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Capítulo 11.

¡Hola de nuevo! En multimedia os he dejado una foto de Nacho *OO*


Capítulo 11

Iker vio acercarse a Mel y a Diana desde el otro lado del gran pasillo que conducía a las habitaciones y sonrió ampliamente al acercarse a ellas.

—¿Cenicienta ha perdido sus zapatos? —preguntó.

Mel, que estaba descalza, alzó los dos altos tacones que llevaba en la mano, uno de los cuales tenía el tacón desencajado..

—Algo así —bufó ella, apartándose un mechón rubio de la cara.

Diana miró al suelo, tímidamente, cuando él se acercó, y no hubo manera de que abriera la boca.

—¿Vais a salir esta noche?

—Sí, bueno... un poco —confirmó Mel.

 La realidad era que no estaba segura de si ese ambiente tan... rural, iba a gustarle. Eso no era a lo que ella estaba acostumbrada cuando pensaba en salir de fiesta.

—¡Perfecto! —exclamó Iker—. Julen y yo también iremos a cenar esta noche con un amigo. Podríamos vernos después.

Al joven no se le escapó que Mel puso los ojos en blanco, mientras sacaba la llave de su habitación.

—¿Sucede algo?

—No, no. Todo está bien —murmuró Mel, mientras abría la puerta de su dormitorio—. Tardaré un momento, voy a cambiarme de ropa.

La puerta se cerró detrás de Mel, e Iker se quedó a solas con Diana en el pasillo.

Diana era una chica preciosa, con la piel oscura y brillante y unos ojos muy expresivos. Poseía un cuerpo curvilíneo pero grácil y, su mayor característica era que Iker no recordaba haberla oído hablar más de dos veces desde que la conocía.

—Mel es muy intensa, ¿verdad? —comenzó Iker, intentando entablar conversación con Diana.

—Ajá... —musitó ella.

Después volvió a bajar la vista.

Vaya. Al parecer no había manera de recibir una buena respuesta por su parte.

El silencio fue incómodo durante los próximos cinco minutos. Iker se preguntaba qué demonios hacía esperando en la puerta de Mel si él no iba a salir con ellas, pero no le parecía correcto dejar a Diana allí, sola y marcharse a la habitación de Julen para continuar esperando a su hermano. No era muy educado.

De pronto, su móvil sonó y él abrió el WhatsApp que acababa de llegarle.

«Quiero que lo hagamos. Ahora».

Iker sonrió, algo melancólico, y decidió ignorar el mensaje que una muchacha pelirroja acababa de mandarle. No debía contestarle y, además, ni siquiera estaba en Madrid en esos momentos, así que no podía atender a sus estúpidas órdenes.

Por su parte, Diana estaba al borde del colapso. Su mente, prácticamente, la estaba obligando a hablar y decir algo... ¿pero qué? «Hace buen día», «Me gusta tu camisa», «Casémonos, tengamos diez hijos y una casa en la playa». No, ¡por Dios!; solo quería hablar con él, no que le pusiera una orden de alejamiento por acoso.

Por más que lo intentó, no fue capaz de arrancar ni una sola palabra más de su cerebro. Quizás él pensaría que era extraña, estaba segura de que lo hacía... pero verlo había sido tan inesperado que no sabía cómo actuar.

Finalmente, la puerta se abrió y de la habitación salió Melissa, con su brillante cabello rubio recogido en un moño perfecto y un ajustado vestido color granate envolviendo su cuerpo elegante y delgado.

—¡Estás preciosa! —dijo Iker, con una sonrisa.

Ella hizo una pequeña reverencia mientras sonreía. Ahora llevaba unos nuevos zapatos de tacón blanco, hechos especialmente para ella por Bleau, su diseñador favorito de C.O. en Londres. Bleau, en ocasiones, había pasado horas y horas charlando con Mel e, incluso, juntos habían confeccionado algunos diseños para próximas campañas.

—Iré a descubrir el pueblo, entonces.

—Tienes una buena guía turística —Iker señaló a Diana con amabilidad, mientras sonreía.

Diana no fue capaz de hablar, sino que comenzó a reírse de sus palabras. El sonido fue algo parecido al de un animal sufriendo en plena carrera de obstáculos, por lo que Diana se odió aún más cuando Iker se despidió con apenas un movimiento de su mano y caminó en dirección contraria. Sus ojos azules demostraban que, en efecto, se encontraba un tanto confundido. Por fin, una vez Iker hubo desaparecido, la joven pudo respirar. ¡Era una imbécil!

—¿Qué pasa? ¿Qué ha sido eso?—le preguntó Mel, curiosa.

—Na-Nada.

Ambas comenzaron a caminar hasta la salida, de nuevo.

Las dos eran chicas jóvenes y elegantes; Melissa pensó que, si estuvieran en Londres, se habrían comido el mundo en una sola noche... pero no estaban allí, de hecho, nada más lejos de la realidad. Se encontraban en un maldito desierto vacío y anticuado.

—Lo bueno de vivir en un sitio pequeño es que no se necesita coche —opinó Diana.

Mel bufó como respuesta. Últimamente, se pasaba el día bufando.

Iker tenía razón, Diana era una gran guía turística.

Durante más de un par de horas se dedicó a pasear a Mel por cada pequeño rincón del pueblo, incluso presentándole a alguno de sus amigos.

Mel tenía que reconocer que, pese a ser un lugar menudo, había mucha gente joven, y eso le daba mucha más vivacidad al pueblo. En cada esquina se encontraban restaurantes originales, tiendas de ropa, chicos guapos...

—Podríamos ir al museo ferroviario —propuso Diana, pensativa—. Pero quizás sea demasiado tarde ya y debamos ir a cenar.

Mel estaba exhausta. Le dolían los pies, ¡y ni siquiera habían comenzado la fiesta aún! No había visto ninguna discoteca, algo que no la sorprendía, así que se sentía curiosa acerca de cuál podría ser el mejor lugar para beber, bailar y pasar un buen rato allí.

Ambas jóvenes caminaron por la acera, absortas en una amena conversación acerca de nada y de todo a lavez. De pronto, Diana se quedó parada frente a un escaparate. Su rostro había adoptado un adorable aire soñador.

Mel se giró, interesada en eso que parecía gustarle tanto a su nueva compañera de aventuras.

De pronto puso cara de horror: ¡Una tienda de vestidos de novia! Maldición, ¿había un lugar más horripilante que ese en todo el país? Melissa giró la cara y frunció el ceño. ¡No quería verlos, qué desagradable!

—Son preciosos, ¿verdad? —dijo Diana.

La muchacha admiraba las sedas blancas, los volantes y las piedras preciosas engarzadas en la tela de los tres vestidos que podían verse tras el cristal. Diana era una romántica nata, ¡no podía evitarlo!

—¡No! —exclamó Mel, gesticulando con las manos.

Diana la miró, sorprendida.

—¿Cómo que no? —señaló al escaparate—. Mira qué elegancia y qué...

—¿Podemos seguir caminando? —Mel estaba molesta, de pronto—. Tengo hambre.

Diana enarcó una ceja, alternando su mirada desde Mel hasta los lujosos vestidos de novia.

—¿Eres de esas personas que odian las bodas?

—Mucho más que la media, diría yo.

Diana soltó una ligera carcajada, con su voz dulce.

—No lo entiendo, ¡son preciosas!

—No lo son, son puro agobio. Hay que preparar millones de cosas, elegir cada pequeño detalle, alquilar mil locales, enviar invitaciones... ¡Las bodas son un atentado contra la tranquilidad y la salud mental de los humanos!

La muchacha frunció los labios y se adelantó unos pasos, uniéndose a Mel. No quería meterse donde no la llamaban, pero sólo había una razón que justificara el desprecio de la joven por algo tan romántico.

—¿Estás casada, Mel?

Melissa suspiró y se arregló un mechón de cabello inexistente. Nada, no había manera de enterrar el dichoso tema. ¡Ya era la segunda vez que salía en todo el día!

—No —dijo—. He estado prometida, lo cual es igual de estresante, quizás incluso es peor: he pasado todo lo malo: el estrés, los nervios, las reuniones  y las discusiones... y no he disfrutado nada de lo bueno: hacer una fiesta memorable.

Con su tono de voz dejó claro que no quería seguir hablando de ese tema. Ni en ese momento ni en ningún otro.

La casualidad (porque el Karma no tuvo nada que ver) quiso que Diana se detuviera frente a un precioso restaurante que, desde fuera, parecía ser enorme. La puerta roja estaba entreabierta y las paredes exteriores, construidas por completo en cristal, brindaban una buena vista del interior del establecimiento. El local bullía de actividad y decenas de personas cenaban o tomaban una copa en ese lugar.

—Tienes que probar este sitio, ¡te va a encantar!

Por primera vez en su vida, Mel se mordió el labio, indecisa.

—Parece algo caro... —dijo, y ni siquiera reconoció su voz al pronunciar esas palabras.

Tenía que asumirlo. Mel Ortiz no tenía dinero. Era casi una vagabunda... con unos zapatos preciosos, por supuesto, pero si no tenía cuidado con su paga mensual, esta se evaporaría del mismo modo que lo habían hecho los piercings faciales de Julen.

Diana le restó importancia al asunto con un movimiento de su mano.

—Conozco a uno de los camareros. No te preocupes por eso.

Ambas entraron al local, y al instante, un joven llegó hasta ellas. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones negros bajo un corto delantal y era, sin duda alguna, uno de los hombres más atractivos que Mel jamás hubiera visto. Al parecer, él sería su camarero en ese lugar.

—¡Diana! —exclamó él—. Dios mío, ¡estás fantástica!

Mel lo repasó de arriba abajo. ¡Menudo hombre! Tenía el cabello oscuro y ondulado, lucía unos hermosos ojos almendrados y una sexy barba cuidadosamente descuidada.

Enseguida ella pensó que, si quería pedir algo en ese restaurante, sería al camarero.

—¡Hola, Nacho!

«¡Hola, Nacho!» ronroneó su mente.

De pronto los ojos de Nacho se posaron en Melissa, que adoptó la pose más sexy de la que fue capaz, ladeando un poco la cabeza y entreabriendo sus carnosos labios pintados de granate.

Mel contó hasta cinco, sabiendo que para entonces, Nacho ya habría caído en su sensual embrujo. A los cinco segundos, el rostro del chico cambió, aunque no de la forma que ella esperaba.

—¡Mel Ortiz! —exclamó él, de pronto, dejando caer el cuadernito en el que apuntaba la distribución de las mesas—. ¡Eres tú!

Mel sonrió, algo incómoda. Vaya, así que la conocía y, además, la admiraba; eso no se lo esperaba. No todo estaba perdido aún, al fin y al cabo, ella adoraba que la adularan.

—Sí, soy yo.

—¡Mi novio y yo te amamos!

Vaya. No, no, ¡no! ¡Eso no!

La desesperación momentánea se aposentó en su cabeza, ¿dónde se escondían las buenas oportunidades en Medinabella? ¿Acaso toda su vida allí sería una interminable cadena de decepciones?

—Gracias —murmuró, esta vez algo molesta.

Diana y él volvieron a hablar animadamente, mientras Nacho las conducía a una bonita mesa, junto a una ventana.

Durante la hora siguiente, ellas cenaron tranquilamente.

Eso era otra cosa que Mel extrañaba de España, ¡la comida! Sin duda, hacía demasiado tiempo que no probaba un poco de tortilla de patata. En la cena, Melissa confirmó que, en cierto modo, sí encajaba con Diana. Era alegre y divertida, aunque un tanto inocente, o eso le parecía.

Nacho iba y venía todo el tiempo, de un lado a otro del restaurante y Melissa sentía una extraña indignación cada vez que pasaba por su lado. ¡Era gay y, además, tenía pareja! En Londres, seguramente habría intentado seducirle de todas formas, aunque sólo fuera por tratar de salirse con la suya, pero estando allí... la verdad era que no tenía fuerzas ni ganas de hacer nada. En apenas una semana allí, ya sentía que llevaba años sin moverse de ese pueblo.

Nacho volvió a aparecer al final del pasillo, y los ojos de Mel se perdieron en sus fuertes músculos... hasta que vio que el camarero estaba guiando a alguien a una mesa.

—¡Es Iker! —exclamó—, ¡qué casualidad!

El rostro de Diana comenzó a enrojecer de inmediato, al ver a su amigo conduciendo a Iker y a otro hombre, Rubén, hacia ellas. De pronto entró en pánico y consiguió captar la mirada de Nacho, antes de que Iker las viera.

Diana comenzó a negar con la cabeza, señalándole a su amigo que se diera la vuelta y los llevara a otra mesa mucho más alejada de la suya.

—¿Qué haces? —Mel no entendía nada mientras veía a Diana gesticular como si le estuviera dando un ataque.

—¡Vienen hacia aquí! —casi gritó Diana.

Nacho puso los brazos en jarras, como preguntándole qué le pasaba.

—¿Y qué problema hay? —preguntó Mel.

En ese mismo momento, un nuevo chico se unió a los otros hombres, y Melissa se horrorizó al ver a Julen, que acababa de colgar el teléfono. Parecía distraído, metido en su propio mundo e insoportablemente atractivo, como siempre. Poseía una clase de belleza casi indignante para Mel.

De inmediato supo que no podía verle, no después del incidente del ascensor y de haberse escapado del trabajo con tanta rapidez, sin avisar a nadie. Seguro que en ese momento, Julen quería matarla.

Mel agarró su servilleta roja y se tapó la cara con ella, para que no la reconocieran.

—Hay que salir de aquí —dijo entre dientes—. Ya.

—Cuanto antes.

Diana asintió con la cabeza y sacó un bolígrafo de su bolso rápidamente.

En un segundo garabateó unas cuantas palabras en su servilleta y la dejó en el centro de la mesa.

Nacho seguía parado en mitad del restaurante, sin saber qué hacer con los tres chicos.

Antes de que alguien más pudiera verlos, Diana agarró su bolso y le indicó a Mel que la siguiera.

Mel volvió a observar de reojo a los chicos y vio cómo Julen paseaba su mirada por todo el restaurante, extrañado de que el camarero los hubiera detenido allí.

—Vamos, vamos.

Las dos jóvenes se agacharon y comenzaron a caminar, prácticamente a gatas por detrás de su mesa para salir de allí.

Eso era estúpido, ¡era lo más grotesco que Mel había hecho nunca!

¿Por qué habían tenido que elegir justamente ese restaurante? ¡Maldición!

Recorrieron, escondidas, la mitad del restaurante, hasta que por fin consiguieron llegar a la puerta del local y salir corriendo.

Ridículo. Simplemente, había sido ridículo.


¡Gracias por leerme! Nos vemos en el próximo capítulo <3

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