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Una Navidad Adelantada

—Un solo día... —dijo Hazel poniéndose de pie y acomodándose el chal alrededor de los hombros. —Fern, pon a David en su cuna y déjalo dormir, ayúdame a preparar el desayuno. Laurel ve al cobertizo y saca la decoración navideña. Con todo este drama no había nada que celebrar este año, pero ahora... Un solo día...

Laurel abrazó a su madre nuevamente y luego, haciéndole una señal a Severus para que la siguiera, salieron por una puerta corrediza hacia el porche trasero de la casa que daba hacia un pequeño jardín, rodeado por una cerca de alambres. En mitad de jardín se hallaba un foso de ladrillos para realizar fogatas y unas cuantas sillas de plástico deterioradas por la intemperie. A la distancia, más allá de la cerca, se divisaba apenas el contorno de un bosque lejano, sin ninguna casa a la vista. Aquel paisaje solitario y silencioso embargó al mago de una tranquilidad infinita. Una sensación de calma que no podía gozar en Hogwarts, rodeado de paredes de piedra y del bullicio escolar.

—Severus —le llamó Laurel, quien ya se había adentrado en el cobertizo y empezaba a sacar cajas polvorientas.

—Déjame ayudarte —dijo aproximándose y ayudándole a sacar una larga caja dónde muy seguramente se encontraría el árbol navideño.

—¿Ayudarme? —Laurel rió, dejando la caja en el suelo y empujando a Severus dentro del cobertizo. —Haz hecho mucho más que ayudarme hoy, Severus.

El hombre sintió un escalofrió por la espalda al sentir la calidez del cuerpo de Laurel muy cerca al suyo, el olor a humedad, la oscuridad del cobertizo y la adrenalina de estar haciendo algo a escondidas le hicieron perder cualquier control de sí mismo. Tomando a la mujer de la cintura, la apretó contra su cuerpo. Laurel levantó su rostro hacia él, casi podía escuchar a las mariposas revoloteando en su estómago, Severus inclinó su cabeza hacia ella, nervioso, pero convencido de que aquel beso sería correspondido, los ojos de Laurel se cerraron lentamente a medida que sentía la calidez de su respiración acercándose.

—¡LAUREL!

El grito de Fern los detuvo al instante. Ambos se separaron, sus rostros como bengalas, casi alumbraban el interior del cobertizo.

—Lo siento —dijeron ambos al tiempo.

Laurel abrió su boca, mirando azorada al mago, preparada para decirle lo que sentía, frotándose las manos, nerviosa.

—Severus, yo...

—¡Laurel, apúrate!

—Lo siento —murmuró ella de nuevo, saliendo del cobertizo y tomando una de las cajas. Caminó con rabia hacia el porche dónde la esperaba Fern, cruzada de brazos y arqueando una ceja. —No hace falta gritar.

—¿Qué estabas haciendo? —le preguntó Fern, mirando de mala manera a Severus, quién había salido también, y levantaba la caja del árbol navideño.

—Sacando las cajas —mintió Laurel. —También le estaba mostrando mis viejos juguetes a Severus.

—¿Severus? —repitió Fern, con un tono suspicaz. —¿Le estabas mostrando tus viejos juguetes a tu jefe?

—Sólo cállate, Fern.

Tras desayunar y luego de que Severus tuviera que rechazar la tercera porción de huevos revueltos y pan tostado que Hazel insistía en poner en su plato, se dirigieron a la sala de estar para empezar a poner la decoración. Aún faltaban un par de semanas para Navidad, pero por el ambiente que se sentía en casa, tal parecía que esa misma noche era nochebuena.

Tras pasarse un tiempo, renegando la ayuda de Laurel, tuvo que rendirse ante la imposibilidad de instalar él mismo el árbol de navidad.

—Aún no entiendo como tienen la suficiente paciencia —le susurró mientras le ayudaba a sostener el árbol, mientras Laurel atornillaba las piezas. —Ya habría solucionado esto con un toque de varita.

Laurel se encogió de hombros.

—No sería igual. La gracia, es hacerlo en familia, divertirse haciéndolo —le contestó, poniéndose de pie y admirando el árbol, que aún necesitaba sus luces y sus ornamentos. —¡Ah! El viejo Henry y yo hemos pasado muchas navidades juntos.

—¿Le pusiste nombre? —preguntó con un tono de burla.

—Obviamente! Es parte de la familia... Cómo ahora lo eres tú, Severus —le contestó ella imitando muy bien su sonrisa de suficiencia. —Pásame esas luces, por favor.

Severus se quedó mirando por un momento las manos de la mujer, moviéndose con ligereza por entre las ramas del árbol artificial, vistiéndolo de luces con cariño, como si fuese un niño. Sabía que Laurel se merecía muchísimo más que un solo día con su familia, se merecía mucho más que ser usada como fuente de investigación.

No tendría la fuerza de voluntad para llevarla de vuelta a la mansión, no tendría el corazón de encerrarla nuevamente. Si tan sólo tuviera las agallas de separarse de ella, de desaparecer de su vida y concederle la fortuna de no volverlo a ver nunca más. Un héroe haría eso, liberaría a la princesa de su condena... Él quería ser su héroe.


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—Debemos llamar a Rebecca —dijo Hazel, admirando el trabajo de Laurel y Severus, que estaban tomando el té y las galletas que les había traído como merienda. —Estará muy feliz de saber que has aparecido. Se preocupó mucho por ti. Se ocupó de traer tus cosas desde Londres.

—Sabes que no puedes hacer eso mamá —susurró Fern, que alimentaba al pequeño David en una mecedora junto a ellos. —No sería conveniente.

Laurel notó la mirada de complicidad entre ambas y el repentino ensombrecimiento en el rostro de su madre.

—¿Qué está sucediendo? —preguntó arrugando el ceño. —¿Qué pasa con Rebecca?

Fern dejó salir un suspiro y con voz dura dijo:

—No sucede nada con Rebecca. El problema es la agencia de seguros.

—¿Qué agencia?

Fern miró con sospecha a Severus, que se había quedado muy quieto y silencioso, sus ojos fijos en Fern, Laurel supo que le estaba leyendo el pensamiento.

—Fern, lo que sea, lo puedes decir en frente de él.

—Si a ti no te importa... —Fern dejó salir un resoplido de irritación. —El club ha ofrecido pagar a las familias de los fallecidos alrededor de cien mil libras por cada uno para no entablar acciones legales. También se han acercado a nosotros...

—Laurel no está muerta, pero necesitan el dinero —susurró Severus. —Lo que sea que el club les ofrezca, sería una tontería no aceptarlo.

—Está en lo cierto, Dr. Listillo.

—Pero yo estoy...

—¡Lo sabemos! —dijo Fern, con voz más suave, mirando tiernamente a su hermana. —¡Eso lo sabemos ahora! Pero Laurel, realmente necesitamos el dinero, el banco, la hipoteca...

—¿Desde cuándo han dejado de pagar?

—Desde julio. El apoyo del gobierno no es suficiente, hemos pedido ayuda a los vecinos, a los amigos, pero ya sabes, con un bebé recién nacido... solo estamos sobreviviendo un día a la vez.

—Sí... sí... —dijo Laurel poniéndose de pie, caminando de un lado al otro. —Es culpa mía, no estuve lo suficientemente pendiente... no pude... ¿Cuánto dinero les han ofrecido?

—Ochenta mil libras.

—Sin un cuerpo, menos dinero... Está bien... —Laurel se detuvo, cruzándose de brazos. —Creo que sí soy un fantasma Fern, estabas en lo cierto.

—Laurel, podemos detener esta locura, sólo hay que llamar a la policía, reportar que apareciste —rogó Hazel. —Ya nos arreglaremos luego con el dinero.

—No, mamá, Fern tiene razón, Severus tiene razón, sería una tontería no aceptar el dinero —dijo Laurel con determinación.

—Laurel, ¿estás segura de que quieres hacer esto, calabacita?

—Sí —dijo volviéndose hacia Severus. —De igual forma tendremos que irnos ¿No es cierto? Debemos volver a Ginebra.

Sin esperar respuesta alguna de Severus, se dirigió con paso decidido hacia el que era su antiguo cuarto que compartía con su hermana, empezaría a empacar todo lo que necesitara para intentar hacer más llevadero su encierro en la mansión Malfoy.


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—Entonces, ¿qué está pasando entre tú y el Doctor Amargado?

—¿Qué?

Laurel estaba en su antiguo dormitorio, hurgando en su armario, seleccionando algunos objetos personales para llevarse: ropa, algunas fotografías, su viejo diario, una pequeña radio. Estaba metiendo todo en una bolsa de plástico, sabiendo que todo cabría en la cartera encantada de Severus.

—Sabes de qué hablo —insistió Fern mientras acostaba al niño dormido en la pequeña cuna. —Ustedes dos tienen algo.

—Estás loca, Fern. No tenemos nada. Él es mi jefe, eso es todo.

Fern se echó a reír, se acercó a la bolsa de plástico y echó un vistazo dentro, sacando un revelador conjunto de ropa interior de encaje, lo meneó burlonamente frente a su hermana.

—Entonces, ¿por qué te llevas esto contigo? ¿A quién quieres impresionar?

La cara de Laurel se puso roja y arrancó con vergüenza el conjunto de sus manos.

—Es sólo ropa, idiota.

—Sí, claro, si tú lo dices —contestó ella con una mueca de incredulidad. —Ese hombre no me gusta, tiene un aura... oscura.

—¿Más que la tuya?

—No estoy bromeando, Laurel. Ese tipo me da mala espina. Además, es muy mayor para ti y muy feo.

Laurel respiró hondo, calmando las ganas de gritarle a su hermana. Su corazón latió con fuerza, le molestó muchísimo oír aquellas palabras.

—No te atrevas, Fern... Severus es... él es muy bueno conmigo.

—¡Es enserio, te mereces algo mejor! Ese hombre me da escalofríos.

—¡Pues a mí no! Él es... diferente... dulce, se preocupa por mí...

Fern entrecerró los ojos, sabía muy bien cómo sacarle todo a su hermana, como una cirujana experta, arremetía con su afilado bisturí de mordacidad hasta alcanzar los delicados nervios de su hermana mayor, obligándola a soltar todos sus secretos.

—Es un amargado, Laurel, ¿Qué es lo que te gusta de él? ¿Esa enorme nariz ganchuda? ¿O ese larguirucho pelo grasiento?

—¡Todo! ¡Me gusta todo de él! —le susurró exasperada. —¿Ya estás contenta?

—No —sonrió Fern con suficiencia. —Hay algo en todo esto que no termino de entender, algo que no encaja, ¿cuál es tu trabajo exactamente? Quizá eres tan sólo su amante...

—Sólo soy su asistente, Fern. ¿Podrías dejar de molestarme? ¿Podrías comportarte como si realmente fueras mi hermana?

—Sólo me preocupo por ti... No me gustaría que terminaras mal.

—¿Qué terminara como tú? —arremetió Laurel con sorna. —¿Embarazada y abandonada?

—Noah está pasando por una mala racha —respondió Fern indignada. —Viene a visitar a David cada semana.

—¿Sí, y supongo que debe traerle dinero no? ¿Ropa, comida, pañales? ¿No? —gruñó Laurel, saboreando la oportunidad de vengarse de su hermana. —Ha vuelto con aquella chica del instituto? ¿La que sólo tiene dieciséis años?

Fern se había puesto roja y temblaba de rabia. Se puso de pie y fue hasta su mesita de noche, sacando unas cuantas cajas de píldoras anticonceptivas. Volvió hasta dónde estaba Laurel y las dejó caer en su regazo.

—Tómalas —dijo en voz baja.

—No necesito esto...

—Tómalas –repitió, metiéndolas ella misma en la bolsa. —No cometas el mismo error que cometí yo.

—Fern...

—Te quiero, idiota —le dijo ella abrazándola.


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—Siendo niño hubiese querido crecer en un lugar así —comentó Severus, mirando el atardecer a la distancia. —y no en un laberinto de casas de ladrillos y ventanas rotas como la Calle de la Hilandera.

—Tu casa no está tan mal —contestó Laurel. —Además, sólo pasas las vacaciones de verano allí. Tu hogar es Hogwarts.

Ambos estaban de cuclillas, al lado del foso de ladrillos dónde habían puesto leña y periódicos viejos; Laurel trataba de encender las cerillas, pero el viento helado las apagaba a cada intento. Severus miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaban solos, Hazel Fern estaban dentro de la casa lavando los platos después de su cena de pizza casera y apenas si se escuchaban los villancicos que sonaban en la radio y el ruido de las cerillas raspando contra la caja. Sacó su varita y murmuró:

Incendio.

—Gracias —murmuró Laurel al ver cómo las llamas envolvían la madera seca y consumían el periódico de inmediato. —Siempre puedes mudarte, te ofrecería vivir aquí, pero tal parece que ya no puedo llamar a este sitio mi hogar.

Severus la miró ponerse de pie y dirigirse nuevamente adentro de casa. Tenía el corazón confundido, la cabeza le daba vueltas, sabía que era lo que tenía que hacer. Por el bien de Laurel, tenía que desaparecer y aquella era la oportunidad, sólo tenía que dar media vuelta y desaparecerse, ella jamás lo encontraría, y él se entregaría dócilmente al Señor Tenebroso para recibir su condena.

Sus piernas temblaron un poco al ponerse de pie, el viento sacudió sus cabellos y cerró los ojos con fuerza, pensando en su casa en Cokeworth, en su pequeña y oscura habitación. Respiró hondo.

—Severus ¿te encuentras bien?

Abrió los ojos para encontrar a Laurel frente a él, una caja de cartón bajo su brazo y una cazo de cobre colgando de su mano.

—Sí —contestó intentando mantener su voz firme.

—Feliz Navidad —dijo ella mientras le alcanzaba la caja.

Él miró dentro sorprendido de ver un montón de cuadernos y recortes de periódicos que parecían bastante viejos y desgastados.

—¿Gracias?

Laurel rió mientras se ocupaba de colocar el cazo sobre el fuego.

—Eran de tu padre —explicó ella. —Cartas, diarios... era todo lo que tenía, todo cuanto dejó.

Severus miró dentro de la caja nuevamente, un sentimiento de nostalgia y aversión mezclándose dentro de su pecho.

—No sé realmente que pueda hacer con esto.

—Míralos, léelos, husmea un poco, tal vez encuentres algo que te interese.

Laurel se dirigió nuevamente dentro de casa para traer el resto de los ingredientes, mientras Severus se sentaba en una de las sillas y empezaba a rebuscar dentro de la caja. No tenía las fuerzas, ni la voluntad de leer aquella letra enredada e inclinada. Los débiles rayos de sol se iban apagando poco a poco.

El fragante olor del vino caliente era embriagador, Laurel había logrado transformar el barato vino de caja en una fina y espléndida bebida añadiendo unos toques de especias exóticas, unas gotas del añejo brandy que guardaban para visitas importantes y la dulzura de naranjas maduras. Por lo que Severus podía juzgar, Laurel bien podía pasar como una talentosa pocionista.


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Hacía frío, y el cazo con el vino caliente estaba ya casi vacío. Su madre había entrado en casa hacía ya un par de horas, tras abrazar fuertemente a Severus, desearle buenas noches y agradecerle por el milagro de su curación. Fern finalmente se había ido a la cama tras anunciar que estaría encantada de visitar Suiza muy pronto, y lanzar una amenaza sobre a todo aquel que osara lastimar a su hermana.

—¡Te tengo entre ojos, Dr. Amargado! —gritó, con el rostro sonrojado por el vino desde el porche.

—Lo siento —murmuró Laurel con vergüenza. —No es tan mala, una vez la conoces.

—No tenemos la opción de elegir a nuestra familia, Laurel —dijo él lanzando una mirada a la caja nuevamente.

—¿Nada que te interese de ella?

—No pude... ya tengo suficiente con todo lo que está pasando.

—Me gustaría mostrarte esto —dijo, hurgando en la caja hasta que encontró el viejo álbum de fotografías. —Me encantan estas fotos.

Se sentó, junto a Severus, sus cabezas juntas, mirando las viejas fotografías. Laurel le contaba los relatos que Tobías le había narrado, cómo sus padres habían llegado a Cokeworth, huyendo de la furia de ambas familias; mostrándole el hermoso vestido de estampado de margaritas con el que su madre posó en frente de su casa; la eufórica sonrisa de su padre al cargarlo y el brillante y lacio pelo, tan extraño en un bebé de apenas un año.

—Son hermosas ¿no crees? —preguntó Laurel mirándole, la luz de la fogata alumbrando su rostro pálido, sus ojos negros brillando en la oscuridad.

Severus asintió levemente con la cabeza.

—Sí lo son —contestó él con su voz baja y suave, sus ojos fijos en sus labios teñidos de rojo por el vino y el frío. —Tú eres hermosa, Laurel.

Tomando su rostro lo acercó al suyo y la besó en la boca con fuerza, saboreando aquellos labios con sabor a vino y especias, sabia a gloria, a las fogatas de verano, a la tierra húmeda del otoño, al dulce néctar de las flores en primavera, sabía al calor de un hogar durante el invierno. Laurel mordió su labio inferior suavemente, introduciendo su lengua en su boca, rozando, jugueteando, alimentándose de sus suspiros. Ella enredó sus dedos en su largo cabello negro y dejó que su boca ansiosa se desplazara por su mandíbula, hasta alcanzar su cuello, mordiéndolo con suavidad, saboreando la sal de su piel, ahogándose en aquel irresistible olor a hierbas, a magia. Severus amortiguó un débil gruñido contra su oído y Laurel sintió como su cuerpo pareció derretirse.

Un viento frío los azotó e hizo que separaran sus rostros.

—Te amo, Severus.

Él apoyó su frente contra la suya, dándole pequeños besos en sus labios rojos, ahogándose en aquel olor a vino especiado.

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