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Capítulo 51

No todo en la universidad fue oscuro y triste.

No había hecho amigos como tal, pero sí conocía a muchas personas y hablaba de paso con ellas. Hasta que en una de las clases avanzadas la conocí. Ella era preciosa, inteligente, audaz, osada, ocurrente y con un instinto para la medicina que a mí me resultaba familiar, porque lo veía en mí mismo. Entonces estaba ella, con su espectacular cabello rubio, sus ojos color esmeralda, su figura tonificada y sus mejillas siempre cubiertas de un ligero rosa natural. Y allí estaba yo, atravesando los dieciséis años con las hormonas a flor de piel y mi físico flacuchento, la universidad no me dejaba mucho tiempo para ir al gimnasio, eso y que mi madre no me dejaba. Nos hicimos amigos muy rápido, yo quería conocer a la intrépida Alicia y ella quería conocer al chiquillo/adolescente que cursaba materias de quinto año. Tuvimos una conexión indiscutible, nos volvimos inseparables y a pesar de que ella era casi diez años mayor que yo, ese nunca fue un problema.

Estudiábamos juntos, ella iba a mi casa o yo iba a la suya, sus padres me conocían y mis padres la odiaban. O bueno, no la odiaban, pero sospechaban que había algo entre nosotros y la idea de que ella sea mucho mayor no les gustaba. No estaban equivocados, eran mis padres, me conocían, yo nunca me había comportado como un tonto adolescente. Y la verdad era que en toda mi adolescencia, jamás había sido tan adolescente como cuando me enamoré de Alicia. Había pasado por encima mi promesa de nunca escribir una carta de amor, vi como Oliver lo hizo por mi hermana, que era algo que me frustraba un montón. Y vi como Lucca lo hacía por Bea, para él las cosas acabaron bien. Y luego estaba Jeff, que escribía infinidad e infinidad de cartas de amor para Miranda, que nunca le daba, las guardaba en su cajón y juraba que se las daría algún día... Al final si lo hizo, muchos, muchos años después.

Bea se había vuelto mi mejor amiga, me insistió con la idea de que no debía reprimir mis sentimientos, que me arrepentiría y que tal vez ella esperaba un detalle como ese. ¿Pero qué mierda íbamos a saber nosotros con dieciséis años, de lo que una mujer de veinticinco iba a querer? Lo hice. Y no resulto mal. De las cartas pasé a las flores y los chocolates, afortunadamente nunca llegué al punto del peluche gigantesco, yo mismo sabía que eso era demasiado. Pero la amaba, la amaba con locura, soñaba con ella, la tenía de fondo de pantalla en mi celular y tenía un álbum de sus fotos imprevistas o planeadas en mi computadora con el nombre de: »Preciosa«. ¿En qué mierda estaba pensando? En ella, seguramente.

Efectivamente, mi primera vez fue con ella cuando tenía diecisiete años, ella acababa de defender su proyecto de fin de carrera y un beso de felicitaciones llevó a unas caricias de felicitaciones y esas caricias desembocaron en otras cosas que... bueno, para qué contar. La relación se volvió más seria entre nosotros, ella decía, y lo digo de esta manera porque no estoy seguro si lo decía en serio, que yo era el amor de su vida, que jamás había sentido eso que sentía por mí. Y que estaba dispuesta a crecer conmigo en el mundo de la medicina, el mundo que nos había unido y que, irónicamente, nos había separado también. Ella fue a un hospital privado a hacer su internado mientras yo acababa la universidad, fueron tiempos difíciles, ya que no teníamos tiempo de vernos, había días en los que no hablábamos y yo la extrañaba como loco. Los fines de semana tampoco eran factibles porque hacía guardias de horas enteras y aunque podía ver lo que me esperaba, yo no podía pensar en nada más que en su piel, en cuánto la echaba de menos.

Acabé la universidad, ella empezó su residencia y yo el internado. Teníamos menos tiempo aún, pero decidimos plantarnos, ya era mayor de edad, así que ya no nos escondíamos como antes. Si alguien se enteraba de lo nuestro, no era una catástrofe. Hasta que coincidimos en un hospital, sabíamos que ocurriría, pero no sabíamos cómo hacer para que eso no interfiriera en la relación. Alicia se volvió celosa, posesiva, veía cosas que en realidad no pasaban y si pasaban, yo no me enteraba. Decía que las enfermeras me miraban todo el tiempo y que mis compañeras querían acostarse conmigo. Discutimos muchas veces por eso. Yo en cambio no era celoso, sabía que sus compañeros la miraban, sabía que más de uno le decía cosas, pero yo estaba tan estúpidamente convencido de que me quería a mí, que no me importaba. Ella se volvió aún más intensa, le excitaba más el hecho de que tengamos sexo en una habitación de descanso en el hospital, que en su casa vacía o en la mía.

Por supuesto que mis amigos sabían de esa relación, Lucca decía que debía ir con calma, ¿Pero cómo iba a tomar consejos de alguien que actuaba como idiota enamorado? Él y yo estábamos en las mismas. Jeff en cambio, decía que debía dejarlo, que ya me había saltado etapas de mi vida y que jamás iba a poder divertirme si seguía con ella, un poco de razón tenía. Oliver en cambio siempre había sido el amigo que prefería darte su opinión muy por encima. Su novia era Dulce, ya llevaban unos cuantos años juntos y aunque él lucía muy enamorado al principio, no le duró mucho. No era como yo, que seguía igual de idiotizado que los primeros días.

Alicia y yo continuamos como pudimos. Algunos días bien, otros días más o menos, pero estábamos allí. "Luchando". O yo lo estaba haciendo solo. Pero en ese momento estaba convencido de que era cosa de dos, que ambos aún le estábamos echando ganas, que ambos aún estábamos viendo en la misma dirección. Hasta que esa llamada llegó, yo estaba en su servicio y en ocasiones contestaba su celular cuando ella estaba con pacientes y anotaba los recados, esa vez, llamaron para decirle que querían ofrecerle una beca en el extranjero. Cuando se lo dije, ella no pudo de la emoción, me contó que se postuló para esa beca hacía dos meses atrás y que si obtenía respuestas me lo iba a decir. Y me lo estaba diciendo en ese momento, yo nunca le había exigido que me dijera todo sobre ella, me refiero a que, creo firmemente que las personas pueden tener sus propios secretos y no por tener una pareja deben ser completamente transparentes, así que no me molestaba que ella hubiera pedido esa beca en silencio. Lo festejamos, claro que sí. Fuimos a cenar y tuvimos sexo, muchísimo sexo. Y esa pizca de angustia que empezaba a sentir con respecto a nuestra relación, se evaporó cuando ella me pidió que la acompañara, que iniciara la residencia de nuevo, que nos mudáramos juntos como lo habíamos planeado para un futuro tal vez más lejano.

Y como todo el mi vida había ido siempre en cámara rápida.

Y como yo aceptaba todas las oportunidades que me presentaban sin pensarlo con claridad.

Le dije que sí.

Ella debía irse al mes de recibir esa llamada, así que yo no tenía mucho tiempo para hablarlo con mis padres. La reacción que más preocupaba era la de Becky, a ella no le agradaba Alicia y nosotros éramos muy unidos, así que me esperaba un berrinche, un lloriqueo y una cantidad de palabras feas, como mínimo. Se lo conté a mis amigos. Todos dijeron que era una pésima idea, que era como casarme con Alicia. ¿Y qué mierda iba a querer yo casarme con veinte años? Pero claramente no lo veía así en ese momento. Si ella quería casarse, yo me casaba. Si ella quería hijos, tendríamos hijos. Si ella quería irse al otro extremo del planeta, yo iría con ella. Porque así era yo. Así de enamorado estaba. O enfermo. Ya no lo sé.

Faltaban cinco días para irnos, pensaba decírselo a mi familia en la víspera, para evitar momentos incómodos. Esa noche fui a su casa para llevarle una blusa que había olvidado en el cuarto de descanso del hospital donde estuvimos esa mañana. Encontré su auto en marcha y a ella en la puerta con sus valijas. Este es el día en el que no sé cómo describir su expresión. Pensaba irse sin mí. Pensaba abandonarme. Discutimos como nunca lo habíamos hecho, le cité todas y cada una de las cosas que hice por ella y las que estaba dispuesto a hacer. Pero a ella no le importó, con lágrimas en los ojos subió a su auto y me dejó allí en la vereda de su casa, bajo la luz de un alumbrado público preguntándome que había hecho mal. Preguntándome qué iba a hacer con todo ese amor que sentía por ella. Y con todo ese dolor que empezaba a sentir en el cuerpo, porque el dolor de mi alma era tan fuerte, tan intenso, me estaba desquebrajando emocionalmente, que era normal que lo sintiera también en mi cuerpo. Fui a casa de Oliver y me quedé allí llorando toda la madrugada como un verdadero adolescente. Él solo estuvo conmigo, habló poco y yo estaba agradecido por eso, no necesitaba reproches ni de él ni de nadie. Me ausenté en el hospital por toda una semana diciendo que estaba resfriado, pero la gente no era estúpida. Cuando volví al hospital la semana siguiente me veían tan mal por fuera, como me sentía por dentro. Tenía unas bolsas negras bajo los ojos, mi voz se volvió rasposa y hasta me había encorvado. El poco tiempo libre que tenía lo usaba para beber o dormir. No quería ver a mis amigos, no quería estar con mi hermana. Habían pasado cinco meses desde que ella se fue y no había mandado un solo mensaje, no había llamado. Y yo toqué fondo, una noche de viernes salí a beber, insistí en que no quería la compañía de nadie, pero Oliver, Lucca y Jeff insistieron de igual manera en ir conmigo. A las tres de la mañana un edificio de departamentos se incendió y yo no tardé en recibir un montón de llamadas de mi jefe y mensajes de mis compañeros, yo no estaba en servicio, pero me necesitaban y mi jefe era el pediatra más odioso de todo el hospital, lo que me hacía estar más enojado con Alicia, porque yo era feliz en su servicio, los niños la amaban, yo la amaba. Y nos había dejado a todos a la deriva, con el imbécil de Gerónimo.

Oliver me aconsejó que no fuera, que les dijera que había bebido. Pero ahí estaba yo, casi borracho, con ganas de llorar, poniéndome mi bata y haciendo como que no estaba destruido por dentro, como los escombros de ese departamento. Así de mal estaba yo. Pero callé. Y fue el peor error de mi vida. A las seis de la mañana llegaron las últimas personas que sacaron vivas del edificio. Urgencias era un caos, corríamos por todos lados, la gente agonizaba y gritaba de dolor, habían desde quemaduras leves hasta quemaduras que podían revolverle el estómago a cualquiera, excepto a nosotros, nos habíamos entrenado para ver esas escenas. Lo duro llegaba cuando debíamos atenderlos y nos miraban con súplica, implorando que lo hiciéramos con cuidado. Recibí a un niño que tenía quemaduras muy leves en los brazos. Michael se oía bien, sonreía y estaba feliz porque sus padres habían sobrevivió también con quemaduras leves, eran de las pocas familias que estaban sanas dentro de lo que un incendio permitía. Así que luego de un par de exámenes, se lo encargué a un interno, después de todo yo lo había revisado y estaba bien. ¡Maldita sea, Michael no estaba bien! Una o una hora y media después tuvo un paro respiratorio y fue mi culpa, no fue culpa de Jorge, el interno que no dejaba de llorar creyendo que lo había matado. Era mi culpa por habérselo entregado sin revisar su garganta, estaba minada de hollín, era una bomba de tiempo y yo dejé que explotara en manos de otro.

El primero en recibir el castigo fue Jorge, lo echaron del programa de internos y yo me sentí una mierda. No solo tenía a un par de padres sufriendo por la muerte de su hijo y a un infante con toda una vida feliz por delante acabado, sino que tenía a un joven que prometía mucho en la medicina, casi con la carrera destruida. Y todo era mi culpa. Una semana después me presenté ante los directivos del hospital y les dije que Michael había muerto por mi culpa, les confesé que estaba bebido y que no lo revisé como debía, porque yo lo oía bien y no lo había escuchado toser. Eso no era excusa, lo acababan de sacar de un edificio en llamas, yo debía revisar y prevenir, ese era mi maldito trabajo. Para eso me había entrenado tantos años.

Y así fue como Michael se convirtió en el primer niño que murió por mi culpa.

Y así fue como tuve que cargar con la culpa de la muerte de un infante con veinte años.

Y así fue como me juré a mí mismo, con Michael indeleble en mi memoria, que jamás volvería a perder la cabeza por una mujer.

Y así fue como me convertí en Tony Souto, el que no se casa y no tiene hijos. El chico que no tiene novias. El chico que no tiene relaciones serias. El chico que probablemente no te llamará al día siguiente.

Me suspendieron por un tiempo, tiempo que utilicé para ir al gimnasio, salir con mis amigos y conocer chicas. Muchas chicas, pero no volví a pensar en algo serio. Se volvió como una ley personal. Cuando conocía a una chica y hablábamos por más de un mes, yo corría. La dejaba de lado siempre con la misma excusa: »No puedo, debo trabajar«. El tiempo pasó y aunque ya no pensaba en Alicia, no podía concebir la idea de volver a sentir algo por alguien, las salidas casuales también empezaron a aburrirme. Así que también lo dejé.

Lo único que me quedaba eran los fines de semana, algunos, con mis amigos. Y mis largas, larguísimas jornadas en el hospital. Fue mi refugio, hacer horas extras se volvió una tradición y si nadie se daba cuenta, me quedaba en una habitación de descanso con tal de ser el primero en la sala de urgencias cuando se necesitara.

Si mi vida había girado en torno a la medicina desde que tenía cuatro años, a los veinte, no solo giraba en torno; era mi vida completa.


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Seguro notaron que este capítulo es claramente más corto, no hay un porqué, simplemente salió así. 

El próximo capítulo se subirá el viernes 14 de septiembre. 

»Pueden ir a leer la sinopsis y el primer capítulo de mi próxima historia, se titula "Tan inevitable como quererte" y está en mi perfil 

»Esta historia tiene una playlist en Spotify, la pueden encontrar buscando "Lplp". 

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