Otoño
Laurel estaba sentada junto al ventanal, mirando hacia los desolados jardines que a esa hora estaban apenas iluminados por los débiles rayos de sol de aquella tarde otoñal. Soltó un suspiro compungido al no ver ni rastro de los hermosos pavos reales albinos que le habían servido de entretención durante las últimas semanas en que había tenido que pasarse sola en la suite que ahora le servía de lujosa prisión. Severus había tenido que volver a Hogwarts a ocupar su posición, ahora como profesor de Defensa contra las Artes Oscuras.
Cada anochecer, la familiar figura del único mago que hasta el momento había mostrado amabilidad hacia ella a travesaba el umbral, reanimando su mustio encierro con anécdotas de sus clases, rumores que circulaban por los pasillos del castillo y nuevas ideas para aplicar en sus investigaciones. Muchas veces traía consigo ropa limpia, cigarrillos muggles y algún que otro manjar que robaba de alguno de los tantos banquetes de Hogwarts. Su presencia era un salvavidas en el mar de tribulaciones en el que Laurel a duras penas lograba mantenerse a flote. Sin embargo, el alivio que brindaba duraba muy poco.
Severus se despedía siempre tarde en la madrugada, con una inclinación de cabeza, una breve caricia en su pelo y una mirada que a veces dejaba entrever cierta nostalgia, un anhelo incierto que hacía que la mujer empezara a confundir sus sentimientos. Aquella mirada duraba apenas unos instantes, antes de que la espesa oscuridad tomase control de los ojos azabaches. Y entonces, él se daba media vuelta, caminando hasta las puertas con su varita en alto, reforzando los hechizos de protección que mantenían a raya a los mortífagos y Laurel resistía el impulso de correr tras él al ver el borde de su larga capa desaparecer detrás de la puerta.
Se dejó caer nuevamente en el sillón y tomó una de las agujas hipodérmicas que había insistido en conseguir, después de que hubieran decidido en que no había otra manera de investigar más a fondo sin obtener muestras de su sangre. Apretó la banda elástica en uno de sus brazos, y respiró hondo, intentando localizar su vena entre la piel rojiza y adolorida por tantas heridas punzantes que tenía que realizarse a diario. Aquello era mejor que tener que cortar su piel con un cuchillo, pensó, al recordar el brillo de la afilada daga con la que los magos acostumbraban a tomar su sangre para usar en sus pociones. A diferencia de ellos, que podían cerrar sus heridas al instante, Laurel debió aprender a extraer su sangre con el método muggle que tantas veces había visto a las enfermeras realizar en el asilo.
Allí estaba, pudo sentir la elasticidad de su abultada vena e intentó buscar un punto en el que no hubiera pinchado antes. Acercó la aguja a su piel y estaba a punto de introducirla...
—¡SAL DE AHÍ ASQUEROSA DESALMADA!
Las puertas de la habitación se resquebrajaron al recibir la fuerte embestida de Greyback, que al menos una vez por semana, intentaba ingresar a la suite y buscaba desquitarse con la Akardos por todas las afrentas y humillaciones que había recibido por parte de los magos a lo largo de toda su vida como hombre lobo. Finalmente tenía a su alcance un ser que era incluso, más despreciado que él y quería hacerla sufrir todo tipo de vejámenes, quería oírla rogar por su vida, morder y despedazar su cuerpo, quería sentir el sabor de su sangre que ahora invadía toda el ala de la mansión dónde se encontraba la recámara que Snape había adaptado como su laboratorio.
Laurel soltó una maldición al clavarse la aguja de forma errónea cuando su cuerpo tembló de pánico al oír el bramido de Greyback. Se arrancó la aguja con rabia y la arrojó a un lado, ignorando el dolor punzante, haciendo todo lo posible para llenar el tubo de ensayo con la sangre que ahora le escurría por el brazo. Giró los ojos hacia la puerta y pudo ver como los guardas mágicos que Severus había invocado alrededor de la estancia vibraban con las salvajes embestidas de Greyback, quien había desechado todo intento mágico de romperlos y recurría ahora a su bestial fuerza física. Pequeños destellos dorados descendieron del techo de la recámara y se agolparon sobre la agrietada puerta, reforzándola y reparando la astillada madera. Los gruñidos de derrota del hombre lobo se escucharon por sobre las protestas de Narcissa y la risa demoníaca de Bellatrix.
—¡No entiendo por qué sigues trayendo ese licántropo a mi hogar! ¡Sabes muy bien que no es bienvenido!
—¡Pero Cissy, Greyback sólo quiere jugar un poco con la Akardos! ¡Afilarse las garras con su cuerpo! ¿No le impedirás a esa pobre bestia un poco de diversión, cierto?
—La Akardos pertenece al Señor Tenebroso, Bella. No voy a permitir que un asqueroso hombre lobo destruya el trabajo que nuestro Maestro encomendó hacer a Snape. Mientras esté bajo mi techo y Snape la necesite con vida, nadie, ni siquiera tú, entrará a este cuarto. ¿Entendido?
Bellatrix le hizo un falso puchero y volviendo su varita hacia Greyback le lanzó un Cruciatus que hizo que el hombre lobo se cayera al suelo, gimiendo como un perro, dando patadas espasmódicas contra la puerta.
—¡Muy pronto serás mía desalmada! ¡Cuando ese desagradable mestizo se canse de ti, yo estaré ahí para cuidarte como lo mereces, pequeña rata!
Laurel cerró los ojos y se encogió en el sillón, envolviéndose fuertemente con la capa negra de Severus. Los gritos y las carcajadas de Bellatrix le producían un miedo mucho peor que las arremetidas de Greyback. A pesar de que aquellas agresiones se repetían, Laurel aún no había terminado de acostumbrarse a los constantes insultos y amenazas. Severus había prometido que estaría segura, pero no podía protegerla contra los terribles y despiadados gritos de desprecio que recibía constantemente de los mortífagos y que poco a poco hacían que su psiquis se desmoronase. Apretó su mano con fuerza alrededor del tubo de ensayo que había conseguido llenar, esperó hasta que las voces se alejaran y su cuerpo dejara de temblar.
Lentamente se puso de pie, se acercó hasta la larga mesa de trabajo repasando con la mirada la hilera de viales de vidrio que brillaban cada uno con un líquido de color distinto. Cuidando de que su sangre aún tibia alcanzara para todos los viales, Laurel fue echando pequeñas cantidades en cada uno de ellos, anotando la hora exacta y observando como algunos cambiaban de consistencia y de color. Uno de ellos parecía prometedor. El líquido verde, se había cuajado al contacto con las gotas de sangre y ahora una espuma plateada rebosaba el vial. Recogió una muestra y se sentó a observar como la espuma se arremolinaba dentro del tubo de ensayo, creando hipnóticos torbellinos iridiscentes. Esperaba que fuera un buen signo, una indicación de que los experimentos de Severus estaban conduciendo a algún lugar.
Una fría corriente de aire se filtró por entre la apagada chimenea y Laurel tiritó. Se enfundó nuevamente con la capa de Severus y se abrazó a sí misma, inhalando el aroma a humedad y a hierbas medicinales impregnados en la suave tela negra. Llamó su nombre varias veces en su cabeza, deseando que de alguna manera, él pudiera oír sus pensamientos. Lo extrañaba terriblemente. Poco a poco el ardor en su pecho, que al principio pensaba, se trataba tan sólo de cálida simpatía hacia el hijo de Tobías, había terminado por invadir cada milímetro de su cuerpo, torturándola con un ansia insaciable de tener al sarcástico brujo cerca de ella todo el tiempo.
—Deja de tener ideas estúpidas—. Su consciencia no había demorado en ahogar sus sueños inútiles con una enorme dosis de objetividad. —No sabes nada de él. No se ha dignado a compartir nada contigo. Eres sólo una Muggle. Un mago jamás se fijaría en una desalmada. Te estás enamorando de quien te mantiene prisionera. ¡Eres una idiota!
Al tiempo que su consciencia la acribillaba, la voz grave y sedosa de Severus invadía también su cabeza, adicionando aún más caos al pobre estado mental de la mujer.
"Eres una Akardos".
"Bebe, Laurel. Te hará sentir mejor".
"Te lo diré todo a su debido tiempo."
"El precio que tuve que pagar por unirme a los Mortífagos, nunca lo podrías entender".
"No dejaré que mueras, Laurel".
"Tú no podrías siquiera entender lo peligrosa que es esta guerra, cuántas vidas se han perdido, la persona a quien más he amado, asesinada..."
Laurel, pudo sentirlo. Era la primera vez que tenía un ataque de ansiedad, pero conocía sus síntomas. No tuvo tiempo de encender uno de sus cigarrillos: De repente los sombríos colores de los tapices parecían confundirse entre ellos, haciendo que la habitación se oscureciera cada vez más, al tiempo que la despiadada voz de su conciencia taladraba en la mente de la mujer que se había quedado inmóvil, incapaz de ver más allá de aquellas cuatro paredes que la rodeaban y parecían tragársela entera.
Tuvo el repentino impulso de ir hasta la puerta y escapar de aquella vorágine de desasosiego que no la dejaba respirar, pero sus piernas no le respondían. Su cuerpo se había quedado anclado a la silla, a la mesa y Laurel apenas pudo lanzar un grito furioso y desesperado desde el fondo de su garganta que sirvió para romper aquel hechizo. Sin pensarlo, se puso de pie y trastabilló hasta las puertas dobles de madera y asiendo ambos picaportes, intentó abrirlas en vano. Su mente estaba en blanco, no le importaba lo que pudiera encontrar del otro lado, debía salir de allí en ese mismo instante. Golpeó, pateó y sacudió las puertas con todas sus fuerzas hasta que el ruido de una débil risa la hizo entrar nuevamente en razón.
—¿Así que el corderito finalmente quiere aventurarse fuera del redil? — La gutural voz de Greyback se colaba por entre los quicios de la puerta. —No hay forma, bonita. Ya la habría derrumbado yo. Pero te prometo que muy pronto, seré yo quien experimente contigo, nada de estúpidas pociones, no... Sólo mis dientes en tu delicioso cuello... Estás sangrando.
Laurel, tragó saliva asustada al darse cuenta de que el hombre lobo seguía afuera. Miró su brazo, percatándose de que su vena reventada no había dejado de sangrar. El líquido de color rojo oscuro seguía fluyendo, manchando su piel y sus ropajes negros mientras caía en pesadas gotas al suelo.
—¿Es única, sabes? Tu sangre. No puedo dejar de pensar en su olor. Un puto imbécil como Snape, no merece la suerte de hacer de las suyas contigo. Si fuera por mí, no habrías durado más de una hora con vida. Te comería entera: piel, uñas, huesos... Tal vez hasta me entristecería no volver a saborear una presa como tú... Pero ¡cómo disfrutaría el desgarrar tu cuerpo! Empezaría por tus muslos, así no te mataría de inmediato y podría escuchar tus gemidos...
La voz de Greyback se había convertido en una sarta de gruñidos excitados y su respiración empezó a volverse más pesada conforme hablaba. Los repugnantes ruidos que hacía, no dejaron ninguna duda en la mente de Laurel acerca de lo que estaba haciendo en ese momento. Su corazón dejó de palpitar por un segundo. Luego explotó:
—¡VETE A LA MIERDA! —le gritó con toda su rabia mientras asestaba fuertes patadas a la puerta al tiempo que se hacía daño. —¡BESTIA ASQUEROSA, VETE A LA MIERDA!
La risa de Greyback la hizo rabiar a un más. Tomaba cualquier cosa que estuviera a su alcance y la lanzaba con toda su ira, deseando asesinar con sus propias manos a aquel remedo de hombre. Su rostro estaba rojo de furia. Se había propuesto no volver a ser débil frente a nadie... Ya había derramado suficientes lágrimas, suficiente sangre... Aventó una de las sillas de madera y esta se hizo pedazos contra la puerta. Lo siguiente que tenía a mano eran los viales sobre la mesa. Tomó el tubo de ensayo, donde la espuma plateada aún se arremolinaba sobre sí misma y estuvo a punto de arrojarlo también, pero se detuvo al pensar en Severus, en todo el trabajo que le había tomado realizar aquellas pócimas, todas las noches en vela que había pasado junto a ella rebuscando entre antiguos manuscritos cualquier cosa que fuera de ayuda... No iba a destruir su trabajo. El trabajo de ambos.
—Nunca, Greyback —susurró ella, acercándose nuevamente hasta él. —Nunca me pondrás un dedo encima. No lo voy a permitir.
Laurel se echó atrás cuando el hombre lobo dio un puñetazo lo suficientemente fuerte para atravesar la madera, sus garras intentaron atraparla, pero los destellos dorados volvieron a agolparse sobre la puerta, quemando la piel de Greyback y obligándolo a abandonar sus intentos. Laurel apenas vislumbró la salvaje mirada azul del hombre lobo, mirándola con odio a través del enorme agujero, antes de que la puerta se reparara a sí misma por arte de magia.
—¿Te crees mejor que yo, desalmada? —se burló él. —Ambos somos escoria, merecedores tan sólo de morir, según los magos. Tú y yo no somos tan diferentes.
Laurel apretó los dientes y se apartó de las puertas dando un bufido exasperado. Miró desdeñosa la destrucción de la estancia. Las botellas de licor, que habían escapado a su furia demoledora, esperaban por ella en el minibar del salón.
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—¡Está sufriendo, Albus!
Severus apoyaba sus manos sobre el parapeto de piedra, en lo alto de la torre de astronomía. Las largas cortinas de pelo negro no podían ocultar el cansancio y la preocupación en su rostro cetrino. Había decidido que tal vez si demostraba más urgencia en su voz y en sus ademanes, Dumbledore tendría al menos la amabilidad de interesarse en su causa.
—¡Está sufriendo por un intento totalmente absurdo! Tengo que sacarla de allí.
Dumbledore mantenía el semblante tranquilo, la mirada fija en el resplandor anaranjado de la puesta de sol en el horizonte. Los colores de la lejanía casi competían en belleza con su elegante túnica de seda púrpura y brocados de oro.
—Debes ser paciente, Severus. Roma no se hizo en un día, y veo que empiezas a hacer progresos. Has conseguido aislar el gen que hace a la Akardos tan peligrosa, es sólo cuestión de tiempo hasta que puedas hacer algo con él.
—¿Peligrosa? —Severus entrecerró sus ojos al mirar a Dumbledore. —¡Es sólo una pobre mujer! Una bastante inocente e ingenua, a decir verdad. Ha aceptado ayudarme sin queja alguna, aun teniendo que soportar pruebas bastante dolorosas.
—Ella no tiene más opción que aceptar lo que le ofreces, Severus —contestó Dumbledore mientras se llevaba un caramelo de limón a la boca. —Una muestra de que es bastante valiente y astuta. No creo que sea para nada ingenua. Me temo que, una vez esté libre de amenazas de muerte, no querrá seguir ayudándote.
Severus sintió aquel aguijonazo que había sido una constante durante las últimas semanas. Lo sabía, en el fondo lo entendía perfectamente. Laurel no querría saber nada de él, ni del mundo mágico una vez se viera libre. No querría quedarse junto al amargado, feo y pálido mago que, técnicamente, la había secuestrado, que la retenía. Al igual que Lily, probablemente se limitaría a lanzarle una mirada de desprecio antes de darle la espalda y desapareciera para siempre de su vida. Pero, aunque fuera perfectamente lógico de entender, Severus se negaba a aceptarlo, se resistía a pensar que la amabilidad de Laurel y sus muestras de afecto fueran tan sólo un engaño, una forma de tomar ventaja de la situación, una estrategia de supervivencia. Apretó los puños intentando aplacar ese sentimiento que le lastimaba de una forma muy similar a cómo le ocurrió, el día en que Lily se había negado a volver a dirigirle la palabra.
—¿Qué importa eso? —respondió irguiéndose y frunciendo el ceño. —Es un ser humano, no una rata de laboratorio. No tiene por qué seguir encerrada y a merced de los deseos del Señor Tenebroso. Puedo salvarla, esconderla. Si tan sólo me permitiera...
—¿Y qué harás una vez que Voldemort descubra que lo has traicionado? ¿Estás dispuesto a morir por la Desalmada?
—Hasta ahora, ha demostrado que tiene un alma más pura que todos los que la llaman desalmada —siseó Severus enojado. —¿Y no se supone que debe esforzarse por salvar tantas vidas como sea posible? ¿No es una norma de Gryffindor el hacer siempre de héroe? ¿Por qué insiste en mantenerla en esas condiciones?
Los ojos azules brillaron al encontrarse finalmente con los negros. Dumbledore ya no necesitaba de Legeremancia alguna. Era evidente que su temor inicial de perder a su más preciado elemento en la guerra contra Lord Voldemort se estaba convirtiendo en una realidad. Una realidad que podría ser devastadora para su calculado plan. Sin embargo, el dejo de una sonrisa se le dibujó en los labios: Finalmente, el corazón helado del profesor de pociones parecía latir con fuerza por otra mujer. Era una pena que ocurriera durante aquellas fatídicas circunstancias.
"Es nuestra obligación sacrificarlo todo por la causa, todo sea por el bien mayor." —Pensó.
—Tu decidida perseverancia en mantener a esta simple conocida tuya fuera del alcance de los Mortífagos es enternecedora. Me recuerda un poco a tus esfuerzos por salvar a la mujer que amabas hace tantos años. El amor es una forma de magia extremadamente poderosa, Severus. Lo suficientemente poderosa como para hacer que traicionaras a tu Señor Tenebroso. Lo suficientemente poderosa como para hacerte olvidar la promesa de proteger a Harry por sobre todo. Tal vez, incluso tan poderosa que hará que rompas el Juramento Inquebrantable.
—Romper el Juramento Inquebrantable acarrearía mi muerte, Dumbledore.
—Ah, pensaba que estabas dispuesto a todo por salvar a la mujer.
—Disfruta viéndome padecer ¿no es cierto, director?" —dijo Severus con voz peligrosamente baja. —¿No cree que ya he sufrido demasiado? Amor... Esto no tiene nada que ver con el amor. El amor sólo ha traído devastación a mi vida. Lo sabe usted mejor que nadie.
—Es precisamente por eso que quiero que seas consciente que tu desmesurada preocupación por la Akardos podría ser tu perdición, Severus. La tuya y la de todo el mundo mágico. Concéntrate tan sólo en crear la poción. ¿Ésta Voldemort enterado de tus progresos?
Severus se cruzó de brazos, soltó un suspiro resignado y volvió su vista hacia el horizonte ya teñido de un azul crepuscular.
—Ha estado, en su mayor parte, lejos de la mansión. Está reclutando tantos miembros como sea posible para su ejército. Le he informado de mi progreso, sí. Parecía complacido.
—Entonces, él no está amenazando directamente la vida de la Akardos. ¿Qué hay de los otros Mortífagos?
—Han tratado de ponerle las manos encima de vez en cuando, pero nadie puede pasar las barreras mágicas de la habitación en la que está retenida. Narcissa me ha dado su palabra de que hará todo lo posible para mantener a raya a su hermana. Solo Greyback ha adquirido el hábito de acosarla muy a menudo. Por supuesto, ese repugnante hombre lobo no es rival para mis encantamientos protectores.
—Greyback, ¿eh? —dijo Dumbledore pensativo. —Interesante.
—¿Qué tiene de interesante?
—Greyback se esmera siempre en intentar infectar a tantas personas como le sea posible. No iba a perder su tiempo con presas que sabe, no puede atrapar. Además, tiene preferencia por atacar a niños pequeños, no a mujeres ya adultas. Es muy curioso.
Severus perdió el poco color que le quedaba en su rostro cetrino. Miró azorado a Dumbledore, quien apoyó la ennegrecida mano sobre su hombro.
—Hoy es luna llena, Greyback ha de estar rondando. Entiendo que esta noche tampoco quieras quedarte para la cena. La Akardos seguramente apreciará tu compañía hoy más que nada.
Severus asintió brevemente, giró sobre sus talones y corrió hacia la escalera de la torre. ¿Cómo no se había dado cuenta de la grotesca obsesión de Greyback por Laurel antes? ¿Cómo no se había percatado de su extraño patrón de comportamiento? Intentó recordar lo sucedido durante la pasada luna llena, pero la voz de Dumbledore hizo que su mente se detuviera, al igual que sus apurados pasos.
—¡Severus!
A regañadientes se volvió hacia él, agradecido de que su oclumancia ocultara todo el resentimiento que empezaba a crecer en su mente.
—Severus, te doy mi palabra. Protegeré a la Akardos. En el momento en que su vida corra un riesgo inminente, tráela. Hogwarts y la Orden del Fénix la protegerán. Por ahora, tú sólo esfuérzate por mantener tu credibilidad ante Voldemort. Todos dependemos de tí, querido amigo. Sabemos que no nos defraudarás.
Severus abrió la boca, estupefacto. Intentó agradecer a Dumbledore, pero no fue gracias lo que salió de ella.
—Su nombre es Laurel. La Akardos. Se llama Laurel.
—Muy bien —. Dumbledore sonrió y le guiñó un ojo. —Pásate por las cocinas antes de salir. Los elfos han preparado una muy buena tarta de melaza. Seguro que a Laurel le gustará.
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