes intentaban desafiarla, encontraban en su mirada un abismo que devolvía su osadía reducida a nada. Era esa inquebrantable firmeza lo que a Andrew le fascinaba observar; Cecilia, inmutable ante la marea de desafíos, permanecía grandiosa e invicta. con un atuendo que es un canto a la pasión y al misterio. Cada prenda es una caricia, un susurro de seda y sombra que habla de deseos ocultos y promesas veladas. Su gusto por la sobriedad en el vestir era una declaración de su esencia.
El conjunto Borgoña es el corazón de su vestimenta, un abrazo de encaje y terciopelo que se adhiere a su piel como una segunda naturaleza. El sujetador, bordado con hilos de deseo, sostiene y realza, un altar para la admiración que suscita. La braga, un poema escrito en curvas, se ciñe a su cintura y caderas, delineando la silueta de una diosa terrenal.
Los tacones negros son las torres desde las que domina su reino, cada paso es un decreto, cada giro una proclamación de su soberanía. El sonido de sus tacones contra el suelo es un tambor que marca el ritmo de los corazones que la observan.
La bata de seda es el preludio de su revelación, un velo de misterio que flota a su alrededor, susurrando secretos al oído de la noche. Al caer, desvela la promesa de su figura, un espectáculo que se graba en la memoria de quienes la contemplan.
El maquillaje que portaba, como pintura de guerra de una dispuesta a dar de si todo era conformado por unos ojos, enmarcados en sombras ahumadas, haciendo hincapié en un par de ventanas a un alma ardiente, portales a un mundo donde la pasión rige. Los labios, suaves y plenos, son el lienzo de un artista, pintados con la precisión de quien conoce el poder de una sonrisa o de un beso.
Cecilia, en su atuendo, es la encarnación de la pasión. Cada detalle es un verso en el poema de su actuación, cada prenda se convertía en una nota en la sinfonía de su presencia. Ella no solo se viste; ella se transforma, se convierte en la musa de la noche, la reina del deseo, la portadora de sueños y fantasías.
Ella conocía bien el aura de aquel lugar, un crisol de deseos ocultos y miradas que devoraban sin disimulo. Por fortuna, su camino había estado libre de incidentes graves, y las pocas experiencias amargas que rozaron su vida se disolvieron sin dejar rastro, como si estuviera envuelta en un velo protector. No obstante, la tensión de sentirse el centro de atención, con cada paso y giro bajo la lupa de una audiencia exigente, era una carga palpable que pesaba sobre sus hombros.
En un instante de calma, se permitió un respiro, cerrando los ojos por un momento para luego enfocarse en la transformación que la noche exigía.
Al marcar el reloj a las nueve y cuarenta, un suspiro se escapó de sus labios mientras saboreaba un sorbo de agua cristalina, el líquido refrescante preparando su paladar para la noche. Una vez lista para emprender su camino, decidió realzar aún más la fragancia limpia que desprendía por naturaleza, impregnando su figura con el aroma a fuego y pasión. Las gotas de perfume chocaban ferozmente sobre ella, haciendo que la fragancia se posara en la piel tersa de su cuello y escote, como si de un velo invisible de promesas y secretos la cubriera.
El pasillo hasta el salón era un desfile de envidia y admiración. Sus compañeras, cada una un reflejo de diferentes facetas de la belleza, entraban y salían de sus santuarios personales. Aunque cada una brillaba con luz propia, no podían evitar que sus ojos se posaran en Cecilia, con un destello de deseo por la gracia que ella poseía sin esfuerzo.
Cecilia se ocultaba tras la cortina de terciopelo del escenario, su silueta apenas perceptible en la penumbra. La expectación del público crecía; ella era la estrella de la noche, la luz que pronto deslumbraría la oscura y colosal sala con su arte.
La sala se sumía en un silencio expectante, los focos se atenuaban y un único haz de luz se posaba sobre el escenario, iluminando el brillo metálico del poste que se erguía como un faro en la penumbra. Cecilia emergía de entre las sombras, su figura envuelta en un halo de misterio y promesa.
Con la primera nota de una melodía lenta y envolvente, sus movimientos comenzaban a fluir con la música, cada gesto era un susurro de seducción. La tela de su vestuario acariciaba su piel al ritmo de su danza, reflejando destellos de luz como estrellas fugaces en la noche.
El poste, frío y rígido, se convertía en su cómplice, en el amante inmóvil que sostenía cada uno de sus giros y ascensos. Cecilia lo abrazaba con la confianza de quien conoce cada centímetro de su ser, sus piernas se enroscaban alrededor de él en una danza de fuerza y gracia, desafiando la gravedad con la elegancia de un cisne en vuelo.
Los espectadores, cautivados, seguían cada movimiento de Cecilia como si fuera el único latido en un mundo detenido. Ella, en su esfera de luz, se entregaba al baile con una pasión que trascendía el escenario, que convertía cada giro y cada extensión en una declaración de libertad y belleza.
La atmósfera en el exclusivo club era eléctrica, cargada de expectación y deseo. En un reservado, dos figuras destacaban entre la multitud:
Aquél hombre, de unos 38 años, tiene una presencia que no pasa desapercibida. Su altura, de más de seis pies, se complementa con una postura que denota confianza y autoridad. Su cabello castaño oscuro, cortado en un estilo moderno pero profesional, enmarca un rostro de rasgos marcados y una mandíbula fuerte que sugiere determinación. Sus ojos, de un marrón profundo, reflejan una mente siempre en movimiento, analizando y calculando. La sonrisa de Alejandro es cautivadora, revelando una hilera de dientes perfectamente alineados que iluminan su expresión cuando habla de su trabajo: era la fuerza detrás de una de las firmas de abogados más influyentes, especializada en derecho internacional.
Ramiro, por otro lado, con su cuarentena bien puesta, a su edad no había mermado su carisma ni su atractivo. Su cabello negro, ligeramente salpicado de canas en las sienes, le da un aire distinguido que se suma a su encanto. Con su complexión atlética y cuidada, Ricardo lleva su éxito con la misma facilidad con la que lleva sus trajes a medida: con elegancia natural y un toque de sofisticación. Sus ojos azules son penetrantes, capaces de desarmar a cualquiera con una sola mirada, y su sonrisa es la de un hombre que ha visto el mundo y aún así se maravilla con sus sorpresas. Él, por su parte, con su elegancia innata y una sonrisa que revelaba una confianza inquebrantable, era conocido en el mundo empresarial no por la inteligencia artificial, sino como el pionero en energías renovables, liderando una empresa que había revolucionado la forma en que el mundo ve y utiliza la energía sostenible.
Ambos hombres eran la imagen de la belleza masculina, no solo por su apariencia física, sino también por la confianza y la inteligencia que exudaban, cualidades que los hacían destacar en cualquier sala llena de gente.
- Es fascinante, ¿No te parece?. Su baile es como una metáfora perfecta del mercado: impredecible, emocionante, peligrosamente hermoso. - Examinó Alejandro, explicando con detalle cada acción de aquella joven sobre el escenario.
- Exactamente. Ella domina el escenario como nosotros dominamos nuestras empresas. Con confianza, con riesgo calculado. - Ramiro levantando su trago en un gesto de acuerdo y llevándola a sus labios, para así luego extraer de ella un sorbo de su Rusty Nail.
La conversación se desvanecía a medida que Cecilia ascendía en su danza, su cuerpo un lienzo de expresión y deseo. Los dos hombres observaban, cada uno perdido en sus pensamientos, pero unidos por la admiración hacia la bailarina.
El aire se cargaba de electricidad de un deseo palpable que emanaba de la danza de Cecilia, una danza que hablaba de anhelos secretos y de la eterna búsqueda de la perfección. Era un espectáculo de poder y vulnerabilidad, de control y abandono, donde cada caída era un acto de confianza y cada ascenso, una conquista.
Con la música alcanzado casi por completo su clímax, Cecilia se elevaba una última vez, su cuerpo suspendido en un momento eterno de triunfo y éxtasis. El aplauso estallaba como una ola rompiendo contra la orilla, pero para ella, en ese instante suspendido, solo existía la música, el baile y el calor de la pasión que ardía en su interior.
- Hay algo en su presencia... Es magnético. Te atrae sin pedir permiso, como una buena inversión. - Comentó el hombre más joven de los dos, sin despegar su vista de aquél show. Parecía nunca haber visto tal belleza con anterioridad.
- Y al igual que en los negocios, cuando ves una oportunidad así, no puedes dejarla pasar. - Contestó el mayor, enseñando una sonrisa astuta.
Los ojos de Cecilia se encontraban con los de ellos por un instante, un silencioso reconocimiento de la tensión que llenaba el aire. Era un juego de miradas, un intercambio de energía que trascendía las palabras.
- Mírala, es como si le hiciera el amor a ese caño, como si el aire que desprende al respirar se volviera una llamarada de fuego ardiente y brillante. - Señaló Alejandro, con su mirada que reflejaba el candor de aquel baile.
- Está noche será inolvidable, querido amigo. - Respondió Ramiro, con una sonrisa cómplice enmarcada en sus labios. - Como todas las noches en las que se cierran grandes tratos. Pero esta... tiene un sabor especial.
Con el final del baile, los aplausos y gritos obscenos acompañados de silbidos resonaban en el club, y los dos hombres se miraban, sabiendo que la pasión que habían presenciado era un eco de su propia lucha por el éxito.
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