Una Promesa
Snape sirvió el té caliente en una taza desportillada y agregó unas cuantas gotas de poción revitalizante.
—Quiero que me expliques con detalle que es lo que te ha pasado —dijo mientras le alcanzaba la taza a Lupin.
—Nunca había experimentado tal sensación, fue casi como entrar en un éxtasis. El olor, no pude entender muy bien qué era. Olía a bosque, al cambio de estaciones. Mi cuerpo se quedó como anestesiado, pero casi de inmediato vino el dolor, sentí un hormigueo en todo el cuerpo, me dolía el estómago, me ardían las venas, y luego todo se quedó negro —. La mirada de Lupin estaba perdida, intentaba poner en palabras lo que le había sucedido.
—Pero recuperaste la conciencia bastante rápido.
—Sí, después de vomitar.
—¿Cómo te sientes ahora?
—Sólo un poco cansado. ¿Crees que la sangre me ha envenenado?
—Puede ser, pero nunca he oído hablar de sangre humana que sea venenosa. Sospecho (y solo estoy haciendo una suposición aquí) que se trata más bien de una purga.
—¿Purga? ¿Purgar qué?
Snape se quedó pensativo. Tenía una sospecha, pero era aún muy temprano para sacar conclusiones.
—Aún no estoy seguro de eso —contestó. —Necesito unas cuantas muestras de tu sangre. Es importante.
Lupin estuvo de acuerdo, sacó su varita e hizo un corte a lo largo de su brazo mientras preguntaba:
—La Akardos, ¿éstas completamente seguro que se encuentra a salvo en la Mansión Malfoy? ¿No crees que sería más sensato llevarla a Hogwarts?
Snape entrecerró los ojos.
—Estoy siguiendo órdenes, Lupin. No sé cómo esperas que haga eso. ¿En base a qué?
—¡Su seguridad!
—Su... seguridad. —repitió Snape arrastrando las palabras. Su indignación burbujeando bajo su máscara de indiferencia. —Ya te he dicho que he tomado todas las precauciones necesarias.
—Pero...
—¿Has visto a Tonks últimamente, por casualidad? —preguntó Snape maliciosamente mientras recolectaba algunos tubos de ensayo de la sangre que fluía.
Lupin abrió los ojos, sorprendido de escuchar esa pregunta proveniente de Snape. ¿Desde cuándo estaba interesado en su vida personal?
—Yo... no. No la he visto.
—Su Patronus cambió —continuó Snape sin mirarlo. —Es un lobo ahora. Supongo que por eso has decidido venir y esconderte en medio de la nada.
—No me escondo —dijo Lupin avergonzado. —Dumbledore me ha enviado a una misión...
—Claro... entonces me pregunto, por qué la pobrecilla Nymphadora luce como un desastre andante. ¿Un amor no correspondido, tal vez? —Su voz era baja, aderezada con un delicado tono mordaz. —Siempre has sido un cobarde, Lupin. Desde que eras un cachorro en el colegio, escondiéndote detrás de tus amigos, detrás de Dumbledore. Te aconsejo que esta vez te encargues de tus propios problemas y apartes el hocico de lo que no te concierne.
Lupin abrió la boca para responder, pero entonces Snape se puso de pie.
—Gracias por las muestras. Sabré dónde encontrarte si te necesito.
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Severus se reclinó en la silla de su oficina, frotándose los ojos con cansancio, una montaña de deberes sin calificar sobre su escritorio. Había cancelado las dos últimas clases que tenía esa tarde y no le dejaba de resultar irónico que cuando finalmente había obtenido su ansiado puesto como profesor de Defensa contra las Artes Oscuras, las circunstancias en las que se encontraba ahora hacían que perdiera su total interés por enseñar a un montón de niñatos.
Volvió a centrar su atención en el pesado libro que tenía en el regazo, la enciclopedia más antigua de la biblioteca privada de Dumbledore. Unos pocos párrafos describiendo a los Akardos y la devastación que causaron al mundo mágico, datos muy insignificantes sobre estudios con su sangre, ni una sola palabra sobre una asociación entre Akardos y Hombres lobo. Era siempre los mismo: Nada
Severus miró hacia el techo de piedra, sus pensamientos se concentraron en los eventos anteriores. ¿Por qué Lupin estaba tan atraído por la sangre? Habló de un olor, un olor que él mismo no pudo sentir, un aroma que ni siquiera Lupin podía identificar. En el fondo, incluso le molestaba no ser él quien perdiera el conocimiento frente a la esencia de la sangre. ¿Cómo sería ese olor? ¿Qué era de lo que se estaba perdiendo?
Se puso de pie y caminó hacia una esquina de su oficina, justo detrás de su escritorio, allí, en un gabinete cerrado con llave, protegido por hechizos protectores de su propia invención, estaban algunas de las pociones más potentes y peligrosas, mantenidas fuera del alcance de las inescrupulosas manos de sus estudiantes.
La mirada oscura se paseó lentamente por las diferentes botellas: Felix Felicis, Veritaserum, Poción Multijugos, Aliento de Muerte. Leyó todas y cada una de las etiquetas sin necesitarlo realmente; se sabía de memoria los contenidos de cada una de ellas. Sus ojos finalmente se movieron hasta la tercera repisa, en el lugar exacto entre el Filtro de Muertos en Vida y el suero concentrado de sangre de unicornio. Allí estaba la pequeña botella, precintada con un sello de cera color lavanda, llevaba por rótulo sólo una palabra: Amortentia.
Severus la tomó despacio, sintiendo el frío contacto del cristal contra su mano. Hacía hace menos de un año que sintió su olor por última vez, al tener que enseñar el filtro de amor más poderoso en existencia a los estudiantes de sexto. Una tortura a la que había tenido que someterse cada año, durante los últimos quince como profesor de pociones.
Detestaba tener que demostrarles los brillantes visos color madreperla, los distintivos espirales emanando de la poción, al tiempo que él se ahogaba en el inclemente aroma que lo martirizaba: Lirios, el olor a cientos de lirios concentrados en el aula, como si de repente un campo de aquellas flores blancas hubiera brotado en la oscura mazmorra donde impartía clase. Aquel olor intenso que a veces se le aparecía en los sueños, le había seguido desde el día que se enamoró de Lily.
Severus se sentó nuevamente, poniendo la pequeña botella frente a él. Dudando por un momento, puso también una de las ampollas con la sangre de Laurel justo al lado y se quedó mirando ambas botellas por al menos un minuto. Le sudaban las manos, su respiración estaba acelerada. Estaba nervioso y no entendía muy bien por qué.
Tenía miedo. Los dulces recuerdos de su juventud junto a Lily despertaron, volvió a oír su risa angelical, el ingenio en su conversación, la amabilidad en su proceder. Era hermosa, y él la había traicionado, la había entregado y ahora ella había desaparecido.
Tenía miedo de olvidarla, sentía miedo de traicionar su memoria, de traicionar el amor que había jurado conservar para siempre al verter su cariño en otra mujer y el pánico se apoderó de él al pensar que esta vez Lily realmente sí desaparecería de su vida del todo.
No iba a ser capaz de abrir aquella botella, de enfrentarse con la realidad. ¿Qué sentiría al inhalar la Amortentia? ¿La acostumbrada esencia a libros viejos, petricor y el abrumador olor a lirios? ¿O esta vez sería algo distinto? Algo que le hiciera alucinar como a Lupin. Tomó el filtro, conteniendo el aliento, los dedos a punto de romper el sello... ¿Y si no era correspondido? ¿Si ponía nuevamente sus ilusiones en otra persona para luego ser arrojado a un lado? O si, por lo contrario, ella lo amara, ¿cómo podría comprender la peligrosa tarea a la que se estaba enfrentando? ¿Valía la pena sentir amor hacia alguien tan desgraciado como él? ¿No estaría condenándola como condenó antes a Lily?
Abrió uno de los cajones de su escritorio, sacando aquella vieja fotografía muggle. Esta vez no se fijó tanto en la niña pelirroja, sino que se quedó ensimismado mirando su delgado y tierno rostro de niño de once años, estaba sonriente, una de las pocas sonrisas auténticas en su vida.
—Quiero ser feliz —susurró con ojos llorosos.
Tomando su varita, conjuró en silencio a su Patronus. La cierva plateada apareció y su cuerpo, compuesto por los recuerdos más felices de su vida, iluminó el recinto. Se acercó hasta Severus, apoyando su preciosa cabeza sobre su regazo, él intentó acariciarle, pero su mano la atravesó haciendo que se desvaneciera. Su oficina se ensombreció, él se quedó inmóvil, mirando el sitio donde un segundo antes estaba su Patronus y el enorme peso de la soledad, que lo había acompañado desde su niñez cayó con fuerza sobre él. Secándose el rostro con la manga de su túnica, tomó el frasco de Amortentia y se dirigió nuevamente hacia el armario cuando un pergamino arrugado le llamó la atención. Leyó la nota nuevamente:
Estoy esperándote
-L
El filtro de amor volvió a su respectivo lugar en la tercera repisa, su sello color lavanda intacto.
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Al cerrar la puerta de la suite tras de sí, se dio cuenta que adentro había mucho jaleo, la voz chillona de la elfina se escuchaba por sobre las risas de Laurel.
—¡Es una desfachatez! Enoby ha servido a la honorable familia Malfoy por décadas, sus padres antes de ella, sus abuelos y bisabuelos, y nunca se ha oído decir que una desalmada se ocupe de la limpieza. ¡Enoby no necesita ayuda alguna!
Laurel estaba encaramada sobre una mesa, un trapo en una mano y un frasco del Quitamanchas mágico multiusos de la Señora Scowler en la otra. Estaba descalza, con la túnica negra arremangada hasta los codos y su largo pelo recogido en una cola de caballo. Claramente intentaba limpiar la monumental estantería de caoba del salón y Enoby no parecía nada contenta. Reía divertida mientras miraba la pataleta de la elfina desde la altura.
—Enoby, eres increíblemente buena limpiando, lo sé. ¿Puedes permitir que una pobre desalmada aprenda de ti? Te prometo que haré todo como lo ordenes.
—¡Una desalmada quiere tomar el lugar de un elfo! ¡Oh, si la bisabuela elfina Eldriner escuchara esto! ¡Y quiere que la pobre Enoby le enseñe! No, no, ¡detente! Esa no es forma de pulir la madera.
Laurel soltaba una risotada cada vez que movía el trapo por la superficie de la estantería, al ver cómo Enoby azotaba el suelo con sus pequeños pies y sus enormes ojos se salían de sus órbitas.
—No sabía que tenías una afición por fastidiar a elfos domésticos. Puedes retirarte, Enoby.
La voz de Severus acalló los alaridos de la elfina, quien hizo una profunda reverencia hacia él y desapareció con un chasquido. Laurel volvió sus ojos hacia él, su sonrisa ensanchándose aún más.
—¡Volviste temprano! —ijo mientras se bajaba de la mesa y corría hacía él. —Es bueno verte con la luz del sol, Severus.
—Pareces feliz. —dijo él, una leve sonrisa apareciendo en su rostro.
—Oh no ... no, no. Soy miserable. Era solo una forma de entretenerme, de esperarte —dijo mientras le quitaba su bolso del hombro, dándole la bienvenida. —Eso es... eso es lo que realmente me hace feliz... verte aquí.
El repentino sonrojo en su rostro hizo que el corazón de Severus diera un vuelco. Tal vez, después de todo, existiera la posibilidad de crear más recuerdos felices, tal vez ya no tendría que estar solo, ya no tendría que ocultar sus sentimientos como siempre hacía.
—Creo que eres la primera persona que me ha dicho algo así —se aventuró a decir.
—Sí, soy así de rara... soy una persona rara... Quiero decir... lo siento. Ni siquiera sé lo que estoy diciendo... —Para deleite de Severus, su voz parecía bastante nerviosa.
Ella evitó mirarlo abriendo su bolso y concentrándose en organizar por curso, el fardo de tareas sin calificar. Severus le había delegado la función de revisar y calificar las tareas de primero y segundo año. Un quehacer bastante sencillo, pero que le servía a él para aliviarle un poco la carga de trabajo y a ella para mantenerse ocupada en su encierro.
—¿Qué más te hace feliz?
—Hmm, estar con mamá, supongo. Solía pasarme los domingos con ella, cocinando juntas. Extraño su pizza casera, siempre me dejaba jugar con la masa. Era muy feliz cuando jugaba con Fern, solía peinarla y maquillarla como si fuera mi muñeca, aunque la Señorita Perfección pueda ser un dolor de cabeza a veces.
Una idea se estaba formando en la mente de Severus, una idea absolutamente imprudente y demencial. Una idea tan absurda que su calculadora mente jamás podría llegar a concebir. Pero, sin embargo, allí estaba, nacida de las emociones y sentimientos que él se jactaba de aborrecer, que consideraba un signo de debilidad. Quería hacerla feliz. Si Laurel era feliz, él también lo sería.
—Tu madre está enferma, ¿verdad?
—Sí, tiene un caso bastante avanzado de artritis, no puede mover las manos tan bien. El dolor ha sido una constante durante años y la lista de espera del NHS para terapias es realmente una broma...
—¿Artritis? Eso es una especie de enfermedad de las articulaciones ¿no? —dijo, acercándose a la mesa de trabajo y seleccionando algunos instrumentos de su laboratorio.
—Sí, sí, lo es.
—Puedo curar a tu madre.
—¿Qué? ¿Puedes? ¿Cómo?
—Es una poción simple, solo toma un poco de tiempo prepararla, unos días; y tu madre tiene que seguir el tratamiento, cinco gotas al día durante una semana. Estará mejor después de la primera dosis. Bastante simple. ¿Eso te haría feliz?
—¡Sí! Sí, absolutamente... pero ¿y si ella es como yo?
—Nos daremos cuenta de eso cuando estemos allí.
—¿Dónde?
—En tu casa. Hackleton, ¿no es así?
Laurel no podía creer lo que estaba escuchando. Sacudió su cabeza levemente, la emoción llenándole el pecho.
—¿De verdad? ¿Hablas en serio?
—Sí, hablo en serio, Laurel. Solo permíteme algo de tiempo para hallar un modo de sacarte. Haremos una pequeña visita a tu familia, pero tendremos que regresar el mismo día. ¿Lo entiendes?
—Totalmente, por supuesto. ¡Ay, Dios mío! ¡Gracias! —exclamó Laurel, llevándose las manos a la cabeza, su sonrisa destellante.
—No hay nada que agradecer. Aún no está hecho, y... bueno, será mejor que me agradezcas cuando logre liberarte de verdad, no por... maldita sea, lo siento, siento que te estoy sacando de paseo como si fueras una mascota.
—¡De ninguna manera! Te lo agradezco mucho, de verdad, y te agradezco ahora, Severus, porque sé te preocupas —dijo acercándose a él y besándolo en la mejilla.
Laurel se río cuando notó cómo la cara de Severus se sonrojó, su cuerpo poniéndose rígido.
—Seré una buena mascota —dijo ella guiñándole un ojo. —Ahora, ¿quieres decirme si encontraste ese vial en tu bolsillo, o debo ser yo quien te dé una sorpresa esta vez?
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