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Capítulo 10.

Los días pasaban, y muchos de los pacientes dejaban excelentes referencias a la doctora Scheper sobre la amabilidad de Cecilia. La doctora no dudaba en hacerle saber a Cecilia que había sido una de sus mejores decisiones traerla a trabajar con ella, pues le había facilitado enormemente su labor, algo por lo que estaba profundamente agradecida. Cecilia no tenía nada que reprochar; se sentía más calmada, menos estresada, y tenía tiempo suficiente para estudiar y reflexionar con calma sobre el trabajo del que había hablado su director.

Durante esas semanas, el clima había sido casi un fastidio. El frío se había intensificado y las épocas de lluvia se intercalaban con el clima helado, creando un ambiente poco acogedor. A pesar de ello, Cecilia mantenía su ánimo en alto, encontrando refugio en la calidez del consultorio y en las interacciones con los pacientes.

Era la tarde del miércoles, y habían pasado casi tres semanas desde que la joven había comenzado su labor allí. No había nada que exigir, todo era como un sueño para ella. Cada día en el consultorio era una mezcla de aprendizaje y dedicación. Como recepcionista, Cecilia se ocupaba de recibir a los pacientes con una sonrisa, organizando las citas y asegurándose de que todos se sintieran bienvenidos y atendidos.

Además de sus tareas como recepcionista, Cecilia aprovechaba cada momento libre para estudiar junto a la doctora Scheper los casos de los pacientes que la visitaban. La doctora, con su vasta experiencia y conocimiento, se convirtió en una mentora invaluable para Cecilia. Juntas analizaban historiales médicos, discutían diagnósticos y elaboraban planes de tratamiento. Scheper le enseñaba a observar más allá de los síntomas, a entender las historias y emociones detrás de cada paciente.

Cecilia encontraba fascinante cada nuevo caso que llegaba al consultorio. Aprendía sobre diferentes trastornos y tratamientos, ampliando su comprensión y habilidades en el campo de la psicología. La doctora la guiaba pacientemente, respondiendo a sus preguntas y compartiendo anécdotas de su vasta carrera. A menudo, pasaban horas revisando los expedientes y discutiendo los mejores enfoques para cada situación, haciendo que el tiempo volara.

A pesar de las largas horas y el clima inclemente, Cecilia se sentía agradecida por la oportunidad de aprender y crecer en un ambiente tan enriquecedor. La rutina diaria se había convertido en una fuente constante de motivación y satisfacción. El consultorio, con su atmósfera acogedora y la presencia tranquilizadora de la doctora Scheper, se había convertido en un segundo hogar para Cecilia.

Cada tarde, después de atender a los pacientes, se sentaban juntas a revisar los casos del día. La doctora Scheper compartía sus conocimientos con una pasión contagiosa, y Cecilia absorbía cada lección con entusiasmo. Sentía que estaba construyendo una base sólida para su futura carrera, y cada día le acercaba un poco más a sus objetivos profesionales.

La relación entre Cecilia y la doctora se fortalecía con el tiempo, basándose en el respeto mutuo y una colaboración efectiva. Scheper valoraba la dedicación y el potencial de Cecilia, y esta última admiraba la sabiduría y la experiencia de su mentora. Juntas, formaban un equipo formidable, comprometido con la mejor atención posible para sus pacientes.

Así, a pesar del frío y la lluvia, Cecilia encontraba calor y sentido en su trabajo diario. Sabía que estaba en el lugar correcto, haciendo lo que amaba, y ese pensamiento la llenaba de una profunda satisfacción. Los retos que enfrentaba no eran más que escalones hacia su crecimiento personal y profesional, y cada día en el consultorio era una oportunidad para aprender, mejorar y hacer una diferencia en la vida de los demás.

Ese día no había sido la diferencia a los anteriores. Sin dudas, trabajar allí no era para nada parecido a las jornadas en la sala del hospital. Todo parecía set más tranquilo, exageradamente más tranquilo.

Ciertamente, Cecilia sentía que algo le faltaba allí. Más allá de que todo era perfecto, la adrenalina que amaba sentir no podía ser comparada con la paz de ese santuario.

— Cariño. — Exclamó la doctora saliendo de su consultorio. — Ya hemos terminado por hoy. — Sonrió mientras se acercaba a la joven.

Ese día habían terminado más temprano de lo esperado, algunos pacientes habían reprogramado sus citas debido a que el clima se tornó lluvioso por la tarde.

Eran las seis y cuarenta. Luego de terminar su jornada, solo quedaba regresar a su departamento.

De repente, se escuchó un ruido, golpes apresurados desde la puerta de ingreso. Parecía alguien insistiendo en entrar. El timbre también se hizo presente. La doctora observó confundida a la joven. Cecilia le devolvió la misma mirada a ella. Ambas se sorprendieron, no esperaban a nadie.

Cecilia se limitó a encender las cámaras y el micrófono que daban a la entrada por cuestiones de seguridad.

Allí se vio una figura masculina, la doctora rápidamente lo reconoció.

— Robbie. — Exclamó sorprendida la doctora.

Su mirada se encontraba expectante. Hacía tiempo que no veía a Robbie. Tenerlo frente a ella le parecía algo inexplicable, una aparición salida de sus recuerdos más profundos. En sus ojos se reflejaba la sorpresa y el desconcierto, mientras su rostro mostraba una mezcla de emociones intensas. Era como si viera un viejo fantasma frente a ella, un espectro que traía consigo una tormenta de sentimientos olvidados.

La doctora Scheper empalideció al momento de visualizarlo, quedándose casi muda, como si el aire hubiera abandonado sus pulmones de repente. Sus manos, normalmente firmes y seguras, temblaron ligeramente mientras intentaba procesar lo que sus ojos veían. En su mente, los recuerdos comenzaron a agolparse, cada uno luchando por salir a la superficie, pero ella los mantuvo a raya, tratando de mantener la compostura.

Verlo allí podría significar un sin fin de cosas.

— Siento mucho no haber podido llamarla, doctora. — Dijo aquél hombre, con voz ronca y profunda. — Pero necesito hablar con usted.

Las palabras del hombre habían sacado de la sorpresa a la anciana. Respondiendo con un abrir y cerrar de ojos repentino.

— Claro, ven. Pasa, pasa. — Exclamó Scheper, insistiendo. — Cecilia, cariño, trae por favor una toalla para Robbie. — Le pidió,

Cecilia parecía fuera de su realidad, completamente absorta en la visión del hombre que se encontraba frente a ella, empapado por la tormenta que azotaba el lugar. Robbie, inmóvil junto a la doctora, presentaba una estampa imponente bajo el diluvio.

La lluvia caía en cortinas pesadas, cada gota resonando como un tambor en la atmósfera tensa. El cielo, oscuro y amenazante, servía como telón de fondo para la figura de Robbie, cuya presencia dominaba la escena. Su cabellera negra, empapada, goteaba incesantemente, trazando caminos de agua a través de su rostro. Las gotas resbalaban por su frente, siguiendo el contorno de sus pómulos y bajando hasta perderse en el cuello de su chaqueta empapada. Era como si el mismo cielo llorara sobre él, destacando aún más su figura trágica y misteriosa.

Era un hombre de altura monumental, podía verse en detalle junto a lo pequeña que se veía la doctora a su lado. Su porte fornido, la musculatura visible incluso bajo la ropa mojada, hablaba de una fuerza contenida y de una vida acostumbrada a la lucha y al esfuerzo. Cada movimiento de su cuerpo, cada paso en el suelo mojado de la recepción, dejaba una huella profunda, tanto en el piso como en la memoria de quienes lo observaban.

Su respiración era levemente agitada, como si cada inhalación y exhalación estuvieran cargadas de un peso invisible. Su pecho subía y bajaba con un ritmo pesado, acompañando el latir de su corazón en una sinfonía de esfuerzo y resistencia. La tormenta no solo caía sobre su cuerpo, sino que parecía resonar dentro de él, amplificando cada emoción.

Sus ojos, de un azul intenso, brillaban con una emoción difícil de identificar en ese momento. Eran como dos cristales que reflejaban el mundo a su alrededor, pero también contenían un universo de experiencias y sentimientos. La frialdad de su mirada, contrastada por el fuego de lo inexpresable, capturaba a Cecilia en un trance del cual no podía, ni quería, escapar. Era como si esos ojos fueran ventanas a un alma rota, y la tormenta que caía a su alrededor no hiciera más que acentuar el drama de su existencia.

Cecilia, en la recepción, observaba en silencio. Sus pensamientos eran un torbellino de sensaciones, atrapados entre la lógica y la emoción. El porte de Robbie, su figura poderosa empapada por la lluvia, la transportaban a un escenario de novela, donde cada detalle se grababa en su mente con una precisión dolorosa. Podía sentir la mezcla de pánico y fascinación que él le provocaba, un remolino que desafiaba su entendimiento y despertaba sus sentidos.

El contraste entre la furia de la tormenta y la quietud de Robbie era casi irreal. Las gotas de lluvia caían sin piedad sobre él, pero su postura no flaqueaba. Era como un roble en medio del vendaval, inmóvil y resistente, aunque cargado de cicatrices invisibles. Las sombras proyectadas por la luz tenue del anochecer acentuaban los rasgos de su rostro, creando un cuadro que Cecilia sabía que nunca olvidaría.

Cada gota que caía de su cabello negro parecía llevar consigo un fragmento de la historia de aquél hombre. Su presencia, aunque mojada y agitada, emanaba una autoridad silenciosa que exigía respeto y despertaba curiosidad. Su firmeza y sionismo a la hora de expresar emociones, los labios apretados en una línea fina, y los músculos tensos bajo la chaqueta empapada componían un retrato de alguien que llevaba el peso del mundo sobre sus hombros.

La doctora Scheper, a su lado, apenas hablaba, como si comprendiera que el momento pertenecía enteramente a Robbie y a la tormenta que lo rodeaba. El sonido de la lluvia y el viento, el resplandor ocasional de un rayo en la distancia, añadían una capa de dramatismo a la escena, convirtiéndola en algo salido de un relato épico.

Cecilia, sin atreverse a moverse, absorbía cada detalle, sintiendo cómo la imagen de Robbie se grababa en su memoria. Su altura monumental, su porte fornido, la respiración agitada y esos ojos azulados llenos de una emoción indescifrable. Era como si el universo entero conspirara para hacer de ese instante algo eterno y significativo.

— ¿Cecilia?. — Preguntó la doctora, notando que la joven no respondía a su pedido.

— Sí, sí. — Contestó Cecilia, saliendo de su trance. Se levantó de su lugar y corrió a buscar una toalla.

Mientras se dirigía al despacho, la mente de Cecilia viajaba a mil por hora. Su corazón latía rápido, como si estuviera a punto de explotar. Había algo en ese hombre que la intrigaba, que la cautivaba de una manera que no podía explicar. La energía que emanaba de él, incluso en su estado alterado, la mantenía hipnotizada.

Al llegar a la cocina, sus manos temblaban ligeramente mientras preparaba una taza de café para el hombre y un té para la doctora. Su mente vagaba entre la confusión y la curiosidad. ¿Quién era realmente este hombre? ¿Por qué la afectaba tanto su presencia? Se sentía como si estuviera caminando en un sueño, uno del que no quería despertar.

Cecilia regresó hacia la puerta de la oficina, sus pasos más lentos ahora, como si intentara ganar tiempo para calmar su agitación interna. No pudo evitar escuchar un poco de la conversación. Su sentido profesional le decía que debía respetar la privacidad, pero su corazón la impulsaba a saber más. La conversación se había tornado un poco violenta. El hombre hablaba en voz alta, y casi no se le entendía lo que decía, ya que cambiaba de idioma y acento al hablar tan eufóricamente, lo que dificultaba escuchar con claridad.

Lo único que logró entender fue la voz de la doctora mencionando un nombre nuevo: **Mikhail**. Ese nombre resonó en su mente, agregando una pieza más al rompecabezas. Sentía una mezcla de frustración y deseo de entender. Decidió tocar la puerta para que le permitieran ingresar.

— Pasa, Cecilia. — Exclamó la doctora. La joven tomó el picaporte como pudo e ingresó.

Al entrar, la visión del hombre de pie, respirando agitadamente, claramente alterado, la golpeó como una ola. Su figura, aunque inquieta, mantenía una extraña majestuosidad. Cecilia lo observó nuevamente, embobada por su presencia. Lo primero que notó fue su mirada apagada, que hablaba de una tristeza profunda que nunca antes había visto. Era como si en sus ojos cargara el peso de un dolor inefable, uno que trascendía las palabras.

Su voz ronca, mezclada con ese acento exótico y poco usual, denotaba una pesadez en su alma que se hacía evidente a cada sílaba. Cada vez que hablaba, parecía que sus palabras estaban cargadas de una gravedad que las hacía más difíciles de pronunciar. Esta combinación de elementos, lejos de ser romántica, despertaba en Cecilia una curiosidad intensa. Había algo en Robbie que hacía que ella sintiera que lo había visto en otra parte, quizás en un sueño o en una vida pasada. Era una atracción inexplicable, una necesidad imperiosa de descubrir quién era ese hombre y qué historia ocultaba detrás de su mirada triste y su voz cargada de pesares.

— Lo siento por interrumpir. Les he traído algo caliente para ambos. — Sonrió levemente Cecilia, acercando la charola con las tazas al escritorio. Tomó la toalla que tenía colgada en su brazo y se acercó al hombre.

— Gracias, querida. — Exclamó la doctora al verla allí, sacando a Cecilia de su trance.

Mientras se aproximaba, sentía que el espacio a su alrededor se estrechaba, dejándola sola en un mundo con él. Era como si el resto del universo se desvaneciera y solo existieran ellos dos en ese instante. La intensidad de su mirada parecía penetrarla, desnudando sus pensamientos más profundos y dejando al descubierto cada uno de sus secretos más íntimos. Cecilia podía sentir su corazón latir rápidamente, tanto que casi podía escucharlo retumbar en sus oídos. Era una mezcla de pánico con algún otro sentimiento difícil de explicar, una sensación que la mantenía al borde del abismo entre el terror y una extraña fascinación.

Al estar frente a frente, podía notar con mayor asombro la diferencia que había entre ambos. La altura de Robbie era aún más monumental de lo que había percibido a la distancia, haciéndola sentir como un insecto fácil de aplastar bajo su presencia imponente. Pero no era solo su estatura lo que la intimidaba; había una energía, una fuerza latente en su ser que la hacía estremecerse.

Robbie no se detuvo tampoco; su mirada había quedado prendida de la de ella, como si hubiese encontrado algo en los ojos de Cecilia que lo mantenía anclado en ese momento. Su respiración aún seguía agitada, sus ojos ahora parecían inyectados en sangre, producto de la fuerte rabia que sentía en su interior. Las venas de su frente se marcaban con una intensidad que lo hacían ver aún más perturbador, como si estuviera al borde de estallar en cualquier momento. Sin embargo, en medio de su alteración, había algo en él que la inquietaba profundamente.

Su mirada no era solo de ira, sino de un dolor oculto, una tristeza que resonaba en las profundidades de su alma. Cecilia podía sentirlo, y esa percepción la llenaba de una mezcla de miedo y compasión. Era como si, en ese breve encuentro de miradas, hubiera vislumbrado un océano de sufrimiento detrás de esos ojos enrojecidos, una historia de dolor que él llevaba consigo y que nadie más parecía ver.

Cada palabra que Robbie había pronunciado ha Scheper, en su voz ronca y cargada de un acento exótico y poco usual, parecía pesar toneladas. Era como si cada sílaba estuviera cargada de años de experiencias y emociones no expresadas, de una vida que había conocido más penas que alegrías. Cecilia, a pesar del miedo que sentía, no podía evitar una profunda curiosidad por este hombre. Había algo en él, algo en esa tristeza y rabia contenida, que la hacía querer saber más, entender quién era realmente Robbie y qué lo había llevado hasta ese punto.

Saliendo un momento del trance al que se había sumergido nuevamente, Cecilia le entrego la toalla que había traído para Robbie. Aquello había roto ciertamente la distancia que aun quedaba entre ellos.

Robbie la tomó, sin desprender los ojos de ella en ningún momento.

— Gracias. — Se logró escuchar, ahí se encontraba nuevamente ese acento que enmarcaba la "r" de manera profunda.

Cecilia asintió, gentilmente, y sin mediar palabras se dirigió a la puerta para retirarse de la sala.

Era una sensación extraña. Tal vez era su personalidad demasiado fuerte, esa presencia que dominaba la habitación.  Desde una perspectiva más detallada, ahora sin tantos abrigos encima, pudo notar que tenía un estado físico muy trabajado. Sus músculos se marcaban bajo la ropa, cada movimiento parecía calculado y lleno de fuerza contenida. El hombre observaba cada paso que daba la muchacha, sus ojos seguían cada uno de sus movimientos con una intensidad que ella podía sentir desde la distancia. Era como si pudiera oler a lo lejos el miedo que ella sentía ante su presencia, un miedo que se mezclaba con una fascinación difícil de explicar.

— Aquí tiene. — Exclamó la joven, dirigiendo una pequeña mirada hacia él.

Robbie le devolvió la mirada de igual forma, tomando la toalla entre sus manos. Sus ojos se posaron la toalla por un instante, como si fuese extraño el recibir gentilmenteun pedazo de tela. Tragó rasposamente ante el peso de su mirada.

— Se lo agradezco. — Exclamó el hombre, manteniendo aquél acento. Robbie devolvió la mirada a Cecilia, sin demostrar emoción alguna.

Sus ojos parecían desorbitados, llenos de ira, furia y disgusto, pero también había algo más profundo, algo que lo hacía ver roto. Era como si detrás de esa fachada de enojo hubiera una tristeza antigua, un dolor que llevaba consigo desde hacía mucho tiempo.

A Cecilia le costaba reconocer con seguridad el tono del hombre, era un acento denso, con un timbre profundo y arrastrado que parecía resonar en cada rincón de la habitación. Solo se limitó a asentir con la cabeza y dirigirse hacia la puerta, sintiendo el peso de su mirada sobre ella mientras se alejaba.

— Cecilia. — Exclamó la mujer, acomodando unos papeles en su escritorio. — Cariño, si quieres terminar por hoy, puedes irte  — Comentó sonriente.

Cecilia lo pensó por un momento. Aún era un poco temprano para su gusto, y prefería adelantar algunas cosas de la escuela antes de irse. Había algo en la atmósfera de la oficina, algo que la hacía querer quedarse un poco más, quizás para entender mejor lo que estaba ocurriendo.

— Si no le es molestia… — Exclamó la joven, dirigiendo su atención hacia la doctora. — Preferiría tomarme un momento más para terminar unas cosas de la carrera, además la tormenta aún no cesa, así que voy a esperar un poco más a que merme. — Insistió la muchacha.

La doctora asintió y le entregó una sonrisa. Cecilia tenía razón, no podía irse con el clima que estaba haciendo fuera del consultorio. De todas formas, la presencia de la joven tampoco era un problema para la anciana.

— Está bien, tómate el tiempo que necesites, puedes retirarte cuando hayas terminado. — Dijo, volviendo su mirada a las hojas, tomando una lapicera y acomodando sus lentes.

Mientras Cecilia se dirigía al recibidor, no podía dejar de pensar en el hombre. Había algo en él, algo en su presencia y en la tristeza oculta tras su mirada que la llenaba de curiosidad. Su voz, con ese acento tan marcado, parecía llevar consigo historias no contadas, experiencias de vida que ella no podía siquiera imaginar. Quería saber más, quería entender quién era Robbie y qué lo había llevado hasta allí, en ese estado de agitación y desesperación.

Cada detalle de su apariencia, cada gesto y cada palabra estaban grabados en su mente, formando un rompecabezas que Cecilia sentía la necesidad de resolver. Había algo en la tristeza y la furia de Robbie que resonaba profundamente en ella, una conexión inexplicable que la atraía hacia él, como una polilla a la luz. Sabía que debía mantener su profesionalismo y distancia, pero la curiosidad y la empatía que sentía eran demasiado fuertes para ignorarlas.

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