━ Capítulo único
•─────── CAPÍTULO ÚNICO ───────•
LO QUE CALLAN LAS MUJERES
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❝ Los verdaderos monstruos no habitan en los cuentos. ❞
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SUSPIRAS. Tus ojos recorren la desgastada pátina del espejo y examinan con sumo detenimiento tu reflejo. Frunces los labios en una mueca de disgusto. Las oscuras ojeras que surcan la parte superior de tus pómulos, así como la extremada palidez que te lleva acompañando desde que has despertado esta mañana, son una clara evidencia de que has pasado mala noche.
Vuelves a suspirar.
Hoy es el cumpleaños del mayor de tus primos, por lo que esta tarde tus padres y tú habéis quedado con tus tíos para celebrarlo. Como ya es costumbre, tu tía, la hermana mayor de tu progenitor, os ha invitado a una pequeña merienda en su casa.
Un molesto nudo constriñe la boca de tu estómago, haciendo que tu humor empeore. Es evidente que no quieres ir, que no te apetece asistir a esa reunión familiar, pero no te queda más remedio que hacerlo. No tienes ninguna excusa que te permita quedarte en casa, con tus libros, tus series y tus películas.
Te humedeces un poco la cara, a fin de despejarte y hacer que el color regrese a tus mejillas. Por un momento, sopesas la posibilidad de aplicarte un poco de maquillaje para ocultar tu cansancio y malestar, aunque enseguida desechas esa idea. Casi puedes escuchar a tu madre regañándote por no arreglarte para la ocasión, por no ser más coqueta. Según ella, ya tienes edad para empezar a cuidar tu imagen.
La desazón que te mordisquea las entrañas se vuelve más opresiva ante esos turbulentos pensamientos. A veces te gustaría confesarle el motivo por el que siempre procuras pasar desapercibida, la razón por la que no quieres verte atractiva. Pero no puedes.
Te miras una última vez en el espejo y sales del baño a paso ligero. Ya en tu dormitorio, te quitas el pijama y te pones la ropa que previamente has sacado del armario. Subes la cremallera de tus vaqueros y abrochas todos los botones de tu camisa, sin excepción.
Regresas al aseo y te dispones a peinar tu larga —e indomable— melena. Te recoges parcialmente el pelo con un bonito pasador y resoplas cuando el mismo mechón de siempre se libera de su agarre y se desliza serpenteante entre tu ojo derecho y tu nariz. Como colofón final, te pones tus pendientes favoritos y te echas un poco de colonia.
Una vez lista, te encaminas hacia el salón, donde tu padre, que ya está preparado, se encuentra sentado en el sofá viendo la tele. Te dejas caer en la butaca de enfrente, justo antes de recibir una sonrisa cariñosa por su parte. Correspondes al gesto, aunque de una manera un tanto forzada. Tu madre no tarda en ingresar en la estancia, con las botas ya puestas y el bolso colgándole de la mano. Tu padre apaga el televisor y te insta a que te vayas calzando y poniendo el abrigo.
Obedeces.
Cuando quieres darte cuenta ya estáis en el coche, poniendo rumbo a la ciudad. Tus dedos comienzan a tamborilear sobre tus muslos, siguiendo el ritmo de una de las canciones del nuevo álbum de Within Temptation, uno de tus grupos favoritos. Por encima de la música distingues las voces de tus progenitores, aunque no prestas atención a la conversación que están manteniendo. En su lugar, te limitas a contemplar el paisaje que se extiende más allá del cristal de la ventanilla.
El ardor que se ha apoderado de tu estómago continúa ahí, recordándote las pocas ganas que tienes de pasar la tarde en casa de tus tíos. Lo único que te anima y que te ayuda a afrontar esa situación tan desagradable para ti es el hecho de que vas a poder ver a tus primos, con quienes tienes muy buena relación, casi de hermanos.
El resto del viaje en coche lo pasas en silencio, al igual que el trayecto a pie hasta la vivienda en la que reside la hermana mayor de tu padre.
La estancia en el ascensor te agobia, te oprime. Las paredes del cubículo se ciernen sobre ti y te quitan el aire, causándote una terrible sensación de ahogo, de desasosiego. Eres la primera en salir cuando se detiene.
Inspiras por la nariz, tratando de recobrar el aliento, y dejas que tus progenitores tomen la delantera. Os detenéis frente a la puerta y llamáis al timbre, cuyo irritante sonido alancea tus sienes, crispando tus ya alterados nervios. Pese a ello, mantienes la calma. Tus padres no pueden sospechar nada. No deben sospechar nada.
Te obligas a esbozar tu mejor sonrisa cuando ves aparecer al otro lado del umbral a tu tía, que no tarda en invitaros a entrar con un gesto de mano. Tu primo pequeño te recibe con un efusivo abrazo que consigue arrancarte una sonrisa sincera. Le revuelves el cabello con picardía, recibiendo una sonora carcajada por su parte, y centras toda tu atención en su hermano mayor, que también te abraza. Le felicitas y le adviertes de que no se va a librar de unos buenos tirones de orejas, uno por cada año que cumple.
Es entonces cuando el nudo de tu estómago se transforma en una molesta presión en el pecho, la cual te retrotrae a la sensación de asfixia que has experimentado en el ascensor.
Primero escuchas su voz, esa que tantas veces te ha abordado en sueños, en pesadillas. Luego sientes una de sus enormes manos en tu hombro derecho, ocasionando que todos tus músculos se tensen. Y, por último, tras girar sobre tus talones para poder tenerlo cara a cara, lo vislumbras a él. Sus ojos, de un inquietante azul grisáceo, se clavan en los tuyos con intensidad, casi podría decirse que hasta con ferocidad.
Debido a su riguroso escrutinio, tu corazón comienza a latir desbocado bajo tus costillas y un sabor amargo, a hiel, inunda tu boca, forzándote a tragar saliva. Él te saluda, hilvanando esa inocente sonrisa que tan camelados tiene a todos los miembros de tu familia, incluidos tus padres.
No puedes evitar sobrecogerte cuando inclina su rostro hacia ti, acortando la distancia que os separa. Los dos besos que deposita en tus mejillas te repugnan y te hacen sentir sucia, como si no fueras más que una simple marioneta. Y eso solo sirve para que le odies aún más, porque de sobra sabe cómo te sientes. De sobra sabe todo el daño que te está causando, lo mucho que te está destruyendo con ese maldito juego de perversión en el que él es el único que manda. El único que tiene el control.
Recuerdas que no estáis solos, que tus progenitores, tu tía y tus primos también están presentes, de modo que te tragas tu orgullo y le devuelves el saludo, simulando normalidad y templanza. Si hay algo que has aprendido en los últimos años es a fingir y a mentir. Lo prefieres antes que enfrentarte a la cruda realidad, antes que pronunciar en voz alta aquello que te atormenta, que te mortifica, que te hunde... Que te arrastra a la más absoluta oscuridad. Simplemente prefieres huir del problema y hacer como si no existiera, como si nada fuese real. Te callas porque es la única forma que has encontrado de sobrellevarlo. El silencio se ha convertido en tu mejor amigo y aliado.
Tu tía os conduce al salón, donde tomáis asiento. Tú esperas a que él se acomode primero para sentarte en el extremo opuesto, lejos de su aura enfermiza y vomitiva. Tus padres les preguntan a tus primos por sus estudios y tu tía hace lo mismo contigo, interesándose por tus notas.
No sabes cuánto tiempo transcurre hasta que tu primo mayor se levanta y te propone ir a su habitación para estar más tranquilos. Agradeces internamente su intervención, dado que empiezas a sentirte incómoda en el salón. Tu primo pequeño también va con vosotros, por lo que los tres os encerráis en el dormitorio.
Allí tu actitud cambia. Dejas a un lado el retraimiento del que has hecho gala desde que saliste de casa para adoptar una postura más relajada y dicharachera. Conversas con tus primos, gastas bromas con ellos, jugáis un rato a la Nintendo DS y os ponéis a ver vídeos graciosos en el ordenador.
Te encanta estar con ellos. Solo con ellos.
Tu primo mayor va al servicio y tú aprovechas la ocasión para ir a la cocina a por un vaso de agua. Enciendes la luz —puesto que ya ha oscurecido— y, nada más poner un pie en la estancia, un olor bastante suculento se cuela sin previo aviso en tus fosas nasales. De manera inconsciente tus ojos se desvían hacia el horno, que permanece en funcionamiento, calentando una deliciosa pizza de cuatro quesos. En la encimera divisas varios cuencos a rebosar de patatas fritas, embutido, aceitunas y demás cosas para picotear.
Te aproximas a uno de los muebles, donde sabes que tu tía guarda la vajilla, y coges un vaso. Apenas un instante después, te sitúas delante del fregadero y lo llenas de agua.
Das un trago, y luego otro, y otro más...
Oyes unos pasos. El agua se te queda atascada en mitad de la garganta cuando sientes una presencia detrás de ti. Su presencia. Un acuciante ataque de tos hace que te encojas sobre ti misma y que apegues el recipiente de cristal a tu pecho para evitar que se derrame el líquido que queda en él. Su mano no tarda en posarse en tu espalda, dándote pequeños golpecitos para aplacar tu repentino carraspeo.
No funciona.
Su simple contacto hace que te hierva la sangre y que el vello de la cerviz se te erice. Haces el amago de apartarte, de salvaguardar una distancia prudencial con él, pero te lo impide. Sus dedos comienzan a descender con deliberada lentitud por tu columna, acariciando determinadas zonas de tu anatomía que hacen que la bilis te suba por el esófago. Trazan la línea de tu cintura y la curva de tus caderas, deteniéndose a una peligrosa distancia de tu nalga izquierda.
Intentas moverte, alejarte, ponerte fuera de su alcance, pero no puedes. Te quedas paralizada, presa del pánico y la turbación. Cierras la mano que tienes libre en un puño apretado y comprimes la mandíbula con fuerza, haciendo rechinar tus dientes. Tus piernas no paran de temblar, tus pulsaciones se han disparado, tus pulmones arden con cada bocanada de aire y tus ojos permanecen anegados en lágrimas de rabia e impotencia.
Él, por el contrario, disfruta viéndote así. El dominio que tiene sobre ti es lo que le impulsa a seguir teniendo ese comportamiento tan indecoroso contigo, su propia sobrina. No parece arrepentirse por ello, no parece tener remordimientos, no parece sentir ningún tipo de empatía por ti. Y eso es lo que más te enfurece.
Su frialdad y cinismo no conocen límites.
Mientras su mano continúa asentada en tus caderas, tu retorcido subconsciente te hace revivir episodios similares. Por tu mente comienzan a desfilar imágenes en las que ambos sois los protagonistas. Los recuerdos de sus sucias manos palpando ciertas partes de tu cuerpo, zonas que deberían estar prohibidas para él, hacen que el estómago te dé un vuelco. Ni siquiera recuerdas cuándo empezó todo, la primera vez que tuvo ese tipo de acercamientos contigo. Lo único que tienes claro es que comenzaron a producirse siendo tú muy pequeña.
Obviamente, al principio no eras consciente de lo que estaba sucediendo, de lo que te estaba haciendo. No comprendías el significado de sus besos y caricias. Tan solo cuando empezaste a crecer y a madurar te diste cuenta de que aquello no era normal. Fue ahí cuando supiste que ese no era el trato que un tío debía tener con su sobrina. Fue ahí cuando lo empezaste a aborrecer a él... Y a ti también. A ti por no tener el valor suficiente para plantarle cara y exigirle que te dejara en paz, por preferir guardar silencio para que no trascendiera a oídos de tus padres y del resto de tus familiares, por darle la excusa perfecta para seguir arruinándote la vida.
Por ser su víctima y su cómplice al mismo tiempo.
Ese rencor es lo que te brinda el aplomo necesario para reaccionar y apartarte bruscamente de él y de sus asquerosas manos, esas que tantas veces han recorrido tu cuerpo aprovechando momentos en los que no había nadie más cerca.
Aún con el vaso pegado a tu pecho, le fulminas con la mirada, manifestando lo mucho que te repugna su presencia, su cercanía. Él, en cambio, no varía lo más mínimo la expresión de su semblante. Sus iris claros te escudriñan con esa frivolidad que tanto te horroriza y sus labios se curvan en una sonrisa taimada.
Te provoca, quiere hacerte sentir inferior. Su expresión corporal, la calma y el sosiego que expele por cada poro de su piel, te transmite un único y certero mensaje: «no dirás nada». Y ese odio que te corroe, que te desgasta, que te consume, vuelve a golpearte con contundencia. Porque él tiene razón, siempre la tiene. Sabe que no lo contarás, que no tienes las agallas para hacerlo. Es cierto que ha habido momentos en los que te has planteado pedir ayuda, sincerarte con tu madre y compartir con ella esa pesada carga. Pero siempre se han quedado en eso, en fútiles intentos.
Te engañas. Te mientes a ti misma diciendo que lo haces por tu tía y por tus primos, porque no quieres que se queden sin marido y sin padre, pero la realidad es muy diferente. Si no lo has compartido con nadie es por vergüenza y miedo. Vergüenza por haber tenido que experimentar algo semejante, por haberte convertido en la fantasía y el deseo sexual de un demente, y miedo por las posibles represalias que todo esto pueda acarrear de salir a la luz. La sola idea de que no te crean o de que te juzguen y menosprecien te aterra.
Porque una parte de ti te culpabiliza.
Una parte de ti te hace responsable.
Una parte de ti te cree merecedora de este sufrimiento.
La batalla de miradas que estáis librando se ve interrumpida por la aparición de tu tía, que irrumpe en la cocina con aire distraído. Su presencia hace que él sonría como si nada, demostrándote lo buen actor que es y la poca credibilidad que tendrías de atreverte a abrir la boca.
Tu tía, ajena a la situación —y a la clase de monstruo con la que duerme cada noche—, te pregunta si tienes hambre. Tú te limitas a responder un titubeante «no mucha», para finalmente dejar el vaso en el fregadero y salir de allí lo antes posible, con el estómago cerrado y una sensación de pesadez extendiéndose por todo tu cuerpo.
Oyes su voz mientras caminas de regreso al dormitorio de tu primo, cómo ríe ante algo que le ha debido de decir tu tía. Su sangre fría te perturba y te atemoriza.
Le odias a él.
Pero a ti también.
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· INFORMACIÓN ·
— ೖ୭ Fecha de publicación: 17/03/2019
— ೖ୭ Número de palabras: 2492
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· NOTA DE LA AUTORA ·
¡Hola, mis queridos lectores!
Bueno, la verdad es que estoy un poco nerviosa, ya que nunca antes me había atrevido a redactar nada semejante. Empecé a escribir este relato hace unos meses, pero no ha sido hasta hoy que he logrado reunir el valor suficiente para terminarlo. He estado a punto de no publicarlo, dado que es algo muy íntimo, pero, teniendo en cuenta cómo está la sociedad actualmente, creo que no viene mal visibilizar más este tipo de cosas. Porque, tristemente, esto es una realidad. Soy consciente de que es un relato duro, pero espero que sirva para abrir los ojos y crear conciencia.
No he querido meter nombres ni diálogos porque no lo he considerado necesario. Quería centrarme única y exclusivamente en las emociones de la protagonista. Esos sentimientos de culpa y vergüenza son los que hay que erradicar, porque nosotras no somos las responsables de este tipo de agresiones; no buscamos que nos hagan esto. Somos personas, seres humanos. Merecemos respeto.
Y lo más importante: no os calléis, porque el silencio no es una opción. Si sabéis de alguien que esté sufriendo algún tipo de abuso, denunciadlo. Y si sois vosotros quienes lo padecen, pedid ayuda, porque guardando silencio no vais a conseguir nada. Hacedme caso, no hagáis como la protagonista de esta historia. Es algo de lo que se puede (y se debe) salir.
Y eso es todo por el momento.
Un besazo.
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